Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La sombra del adepto
La sombra del adepto
La sombra del adepto
Libro electrónico496 páginas7 horas

La sombra del adepto

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

LA NÉMESIS DEL ADEPTO SALE A LA LUZ
Yáxtor Brandan, adepto empírico al servicio de la Reina de Alboné, descubre de pronto que ha sido padre... de nuevo. Eso lo lleva a recordar el infausto destino de su primer hijo y su esposa y, por fin, a identificar al artífice de tal atrocidad, la sombra que todos estos años lo ha perseguido y en cierto modo ha forjado su destino y ha hecho de Yáxtor lo que es.
Mientras el adepto se lanza a la caza de su sombra e intenta recuperar a su hija robada, los acontecimientos se precipitan en Alboné. La Reina está inquieta, consciente de que sus planes están a punto de cumplirse; su Regente lucha por mantener el control de una situación que no comprende del todo; el Adepto Empírico Supremo cava demasiado hondo en un pasado lleno de cicatrices; y Shércroft, Jefe de Archivos de los Adeptos Empíricos, realiza un descubrimiento que quizá le cueste demasiado caro.
Con La sombra del adepto, la fascinante saga de Yáxtor Brandan llega a un punto de no retorno. Amigos y enemigos, aliados y rivales, amantes y mentores; todos tendrán que tomar partido y el precio de su decisión será elevado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2023
ISBN9788418878787
La sombra del adepto
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

Lee más de Rodolfo Martínez

Relacionado con La sombra del adepto

Títulos en esta serie (4)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La sombra del adepto

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La sombra del adepto - Rodolfo Martínez

    1

    FURTIVOS

    El castigo más cruel es aquel que te da lo que más quieres.

    —Glaxton Dishrel

    Ciertos acontecimientos se pusieron en marcha en Honoi, el lejano archipiélago cuyo emperador se había convertido, hacía más de un año, en rey consorte de Alboné.

    Tuvo lugar una entrevista. Se formuló una petición y se preguntó un precio.

    El emisario de los Nan comprendió que no tenía autoridad para decidir sobre la propuesta: el asunto era demasiado importante, lo sobrepasaba. Solo el Primer Nan de la Montaña podía aceptar o rechazar el encargo.

    Se estableció un nuevo momento para una nueva reunión. Se celebró. Se llegó a un acuerdo. La suma de dinero que cambio de manos fue considerable. No podía ser de otro modo, teniendo en cuenta la naturaleza del encargo.

    Los Nan llegaron una hora antes del amanecer. Entraron en silencio, moviéndose como sombras, y, como ellas, pasaron desapercibidos. Ni la guardia externa del castillo ni los Ingtze del perímetro interno fueron conscientes de su presencia.

    Escalaron las paredes como insectos y se colaron con la brisa nocturna en la Torre del Chambelán.

    Avanzaban con un propósito claro y definido. No vacilaron en ningún momento ni se desorientaron ante ninguna bifurcación.

    Estaban entrenados para entrar, alcanzar su objetivo y salir sin ser detectados. Como mucho, alguien recordaría luego una sombra, un rumor, un chasquido en el umbral de lo audible.

    Así debería haber sido. Pero ni los mejores planes están blindados contra lo imprevisto.

    El bebé había pasado mala noche y no hacía ni dos minutos que la nodriza había conseguido que se calmara y se volviera a dormir. Ella, en cambio, estaba desvelada y, teniendo en cuenta lo poco que faltaba para el amanecer, decidió que era mejor no molestarse en volver al futón que le servía de lecho.

    Se sentó, encendió una luz y abrió el libro en el que llevaba enfrascada las últimas semanas. Una historia trivial de acción e intriga en la que un héroe de mandíbula de granito y resolución a toda prueba se enfrentaba a peligros sin cuento en busca de una recompensa de nombre impronunciable y propósito turbio. La heroína que lo acompañaba no era menos decidida que él, ni más compleja. Pese a todo, el libro tenía buen ritmo y estaba escrito de tal forma que uno no podía empezar a leer sin desear averiguar qué iba a pasar a continuación.

    La nodriza nunca supo cómo terminaba.

    Renyokiru Mizuni, Chambelán del Emperador de Honoi, se detuvo en el umbral de la habitación y, con gesto inexpresivo, contempló el cuerpo de la nodriza tendido en el suelo. Estaba tumbada de lado, con la cabeza inclinada hacia la derecha y un brazo medio extendido, como si hubiera sido atrapada a mitad del gesto de señalar hacia alguna parte, tal vez el libro que yacía abierto a un paso de ella. El cuerpo descansaba sobre un charco de su propia sangre y la muerte había convertido los ojos en dos canicas perplejas y lejanas.

    El capitán de los Ingtze al mando de la investigación se inclinó al ver a la Chambelán, quien le devolvió el gesto.

    —¿Cuándo ocurrió?

    —Hace veinte minutos —respondió el capitán—. Mi gente vino en cuanto oyeron los gritos, pero ya era demasiado tarde.

    «Demasiado tarde». Dos palabras implacables que se agarraron al pecho de Mizuni y clavaron en él sus garras despiadadas.

