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Los rostros del pasado
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Libro electrónico387 páginas5 horas

Los rostros del pasado

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EL ADEPTO EXPLORA EL PASADO EN BUSCA DE SU FUTURO
La Reina de Alboné y su cortejo parten para Honoi en una misión diplomática. Yáxtor Brandan, adepto empírico al servicio de la Reina, los acompañará. Solo que no es el mismo Yáxtor que solía ser; ha recuperado sus recuerdos robados y está empezando a asimilarlos y acomodarlos en su memoria.
Poco a poco, personas y lugares que hasta ahora no tenían sentido para Yáxtor se van volviendo familiares y el adepto empírico se descubre de pronto en medio de una inesperada exploración de su pasado. Viejos rostros procedentes de su juventud se pasen por su mente y empiezan a moldear lo que es y aquello en lo que se convertirá.
Su primer amor, su antiguo mentor, su esposa y su hijo, un amante traicionado, un nuevo amigo... Esos son los rostros del pasado a los que Yáxtor debe hacer frente.
Hay uno más, un rostro oculto entre las sombras que podría ser el de su mayor enemigo. O quizá, de un modo extraño y atroz, su protector.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 feb 2023
ISBN9788418878749
Los rostros del pasado
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Los rostros del pasado - Rodolfo Martínez

    1

    UN HUERTO EN LA CIUDAD

    Somos criaturas hechas de memoria, de recuerdos y mentiras. Cada vez que recordamos el pasado lo reinventamos, y también a nosotros mismos. Si eso es cierto para una sola vida, cuánto más no lo será para las incontables que nos habitan.

    —La Reina de Alboné en su vigésimo sexta encarnación

    El Cortejo Real recorría las calles de Lambodonas. La gente aplaudía y vitoreaba al paso del carruaje de la Reina, en el que una espigada adolescente saludaba a la multitud con un gesto lánguido de la mano. Frente a ella se encontraba Qérlex Targerian, Adepto Empírico Supremo y Maestro de Artífices. No parecía muy cómodo; claro que Qérlex rara vez parecía cómodo fuera de su taller.

    Dos individuos flanqueaban el carruaje. Arstin Penjándel, al mando del Cortejo Real, no dejaba de preguntarse qué demonios hacía allí. Era joven y atractivo, pero estaba muy lejos de sentirse así; la preocupación y los nervios se lo impedían. Al otro lado del carruaje, Yáxtor Brandan esbozaba una sonrisa enigmática y repasaba una vez más los parámetros de la misión.

    Llegaron al puerto varios minutos más tarde. El Regente los esperaba allí, junto a numerosos cortesanos y altos funcionarios, todos ellos ataviados con sus mejores galas. Como si fuera una isla de tranquila dignidad en un mar de parloteo incesante, Asima Sterd, Adepta Suprema de la Curación, intentaba parecer alegre y prestar atención a lo que le decía el Jefe de Archivos, Shércroft. No estaba teniendo éxito en ninguna de las dos cosas y Shércroft era perfectamente consciente de ello, aunque fingía no advertirlo.

    El Jefe de Archivos era un individuo peculiar; sentado en una silla de ruedas y con un parche en un ojo, acompañaba sus palabras con gestos vigorosos propios de un hombre joven y vital, a pesar de su aspecto envejecido y arrugado.

    La Reina descendió del carruaje real con Qérlex al lado. Yáxtor y Arstin se situaron justo tras ellos. Al adepto no le costó mucho trabajo darse cuenta de lo nervioso que estaba el joven capitán.

    —Tranquilo —le susurró—. Todo está bajo control.

    Arstin intentó no fruncir el ceño.

    —No me gusta —replicó, también en un susurro—. Hay demasiada gente. Demasiada. Y todo este espacio abierto, lleno de escondites perfectos para un francotirador…

    —Tranquilo. Los adeptos empíricos se han encargado de todo. La Reina está a salvo.

    Arstin asintió, aunque Yáxtor se dio cuenta de que no estaba convencido.

    La Reina se detuvo a un par de pasos de su Regente, quien le hizo una reverencia. En un individuo grande, algo gordo, de aspecto imponente y barba castaña. No parecía muy contento, pero eso algo habitual en él.

    —Estás a cargo de todo hasta nuestro retorno, Orston —dijo la Reina—. Esperamos que el país siga en pie cuando volvamos.

