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Las líneas y 33 relatos más
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Libro electrónico148 páginas1 hora

Las líneas y 33 relatos más

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Francisco Antonio Soto es un escritor acostumbrado a crear toda clase de contextos y personajes desiguales. Es un autor que se atreve a enlazar argumentos distintos y acoplarlos con resolución y franqueza para inquietar al lector. Sus manifestaciones mueven las mentes para llevarlas al mundo suyo. Sus relatos palpan y remueven todas las envolturas y contenidos posibles de la vida, y se adentran al apremio con una espontaneidad sugestiva.
Algunos relatos son cortos como Juntos, Salé y Libre, si se trata de citar ejemplos concretos. Otros relatos son más extensos si miramos a Pancho, Mi amigo alérgico y Las Líneas. Y estos relatos deambulan por todas partes e invaden los alcances de la noveleta como ocurre con Las vecinas de mi madre.
La diversidad inagotable de sus temáticas compite con su tenacidad por instaurar circunstancias y coyunturas, logrando llevarlas por caminos del requerimiento y de la tarea reflexiva.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 dic 2021
ISBN9781005650209
Las líneas y 33 relatos más
Autor

Francisco Antonio Soto

Francisco Antonio Soto nació en Caracas en 1961, se graduó de Abogado en 1984, especializándose en Derecho Penal Militar y obteniendo más tarde una Maestría en Derecho Penal y Criminología. Ingresó a la Fuerza Aérea Venezolana como oficial asimilado en 1989 realizando varios cursos de adaptación castrense, y desempeñándose como Asesor Jurídico, Investigador de accidentes aéreos y terrestres, Fiscal militar y Juez militar hasta el momento de su retiro, en el año 2004. Trabajó como Abogado en la Sala de Casación Penal del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, y también como Juez Superior Penal en el Circuito Judicial del Área Metropolitana de Caracas. Ha sido instructor universitario y tutor de decenas de trabajos de grado en Criminología, en Derecho Penal y en otras materias afines. Tiene amplia experiencia deportiva, y también en actuación teatral y en locución. En el campo literario es autor de los libros “El Señor Ralph y otros relatos” (Editorial Libros en Red, Buenos Aires. Año 2014), “Relatos de un caribeño que se bañó en el mar dulce” (Ediciones Ediquid, Caracas. Año 2015) y “Cerré los ojos, y otros relatos de ayer”, otro libro de relatos, todavía sin publicar.

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    Las líneas y 33 relatos más - Francisco Antonio Soto

    Con la escasa ayuda de una lamparita de querosén que ha arrimado para la ocasión, la nena Zobeida mira las líneas que cruzan la palma de su mano izquierda. Es la última habitación de la gran casa, y apenas se alumbra con la pequeña llama.

    La suave yema rosada del dedo índice de su mano derecha inicia su paseo manso, sumiso.

    Comienza con lentitud, luego, se apura un poquito. Su misión es recorrer cada trazo que el Creador le ha proporcionado desde que nació, y que ella ha descubierto recientemente, apenas unas horas atrás, ayudada por la tenue luz que la ha galanteado, y por un aroma a resudación que el ambiente tomó para sí, y que ahora le restituye en una fácil avenencia.

    Recorre con novísima conmoción las líneas de los viajes, la del corazón, las de las relaciones carnales; la curva de Mercurio, la curva de Apolo, la curva de Saturno, la curva de Júpiter, transitando todos sus caminos, aunque, sin estar al corriente de sus verdaderos nombres.

    Zobeida se acuesta en la cama, desnuda y frágil aún… Mientras tanto, su mente divaga y su cuerpo busca silencio.

    Procura reposar, a pesar de la piel brusca pero bañada en almíbar calcinado que sus manos han palpado hasta la saciedad, tentándola como nunca; que la ha acariciado suelta.

    Su pensamiento olfativo se agrupa en la piel anguila de esas líneas y de esas curvas que han escarbado con emoción, y no le han permitido descanso alguno durante la noche.

    Esa misma mano inquieta no puede dejar la piel hosca con olor a tierra que sus labios han probado, que sus labios se han atrevido a besar, a corroer, a carcomer. La piel imaginativa y oscura con olor a posesión y a dominio que le ha cambiado su cadencia cardíaca, y que la ha despertado por fin, obligándola a palpitar con intensidad insurrecta.

    Esa misma mano no puede esconder los rasgos del sabor a enigma que ha recibido su membrana manceba, inexplorada, para aproximarla envidiosamente al hilo candente de la sombra más elevada e inquieta.

    Zobeida, altiva, parlanchina y extrovertida ha pasado de un extremo a otro. No habla, sólo siente. O únicamente cree pensar en lo que siente… Se regodea en su sitio. Lo toca sin pena. No lo razona ni lo escucha… Lo agrada en sus pensamientos sin sonido.

    Colorea sus sendas desnudas y voluptuosas con cada suspiro y con cada exhalación, examinando los labios salvajes, pulposos y osados que la tocaron entera sin suprimir inhalación, que mimaron sus frágiles líneas para expresarlas en su anchura, que la incitaron sin pausa para entregarla al tatuaje divino; abrirla al encierro irracional de la íntima zozobra vibratoria de la vida.