    —No murió sin oponer resistencia —añadió el Ingtze—, pero eran demasiados y demasiado rápidos.

    —¿Nan? —preguntó Mizuni.

    —Quizá. La forma de entrar, la rapidez con la que se enfrentaron a lo imprevisto, la planificación… Todo apunta a los Nan, señora.

    Mizuni asintió.

    —¿Se puede entrar?

    —Sí —dijo el capitán—. El examen del escenario ya ha terminado.

    «Escenario». Otra palabra más con garras afiladas y ansiosas. Escenario. Aquello no era ningún escenario, se dijo Mizuni; era la habitación de su hija, el único universo que había conocido en sus escasos cuatro meses de vida.

    Tomó aire, dio un paso y entró en la habitación. Fue como escalar una montaña.

    Se arrodilló junto al cadáver de la nodriza y le cerró los ojos con delicadeza. Luego alargó la mano y tomó el libro que yacía junto al cadáver. Leyó el título y contuvo una sonrisa.

    Se puso en pie. El capitán de los Ingtze la miraba expectante.

    —Déjame sola, por favor —dijo—. Unos minutos.

    —Como ordenes, Chambelán —respondió él con una reverencia.

    Con un gesto seco, ordenó salir a sus Ingtze y él los siguió.

    Mizuni miró a su alrededor. Sangre. Muerte. Un libro a medio acabar. Un vacío.

    En la cuna, las mantas aún conservaban la forma del cuerpo de la niña, y un olor tibio todavía emanaba de ellas. Mizuni tragó saliva y resistió el impulso de llevarse la ropa de la cuna al rostro y empaparse de aquel aroma.

    Mantén la cabeza fría. Piensa. Decide. Pero con la cabeza fría.

    Asumió que la niña seguía con vida. Aquello era un rapto, no un asesinato. Si Yakizuni estaba viva, todo lo demás era negociable.

    Tomó aire una vez más. Aspiró los débiles mensajeros de la niña, un sabor que reconocería en cualquier lugar del mundo.

    Seguiré tu rastro. Como sea. Donde sea.

    Pasó casi media hora hasta que dejó el escenario del crimen y permitió que los Ingtze volvieran a entrar. Durante ese tiempo tomó varias decisiones y trazó varios planes. Su rostro seguía tan inexpresivo al salir como lo había estado al entrar.

    Los Ingtze la vieron desaparecer tras un recodo del pasillo y se miraron unos a otros, admirados por su entereza, aunque no sorprendidos. Renyokiru Mizuni había sido su comandante antes de convertirse en Chambelán del Hijo del Origen, y la conocían bien.

    Eso creían.

    Avanzadilla dijo adiós en silencio a sus hermanos y hermanas y abandonó el dormitorio comunal que compartían los cinco.

    No miró atrás una sola vez.

    No estaba seguro de hacia dónde se dirigía. Sabía que necesitaba estar solo, encontrar un lugar libre de la intoxicadora voluntad de los humanos; un lugar en el que pudiera ser él mismo, libre de influencia alguna, a solas con sus propios pensamientos. No estaba seguro de que un lugar así existiera.

    Lo había encontrado una vez. En Honoi, durante la misión al Jardín de la Memoria, cuando se había separado del amo y de pronto se había encontrado dueño de sí mismo y de su propia voluntad. No tenía ni idea de cómo había llegado a suceder, pero se decía que si había pasado una vez podía volver a ocurrir.

    Dejó atrás la ciudad dormida en dirección al oeste. Cuanto más se desplazase a occidente, menos humanos habría. Si seguía caminando llegaría a un lugar sin humanos, donde pudiera estar solo y ser él mismo.

    O al menos preguntarse qué era y qué quería sin interferencias humanas. El amo lo había llamado Avanzadilla. Era un buen nombre, o al menos un punto de partida; le daba un propósito, le decía a qué estaba destinado.

    Durante eras incontables, los suyos habían estado supeditados a los humanos, esclavos de su voluntad y sus deseos. Habían generado mensajeros para ellos, habían cambiado sus cuerpos para complacerlos, habían trabajado para ellos, habían sufrido por ellos y habían sido arcilla en sus manos, un sofisticado juguete que los humanos podían moldear a su gusto para que atendiera todas sus necesidades y satisficiera todos sus deseos.

    No sabía si él había sido el primero en decidir por sí mismo. Tal vez habían existido otros como él, libres por un momento de la constante presencia de la voluntad humana y, por tanto, con espacio para desarrollar la propia.

    Si existían, los encontraría. Si no había otros, tal vez tendría que crearlos.

    Poco antes del amanecer, un espejo portátil de comunicaciones se activó en las habitaciones de la Chambelán. No tardó mucho en recibir respuesta. La mujer de pelo naranja y rostro fieramente risueño que había al otro lado del espejo inició una sonrisa al ver a Mizuni, pero el gesto murió enseguida en su rostro.

    —Se han llevado a Yakizuni —dijo la Chambelán.

    Una seriedad mortal cubrió el rostro de la otra mujer.