    Orston Velhas pasó por alto la ironía en el comentario de su monarca y se limitó a decir:

    —Haré cuanto pueda, Majestad.

    —Lo sabemos, Orston —respondió ella con una sonrisa—. Ahora, por favor, da la orden de partida.

    El Regente realizó una nueva reverencia, dio media vuelta y llamó al Maestro del Puerto mientras la Reina se acercaba a los cortesanos y funcionarios allí reunidos. Un extraño brillo asomó a sus ojos al ver a Asima, pero ni ella ni la Adepta Suprema de la Curación dijeron nada.

    Mientras Orston Velhas daba las órdenes pertinentes al Maestro del Puerto, la Reina intercambió algunas frases protocolarias con varios cortesanos. Arstin estaba justo tras ella, la mano en el pomo de la espada, erguido y alerta.

    Yáxtor examinó a los ocupantes de la tribuna. Todo aquel que fuese importante en Alboné estaba allí, así que la ansiedad de Arstin era comprensible. El momento y la situación eran un reclamo casi irresistible para un extremista fanático, pero Yáxtor sabía muy bien que sus compañeros de los adeptos empíricos tenían la situación bajo control. La zona había sido peinada a conciencia una y otra vez durante la pasada semana y cualquier posible escondite o amenazas habían sido neutralizados. Estaba seguro de que no ocurriría nada fuera de lo previsto.

    Su mirada se encontró con la de Shércroft. El viejo archivista lo miraba con intensidad, casi con ansia, y Yáxtor se preguntó por qué. Un recuerdo perdido se desparramó de pronto por su mente y el adepto se vio en los archivos mientras Shércroft le comentaba que era un buen momento para detener la flota de Painé. Yáxtor meneó la cabeza y sonrió sin ser consciente del gesto, arrastrado por la añoranza y medio enterrado bajo un mar de recuerdos perdidos.

    Miró de nuevo a Shércroft y su sonrisa se volvió cálida, nostálgica, como si acabara de ver a un viejo amigo con el que hubiese perdido contacto tiempo atrás. El archivista le devolvió la sonrisa casi inmediatamente y Yáxtor se dio cuenta del brillo de asombro que poco a poco asomaba a su ojo sano. Era evidente que Shércroft no había esperado aquel comportamiento por su parte y que estaba tan sorprendido como complacido por el gesto de Yáxtor.

    El Maestre del Puerto le dijo algo a Orston Velhas y el Regente asintió, tras lo cual la Reina y su cortejo echaron a andar en dirección al enorme aerobajel anclado en el malecón. Una plataforma hidráulica esperaba para llevar a los pasajeros a lo alto de la torre de anclaje y todos se dirigieron hacia ella con paso vivo. Yáxtor se apresuró a acompañarlos tras una última sonrisa y un cabeceo de complicidad en dirección a Shércroft.

    Unos minutos más tarde, con todos los pasajeros a bordo y las formalidades portuarias cumplidas, el aerobajel y su convoy rompieron amarras e iniciaron la marcha. Durante todo el proceso el viejo archivista permaneció inmóvil como una estatua; sus pensamientos eran un hervidero frenético y maravillado, como si toda su vida hubiera dado un vuelco repentino para mejor. Alarmada por el silencio, Asima bajó la vista y le preguntó si pasaba algo malo.

    —¿Malo? No creo que sea malo, querida —respondió, aún absorto. La miró a los ojos y pareció dubitativo un instante—. Espero que no sea nada malo.

    —¿Qué tripa se te ha roto?

    Shércroft dudó un momento, como si no estuviera seguro de la conveniencia de contárselo.

    —¿No te diste cuenta? —preguntó al fin—. El muchacho.

    Asima frunció el ceño. ¿Qué muchacho? Tardó unos instantes en comprender de quién hablaba el Jefe de Archivos. No era ninguna sorpresa que para Shércroft Yáxtor Brandan aún fuese el adolescente que había tomado bajo su ala seis años atrás, no el asesino frío e implacable que era ahora. Asima había procurado deliberadamente no ser consciente de la presencia del adepto empírico, así que no tenía la menor idea de lo que había ocurrido entre él y el Jefe de Archivos mientras la Reina esperaba a que el aerobajel estuviera listo.

    No tendría que haber pasado nada de nada. Igual que en los últimos seis años.

    Vio que Shércroft, que seguramente había seguido sus pensamientos casi al mismo tiempo que los formulaba, asentía pensativamente.

