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La sombra del portón
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Libro electrónico748 páginas11 horas

La sombra del portón

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La segunda entrega de la saga de fantasía épica que comenzó con El halcón y el muchacho retoma la historia del ladrón Jute. Los emisarios de la Oscuridad se han infiltrado en Hearne en su búsqueda, por lo que el muchacho se ve obligado a abandonar la ciudad en un intento desesperado por huir a los terrenos baldíos del norte. Sin embargo, los fantasmas del pasado le reservan otros planes y pronto el muchacho y sus amigos deberán escoger entre sucumbir a la muerte o acceder a la destrucción de toda la región. Mientras tanto, la misteriosa Lady Levoreth continúa su carrera contra el tiempo con la intención de descubrir quién se oculta tras las argucias de la Oscuridad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jul 2016
ISBN9781507148792
La sombra del portón

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    La sombra del portón - Christopher Bunn

    Libros de Christopher Bunn

    La Trilogía de Tormay

    El halcón y el muchacho

    La sombra del portón

    The Wicked Day

    A Storm in Tormay: the complete Tormay Trilogy

    Tormay Tales

    The Silver Girl

    The Seal Whistle

    The Fury Clock

    Lovers and Lunatics

    The Model Universe and Other Stories

    The Mike Murphy Files and Other Stories

    Fire and Ice

    Polly Inch

    The Ocean Won’t Burn

    The Girl Next Door

    Rosamonde

    The Christmas Caper

    Para David y Michael

    LA SOMBRA DEL PORTÓN

    CAPÍTULO UNO

    UNA DESTITUCIÓN REPENTINA

    El Puñal dormitaba en una silla en la parte trasera del Cuervo de Piedra tras un copioso desayuno en el que había dado buena cuenta de un plato de champiñones, salchichas y huevos fritos. Reclinó la silla contra el muro de piedra a sus espaldas. La vista no era la mejor, pero era un lugar apacible. Un grupo de caballos lo observaba con solemnidad desde la cerca del establo. Desde allí percibía el olor característico del heno y del estiércol, así como el aroma fuerte y cálido que despedían los propios caballos. El sol matinal era del mismo color que la miel. El Puñal cerró los ojos. El recuerdo de su madre comparándolo con un gato perezoso que buscaba el sol para dormir revoloteó en su memoria y una sonrisa reticente se apoderó de su rostro. Hacía mucho tiempo que no pensaba en su madre.

    Ronan se habría quedado dormido si alguien no se hubiese aclarado la garganta en algún lugar próximo. Era un sonido que pretendía ser amable y contrito. «Por poco no lo alcanzo con la bota», pensó para sí. «Una lástima». El Puñal abrió un ojo. Smede dio un paso atrás.

    —¿No puede esperar al mes que viene? —suspiró Ronan.

    —El sol también nos acompañará mañana —dijo Smede.

    —Pero puede que yo no. Vete. Me entorpeces la digestión. Si yo fuese el regente, habría menos Smedes en la ciudad.

    —Un solo Smede es más que suficiente —replicó el hombre—. De todas formas, por mucha fascinación que nos produzca a los dos la figura de mi persona, no hay tiempo para cumplidos. Al Silencioso le gustaría que lo honrases con tu presencia. Cuando te resulte conveniente, lo que...

    —Sin duda es inmediatamente, ¿no? —inquirió Ronan.

    —Por supuesto —dijo Smede.

    El contable caminó tras él por el patio, sonriendo y frotándose las manos. Los caballos los observaban con ojos plácidos y miradas sosegadas.

    Ronan se había imaginado que era eso. Smede rara vez salía a la luz del sol a no ser que se tratase de algo serio. Se rumoreaba que la responsabilidad que le otorgaba el cargo de contable de la Hermandad le había conferido el honor de ser uno de los pocos miembros que conocían la identidad real del Silencioso, que recurría a él con frecuencia para encargarle tareas de mensajero cuando tenía algo importante entre manos.

    —Conozco el camino, Smede —dijo Ronan apurando el paso—. ¿Por qué no regresas a tus números? No le hará ningún favor a mi reputación que me vean contigo. No eres compañía digna del temido Puñal.

