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Traición entre las sábanas
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Traición entre las sábanas
Libro electrónico149 páginas2 horas

Traición entre las sábanas

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Información de este libro electrónico

No descansará hasta que ella sea su esposa.
El magnate naviero Ariston Kavakos sospecha que Keeley Turner, una rubia espectacular, es una cazafortunas como su madre. Y el único modo de alejarla de su hermano es hacerle él mismo una proposición: un mes de empleo, a sus órdenes, en su isla privada.
Keeley acepta de mala gana la oferta de Ariston, obligada por la mala situación económica de su familia. Su resistencia al atractivo de él y a la química que hay entre ellos no tarda en debilitarse. Pero la noche espectacular que pasan juntos tiene una consecuencia no prevista…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 nov 2017
ISBN9788491705284
Traición entre las sábanas
Autor

Sharon Kendrick

Sharon Kendrick started story-telling at the age of eleven and has never stopped. She likes to write fast-paced, feel-good romances with heroes who are so sexy they’ll make your toes curl! She lives in the beautiful city of Winchester – where she can see the cathedral from her window (when standing on tip-toe!). She has two children, Celia and Patrick and her passions include music, books, cooking and eating – and drifting into daydreams while working out new plots.

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    Traición entre las sábanas - Sharon Kendrick

    HarperCollins 200 años. Desde 1817.

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2017 Sharon Kendrick

    © 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Traición entre las sábanas, n.º 2583 - noviembre 2017

    Título original: The Pregnant Kavakos Bride

    Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-9170-528-4

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    ELLA PERSONIFICABA todo lo que él odiaba en una mujer y estaba hablando con su hermano. Ariston Kavakos la observó. Unas curvas hechas para despertar el deseo de un hombre, lo quisiera este o no. Y él, desde luego, no quería. Pero su cuerpo se negaba tercamente a obedecer los dictados de su mente y un potente rayo de lujuria cayó directamente sobre su entrepierna.

    ¿Quién demonios había invitado a Keeley Turner?

    Estaba de pie al lado de Pavlos, con el cabello rubio ondulando bajo las luces de la elegante galería de arte de Londres. Alzó las manos como para enfatizar una frase y la mirada de Ariston se posó en los pechos más increíbles que había visto jamás. La recordó con un biquini mojado con chorros de agua bajando por su vientre al salir de las espumosas aguas azules del Egeo y tragó saliva. Ella era recuerdo y fantasía mezclados en uno. Algo empezado y nunca terminado. Habían pasado ocho años y Keeley Turner hacía que quisiera mirarla a ella y solo a ella, a pesar de las impresionantes fotografías de su isla griega privada que dominaban las paredes de la galería de Londres.

    ¿Estaría su hermano igual de embelesado? Confiaba en que no, aunque el lenguaje corporal de los dos, inmersos en su conversación, excluía al resto del mundo. Ariston echó a andar por la galería, pero si los otros notaron que se acercaba, no dieron muestras de ello. Ariston sintió una punzada de rabia, que se apresuró a ignorar porque la rabia podía ser contraproducente. La calma fría resultaba mucho más eficaz para lidiar con situaciones difíciles y había sido la clave de su éxito. El medio por el que había levantado del polvo la empresa familiar y la había reconstruido, ganándose fama de ser el hombre con un toque Midas. El reinado disoluto de su padre había terminado y Ariston, el hijo mayor, estaba al cargo. En aquel momento, el negocio de barcos de Kavakos era el más provechoso del mundo y tenía intención de que siguiera siéndolo.

    Apretó la mandíbula. Para eso hacía falta algo más que tratar con consignatarios de buques y estar al día de la situación política mundial. Había que vigilar a los miembros más ingenuos de la familia. Porque en el imperio Kavakos se movía mucho dinero y él sabía cómo eran las mujeres con el dinero. Una lección temprana sobre avaricia femenina le había cambiado la vida para siempre y por eso andaba siempre vigilante. Su actitud conllevaba que algunas personas lo consideraran controlador, pero Ariston prefería verse como un guía, un capitán que conducía un barco. Uno se alejaba de los icebergs por razones obvias y las mujeres eran como icebergs. Solo se veía el diez por ciento de cómo eran en realidad, pues el resto estaba profundamente enterrado bajo la superficie egoísta.

    Mientras andaba hacia ellos, no apartaba la vista de la rubia, sabedor de que, si llegaba a ser un problema en la vida de su hermano, él lidiaría con ella rápidamente. Curvó los labios en una sonrisa breve. Se libraría de ella en un santiamén.

    –Vaya, Pavlos –dijo con suavidad cuando llegó hasta ellos. Notó que la mujer se ponía tensa al instante–. ¡Qué sorpresa! No esperaba verte aquí tan pronto después de la inauguración. ¿Has desarrollado un amor tardío por la fotografía o es que añoras la isla en la que naciste?

    Pavlos no parecía contento con la interrupción, pero a Ariston eso le daba igual. De momento no podía pensar en nada que no fuera lo que ocurría en su interior. Porque, desgraciadamente, no parecía haberse vuelto inmune a la seductora de ojos verdes que había visto por última vez a los dieciocho años, cuando se había lanzado sobre él con un ansia que lo había dejado estupefacto. Su sumisión había sido instantánea, y habría sido completa si él no le hubiera puesto fin. Haciendo gala de la doble moral sexista que a veces le atribuían, la había despreciado por ello al tiempo que también se sentía embaucado. Había tenido que recurrir a todo su legendario autocontrol para apartarla y enderezarse la ropa, pero lo había hecho, aunque eso lo había dejado excitado y anhelante durante meses. Apretó los labios porque ella no era más que una golfa barata.

    «De tal madre, tal hija», pensó sombrío. Y ese era un tipo de mujer con el que no quería que se relacionara su hermano.