    —Me recuerda —dijo—. Me recuerda.

    —Claro. La mala memoria nunca ha sido uno de los problemas del adepto.

    Shércroft meneó la cabeza.

    —No te hagas la tonta. Sabes muy bien lo que quiero decir. Me recuerda. A mí, no a un viejo archivista, a alguien vagamente conocido, pero sin apenas relación con él. A mí, ¿comprendes? Recuerda todo lo que pasamos juntos. Y eso implica…

    Asima no respondió. No era necesario, sus ojos le decían a Shércroft todo lo que sus labios callaban.

    A solas en el camarote Yáxtor fumaba en pipa y contemplaba el paisaje que se extendía tras la ventana redonda. El aerobajel se dirigía al este a su máxima velocidad, muy por encima de las nubes, y era como deslizarse por la fantasía de un niño.

    Ver a Shércroft había sido… inesperado, por decir algo. No debería haber sido así. Su camino y el del viejo archivista se habían cruzado en numerosas ocasiones en los últimos seis años.

    Solo que eso no era del todo cierto. Hasta ahora Shércroft había sido poco más que un conocido casual, un rostro que Yáxtor identificaba pero que no significaba nada para él. Alguien con quien se cruzaba en los pasillos de los archivos y que, durante un breve tiempo, había sido su jefe, sin que entre los dos hubiera habido la menor relación personal. Aquella mañana todo había cambiado y un aluvión de experiencias compartidas había inundado su mente al ver al viejo.

    Tendría que haberlo visto venir.

    Las primeras imágenes que habían poblado su memoria al recobrar sus recuerdos robados hacía seis meses estaban relacionadas con su mujer y su hijo. Con sus vidas, con los momentos que habían compartido juntos… y, sobre todo, con sus muertes.

    Había recuperado aquellos recuerdos y los había atesorado con extremo cuidado. Había vuelto a ver a Ámber por primera vez, sonriente, los ojos verdes clavados en los suyos, las manos en su barbilla, los labios en su boca. Se había visto sosteniendo a su hijo recién nacido. Había visto varias tiras de carne asándose en la chimenea. Había visto a Ámber colgada de sus propias tipas, balanceándose de un lado a otro. En sus recuerdos, había intentado bajarla, había resbalado y se había caído. Había aullado su dolor desde el suelo, como un animal herido y rabioso. Había saboreado las emociones que acompañaban todos aquellos recuerdos, sin importar lo dolorosas que pudieran resultar.

    Una vez pasada la experiencia, se había dicho a sí mismo que no se sentía diferente, que era el mismo hombre que había sido antes. Recuperar sus recuerdos no había cambiado nada de nada.

    Ah, lo equivocado que estaba.

    En las siguientes semanas, el resto de sus recuerdos no tardó en desparramarse por su mente como el agua que desbordase de una presa rota. Completamente fuera de control, se apoderaron de su memoria, la llenaron, en busca de un lugar en el que quedarse. Había sido una época… interesante, por definirla de algún modo; llena de sorpresas y conmociones, de locura y emociones inesperadas. Poco a poco, los recuerdos habían empezado a asentarse y a deslizarse con placidez por los rincones más oscuros de su mente y su memoria.

    En los últimos tiempos había empezado a soñar con Ámber. Era siempre el mismo sueño: ella se acercaba a un pozo y llenaba una jarra de agua. Luego lo miraba, sonreía y decía:

    —Mi monstruo, mi niño, mi amor.

    Incluso antes de que empezaran los sueños, el mismo día en que había recuperado los recuerdos, había oído la voz de Ámber resonando en su mente; tranquila, algo ronca, ligeramente mordaz.

    Ver a Shércroft aquella mañana había sido la gota que colmaba el vaso, como si de repente todo encajara de una vez por todas. Había sido una sensación desconcertante, un tanto anticlimática, un clic apenas audible en lugar de la estruendosa explosión que había esperado.

    Era la misma persona que había sido antes. Pero también era algo más. Mucho más. Nada había cambiado y todo era diferente.

    Soy lo que soy, lo que siempre he sido. Pero soy alguien completamente distinto.

    Ambas cosas no podían ser ciertas, pero lo eran.

    Shércroft. Cómo podía haberse olvidado del viejo, de sus días en los archivos mientras lo enseñaba a ver, a establecer vínculos y pautas, a deducir a partir de indicios medio borrados, a percibir todo aquello que estaba oculto en las sombras.