    —No, no. No me molesta dar un agradable y rápido paseo —dijo Smede, cuyo ritmo de vida rara vez le llevaba a hacer más ejercicio que el requerido para levantar la pluma del tintero—. Es de sobra sabido que el ejercicio físico propicia un buen estado de salud y una vida longeva. O eso he leído. Personalmente creo que el trabajo riguroso purifica el hígado y agudiza las facultades mentales hasta el punto de que las cuentas aritméticas que conlleva el ejercicio de la contabilidad parecen resolver sus misterios por sí solas ante mis ojos. Se trata de algo realmente maravilloso. Sin embargo, la aplicación de sanguijuelas tiene el mismo efecto sobre mi persona. ¿Te sucede lo mismo?

    Hearne estaba atestada de gente esa mañana. La ciudad estaba abarrotada cualquier día del año, puesto que Hearne era el centro, el corazón de Tormay, el imán que atraía a los viajeros y comerciantes de otras tierras. Era allí dónde se había erigido la ancestral sede del gobierno cuando los reyes todavía regentaban Tormay como una única tierra. Pese a que el gobierno de las regiones se había dispersado por los ducados años atrás, la gente todavía viajaba a Hearne para contemplar los castillos, las mansiones y las casas y palacetes afilados que se alzaban en las empinadas calles de Cuello Alto, los desgarbados embarcaderos de piedra y la grandiosidad misteriosa y ruinosa de lo que un día había sido la poderosa universidad, cuyos silenciosos restos permanecían en pie bajo el influjo de los hechizos protectores y las cadenas que la salvaguardaban. Aunque, por supuesto, el comercio era un reclamo especialmente atractivo de la ciudad. Los mercaderes accedían a la compra y venta de todo cuanto albergaban los ducados de Tormay. Todo aquello que se pudiese comprar, se podía encontrar en Hearne.

    Sin embargo, las calles estaban incluso más abarrotadas que de costumbre esa mañana. En un mes daría comienzo la Feria del Otoño, una festividad anual que congregaba en Hearne a todos los señores y señoras procedentes de los ducados de Tormay, que se reunían para disfrutar de la hospitalidad del regente de la ciudad, Nimman Botrell. La Feria era el momento en el que todos los comerciantes de Tormay viajaban a la ciudad para comprar, vender e intercambiar sus mercancías. Rarezas mágicas desenterradas del pasado, extraños tejidos y vinos, gemas y sedas, tejones bailantes y hoscos gatos de arena originarios de la sureña Harth que podían transformarse en hechizos protectores que proporcionaban a los edificios una de las protecciones más efectivas y violentas que el dinero podía comprar. En resumidas cuentas, la Feria del Otoño era una época en la que tenían cabida los objetos más extraños, hermosos, valiosos y excelsos de Tormay, cuyo fin era el de sorprender, hechizar y encandilar a todo aquel que se interpusiese en su camino. Era el momento propicio para hacer y perder fortunas.

    Por no mencionar que la Feria del Otoño era una mina de oro para la Hermandad de los ladrones.

    Los comerciantes habían comenzado a llegar a principios de semana, trayendo consigo sus bienes en camellos, mulas, barcos y caballos. Se instalaban en alojamientos arrendados y comenzaban a ultimar los preparativos del mes siguiente. Era un momento de tal confusión y ajetreo que hacerse con sus mercancías resultaba tan sencillo como arrebatarle un caramelo a un niño.

    La anticipación hizo que los dedos de Ronan se crispasen. Un par de trabajos productivos sumados al oro que recibiría a cambio del trabajo de la chimenea le aportarían la cantidad suficiente como para poder abandonar la ciudad. Partiría hacia Flessoray y se acomodaría en una de las islas. Pesca y fríos días soleados. El mar.

    A su lado, Smede lo agarró de la manga.

    —¿Qué? —inquirió al tiempo que robaba una manzana de un carro en movimiento. Ronan mordió la fruta.

    —Será mejor que usemos la casa de la viuda Grusan —dijo Smede—. Es la entrada más cercana. Está justo al fondo del siguiente callejón. Al Silencioso no le gusta que lo hagan esperar.

    La Hermandad mantenía tantas entradas a la sede del Silencioso como salidas por toda la ciudad. Muchas de ellas se alojaban en lugares públicos como la posada del Ganso y Oro, mientras que otras se encontraban en residencias privadas como la casa de la viuda Grusan y, por ello, su existencia no era tan conocida entre los rangos más bajos de la Hermandad.

    —De acuerdo —dijo Ronan, reticente a admitir que no conocía esa entrada en concreto. La manzana a medio comer fue a caer en la canaleta y los dos hombres bajaron por el callejón.

