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Alto ciprés
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Libro electrónico423 páginas4 horas

Alto ciprés

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Alto Ciprés es la primera novela de la escritora Patricia Manciett quien hasta ahora se había destacado como poeta con sus poemarios Sigo siendo y Pájaro errante.
En este libro la autora nos entrega el mundo de Regina, abogada de 40 años que al morir su padre viaja al pueblo de Alto Ciprés en busca de un lugar donde establecerse. Pero nada es lo que parece. Junto a las catástrofes propias de la zona, a las injusticias sociales y vaticinios de La Pietá, el pueblo dominado por el padre Anselmo, que dicta las normas morales de todos su habitantes, se debate entre seguir con sus costumbres o abrirse a los cambios, mientras las ánimas de sus antepasados viven entre ellos y están presentes en todas las acciones.
Estamos ante una novela en que el mundo real y el mundo mágico se nos entregan del mismo modo que las pasiones, odios y amores envuelven el relato.
Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2016
ISBN9789563381207
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    Alto ciprés - Patricia Manciett

    Alto Ciprés

    Autora: Patricia Manciett

    Diseño de Portada: JORGE TOLOZA

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Editorial Forja

    Ricardo Matte Pérez N° 448, Providencia, Santiago, Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera Edición: junio, 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. R. P. I. de seudónimo Patricia Manciett: N° 3598

    Registro de Propiedad Intelectual: N° 213776

    ISBN: Nº 978-956-338-238-9

    El Gran Consuelo de los mortales,

    es creer que somos inmortales.

    A la memoria de Valentina.

    1

    La pequeña estación ferroviaria de Alto Ciprés estaba desolada.

    La tupida llovizna matinal había dejado pequeñas charcas sobre el adoquín plateado y la brisa olía a un nuevo aguacero por venir.

    Regina recorrió el entorno con sus bellos ojos grises.

    Quizás, ni sabía a ciencia cierta el por qué había decidido afincarse en Alto Ciprés.

    Decían que el pueblo atraía a las personas enfermas de soledad y que sus árboles tenían la facultad de curar los males del alma.

    Regina se había enterado de tales leyendas hojeando libros viejos en la biblioteca de la ciudad y se había cautivado con su atractivo misterio de casas añejas enclavadas en la Colina de la Luz, únicas casas sobrevivientes al desastre del 25. Un lugar predilecto de los visitantes que llegaban allí con la intención de descansar algunos días del bullicio infernal de la ciudad.

    Pero, no era este el caso de Regina. Cuando descendió del tren, algo en ella sabía que llegaba a Alto Ciprés a quedarse... para siempre.

    El pueblo tenía no más de 1.000 habitantes; una posta de primeros auxilios, una parroquia y algunos almacenes. Carecía de escuela y los niños debían recorrer más de tres kilómetros hasta el pueblo vecino de Santa Ana, un poblado mucho más avanzado, en donde se contaba con escuelas y servicios públicos de importancia para la comunidad.

    Era pasado el mediodía y las horas parecían lánguidas en Alto Ciprés.

    Una rudimentaria estación de policía era el lugar obligado de todo visitante.

    Era la costumbre, a la bajada del tren, pasar por allí para identificarse ante el sargento Romero. Consistía en casi una formalidad, trámite que era respetado y acatado por todo el que llegaba a visitar o a habitar en Alto Ciprés.

    El jefe de estación ferroviaria, un hombre simpático y regordete, hizo un gesto a Regina, indicándole que debía pasar por el retén.

    Regina sonrió y, asiendo la única valija que llevaba, encaminó sus pasos hacia el lugar indicado.

    Su espigada figura cruzó la única calle pavimentada del pueblo, hasta llegar a dibujarse en silueta fina y esbelta en el marco de la puerta del retén.

    El cabo Arneros levantó la vista de entre unos escuálidos papeles que reposaban en la cubierta del escritorio.