    –Ah, hola, Ariston –contestó Pavlos, con aquel aire relajado que hacía que la gente se sorprendiera cuando se enteraba de que eran hermanos–. Así es, aquí estoy de nuevo. He decidido hacer una segunda visita y encontrarme al mismo tiempo con una amiga. Te acuerdas de Keeley, ¿verdad?

    Hubo un momento de silencio mientras los ojos verdes brillantes de ella se posaban en los suyos y Ariston sentía el fuerte golpeteo de su corazón.

    –Por supuesto que me acuerdo de Keeley –dijo con brusquedad, consciente de la ironía de sus palabras.

    Porque para él las mujeres eran fáciles de olvidar y eran solo un medio para un fin. Sí, a veces podía recordar unos pechos espectaculares o un trasero respingón. O si una mujer tenía un talento especial con los labios o las manos, quizá se mereciera una sonrisa nostálgica de vez en cuando. Pero Keeley Turner había sido especial en ese terreno y nunca había podido borrarla de su mente. ¿Porque era fruta prohibida? ¿O porque le había dado una muestra de increíble dulzura antes de que se viera obligado a rechazarla? Ariston no lo sabía. Era algo tan inexplicable como poderoso, y se sorprendió observándola con la misma intensidad con que miraba la gente cercana las fotos que adornaban las paredes de la galería.

    Pequeña pero con curvas imposibles, su espeso cabello le colgaba por la espalda en una cortina de ondas rubias. Llevaba unos vaqueros corrientes y un jersey anodino, pero eso no parecía importar. Con un cuerpo como el suyo, podía ir vestida con un saco y seguir siendo esplendorosa. El tejido barato se tensaba sobre la exuberancia de sus pechos y los vaqueros azules acariciaban las curvas de su trasero. No llevaba los labios pintados y muy poco los ojos. No tenía un aspecto moderno y, sin embargo, había algo en ella, algo indefinible, que tocaba un núcleo sensual en el interior de él y hacía que quisiera arrancarle la ropa y montarla hasta que gritara su nombre. Pero quería que se fuera más de lo que quería acostarse con ella, y pensó que ya era hora de trabajar en aquella dirección.

    Se volvió hacia su hermano y sonrió débilmente.

    –No sabía que erais amigos –comentó, excluyéndola intencionadamente de la conversación.

    –Hacía años que no nos veíamos –repuso Pavlos–. Desde aquellas vacaciones.

    –Sospecho que aquellas vacaciones es algo que ninguno de nosotros quiere recordar –replicó Ariston, y disfrutó del sonrojo que cubrió el rostro de ella–. ¿Pero habéis seguido en contacto todo este tiempo?

    –Somos amigos en las redes sociales –Pavlos se encogió de hombros–. Ya sabes cómo es eso.

    –La verdad es que no lo sé. Conoces mi opinión sobre las redes sociales y no es positiva –contestó Ariston–. Tengo que hablar a solas contigo.

    Pavlos frunció el ceño.

    –¿Cuándo?

    –Ahora.

    –Pero acabo de encontrarme con Keeley. ¿No puede esperar?

    –Me temo que no –dijo Ariston.

    Vio que su Pavlos miraba a Keeley pesaroso, como si quisiera disculparse por el comportamiento brusco de su hermano, pero le dio igual. Se había esforzado toda su vida por procurar que Pavlos se mantuviera alejado del tipo de escándalos que habían tragado a su familia en otro tiempo, decidido a que no siguiera el camino lastimoso de su padre. Se había asegurado de que asistiera a un buen internado en Suiza y a la universidad en Inglaterra, y había influido con cautela en la elección de sus amigos… y amigas. Y aquella golfa guapa, con su ropa barata y sus ojos que invitaban al sexo estaba a punto de descubrir que no podía acercarse a su hermano.

    –Es un asunto de negocios –dijo con firmeza.

    –¿Más problemas en el Golfo?

    –Algo así –repuso Ariston, irritado por la actitud de Pavlos, que parecía olvidar que no se hablaba de negocios delante de desconocidos–. Podemos ir a uno de los despachos de la galería. Nos lo prestan –añadió–. El dueño es amigo mío.

    –Pero Keeley…

    –Oh, no te preocupes por ella. Estoy seguro de que tiene imaginación suficiente para cuidar de sí misma. Aquí hay mucho que ver.

    Se volvió a mirarla y le habló directamente por primera vez.

    –Y muchos hombres encantados de ocupar el lugar de mi hermano. De hecho, veo que un par de ellos te están mirando. Seguro que puedes pasarlo muy bien con ellos, Keeley. No permitas que te entretengamos más.

    Keeley sintió que se quedaba paralizada. Le habría gustado que se le ocurriera una respuesta apropiada que lanzar a aquel griego arrogante que la miraba como si fuera una mancha en el suelo y le hablaba como si fuera una ramera. Pero lo cierto era que no se atrevía a hablar, por miedo a decir solo cosas sin sentido. Porque ese era el efecto que le producía él. El efecto que producía a todas las mujeres. Hasta cuando hablaba con ella con desprecio en los ojos podía reducirla a un nivel de anhelo que no era como lo que sentía con la mayoría de los hombres. Podía lograr que fantaseara con él aunque solo exudara oscuridad.

    Keeley había visto cómo lo había mirado su madre. Veía cómo lo miraban las otras mujeres de la galería, con miradas hambrientas pero nerviosas, como si observaran a una especie diferente y no supieran bien cómo lidiar con él. Como si comprendieran que debían apartarse, pero se murieran por tocarlo de todos modos. Y ella no podía juzgarlas por eso, ¿verdad? Porque había pegado con fuerza su cuerpo al de él y ansiado

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