    Se detuvieron frente a una puerta de madera guarecida en un rincón de la calle. Era tan pequeña y discreta que un transeúnte normal no habría reparado en ella. El contable llamó a la puerta, que se abrió con un chirrido un momento más tarde. Una anciana los observaba. El lugar era húmedo, oscuro, apestaba a gachas rancias y estaba atestado de todo tipo de muebles desvencijados que parecían estar compuestos principalmente por patas y soportes quebrados. Varias telas de araña pendían del techo y engalanaban los muebles y las paredes con sus sucios cortinajes grises.

    —Me alegro de verla, Viuda Grusan —dijo Smede—. Tiene un aspecto envidiable. ¿Cómo lo consigue? ¿Con ejercicio, té caliente, dosis regulares de luz solar, sopa de hígado colado con corteza de queso para extraer los desagradables trozos fibrosos? Venga, necesito conocer su secreto. Confíemelo.

    —Cerveza en abundancia —replicó la anciana. La viuda Grusan no era más que un batiburrillo de huesos bajo piel arrugada. Varios mechones de pelo sobresalían bajo su cofia tejida—. No es que pueda comer mucho con solo dos dientes. Dígame, hombrecillo, ¿dónde está mi plata mensual? La Hermandad no me ha pagado y no me queda nada más que mascar salvo las encías.

    Un comentario de esa naturaleza era tal vez lo único que podía hacer que Smede huyese a la carrera. Dio un salto como si de un conejillo asustado se tratase cuando escuchó las palabras de la anciana.

    —Vaya, Ronan, llegamos tarde y...

    —No llegamos tan tarde —dijo el Puñal—. ¿Cuánto le debe la Hermandad, señora?

    —... no queremos hacerlo esperar, ¿verdad?

    —Cinco monedas de plata —replicó la anciana—. No es una cantidad demasiado elevada a cambio de que la gentuza de la ciudad se dedique a recorrer la casa a altas horas de la noche, derramando tierra sobre el suelo limpio y atemorizando a mis mascotas. No creo que sea mucho pedir que la plata llegue a tiempo, ¿no?

    —Por supuesto que no —dijo Ronan—. No debería esperar nada menos. La Hermandad se enorgullece de sus negocios eficientes, entre los que se incluye el pago de deudas, ¿no es así, Smede?

    —Bueno, así es —replicó Smede de mala gana.

    —Aunque no lo crea, señora —continúo el Puñal—, mi amigo Smede es nada más y nada menos que el responsable de los monederos de la Hermandad, por lo que podría darle su plata fácilmente.

    —Figúrese —dijo la anciana—. No parece mucha cosa al verlo tan paliducho y nervioso. Tan inquieto.

    Llegados a ese punto, a Smede no le quedaban más opciones. Se enderezó altivamente del mejor modo que pudo aparentar y le entregó a la anciana la plata que extrajo de un monedero grasiento que guardaba en el abrigo.

    La viuda Grusan los llevó a un cuarto en el que colgaba un gran tapiz que cubría totalmente una de las paredes. El tejido estaba repleto de espirales azules y serpenteantes trazos negros que se entrelazaban de forma tan asombrosa que resultaba absurdo a los ojos. «Probablemente es de origen harthiano», pensó el Puñal para sí. Era un hechizo protector. El hombre podía escuchar el tenue zumbido de advertencia, estremeciéndose en el filo de su percepción. Definitivamente era un hechizo protector, pero uno muy extraño.

    La anciana renqueó hasta el tapiz y murmuró un puñado de palabras inaudibles. Las espirales y los trazos cobraron vida y, como si de un revoltijo de serpientes despertadas de un sueño profundo se tratase, se alejaron retorciéndose del centro del tapiz hasta que solo hubo lana negra y lisa en el medio. Smede dio un paso al frente, pasó a través del tapiz y desapareció.

    Había algo inquietante en el tapiz y en la forma en la que los trazos habían cobrado vida, retorciéndose para abrirse camino a lo largo de la lana tejida. La oscuridad del cuarto hizo mella en Ronan. Se sintió viejo y cansado. ¿Qué hacía en las empedradas calles de Hearne? Necesitaba espacios abiertos y escapar para siempre de la incertidumbre que le causaba el desconocer si la muerte iría a su encuentro al día siguiente bajo la atenta mirada de los fantasmas de su pasado.

    —No permanecerá abierta para siempre.

    —¿Cómo? —preguntó el Puñal.