    Los paseos por las calles de Lambodonas de noche, la fiesta en la Embajada de Agrúnder, la trama, el peligro…

    Todo había cambiado. Al mismo tiempo, todo empezaba a ser como debía, como siempre debió haber sido si sus recuerdos no hubieran sido borrados por orden de la Reina.

    Sí, Shércroft y Ámber. Pero no eran los únicos; de hecho, no eran más que la punta del iceberg. Había tanta gente, tantos rostros perdidos en las sombras, tantas historias por contar. Estaban empezando a asomarse a la luz y le reclamaban su atención, le exigían que los volviera a introducir en su vida, de donde nunca debieron haber sido borrados.

    Sí, tantos rostros. ¿Por dónde empezar?

    ¿Por Shércroft? ¿O quizá antes?

    Sí, antes. Unos pocos años antes. Cuando no era nada más que un crío que no sabía nada del mundo. Arrogante y pagado de sí mismo, convencido de que nadie tenía nada que enseñarle.

    Cómo podía haber sido tan tonto.

    Sí, aquellos años, cuando le daba por recorrer Lambodonas al atardecer y se encontró con…

    —¿Se puede saber qué miras?

    El joven acólito de los adeptos empíricos se limitó a encogerse de hombros. La mujer enarcó una ceja, dio media vuelta y volvió a ocuparse de su exiguo huerto. Mientras se inclinaba, la abertura de la falda dejó ver buena parte de una pierna larga y bien formada.

    Se incorporó de pronto y volvió a contemplar al acólito. No tendría más de catorce o quince años, y seguía mirándola como si estuviera admirando un buen cuadro en un museo.

    —¿Te gusta lo que ves?

    El muchacho asintió. La mujer sonrió.

    —Así que te gusta venir a ver cómo sudan las clases bajas. Seguro que para ti es toda una novedad.

    El acólito estuvo a punto de decir algo, pero al final se encogió de hombros otra vez.

    —Bueno, me encantaría seguir con esta fascinante charla, pero tengo cosas que hacer.

    De nuevo se inclinó sobre el huerto, tomó la azada y la hundió en la tierra. Masculló una maldición repentina y alzó una vez más la vista.

    —¿Tienes nombre, al menos?

    —Yáxtor Brandan.

    Su voz no era la de un hombre adulto, pero tampoco la de un crío. Había sonado hosco, como si su nombre fuera una cosa molesta que no le gustaba compartir con nadie.

    —Bueno —dijo la mujer—. Hablas y tienes un nombre además de estar interesado en mis piernas. Ya es algo.

    Dudó unos momentos y después sonrió como si acabase de gastarse una broma.

    —Si quieres ver algo mejor, ven esta noche —dijo.

    El acólito la contempló indeciso, sin saber cómo tomarse el ofrecimiento.

    —¿Y a quién vendré a ver? —preguntó.

    —A mí, por supuesto.

    El joven se mordió el labio. Miró a la mujer unos segundos más y luego, de repente, dio media vuelta y echó a andar calle abajo.

    La mujer lo contempló unos instantes, se encogió de hombros y siguió trabajando.

    —¿Es que no confías en mí? —preguntó Belysh.

    —Depende —respondió Asima con tranquilidad y sin dejar de ojear los informes que tenía encima de la mesa—. ¿Has hecho algo que yo desconozca y que te haga pensar que es motivo suficiente para que desconfíe de ti?

    —Claro que no.

    —Entonces, ¿a qué viene esa pregunta estúpida?

    Belysh se mordió el labio y aprovechó que la Adepta Suprema de la Curación no la veía para estrujar la toga sobre los muslos. Luego recordó que su maestra jamás bajaba la guardia. Por mucho que pareciera distraída en los quehaceres diarios, Asima no perdía detalle de la reacción de su alumna, así que era poco probable que hubiera logrado engañarla.

    —Han pasado meses desde el último encargo —respondió Belysh escogiendo con cuidado cada palabra. Sabía que a Asima no le gustaba tener ese tipo de conversaciones en su despacho, pero no le había dejado otra alternativa—. Estoy segura de que puedo ser de ayuda en otros.

    Quería decirle que era consciente de que andaba metida en algo y que ya iba siendo hora de que la hiciera partícipe. Era cosa de Asima decidir si la había entendido o no.