    —Quizá ha sido un secuestro político —siguió diciendo Mizuni, en un tono de voz en el que la tranquilidad era tan afilada como una espada—. Si es el caso, contactarán conmigo e intentarán que sirva a sus propósitos a cambio de la vida de mi hija. Lidiaré con ello si tengo que hacerlo, y la recuperaré de un modo u otro. Pero no te he llamado por eso, Itasu.

    La mujer de pelo naranja asintió muy despacio.

    —Temo que los motivos sean otros y que no estén relacionados conmigo o con mi puesto como Chambelán, sino con…

    Por primera vez la voz se le quebró, y tuvo que ser la otra mujer la que completase por ella la frase:

    —Yakisetoru.

    Mizuni cerró los ojos, los volvió a abrir y asintió.

    —No te pediría esto si no fuer…

    —No tienes nada que pedir, sari-Mizuni, nada que ordenar, nada que suplicar —dijo Itasu atropelladamente—. No hace falta, nunca ha hecho falta y nunca hará falta.

    Una sonrisa vacilante asomó al rostro de la Chambelán.

    —Gracias —dijo—. Quizá esto sea innecesario.

    Itasu meneó la cabeza.

    —Sospecho que no. Yo también creo que el asunto tiene relación con Yakisetoru. Haré lo que debo, sari-Mizuni. Cueste lo que cueste.

    Alargó una mano en dirección al espejo, y Mizuni la imitó. Aquella caricia imposible se prolongó durante una eternidad, apenas un instante.

    Uno de los parroquianos habituales interrumpió con un gesto los pensamientos del posadero. Este le rellenó la copa y decidió servirse una. Miró a su alrededor. Aquella noche no podía quejarse. Aparte de los tres o cuatro habituales y del misterioso visitante anual había un par de clientes nuevos, lo cual, en el estado actual del negocio, era todo un lujo. Uno venía de la ciudad, sin la menor duda; tenía todo el aspecto de ser un chupatintas al borde de la jubilación, como parecía demostrar la resma de papeles en la que enterraba la nariz una y otra vez. El otro había llegado un par de horas antes por el camino del norte, aunque no parecía un nativo de las tierras altas; no era lo bastante hosco ni lo suficientemente altivo. Un comerciante, aunque el posadero no tenía claro en qué comerciaba.

    Dos clientes nuevos en mitad de una semana perdida a finales del otoño. Un auténtico lujo.

    Afuera la noche se iba volviendo más oscura y desapacible, y la sala común se convertía poco a poco en un lugar cada vez más acogedor. El posadero sintió lástima por cualquiera que tuviera que aventurarse al exterior en una noche como aquella.

    Como convocada por ese pensamiento, la puerta de la posada se abrió y alguien entró en el salón común. Nadie excepto el posadero se molestó en mirar al recién llegado… Recién llegada, decidió, a medida que la figura salía de las sombras y la luz de la chimenea la iluminaba. Una mujer, tan tapada que apenas se distinguía nada del rostro, pero sin duda una mujer.

    La ropa era de calidad; no tanto que pareciera fuera de lugar en medio del salón, pero lo bastante para preguntarse de qué parte de la ciudad venía y cuál era su profesión. Cuando llegó junto a la barra, el posadero pudo ver que era joven, de manos largas y delicadas. El rostro, expuesto a la luz cuando echó atrás la capucha, era casi el de una niña; una niña criada en un ambiente acomodado, sin la menor duda: las cejas bien cuidadas, la tez limpia de manchas y granos, el pelo sedoso y brillante…

    —Me esperan —dijo.

    El posadero asintió. No era la primera vez que la cita de su cliente resultaba ser una mujer, aunque nunca tan joven como esta.

    —Claro, señora —dijo el posadero—. Sígueme, por favor.

    Tomó un palo de guía, musitó una palabra impronunciable y salió de la barra mientras los mensajeros inflamaban la madera. Seguido de la joven, recorrió un largo pasillo que desembocaba en media docena de puertas. El posadero se detuvo junto a una de ellas y llamó con los nudillos.

    —Tu visita ha llegado, señor.

    —Adelante.

    El posadero abrió la puerta y franqueó el paso a la joven. Esta le dio las gracias con la mirada y entró en el salón privado mientras el posadero cerraba la puerta y regresaba a sus asuntos.

    Al menos una vez al año. A la misma hora, aunque nunca el mismo día. Nunca el mismo hombre y jamás se reunía con la misma persona. ¿De qué naturaleza eran los encuentros que mantenían? ¿A qué propósito obedecían?

    El posadero se moría por saberlo. Pero era lo bastante listo y prudente para no dejar que su curiosidad estropease un buen negocio. Casi el único buen negocio que se había cruzado en su camino en los últimos años. Así que volvió al salón común, atendió a los escasos clientes y trató de no volver a pensar en el asunto.

    Él tenía algo más de cincuenta años, aunque se esmeraba en parecer más joven. Se movía con cierta suntuosidad, como si cada movimiento fuera el preludio de algo de vital trascendencia. En sus ojos había un brillo ligeramente burlón.

    Ella no sobrepasaba los veinte; delgada, de ojos claros y un cabello que no terminaba de ser del todo rubio. Comía en silencio sin apartar la vista de su acompañante. Sus bocados eran pequeños y delicados y de vez en cuando se detenía a saborear alguno especialmente sabroso.