    —La puerta se cerrará —dijo la anciana. Su voz era fina como el papel y estaba quebrada por la edad—. Adelante o atrás, querido, así es cómo funcionan las cosas con los de nuestra calaña... No estamos hechos para permanecer inmóviles como un buey estúpido. Así solo conseguiríamos que la muerte nos diese encuentro antes.

    El Puñal frunció el ceño y atravesó el tapiz, que tenía un tacto suave y pegajoso. Los bucles se mecieron sobre su cabeza y de repente se encontró en un canal estrecho. Una antorcha reflejaba una llama azul y fría sobre el muro, que le aportaba suficiente luz como para vislumbrar vestigios de la piedra polvorienta que cubría el pasaje y el ceño fruncido de Smede. Ronan se dio la vuelta, pero no había nada tras él salvo un muro de piedra.

    —Vamos —dijo el contable—. No tenemos todo el día.

    Les llevó casi media hora atravesar el sombrío pasaje que llevaba a la corte del Silencioso. Caminaron en silencio, puesto que Smede estaba enfadado y a Ronan no le agradaba conversar con el contable ni siquiera en el mejor de los días. El canal se doblaba y se curvaba de una forma que desafiaba a la lógica. En varios tramos el camino se topaba con intersecciones de las que partían otros canales sumergidos en las sombras. En esos lugares, en los que habría resultado sencillo perder el rumbo, una mano blanca pintada en la parte superior del muro señalaba la dirección adecuada para llegar a la corte del Silencioso.

    El canal concluía ante una puerta de hierro. No tenía picaporte, solo una aldaba. El contable le dirigió una mirada vacua a Ronan antes de dejarla caer. Un sonido similar al de una campana resonó y se expandió por la oscuridad del canal. Su sonido recordaba al de un toque de difuntos. La puerta se abrió.

    Ante ellos yacía una estrecha sala sustentada por varias columnas que se alzaban hacia un techo bajo. Los muros de piedra estaban adornados por grabados que representaban elaboradas escenas de toda la ciudad: las viviendas de los ricos y de los pobres, los mercados abarrotados, las arboledas y las fuentes de Cuello Alto, esculpidas por la mano grácil de algún artesano muerto tiempo atrás. Las mismas antorchas de aspecto extraño que iluminaban el canal con sus llamas frías y azuladas eran las únicas fuentes de luz de la sala.

    En cuanto Ronan entró por la puerta, notó un cosquilleo en la nuca. Nunca antes, en todo el tiempo en el que había pertenecido a la Hermandad, había estado la Corte vacía mientras él se encontraba en su interior. El lugar siempre había estado repleto de vida exuberante, de voces alzadas y de una multitud de conversaciones que se confundían en el rugido incoherente propio de una familia. Una familia astuta y taimada, una familia que no dudaría en apuñalarse por la espalda de haber oportunidad, sí, pero, pese a todo, una familia.

    En ese momento, sin embargo, tan solo había silencio. En el extremo más alejado de la sala esperaban dos personas. La baja silueta de Dreccan Gor, senescal y consejero del Silencioso, permanecía en pie junto al estrado sobre el que se alzaba la silla de piedra en la que descansaba cómodamente el Silencioso.

    —Acércate —dijo.

    Smede y Ronan recorrieron juntos la larga y solitaria estancia. El Silencioso se inclinó hacia delante cuando se aproximaron a él. Su rostro era una mancha de sombras hechizadas que se desenfocaba cada vez que Ronan lo miraba. Las antorchas a cada lado del estrado dotaban a la silla de piedra de una luz azulada que le aportaba una tonalidad enfermiza al rostro de Dreccan Gor. Las sombras que cubrían al Silencioso bebían la luz y no se disipaban.

    —¿Cuánto tiempo ha pasado, Ronan, desde que comenzaste a trabajar para mí? —inquirió el Silencioso.

    —Trece años —dijo Dreccan—. En breve.

    —El senescal está en lo cierto, mi señor —dijo Ronan al tiempo que un hilo de sudor le recorría la espalda—. Casi trece años.

    El Silencioso se recostó de nuevo sobre la silla.