    La habitual expresión indiferente de su rostro cambió de improviso. Del gesto rutinario y burlesco que le caracterizaba, una expresión de agradable sorpresa emergió de su rostro deslavado.

    Observó a Regina de pies a cabeza.

    Tenía al frente a una mujer definitivamente hermosa.

    El cabello castaño de Regina, graciosamente acomodado en bucles, abrazaba sus sonrosadas mejillas, cayendo luego, en melena, hasta los hombros. Su largo cuello dejaba entrever en el escote del vestido, una piel de seda, triunfalmente adornada con una espléndida gargantilla de oro.

    El vestido negro, muy ceñido a la cintura, acentuaba aun más su porte de princesa.

    Sus ojos grises estaban fijos en el rostro del cabo Arneros.

    Un hombre mayor, de unos setenta y tantos años, sentado en la precaria banca de madera que colindaba con el escritorio, era testigo de la escena.

    —Vaya, vaya... a quien tenemos aquí... creí que las princesas solo aparecían en los cuentos... ejem, ejem... ¿Señorita? —el cabo rompió el silencio. Regina se aproximó.

    —Buenos días, acabo de llegar a Alto Ciprés y sé que es costumbre aquí reportarse con el sargento Romero...

    La voz cristalina y segura de Regina inundó los rincones de la pequeña sala.

    —Sí, por supuesto —dijo el cabo, y luego de carraspear un momento agregó—: En este momento el sargento Romero no se encuentra aquí. Pero, gustoso tomaré sus datos. Es solo un trámite de rutina, muy simple... puede tomar asiento aquí.

    Indicó la banca en donde el anciano seguía siendo un mudo espectador. Regina se sentó, dejando a sus pies la valija. Miró al anciano y le sonrió. El hombre tenía aspecto de dulzura.

    Recordó a su padre, que acababa de fallecer, a los noventa años de edad. Suspiró con tristeza y volvió su mirada hacia el funcionario, quien, papel y lápiz en mano, se aprestaba a tomar sus datos personales.

    —Bien, me dirá usted su nombre, por favor.

    —Mi nombre es Regina Rondó —el anciano se sobresaltó y comenzó a escudriñar con atención a la mujer—. ¿Procedencia?

    —Vengo de la ciudad...

    —¿De La República?

    —Sí, señor.

    —Bien, veamos... ¿Es usted visitante temporal o nueva habitante de Alto Ciprés?

    Regina vaciló.

    —Eh... yo... no lo sé... creo que... —dijo inocentemente, clavando en los ojos del cabo Arneros su transparente mirada gris.

    —Debo consignar ese dato. Quisiera una respuesta más precisa, por favor —acotó el funcionario.

    —Creo que... ¡Sí! Ponga esto, creo que soy una nueva habitante de Alto Ciprés.

    —Bien, gracias. De todos modos, si cambia usted de opinión, el día que se marche, por favor, háganoslo saber. Es por el asunto del Censo, ¿sabe?

    —Ah, claro, claro.

    —Bien, señorita, puede usted retirarse y le deseo una feliz estadía en Alto Ciprés. Ah, tú, Joel... —Arneros se dirigió al anciano—: Joel, largo de aquí. Busca otro lugar por hoy. La celda está ocupada... ve a la parroquia, o donde quieras, pero el sargento Romero no te quiere hoy aquí.

    El anciano se incorporó como apenas escuchando la orden de Arneros. Tenía otra evidente preocupación, que más bien parecía curiosidad, por la forma en que escudriñaba a la mujer que acababa de traspasar el umbral del retén y se disponía a encaminar sus pasos en busca de un buen lugar de alojamiento.

    Regina Rondó podía darse el lujo de elegir un lugar cómodo para vivir. Única heredera del doctor Rondó, este le había dejado toda su fortuna al morir. Fortuna que ascendía a unos cuantos cientos de millones de pesos, dinero que a su vez, era la herencia de una acaudalada familia de La República. El doctor Rondó había sido un hombre muy querido y respetado en la capital.