    El hombre desdeñó los postres y mientras ella picoteaba de aquí y de allá se sirvió un café negro, denso y humeante.

    —Espero que la cena haya sido de tu agrado —dijo.

    La joven asintió.

    —Confieso que no esperaba encontrarme con algo así. No me dijeron…

    —No tenían por qué.

    El silencio cayó de nuevo entre los dos. Fue ella quien lo rompió al cabo de un rato, tras negarse una última pieza de postre.

    —Supongo que querrás que empecemos —dijo. Lo pensó unos instantes y luego se encogió de hombros—. O no, como prefieras. Al fin y al cabo, tú pagas. —Él siguió en silencio—. En fin. Es tu dinero —dijo ella—. Se supone que estoy aquí para responder a cualquier pregunta que me hagas. Si prefieres no preguntar… —Se encogió de hombros otra vez—. Mejor para mí, supongo. Trabajo menos y cobraré lo mismo. —El hombre sonrió—. Aunque tendré que volver al palacio en algún momento. Supongo que preferirás que lo haga después de darte la información por la que has pagado.

    Tampoco esta vez obtuvo respuesta. Se encogió de hombros por tercera vez, echó mano a la cafetera y se sirvió una taza. Lo tomó sin azúcar y de un solo trago. Se limpió delicadamente los labios con una servilleta y volvió a mirar a su interlocutor, quien seguía fumando en silencio.

    —Me encogería de hombros otra vez, pero cuatro ya me parecen excesivas —dijo—. Así que tal vez sería buena idea que empezaras con tus preguntas.

    —¿Qué puesto tienes en Palacio?

    Lo había preguntado en voz baja, casi en un susurro, mientras terminaba la taza de café y se servía otra. Ella dudó unos segundos antes de responder:

    —Trabajo en la oficina de asuntos domésticos.

    —¿En calidad de qué?

    —Organizo reuniones. Me aseguro de que todo el mundo tenga los papeles adecuados. Ordeno los temas. Tomo nota de lo hablado cuando debo y lo olvido cuando es necesario. A veces doy forma a algún discurso.

    —Ya veo.

    —Lo que no veo es por qué te importa mi trabajo.

    Ahora fue él quien se encogió de hombros.

    —No me importa. Sé perfectamente cuál es. Pero me pareció interesante ver qué me respondías. Supongo que si te pidiera una descripción detallada de lo que has hecho durante el día de hoy me la darías sin problemas.

    —Si fuera necesario… La buena memoria es una herramienta imprescindible en mi trabajo.

    —Desde luego. Potenciada además por mensajeros de primera calidad, no me cabe duda.

    —Lo mejor para los funcionarios de Palacio —dijo ella en tono irónico.

    Él sonrió de nuevo y, por primera vez, algo cálido le asomó a los ojos.

    —Estoy seguro —dijo.

    —¿Algo más que quieras saber?

    —¿Algo más? Claro. El nombre de todas las estrellas del cielo y de todas las criaturas sobre la tierra y bajo ella. Por qué no.

    —¿Algo que yo te pueda decir? —La impaciencia tras su voz fue ahora evidente.

    —Seguro que sí.

    —Pues pregunta.

    El hombre tomó aire. Pareció considerar la cuestión unos momentos y al fin dijo:

    —Bueno. Quizá lo primero que quiero saber es por qué has venido tú esta noche. Y tal vez lo segundo sea averiguar por qué has decidido disfrazarte como una funcionaria de Palacio, Majestad.

    Ella no pareció sorprendida. De hecho, no mostró reacción alguna. Al cabo de un tiempo interminable abrió la boca y dejó escapar, casi con desgana, tres palabras impronunciables. Su rostro empezó a cambiar, igual que lo hacía su cuerpo. Ya no era una mujer de veintipico años, sino una adolescente de gesto hosco y ademanes autoritarios.

    —Has arruinado la diversión —dijo, con una voz que no era del todo adulta, pero en la que había una autoridad claramente perceptible. La dueña de aquella voz estaba acostumbrada a ser obedecida.

    —Lo siento, Majestad —respondió el hombre—. Me pareció una superchería innecesaria.

    —¿Innecesaria? Tal vez —dijo ella—, pero sin duda era divertida. Fingir ser otra es tan… gratificante. Deberías saberlo. Si nuestros informes son correctos, y suelen serlo, te has pasado media vida fingiendo.

    El hombre contempló en silencio a la Reina de Alboné y, al cabo de un rato, sonrió de nuevo.

    —Perdóname por haberte arruinado la diversión. Estoy a tu servicio… O lo está aquel a quien sirvo, para ser más exactos.

    —No nos interesan tus excusas. Es tarde y queremos volver a Palacio.

    Su interlocutor ocultó un gesto de enojo.

    —Sea, entonces —dijo tras un instante de vacilación—. Sin prolegómenos innecesarios. Debo decirte que todas las pruebas son positivas. El éxito está asegurado.

    La Reina permaneció completamente impasible ante las noticias. Cuando habló, eligió cuidadosamente las palabras.