    La Adepta Suprema dejó la lectura, se recostó en el asiento, apoyó los codos en los reposabrazos, entrelazó los dedos y se quedó mirando a Belysh un buen rato antes de decir:

    —¿Te sobra el tiempo y no has informado de ello a la supervisora?

    —¿Perdona?

    Asima alargó el brazo, recogió de la mesa una finísima tabla que parecía hecha de pizarra, susurró una palabra impronunciable, y en el acto la superficie le mostró datos que fue pasando con un movimiento de la mano, como si abanicara el aire.

    —Veamos —empezó a decir—. Por las mañanas: impartir clases de anatomía para los niveles básico e intermedio y supervisar prácticas del curso avanzado. Por las tardes: turno de autopsias, asistir a un curso de formación sobre estudio forense. Me imagino que después prepararás las clases del día siguiente. ¿Me estoy dejando algo? Ah, sí. Las rondas nocturnas con los enfermos terminales.

    »Hmmm… ¿Te sientes capaz de dormir solo cuatro horas al día durante el próximo año? Porque si es así, un grupo de adeptas analíticas ha iniciado un nuevo proyecto de investigación sobre las consecuencias de…

    —¡Deja de reírte de mi! —estalló Belysh. Enseguida se arrepintió de su reacción. Bajó la vista y apretó los dientes—. Lo siento. —Reunió valor y se enfrentó de nuevo a la mirada inescrutable de su maestra—. Es solo que… sé que puedo hacer más, que puedo ser útil. No me alisté para quedarme cruzada de brazos. Déjame ayudarte.

    Un silencio denso y afilado se apoderó de la sala. Belysh aguantó con entereza el extraño brillo que refulgía en los ojos de la Adepta Suprema. No parecía tensa, sino más bien relajada, y eso fue lo que le puso la carne de gallina.

    —Es curioso —dijo Asima. El tono que empleaba era calmo, pero sonaba tan autoritario y cargado de responsabilidad que a la adepta se le antojó que acababan de sepultarla—. No recuerdo haberte prometido emoción y aventuras. Creo que me acordaría de algo así.

    »Ante todo, querida, eres una adepta de la curación, y cuento con que no se te olvide jamás. Tu trabajo es importante para esta Casa. Si no opinas lo mismo…, entonces discúlpame tú a mí por pensar que lo entenderías mejor que nadie.

    —Lo… Lo siento —tartamudeó Belysh, mordiéndose la lengua al final de la última palabra para no llamarla maestra.

    Aunque dudaba muchísimo que alguien tuviera el más mínimo interés en poblar de mensajeros el despacho de Asima para recoger las conversaciones que tenía con las distintas adeptas, era mejor prevenir que curar.

    —Sé lo que significa ser una adepta de la curación —añadió, muy seria—. Vivimos para servir. Servimos para que otros vivan —recitó la última parte del juramento—. Solo quería que supieras… —escogió con sumo cuidado las siguientes palabras— que estoy aquí para lo que te haga falta.

    —Lo sé. Afortunadamente, los encargos no se amontonan. Si alguna vez llega ese día, ten por seguro que preferirás tener tiempo para estar ocupada en otra cosa.

    »La calma, querida, es un bien que hay que atesorar. No para relajarse, por supuesto, pero sí para disfrutarla mientras puedas.

    Belysh asintió y se llevó la mano al pecho. Un posible observador externo supondría que ese gesto indicaba que estaba de acuerdo y que aceptaba el mandato de su superiora. Entre ellas significaba que había comprendido lo que de verdad quería decir la Adepta Suprema: no había órdenes nuevas en la organización y, por tanto, seguiría con su rutina diaria como si tal cosa.

    La adepta se puso en pie, inclinó la cabeza a modo de despedida y dejó el despacho. Sin embargo, no se fue del todo tranquila. Algo martilleaba en su cabeza, en la parte de atrás. Al fondo, muy en el fondo.

    Yáxtor llevaba varias semanas vagando por la ciudad sin rumbo fijo. Salía a la hora de comer y dejaba que los pies decidieran el camino por él. A media tarde se detenía dondequiera que estuviese y daba cuenta de las provisiones que había cogido de la cocina. Luego, con tranquilidad y dedicación, exploraba el lugar al que lo habían llevado sus pasos.

    Tras regresar a la Torre y realizar sus ejercicios en el patio, rememoraba no solo el lugar que había visitado, sino el itinerario que había seguido para llegar a él.