    Al nacer Regina, el cruel destino le había arrebatado a su esposa.

    Regina creció rodeada de lujos y de mimos, pero con la gran carencia materna, que había marcado en ella una indescriptible tristeza en su adorable mirada gris.

    Ahora, su padre había muerto y se encontraba sola. Nunca había querido atar su vida a nadie, por tal motivo, a sus actuales cuarenta años, ya había asumido la circunstancia de estar completamente sola.

    Joel la alcanzó apenas en la esquina del retén.

    —Espere... espere, por favor —le sugirió en tono caballeroso y algo suplicante.

    Regina se detuvo; dejó la valija en el suelo y sonrió al anciano.

    Este la observó detenidamente, como buscando inútilmente una respuesta a su belleza.

    Y es que, aunque el rostro de Regina no era del todo perfecto, había en él un cierto carisma, una armonía tal, que la hacía ser hermosa, aun sin serlo completamente.

    Regina era una de aquellas escasas personas que se encuentran en este mundo que irradian luz propia y especial. Hay seres especiales, únicos e irrepetibles. Regina era uno de ellos.

    —¿Si?, dígame usted... —contestó la mujer con dulzura.

    —Señorita, disculpe usted, pero escuché cuando dijo su nombre y que venía de La República —el anciano carraspeó como para hacer más clara su exposición. Luego continúo—: Mi nombre es Joel. Nací y crecí en Alto Ciprés. Cuando vino la tragedia, yo tenía diez años...

    —Continúe, por favor...

    —Bueno, mis padres murieron... quedaron sepultados bajo la avalancha de lodo y piedras... oh, sí, ellos están sepultados bajo el suelo de Alto Ciprés... —el anciano bajó su mirada hasta el adoquín, tal vez como una forma de ocultar dos incipientes lágrimas que se asomaban en sus ojos a fuerza de recordar.

    Regina lo observó con ternura.

    —Joel, me da gusto conocerlo.

    Regina hizo una pausa. Joel permaneció en silencio.

    —¡Oh, disculpe!, creo que lo he interrumpido. Continúe usted. En realidad, me interesa mucho saber lo que sucedió con este pueblo hace casi setenta años.

    Regina hizo un ademán al anciano indicando un pequeño escaño que se encontraba a un costado de la vía.

    Caballerosamente, Joel cogió la valija y ambos se sentaron, aún cuando comenzaba a correr una brisa helada que parecía alojarse en sus mejillas.

    —Bueno —continuó Joel—, fue de improviso. Aquel invierno había sido muy duro. Algunos más entendidos que otros prevenían al poblado: de la montaña bajaría con toda su fuerza una gran avalancha que sepultaría Alto Ciprés. Muchos se fueron. Pero muchos quedamos. Aquella noche dormíamos. Un ruido infernal nos despertó. Parecía que temblaba la tierra. Se escuchaban los gritos de todos. ¡Viene la avalancha, viene la avalancha!

    Recuerdo que mi padre me entregó una frazada y me dijo: ¡Corre, corre hacia la Colina de la Luz! Yo obedecí. Él me gritó luego: ¡Nos veremos allí, espéranos allí! Fue lo último que oí decir a mi padre.

    En la colina quedamos todos los que logramos llegar. Teníamos un panorama desolador. Río Alegre había quedado bajo el lodo.

    —¿Río Alegre? —inquirió Regina.

    —Oh, sí, debo aclarar esto. Verá usted, este pueblo se llamaba Río Alegre antes del desastre. Pero ocurrió que desde la colina pudimos observar con horror que todo había quedado sepultado bajo la avalancha; todo, menos el ciprés que está en medio del pueblo. Aquel único y alto ciprés fue lo único que sobrevivió. Los lugareños sobrevivientes rebautizaron al pueblo como Alto Ciprés.