    —¿Estás seguro?

    —Lo está quien debe estarlo, Majestad, yo solo soy el mensajero. El sujeto es viable y adecuado para tus propósitos. Necesitará algunos ajustes menores, pero eso no debería llevar mucho tiempo. Unos pocos meses. Tal vez incluso semanas.

    La Reina tomó aire y lo soltó muy lentamente. Acercó la mano a la cafetera y llenó la taza que tenía enfrente. Bebió un largo trago.

    —Bien —dijo finalmente—. Bien —repitió.

    La Reina abandonó la posada al amanecer. Su interlocutor se marchó poco después. Se asomó a la sala común y se detuvo frente al mostrador donde el posadero trataba de mantenerse despierto y estaba a punto de fracasar.

    —¿Todo a tu gusto, señor? —preguntó en un susurro.

    El cliente asintió y dejó una bolsa sobre la mesa. El posadero no se molestó en contar el dinero: sabía que la cantidad pactada estaría allí, además de una generosa propina. Se apoyó en la barra y contuvo un bostezo.

    —Mi esposa ha preparado caldo de gallina y algo de pan tostado —musitó el posadero—. Si quieres desayunar antes de irte…

    El cliente lo pensó unos instantes.

    —Venga ese caldo —dijo al fin.

    Dio media vuelta, se apoyó en la barra y echó un vistazo a su alrededor. Un cliente dormitaba junto a la chimenea y lo que parecía un chupatintas se había derrumbado sobre una pila de papeles y roncaba plácidamente. Al fondo de la estancia dos hombres discutían animadamente sobre algún tema sin duda trivial mientras terminaban su penúltima jarra de vino.

    El posadero llegó con el caldo y un par de rebanadas de pan tostado. El cliente troceó el pan en el caldo y dio buena cuenta de él.

    —Ahhh, excelente —dijo—. Felicita a tu esposa —añadió.

    Estaba a punto de a echar mano a la cartera cuando el posadero lo interrumpió con un gesto.

    —Por favor —dijo—, tu pago por esta noche ya ha sido más que generoso. No es necesario…

    El hombre dudó unos instantes.

    —Gracias —dijo al fin, inclinando la cabeza en un gesto de agradecimiento—. Hasta el año que viene.

    —Hasta el año que viene, señor.

    El cliente se arrebujó en el abrigo, se puso el sombrero y tomó la vara de caminante que había dejado al cuidado del posadero al principio de la noche. Echó un último vistazo a su alrededor y estuvo a punto de mandarlo todo al cuerno, abandonar cualquier pretensión de disfraz y proclamar frente al mundo entero, incluidos los dos espías que lo vigilaban, quién era y cuál era su propósito allí. Luego habría tenido que matar a todos los que estuvieran en la posada, pero tampoco le habría venido mal un poco de acción en aquellos momentos.

    Eso habría sido una tontería, un derroche innecesario de fuerzas y recursos, y aquel a quien servía odiaba malgastar las fuerzas y desaprovechar los recursos. Y no toleraba que sus órdenes fueran desobedecidas.

    Paciencia. Habría otras oportunidades. Aún tenía que hacer varias cosas antes de dejar Alboné. Con una sonrisa, se encogió de hombros y echó a andar hacia la salida sin mirar atrás.

    Los ronquidos cesaron. El funcionario al borde de la jubilación abrió los ojos, alzó el rostro y vio el amanecer colándose más allá de las ventanas. Se puso en pie con esfuerzo y recogió los papeles de la mesa. Se acercó luego a la barra y examinó con atención y petulancia la minuta. Comprobó las cifras tres veces y luego abonó la cantidad exacta, al céntimo, inmune a la mirada del posadero.

    Con la cartera bajo el brazo, sujetándola como si fueran las joyas de la corona, salió de la posada y echó a andar hacia la ciudad.

    Poco después, el comerciante abandonaba su puesto junto al hogar y solicitaba la cuenta.

    2

    EL ROSTRO DEL PASADO

    Somos un paréntesis de orden entre dos eternidades de caos. A eso se limita la vida humana. Hasta el minúsculo orden que somos capaces de crear con nuestra existencia acaba engendrando un caos mayor con el tiempo.

    —Shércroft

    Yáxtor Brandan volvió del funeral a media tarde. Había subido al pico Br’ndon y había esparcido las cenizas al viento. Era la segunda vez que lo hacía en su vida, aunque la primera había sido poco más que un gesto simbólico.

    Anochecía cuando llegó a la casa. Matis estaba de pie en la entrada, como si se hubiera pasado todo el día en aquella misma postura. Alargó las manos para recibir la urna vacía, inclinó la cabeza y, sin una palabra, entró en la casa.

    Yáxtor se quedó un momento en el umbral mientras la noche iba cayendo a su alrededor y convertía el mundo en un lugar impreciso y cambiante. Estaba seguro de que Matis sería un buen mayordomo. Maklén lo había criado para ello desde su infancia, y sin duda había hecho un trabajo de primera, como siempre.