    Poco a poco estaba trazando un mapa caótico y confuso de Lambodonas, construyendo en su mente un laberinto del que solo él tenía la clave.

    No debería estar allí, en aquella capital que a medida que avanzaba el verano parecía cada vez más un gigante aletargado en el sopor de una siesta interminable. Debería haber vuelto a las tierras familiares en el norte, junto a las montañas, y haber pasado en ellas el verano hasta el curso siguiente. Pero un impulso repentino, que aun ahora no conseguía explicarse, lo había empujado a escribirle a Maklén diciéndole que pasaría parte del verano en Lambodonas, si no todo.

    Ítur Brin, su amigo más cercano entre los acólitos (casi el único), había murmurado entre dientes su envidia:

    —Tendrás la ciudad para ti solo. Ojalá pudiera acompañarte.

    Yáxtor, con indiferencia, había respondido:

    —Quédate conmigo.

    Ítur había mascullado una maldición.

    —Ya sabes que no puedo. El verano es la época más atareada y mis padres necesitan todas las manos para la cosecha. No pueden permitirse contratar un bracero más.

    Había sonado resentido. Era evidente que consideraba injusto que su amigo pudiera holgar como un hidalgo que vivía de rentas y él tuviera que deslomarse al sol. Bueno, se había dicho Yáxtor, no era culpa suya.

    Durante aquellas semanas no le había dado mucha importancia a dónde se metía, ni había pensado en pasar desapercibido. Después de todo, a ojos de los demás, él era un simple joven que estudiaba para adepto; nadie importante. Cuando se licenciara y empezara a trabajar para el estado o probara suerte en el sector privado, tal vez algún ratero intentara asaltarlo pensando que el chico llevaba la paga en el bolsillo. Pero de momento, ¿quién iba a pensar que había sido reclutado por los adeptos empíricos?

    Así que se había paseado con toda tranquilidad por las calles de Lambodonas, y aquella tarde…

    Se había encontrado de pronto en un barrio decrépito, con el adoquinado de las calles en un estado de conservación lamentable, el alumbrado público medio destrozado y las fachadas de las casas desconchadas y, en muchos casos, a medio desmoronarse. Estaba cerca del río, al sur de la ciudad, y hasta aquel día sus pasos no le habían llevado por allí.

    No se había encontrado con mucha gente, y los pocos que se cruzaron en su camino lo miraron sorprendidos.

    Luego vio a la mujer.

    Su casa parecía en pie de puro milagro. La valla que un día la había rodeado era un esqueleto arruinado, y el jardín, un caos enmarañado en el que ella había conseguido despejar un trozo para convertirlo en un pequeño huerto.

    Sin saber por qué, se había quedado mirándola mientras trabajaba. Era mayor que él, aunque no mucho. Veinte años, tal vez; no más. Alta, esbelta, fibrosa, el rostro concentrado en un mohín pensativo que convertía sus facciones en una imagen fascinante.

    Debería haber seguido su camino, pero en lugar de eso, la había estado observando como un tonto hasta que ella reparó en su presencia.

    «Si quieres ver algo mejor, ven esta noche.»

    Tonterías.

    Estaba prácticamente solo en el dormitorio común. Muy pocos acólitos renunciaban a la libertad de los meses de verano; generalmente, solo aquellos que no tenían a donde ir. Yáxtor era un bicho raro entre ellos, un excéntrico que había decidido quedarse por propia voluntad.

    «Si quieres ver algo mejor, ven esta noche.»

    Se incorporó en el lecho y dejó el dormitorio. A medida que caminaba, el esbozo de un plan se iba formando en su cabeza.

    Belysh no podía quitarse de la cabeza que, si bien la organización no había enviado nuevas instrucciones, la Adepta Suprema andaba metida en algo. Apartó las sábanas, se puso boca arriba y se llevó las manos detrás de la cabeza. Acto seguido rememoró cada detalle de la reunión con ayuda de sus mensajeros.

    No debería haberlo grabado, pero en determinado momento, tal vez por algo que Asima había dicho o hecho, sintió la necesidad de registrar la conversación. Cuando terminara el análisis ya ordenaría a los mensajeros que borraran los datos, dejando a su mente solo con el recuerdo, sin más.

    No fue fácil recurrir a ellos para visualizar lo ocurrido sin la ayuda de un aparato traductor. No era Asima. La destreza de la Adepta Suprema en el uso de mensajeros era abrumadora. Así que tardó unas horas en pasearse por las distintas imágenes los mensajeros enviaban a su nervio óptico. El esfuerzo mereció la pena.