    —¡Qué interesante!, quisiera conocer aquel alto ciprés —dijo Regina.

    —Con gusto se lo mostraré —acotó Joel.

    —Pero, por favor, continúe... ¿Qué sucedió después?

    Regina se encontraba definitivamente interesada en la historia. Más aún, fascinada con el relato.

    —Bien... —continuó Joel—. Tenía un gran dolor aquí, en mi alma, dentro de mi espíritu. Me encontraba totalmente solo. Mis padres estaban muertos. Los demás sobrevivientes trataban de consolarme, pero mi ser estaba quebrantado. Todo cuanto hacía era mirar hacia el pueblo y llamar a mis progenitores. ¡Y le rezaba a Dios para que todo fuese una pesadilla! Recé y recé durante los dos días y las tres noches que estuvimos a la intemperie. Hacía frío; me acurruqué con la frazada bien agarrada a mi pecho; sentía que aquella frazada era lo único que me quedaba en el mundo. En ese momento, el ejército comenzó su tarea de rescate.

    Joel hizo una pausa... suspiró... y retomó el relato, aún cuando aquel recuerdo parecía trizar su alma de dolor.

    —Llevaron a algunos a hospitales y a otros a pueblos vecinos. Los oficiales, al comprobar que era yo el único niño sobreviviente que había quedado huérfano, sugirieron trasladarme a un hogar de menores. Pero yo tenía algunos familiares en La República, así es que me llevaron con ellos. Llegué a casa de mis tíos. Recuerdo que ellos trataron de apaciguar la depresión que había dejado en mí la pérdida de mis padres.

    Aparte de eso, los síntomas de pulmonía eran evidentes. Fue así como mis tíos buscaron al mejor médico de la ciudad. Y conocí al doctor Rondó.

    Regina abrió con sorpresa sus grandes ojos grises.

    —¿A mi padre?

    —¡Lo sabía! Cuando dijo su nombre en el retén, sabía que era usted alguien muy cercano al doctor Rondó. ¡Qué emoción siento! Hace tanto tiempo que no he sabido nada más de él...

    —Bueno, Joel, yo no sé qué relación había entre usted y mi padre. No sé, me toma de sorpresa, pero... mi padre acaba de morir —dijo Regina en tono lastimero.

    —¡Oh!... lo siento, créame que lo siento por usted... aunque el doctor Rondó debe de estar muy feliz. Amaba la muerte, ¿sabe?, la esperaba con ansias, en fin, quería reunirse con su esposa. Es decir, con su madre... digo, con la madre de usted, señorita Regina, ¿no es así?

    —Espere Joel, no entiendo, ¿cuánto sabe usted de mi padre y por qué?

    Joel miró hacia el cielo. Comenzaba a cubrirse otra vez.

    —Creo que tendremos lluvia nuevamente —acotó tratando de suavizar un poco la directa pregunta de Regina, mezcla de intriga y, tal vez, algo de molestia—. Joel continuó—: Bien, hasta ahora creí que sabía todo acerca del doctor Rondó. Sin embargo, el nunca me dijo que tuviese otra hija.

    —¿Otra hija? Pero, ¡qué absurdo! ¡yo fui su única hija! —exclamó Regina más sorprendida aún.

    —Disculpe, por favor. Jamás he querido ofenderla, pero no soy un hombre con dobleces, ¿sabe? Siempre digo la verdad, y a veces, como ahora, creo que he sido imprudente. Lo lamento —Joel se incorporó desde el escaño en franca actitud de retirarse, pero Regina, cogiéndolo del brazo con fuerza, le obligó a sentarse nuevamente.

    —No, no... Ahora yo necesito saber, debe usted continuar —le pidió al anciano.

    —Está bien. Verá usted, el doctor Rondó siempre me habló de su hija Luisa.