    Pero eso ya no tenía demasiada importancia. ¿Qué sentido tenía seguir jugando al señor feudal? ¿Para qué? Mientras había vivido Maklén, Yáxtor sentía que le debía al viejo representar aquel papel. Desde aquella mañana, la deuda había dejado de tener sentido.

    Soy un adepto empírico. Esta no es mi casa. Nunca lo ha sido.

    Había nacido allí. Se había criado allí. Aquel había sido todo su universo durante los primeros diez años de su vida. Maklén había sido el pilar que lo sostenía en pie, el foco alrededor del que todo giraba, los cimientos donde se asentaba la realidad. El niño confuso y malhumorado que era entonces se había agarrado a él como un ancla, el único punto firme y estable en un mundo que no tenía sentido.

    Pero se había ido. Había sido admitido como acólito por los adeptos empíricos. Casa Brandan se había convertido en una ilusión nostálgica en la que apenas pensaba y a la que solo regresaba para querer irse enseguida. Había vuelto y había jugado al pequeño hidalgo rural de vez en cuando. Lo había hecho sobre todo por Maklén, como un modo de recompensar su paciencia, su lealtad a toda prueba, su dedicación completa y su devoción fanática. En realidad, jamás había sentido que aquel lugar le perteneciera, mucho menos que él perteneciese al lugar.

    Aunque hubo un tiempo…

    Había sido Ámber la que se había empeñado en vivir allí; Ámber la que había querido criar al hijo de ambos en aquel lugar inhóspito en el que era de noche a las cuatro de la tarde; Ámber la que, por unos meses, había convertido aquel caserón sombrío en algo parecido a un hogar.

    Por un tiempo.

    Se encogió de hombros y entró en la casa. Pasó junto a las armaduras herrumbrosas del recibidor y entró en el salón. En la chimenea crepitaba el fuego. El vaho se condensaba en las ventanas. Se sentó junto al hogar y se sorprendió al ver una bandeja con una jarra de lo que parecía sidra caliente.

    Sí, Maklén había entrenado bien a su hijo, sin la menor duda.

    Cogió la jarra y apuró el contenido de un solo trago. Luego, se echó hacia atrás, cargó la pipa y prendió fuego al tabaco con una palabra impronunciable musitada a media voz.

    Más allá de las ventanas, la noche se apoderaba del mundo con garras ávidas y frías. El salón se convirtió en un lugar fantasmal poblado de sombras y susurros, iluminado solo por el resplandor vacilante de la chimenea.

    Yáxtor fumaba, la vista clavada en el fuego, las manos alrededor de la cazoleta de la pipa. Su memoria estaba poblada de fantasmas y espectros, como si sus recuerdos no fueran más que una enumeración de todo lo que ya no estaba en el mundo.

    No tenía sentido continuar con aquello. Para qué. Su firma al pie de un documento legal convertiría el feudo familiar en tierras comunales, distribuiría la propiedad entre sus habitantes y le daría la oportunidad a Matis de administrarlo todo en su propio nombre en lugar de hacerlo en el de otros.

    En cuanto a él, volvería a Lambodonas a hacer aquello para lo que había nacido y enterraría para siempre aquel ejército de fantasmas conjurado por la nostalgia.

    ¿Por qué no? ¿Qué lo ataba allí ahora que Maklén había muerto?

    —Un parche.

    —Eso es.

    —Sensible a…

    —Recuerdo perfectamente lo que te he pedido. No es necesario que lo repitas.

    El artífice mantuvo la calma con dificultad, hizo acopio de toda su paciencia y dijo:

    —Perdóname, Jefe de Archivos. Es que no veo el propósito de lo que me estás pidiendo.

    El hombrecillo tuerto en la silla de ruedas contuvo una sonrisa y asintió.

    —Claro que no —dijo, conciliador—. Lo contrario sería preocupante. Pero yo sí lo veo. Y eso debería ser suficiente, creo.

    El ejercicio de contención que realizó ahora el artífice fue notable, y el hombre en la silla de ruedas no pudo por menos que admirarlo.

    —¿Para cuándo lo quieres, Jefe de Archivos? —preguntó al fin el artífice.

    Su interlocutor fingió pensarlo unos instantes.

    —Me habría venido de perlas hace una semana —respondió—. Tenerlo esta misma tarde será satisfactorio. Más o menos.

    El artífice se mordió el labio. Contempló una vez más la orden que sostenía firmada por Qérlex Targerian, Adepto Empírico Supremo. La leyó con atención, intentando buscar un modo de negarse a aquel absurdo requerimiento. No lo encontró. La orden estaba redactada de un modo preciso y sin ambigüedades.

    —Esta tarde —masculló—. ¿A eso de las siete y media te parece bien, Jefe de Archivos?

    —Es aceptable. Enviaré a mi asistente.

    Sin más, el hombrecillo apretó el mando de la silla de ruedas y salió del taller de artífices.

    El pozo. Siempre el mismo pozo. El pozo que era el de las Casas de la Curación, pero no lo era. La figura que sacaba agua de él. La jarra que se deslizaba entre las manos y caía sin tocar jamás el suelo.

    «Estás postergando lo inevitable, amor mío.»