    Habría sido fácil pasar por alto un detalle tan sutil de no haber tenido claro desde el principio que su maestra le ocultaba algo.

    Su maestra… Tenía que acostumbrarse a dejar de pensar en ella con ese apelativo, o acabaría por cortarse la lengua de tanto mordérsela. Era exactamente eso, claro: La persona que la había guiado, la había instruido, le había abierto los ojos e introducido en un mundo que jamás se había imaginado que estuviera ahí, pero que tenía toda su lógica que existiera.

    La organización no tenía nombre. Belysh no conocía a los integrantes, no sabía hasta dónde se extendían las raíces ni si iban más allá de las Casas de la Curación, pero cada vez tenía más claro que su existencia era muy antigua, puede que anterior incluso a la coronación de la primera reina en Lambodonas.

    Se concentró en la imagen que le había desvelado el misterio. Un informe médico sepultado entre otros. ¿Por qué iban a interesarle lo más mínimo a la Adepta Suprema los resultados de una revisión rutinaria a un grupo de estudiantes de la Torre?

    Brandan… Paladeó el apellido. No sabía mucho de esa rama familiar, pero tenía la vaga sensación de haberlo leído antes, quizás en algún libro de historia que había caído en sus manos de joven. Pertenecían a la nobleza menor, por lo que debería parecerle un detalle anecdótico entre tanto expediente. Aun así…

    ¿Quién eres, Yáxtor Brandan, y por qué Asima se ha fijado en ti?

    Se incorporó en la cama como un resorte, permaneció sentada un rato y luego sonrió, traviesa.

    Voy a averiguarlo.

    —Necesito ropas de civil —dijo Yáxtor—, de clase baja. Y un modo de camuflar mi estoque.

    El adepto que estaba en el guardarropa lo observó unos instantes.

    —¿Tienes permiso del tutor para esto?

    —Acabo de hablar con él.

    Lo cual era cierto, aunque su conversación no había tenido nada que ver con aquello. El adepto se encogió de hombros y al fin dejó pasar al muchacho.

    —Esto te irá bien, creo que es de tu talla —dijo al cabo de un rato, pasándole un hatillo de ropa—. Y esto seguramente servirá para tu estoque.

    Le tendió algo a medio camino entre un bastón y un garrote. Yáxtor lo cogió, lo hizo girar entre las manos y lo escudriñó con interés.

    Lanzó sus mensajeros hacia el objeto y lo exploró con cuidado. Asintió de pronto y su garganta formó la palabra impronunciable adecuada.

    El garrote se abrió y reveló en su interior un espacio hueco más que suficiente para el estoque.

    —Esto me vendrá bien. Gracias.

    La mujer no estaba sola; hablaba con un hombre. Él parecía interesado en entrar en la casa y ella intentaba decidir si se lo permitía o no.

    Yáxtor se detuvo al otro lado de la calle, fingiendo una escandalosa falta de interés por lo que ocurría frente a él. La mujer, sin dejar de hablar con su posible cliente, lo reconoció, y de pronto dio por terminada la conversación.

    —Me parece que esta noche no podrá ser —dijo.

    El hombre masculló algo, dudó unos instantes y acabó por irse. Solo cuando hubo dado la vuelta a la esquina, ella se acercó a la calle e hizo un gesto en dirección a Yáxtor.

    —Has venido —dijo.

    Él asintió en silencio.

    La mujer lo sopesó como si estuviera valorando una mercancía dudosa, pero luego sonrió de repente.

    —Pasa.

    Sin esperar a ver lo que hacía Yáxtor, dio media vuelta y entró en la casa. Tras unos instantes de vacilación, él la siguió.

    Para Belysh, la mejor forma de pasar desapercibida en ciertas ocasiones no era enfundarse en un disfraz, sino ir de frente con naturalidad. Ir como adepta de la curación a la Torre bien entrada la noche era algo que llamaba la atención, y contaba con ello. Cuando el guardia le flanqueó el paso con una sonrisa socarrona, supo que había conseguido su propósito.

    Tal como el guardia suponía iba a ver a Llúrich, instructor físico de adeptos, y tenía la intención de yacer en su lecho. Quienes la vieran estarían pendientes del momento de su entrada y salida, pero también les darían cierta

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