    —¿Luisa? Ahora entiendo. Es tan simple de explicar. Mi padre siempre me llamó por mi segundo nombre. Soy Regina Luisa.

    —¡Jajaja! —el anciano rompió en risotadas.

    Ambos fueron sintiendo que aquella aclaración ponía otra vez todas las cosas en su lugar.

    —Bueno, ahora cuénteme... vamos... quiero saber cómo es esa historia entre usted y mi padre —Regina adoptó un gesto de evidente interés.

    —Viví diez años en la capital. El doctor Rondó luego de tratar mi enfermedad, jamás dejó de visitarme. Me trataba como a su hijo. Decía que habíamos sido padre e hijo en vidas anteriores. Él creía mucho en la reencarnación. Durante esos años, me facilitó muchos libros y aprendí bastante sobre el tema.

    ‘Cuando cumplí veinte años, su padre ya tenía treinta y cinco y aún no se había casado. Decidí volver a Alto Ciprés. El doctor Rondó estuvo muy triste con mi decisión. Ya había terminado los estudios secundarios y no tenía ambiciones profesionales de ningún tipo. Solo deseaba volver al lugar en donde había nacido.

    ‘Desde que regresé, el doctor Rondó no dejó nunca de escribirme. Tengo cientos de sus cartas —continuaba recordando Joel.

    —¿Dónde están las cartas? —interrumpió Regina.

    —Todas las tiene el padre Anselmo.

    —¿Quién es?

    —Es el cura párroco. Querido por algunos, odiado por otros. Es un sacerdote muy tradicionalista; exageradamente moralista, pero inteligente. AI menos ha conseguido dádivas importantes para los más pobres. Bueno, el padre Anselmo tiene las cartas.

    —Espero poder verlas. Aún no lo puedo creer... he llegado a Alto Ciprés tras la reciente muerte de mi padre y parece ser que en este lugar encontraré aún más recuerdos de él. Pero, prosiga, Joel, continúe, por favor.

    —Bueno, el doctor Rondó contrajo matrimonio siendo ya mayor. Fui testigo de ese gran amor. Doña Greta María, la madre de usted... ella fue una mujer maravillosa. Usted nació cuando el doctor Rondó tenía cincuenta años. ¡Hay tantas y tantas cartas que hablan sobre usted! Su padre la adoraba.

    Unos gruesos goterones que comenzaban a caer, interrumpieron la conversación. Ambos se pusieron en pie.

    Regina aún no se reponía de tantas sorpresas.

    —Joel, debemos irnos. Comenzará a llover... pero... ¡oh, qué tonta! Aún no he conseguido un lugar para alojar.

    —Ya es tarde. La oficina de arriendos atiende solo hasta el mediodía. Pero puede pasar la noche en casa de una buena amiga. Leonora la recibirá gustosa. Mañana temprano, si gusta, la acompañaré a la oficina de arriendos. Hay muchas lindas casas amobladas por aquí.

    —Creí que Alto Ciprés era un pueblo modesto. ¿Hay casas amobladas en arriendo? —preguntó Regina bastante intrigada.

    —Bien, verá, señorita Regina, Alto Ciprés es un pueblo dividido en dos clases muy marcadas. Los dueños de los establos y de los corrales se enriquecen día a día. Exportan sus productos a la capital, tienen cuentas bancarias, no pagan impuestos. Han obtenido propiedades y arriendan casas a los afuerinos, etc. Y están los pobres, los que no tenemos nada.

    —Pero, ¿de qué vive usted, Joel, y las demás personas aquí?

    —Yo trabajo en los establos, ganando por cierto, una miseria. Claro que a mí eso no me importa. No me importa no tener nada. Yo soy así.

    —¿Cómo vive?, ¿dónde duerme?

    —Por aquí y por allá. En el retén, en la parroquia, a veces en casa de Leonora y cuando el tiempo está bueno, simplemente en la plaza.