    No era Ámber. Pero lo era. Una personalidad reconstruida a partir de los recuerdos que Yáxtor conservaba de su esposa muerta y encapsulada en la espada que había traído de Honoi. Un fantasma. Peor aún, el recuerdo de un fantasma. No era Ámber, pero…

    —¿Qué es lo que postergo? —dijo en el sueño—. ¿El irme de aquí? ¿El volver a Lambodonas? ¿El dejar atrás el pasado y ser tan solo un adepto empírico? En ese caso, ¿no debería deshacerme también de ti?

    La vio sonreír con desgana, como si acabara de contar un chiste no demasiado bueno.

    «Postergas lo inevitable, mi niño malcriado.»

    —Lo inevitable. —¿Por qué reaccionaba de aquel modo? ¿Qué había en las palabras de aquella Ámber fantasmal que lo llenaban de furia e inquietaban al animal rabioso que llevaba dentro?—. ¿Qué es lo inevitable?

    La jarra se desvaneció. La mujer se sentó en el borde del pozo. Sonrió de nuevo, ahora de un modo pícaro, casi insinuante. Como si fuera la primera vez, se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos aquella sonrisa socarrona, aquel brillo burlón en los ojos, aquella serenidad tras la que se agazapaba un animal tan salvaje como él mismo.

    «Mira el lugar que no quieres mirar. Necesitas hacerlo.»

    El patio ya no era un patio, sino un salón. El salón común de Casa Brandan, en realidad.

    —¿Mirarlo? Ya lo he visto demasiadas veces.

    «No de esta forma, mi amor. De este modo solo lo has visto dos veces. Y no lo recuerdas.»

    Yáxtor se encogió de hombros.

    —Mejor —dijo—. Si tengo que dejar atrás el pasado de una vez, este es un sitio tan bueno como cualquier otro por el que empezar. De hecho, es el mejor sitio posible.

    Ámber meneó la cabeza y sonrió una vez más.

    «Eres tan listo que a veces pareces tonto, monstruo mío. Pero tienes razón. Es el mejor sitio posible, el sitio adecuado. Pero para seguir adelante primero tienes que mirar hacia atrás. Tienes que hacerlo. Y quieres. No lo postergues más, deja de mentirte, mi niño enfurruñado.»

    Yáxtor apretó los dientes.

    —No.

    «Quieres.»

    —¡Basta!

    La imagen tembló. El salón se desvaneció en medio de una niebla espesa y fría que se le metió en los huesos. Ámber se diluyó en la niebla, se fundió con ella, se perdió en ella para siempre. Los ojos burlones brillaron una última vez.

    «Lo harás, mi amor, sé que lo harás. Tienes que hacerlo.»

    De pronto estaba solo en mitad de ninguna parte. No del todo. Alguien lo espiaba. Alguien se le acercaba por la espalda, en silencio, sin hacer el menor ruido, sigiloso como un tigre al acecho. Una presencia amenazadora, familiar y desconocida al mismo tiempo.

    Date la vuelta, tienes que darte la vuelta antes de que sea demasiado tarde.

    No podía moverse. A su alrededor solo había niebla y frío. Un frío húmedo y afilado que lo mantenía inmóvil mientras alguien se acercaba por detrás.

    Date la vuelta.

    Su cuerpo era una roca, un peso muerto. Apretó los dientes, hizo acopio de todos sus mensajeros y se obligó a girar. Centímetro a centímetro, se dio la vuelta y le pareció que estaba cayendo y que, como la jarra de Ámber, jamás tocaría el suelo. Le pareció ver un rostro a lo lejos, borroso y confuso y sintió que, de algún modo, lo conocía, aunque jamás lo había visto.

    Despertó.

    Contempló la espada colgada de la pared, frente a él; negra, afilada, antigua. Se incorporó a medias en la cama y cargó la pipa. El amanecer lo encontró fumando en silencio, los ojos clavados en la espada.

    Era como si Avanzadilla pudiera contemplar el mundo entero. Se trataba de una sensación engañosa, por supuesto: el gigantesco valle que se abría bajo él parecía extenderse hacia todas partes hasta fundirse a lo lejos con el horizonte. Sentado en una roca, muy cerca de la cima, Avanzadilla dejaba vagar la mirada por aquel paisaje interminable mientras los recuerdos iban fluyendo por su mente en un tropel sin orden ni propósito.

    Sus primeras sensaciones. Las primeras imágenes, sonidos, colores, aromas. El rostro ciego del amo. La voluntad que emanaba de él, dándole forma y foco.

    No solo a Avanzadilla. Había cuatro carneútiles más al servicio del amo, y el modo en que los cinco se complementaban, casi anticipándose a las acciones de los demás, los convertía en algo muy parecido a un único ser.

    El amo, siempre con ellos. El foco alrededor del que todo giraba.

    El silencio.

    De pronto aquel silencio.

    La repentina soledad, la sensación de que era la única criatura viva del mundo. Era como haber sido ciego y que, de repente, todo se iluminase a su alrededor, cobrase repentina nitidez y se llenase de detalles que nunca antes había percibido.

    Sentir que podía tomar sus propias decisiones, que podía seguir sus propios deseos. No; sentir después de tanto tiempo que deseaba, que quería, que ansiaba…

    Había sido intoxicante.