    Por momentos posa las manos sobre la lamparita de querosén, enseñándole sus líneas a la pequeña lucecita. Ensayando el mismo calor que unos momentos antes anduvo sin impedimento en su piel, cruzando dadivoso y generoso por toda su plenitud; jamás rozada, jamás andada hasta esa noche.

    Todavía percibe ese ardor brillante y desasido, transformado en ofrenda selecta con el que Lochano impregnó todos los milímetros de su cuerpo, embebiéndola toda hasta encarcelarse en su sangre pulcra y azul; hasta añadirse como una carga sediciosa a su infranqueable revestimiento nevado e inmaculado que ahora se rinde ante la existencia de otros colores.

    Así se fue la madrugada de Zobeida y vino lentamente la mañana…

    La ventana abierta de par en par, a través de la cual había escapado Lochano, comenzó a despertarse tibia al registrar los primeros rayos de sol que el joven día se conminaba a dispensarle, salvando su marco con sutileza habitual.

    La habitación de Zobeida, encubridora y abrigadora, empezó a alumbrarse con lentitud; también a estremecerse y a calentarse con el abrazo de los fucilazos del catire. Sin embargo, las líneas de las manos de la moza -aún ansiosas- continuaban meditando su atrevimiento, añorando y esbozando las otras líneas; las líneas que no deseaba dejar de tocar. Las líneas de las manos del ámbar, del cincel azabache que se había ido.

    Cuando las extremidades del catire llegaron hasta la cama de Zobeida y encendieron sus cubiertas, la chica desistió de las líneas de sus manos y se concentró en las sábanas para prolongarse en sus pliegues, para detenerse en las líneas de los cuerpos dibujados en género, seduciéndose en medio de ellas… La lamparita de querosén se apagó.

    Zobeida se acercó a los revestimientos que fueron limpios hasta ayer y los rodeó con lisura. Se agregó con gracia añadida. Las sábanas culpables que olían y sabían a Lochano la sintieron también. Bordeó cada una de esas líneas masculinas implícitas y las aproximó a las líneas de su cuerpo. Las afirmó a su epidermis femenina. Se ciñó a ellas con estímulo lúbrico. Se envolvió a sí misma y se frotó una y mil veces, tornándose Zobeida en una sola línea sicalíptica pura. Y como si fuera un agujero profundo, se dejó ir. Y sus impulsos respondieron…

    Allí, encogida, doblada como una sola línea curva en la que sobresalen muchas líneas más, cerró los ojos, y, como desafío mágico, de inmediato se abrieron las líneas de los ojos marrones con verde alcanfor del negro Lochano, y sus miradas se cruzaron hasta el infinito, y se alojaron en sus terrenos radiantes.

    La ausencia duró muy poco. El éxodo al cielo no fue tal. Zobeida se estremeció:

    Oyó a lo lejos un grito desgarrador en las inmediaciones del patio… Es la voz escondida de Lochano, pensó la muchacha temblorosa. Encogió más su cuerpo, cerró más sus ojos, amarró más las sábanas a sus límites, agarró con fuerza las líneas de sus manos… Creyó oír otros gritos y a otra gente hablando en voz alta. La voz amenazante y estridente del Coronel. Mi padre está arrecho, pensó.

    Le siguieron las botas presurosas de los soldados cruzando al trote rápido el extenso patio de la casa, perdiéndose en los matorrales. Más luego, oyó dos disparos secos. Inmediatamente oyó unas voces que exclamaron y gritaron más lejos… Otros disparos de escopeta se escucharon remotamente. Ojalá al aire, pensó Zobeida.

    De repente, todo estuvo en calma y sujeto a la carencia. El silencio partícipe, atornillado a los segundos tácitos y rigurosos, le prosiguió. Toda la mudez es brusca, instantáneamente sepulcral. La elipsis implícita mandó.

    Zobeida se dobló aún más en su lecho. No se animaba a mirar por la ventana, no sabía qué hacer con lo que sentía. Se frunció en la esencia lineal que la contenía y se concentró en la peculiaridad escandalosa que le había dejado Lochano, y yacía enclaustrada y velada en todas las líneas que observaba, repoblando íntegramente su sustancia inocente que se desvanecía con los minutos, abandonando su ingenuidad, renunciando a su recato.

    Nada sabía sobre la suerte de Lochano, pero las líneas de la habitación, las líneas de los tejidos, las líneas de las sedas y de las manos de Zobeida estaban rociadas de algo paradójico. Estaban humedecidas del sudor de Lochano y de sus propios suspiros. Ya se sentían aradas.

    Esa transpiración -inicua para otros- se había deslizado por todos los poros de la hembra hasta llegar a las líneas internas, hasta los surcos de sus órganos y del corazón de Zobeida que unas horas antes reía con lágrimas, y que ahora absorbía y digería su propia súplica, su propio vientre feroz y encerrado, felizmente curioseado y adulado

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