    —Pero, ¿dónde se alimenta?

    —La alimentación... eso no es problema para mí. La verdad es que como muy poco. Leche y algo de frutas, es todo.

    —¡Qué interesante! Es usted una persona muy especial. Dígame, ¿nunca quiso tener un hogar, una familia?

    —¿Para qué? Soy feliz así, solitario, sin complicaciones.

    La tarde comenzaba a caer. Regina y Joel encaminaron sus pasos en dirección a la casa de Leonora que distaba solo tres cuadras hacia el sur. Regina, un tanto desconfiada, detuvo de pronto sus pasos y se dirigió a Joel:

    —Espere, Joel. ¿Cómo puedo llegar así como así a casa de su amiga? ¡Ni siquiera la conozco!

    —Calma, todo estará bien. Leonora es un ser maravilloso y estará encantada en tenerla como huésped. Más aún, siendo usted la hija del doctor Rondó.

    —¿Ella también conoció a mi padre?

    —No, la verdad es que solo supo de él a través de mí. Leonora es una buena amiga. Trabajamos juntos en el establo, ¿sabe?

    Regina guardó silencio. Sin saber el porqué, aquel anciano le inspiraba confianza. Y continuó caminando junto a él, mientras la llovizna se hacía más tupida cada vez.

    2

    —Mamá, vaya a dormir; hace frío.

    La mujer, de aproximadamente 35 años era muy rubia; de cabello corto y rizado; delgada y medianamente alta. Sus ojos, profundamente azules, eran su mayor atractivo. Vestía pantalones muy ceñidos y una blusa negra que resaltaba aún más su hermosa palidez.

    —¡Cómo que a dormir! ¡Aún no comienza la noche! —replicó la anciana.

    De aspecto jovial y reposado, la anciana ocultaba sus kilos de más, envuelta en una bata ancha de color gris.

    —Insisto. Anoche estuvo usted con tos. Creo que debe meterse a la cama.

    —No lo haré. Menos aún si luego tendremos visitantes —dijo la mujer con seguridad, mientras seguía tejiendo con el crochet, sentada en una mecedora frente al fuego.

    —¿Visitantes? ¿De qué habla, mamá?

    —Vienen hacia acá. Lo presiento.

    —¡Ah!, otro de sus presentimientos.

    —¿Y es que acaso no se cumplen todos ellos? Dime, dime si no es verdad...

    —Es verdad, mamá. Sé que todos sus presentimientos se cumplen. Pero quizás no sea hoy. Vamos, la llevaré a la cama —la joven cogió a su madre del brazo, pero esta se soltó con brusquedad.

    —¡No! No quiero ir a la cama. Esperaré aquí a los visitantes.

    —Está bien, mamá, será como usted quiera —contestó la muchacha observando a su madre con gran ternura; luego, como recordando algo de improviso, exclamó—: ¡Ah!, se me había olvidado mostrarle las lindas cortinas que le he comprado. Fui a Santa Ana, tienen allí cosas preciosas, mamá.

    —Cómo quieres que la gente no hable...

    —Pero... por qué, mamá. Yo compro cosas lindas para usted... trabajo en el establo y...

    —¡¡¡En el establo!!! —interrumpió la anciana—. Nadie creería que con lo que ganas en el establo tengas a tu madre viviendo así —la anciana suspiró profundamente.

    —No me importa, mamá. Además, me gusta comprar cosas para usted, lo hago con gran amor.

    —Ya lo sé, hija mía, ya lo sé. Escucha, solo quiero que no te hagan daño; la gente es tan cruel; la gente puede herirte mucho, sobre todo aquí, en Alto Ciprés.

    Doña Clara había llegado a afincarse en Alto Ciprés siendo Leonora una niña. Había conseguido ese pequeño pedazo de tierra gracias al padre Zenón, por la década de los sesenta. Queridísimo párroco del pueblo que años más tarde, falleciera a causa de un derrame cerebral.