    No había durado, cierto. El amo había vuelto y, con él, el foco omnipresente alrededor del que giraba la vida de Avanzadilla. Pero algo había cambiado.

    Durante el viaje al Jardín de la Memoria, una nueva voluntad se había apoderado de la suya: Tairuname, el primer emperador de Honoi, había tomado posesión de su mente y sus deseos, había moldeado el alma y el cuerpo de Avanzadilla de acuerdo a sus designios y había intentado…

    Qué más daba lo que hubiese intentado. De algún modo, Avanzadilla había logrado librarse de aquella mente invasora. Con ayuda, recordó; con la ayuda de aquella extraña mujer que vivía en una espada. Pero eso no importaba. Se había librado del invasor, y eso lo había vuelto a cambiar.

    Seguía dependiendo de la voluntad del amo.

    Pero no de la misma manera.

    Se puso en pie y tomó aire. No de la misma manera, se repitió, o no estaría allí en aquel momento, sin humanos a su alrededor y dueño y señor de sí mismo.

    ¿Dueño, o dueña?, se preguntó.

    La primera vez que había pensado en sí mismo como un ser independiente con voluntad propia había elegido el sexo masculino, pero se preguntó ahora por qué. Por qué no el femenino. O…

    Con una sonrisa, comprendió su error. Por más que quisiera negarlo, dependía aún demasiado de la visión humana del mundo. Tanto que, sin pensarlo, había encontrado lo más natural elegir un género.

    Absurdo. Ridículo. Su especie carecía de género; solo parecían machos o hembras porque la voluntad humana los moldeaba así. Y Avanzadilla no se sometía a esa voluntad. Ya no. Nunca más.

    Tomó aire de nuevo y cerró los ojos. Dejó que el sol del atardecer bañara su cuerpo y lo despojase de la forma que había adoptado durante toda su vida, la forma que el amo había impreso en su mente en el momento de su nacimiento, la forma que ya no era la suya y no lo sería jamás.

    Fléiter Praghem se volvió al oír la puerta. Mishra entró en la habitación, impecable como siempre hasta el último detalle. Fléiter sabía que se había pasado la última hora dedicada a su apariencia, que cada pieza de su indumentaria había sido elegida con un cuidado exquisito y que el peinado y el maquillaje habían sido pensados y ejecutados para que encajasen exactamente con el resto de los elementos. Cualquier otra mujer se habría movido con afectación, empeñada en que se notase el esfuerzo y el trabajo que había tras su apariencia: Mishra caminaba con naturalidad, como si se hubiera limitado a levantarse de la cama y echarse por encima lo primero que encontrase.

    —¿Ves algo que te gusta, comandante? —preguntó mientras posaba la bandeja del desayuno en una mesa junto a la puerta.

    Fléiter enarcó una ceja y señaló con la cabeza hacia el patio.

    —No está mal —dijo.

    Mishra se acercó a la ventana. Le echó un vistazo a lo que ocurría al otro lado de la ventana, donde dos jóvenes carneútiles se estaban bañando la una a la otra. Sonrió.

    —¿Desayunamos? —preguntó luego en tono indiferente.

    Se sentaron y dieron cuenta de las viandas en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. De vez en cuando se miraban y una sonrisa asomaba a los ojos de ambos. Fléiter tenía que hacer un verdadero esfuerzo para apartar la vista de Mishra, para no estar todo el rato mirándola con cara de imbécil. Hacía un año, ella no era para él más que la propietaria de la mejor casa de carneútiles de Alboné y él, simplemente, un cliente habitual y generoso.

    El año anterior el mundo había sido completamente distinto, se decía Fléiter. El año anterior, él ni siquiera estaba vivo del todo.

    Idiota.

    Seguramente, pero no le importaba lo más mínimo.

    Ya no eres ningún chaval. Estás demasiado viejo para enamorarte como un adolescente.

    Terminó una tostada, alzó la vista y descubrió a Mishra mirándolo, intrigada.

    —¿Pasa algo? —preguntó.

    —Eso mismo iba a decir yo —respondió ella.

    Fléiter sonrió.

    —Nada importante —dijo—. Pensaba en lo distinto que era todo hace un año. Y en lo poco que han cambiado las cosas, en realidad.

    —¿Poco?

    —Casi nada. Pero es un «casi» que hace que todo sea completamente distinto.

    Mishra enarcó una ceja.

    —¿Estás bien?

    —En realidad, no. Estoy en un estado de locura y frenesí que me hace comportarme como un niñato. —Hizo una pausa—. Y me encanta.

    Ella no respondió. Cogió la taza de café y apuró su contenido sin apartar los ojos de Fléiter, quien no era capaz de descifrar lo que había tras aquella mirada. Se sintió desvalido como un niño al que su madre está a punto de regañar por algo que no sabe que ha hecho.

    Mishra depositó la taza vacía sobre la mesa, se limpió los labios con una servilleta y sonrió. Fléiter reconoció su derrota en la sonrisa y se limitó a asentir. Ella se puso en pie, le tendió una mano y le señaló el lecho. Fléiter no

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1