    El pueblo apenas podía aceptar su ausencia y se mostró reticente y desconfiado con la llegada del padre Anselmo. En realidad, ambos distaban mucho el uno del otro en cuanto al estilo y la forma de practicar la profesión de la sotana.

    Doña Clara había construido con gran esfuerzo una humilde casita de ladrillo y barro. Cuando Leonora fue una joven hermosa y apetecida por los hombres del pueblo, apareció Nicolás en sus vidas. Después del desengaño y sintiendo un verdadero pánico hacia la miseria, Leonora se propuso rehacer la casa.

    Con dudosas entradas económicas, Leonora había logrado hacer de aquella humilde casita de antaño, una de las viviendas más acogedoras del pueblo. Sin llegar a ser suntuosa ni al menos elegante, había proyectado en la casa un encantador estilo de calidez y distinción. La primitiva pequeña ventanita de la entrada, ahora era un amplio ventanal, adornado con cortinas de exquisitas y vaporosas telas. La sala era sencilla, pero tremendamente acogedora. Los sillones en color ocre y al estilo de sitiales, combinaban perfectamente con los muros pintados de blanco. Una pequeña chimenea era punto de referencia obligado en el entorno de la sala. A un costado, un arrimo de madera recubierta de caoba lucía en su centro un encantador florero con ilusiones frescas. Las lámparas eran de bronce y una gran alfombra cubría el centro de la habitación. Una puerta de vidrio separaba la sala del comedor. Era este, un lugar sencillo, casi un rincón. Solo una mesa, unas sillas y una alacena al costado.

    La casa tenía dos dormitorios grandes y se daba el lujo de poseer pieza de alojados. Esta pequeña habitación consistía en una cama con colcha de hilo beige, una mesita de noche con lámpara de cristal, un vanitorio y un pequeño silloncito marrón. La ventana estaba adornada con velos color lila, los que dejaban entrever los árboles de la plaza.

    —Tranquila, mamá. Nadie me va a herir. Y si lo hacen, ese será su problema.

    En ese momento llamaron a la puerta.

    —¿Has oído? —dijo con sobresalto doña Clara—. Te dije que tendríamos visitas.

    Leonora, sonriendo, se dirigió a la entrada y, al abrir la puerta, se encontró con Joel y una bella mujer: Regina.

    —Hola, Joel! Pero... están mojados... pasen, pasen, por favor.

    Regina y Joel entraron en la sala. Doña Clara observó a la mujer.

    —¡Ah, Joel, qué linda acompañante traes! —exclamó la anciana, tratando de hacer sentir cómoda a la nueva visita.

    —Sí, verán... ella es Regina. Regina Rondó —dijo Joel.

    —¿Rondó? —replicó doña Clara, y luego agregó—: ¿Es acaso pariente del doctor Rondó?

    —¡Es la hija del doctor Rondó!! —exclamó Joel.

    —¿La hija? ¿Luisa? —acotó Leonora.

    —Buenas tardes. Yo soy Regina Luisa Rondó y sí, soy la hija del doctor Rondó —aclaró Regina.

    —¡Bienvenida! ¡Más aún si es usted la hija del doctor Rondó!! —agregó con entusiasmo doña Clara.

    —¿Lo conocía usted? Tal parece que mi padre era muy popular aquí, en Alto Ciprés —dijo Regina con tono delicado.

    —Lo conocimos por intermedio de Joel. Nunca personalmente. Pero sabemos que es una gran persona —agregó doña Clara.

    —Bueno, mi padre acaba de fallecer —dijo Regina, bajando la mirada.

    —¡¡Oh!!, lo lamento por usted —doña Clara observó a Regina con tristeza.

    En ese instante, Joel se apresuró en hablar, como para cambiar el tema.

    —Regina acaba de llegar de La República y como a esta hora está cerrada la oficina de arriendos, le propuse

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