    —Cuando me convertí en el Silencioso, la Hermandad no era más que un endeble constructo. Una turba dirigida por una sucesión meteórica de idiotas incapaces de ver más allá de su propia codicia. Yo convertí a la Hermandad en una empresa que se extiende hasta la costa de Thule en el norte y a los bazares de Damarkan en Harth. He dirigido la Hermandad con mano férrea, aunque no negaré, especialmente ante vosotros tres, que poseéis más información acerca de la institución que el resto de los miembros juntos, que mi inclemencia ha estado equiparada a nuestro éxito. Pese a que gran parte de él ha sido gracias a mi voluntad, algunos de nuestros logros han sido posibles gracias a que me he rodeado de personas capaces y extraordinarias, entre las que destacáis vosotros tres. Vosotros tres sois la muerte, el dinero y la sabiduría personificados. Y yo, como no, soy el poder. Las tediosas intrigas del dinero están en tus manos, Smede. Y cada día haces una obra de arte. ¿A qué te dedicabas antes de que te encontrase? ¿Enrollabas sedas en la tienda de un vendedor de telas de Vomaro? Eres capaz de dotar de sentido a un ciento de hilos enredados de oro que se entretejen a lo largo de Hearne. Contigo a cargo de las cuentas, sé que no debo inquietarme, pues soy conocedor de tu diligencia.

    —Gracias, mi señor —dijo el contable. Por el rabillo del ojo, Ronan se percató de que Smede se alejaba de él.

    —Y Dreccan Gor, la Hermandad ha sacado buen provecho de tus consejos. Los Gor siempre han servido bien a la casa de los Botrell, nuestro linaje de regentes de sangre débil, tal y como tú continúas haciendo a día de hoy, pero soy consciente de que tu sabiduría le resulta más beneficiosa a la Hermandad.

    El rollizo senescal se inclinó ante el Silencioso.

    —Nosotros los Gor hemos aconsejado a la casa de los Botrell desde hace casi dos siglos —dijo—. Nuestro regente actual, Nimman Botrell, ha demostrado ser un sabueso holgazán, pero pese a ello mi familia se ha mantenido fiel. Primero mi padre y ahora yo. Somos Gor.

    Una carcajada resonó desde las sombras que rodeaban la silla del Silencioso.

    —¿Y si el regente te escuchase, Dreccan?

    —Yo mismo se lo diría a la cara, mi señor —replicó el senescal—, si creyese que le resultaría provechoso a él y a Hearne.

    —Me temo que sí, pero pierdes el tiempo con Botrell.

    —Os seré de más utilidad con el oído presto en el castillo del regente al tanto de todo lo que se le pasa por la cabeza —dijo Dreccan inclinándose de nuevo.

    —Mientras no haya ningún conflicto —replicó el Silencioso.

    Ronan tuvo la impresión de que la conversación no era más que una farsa que le servía de pretexto al Silencioso para observarlo desde las sombras.

    —Y mi Puñal —dijo.

    Un soplo de aire le rozó la cara a Ronan. El sudor que le cubría la frente se desprendió de ella en cuanto notó su tacto.

    —Trece años —dijo la silueta ensombrecida—. Trece años y todavía no he tenido motivo de queja. No he podido sino asignarte los trabajos más complicados, los asuntos más delicados y todas aquellas muertes que por desgracia he juzgado necesarias. Nunca me he regocijado con la muerte de otro miembro de la Hermandad...

    —Tampoco yo —murmuró Ronan.

    —Pero siempre te has mostrado fiel a los encargos que te he encomendado.

    —Con certeza —dijo Dreccan Gor—. Es tan fiable como un barco de carga thuliano.

    —Ese es el problema, Ronan —prosiguió el Silencioso ignorando a su senescal—. Cuando alguien contrata a la Hermandad para que se ocupe de un trabajo, ofrezco mi palabra como garantía de que el cliente quedará satisfecho. Nuestra reputación depende de ello. Cuando esa reputación se ve mancillada, nuestros beneficios se ven afectados. No puedo permitirlo.

    —Siempre le he concedido a la Hermandad toda la lealtad de la que dispongo, mi señor —dijo Ronan—. ¿A qué se deben vuestras palabras? Debo confesar que me confunden.

    —Recientemente contrataron a la Hermandad para recuperar una caja de la casa de Nio Secganon, un miembro del grupo de eruditos que revuelven las ruinas de la universidad. Buscan antiguos manuscritos y objetos similares. Dijes del pasado. Botrell es un idiota. Nunca les debió haber concedido permiso. Siempre es mejor dejar que el pasado duerma. De todos modos, la caja había pertenecido a nuestro cliente con anterioridad y, desafortunadamente, fue a parar a las manos del tal Nio.

    —La caja del grabado del halcón —dijo Ronan—. La recuerdo. Os la entregué en mano en presencia de vuestro senescal hace tan solo unos días.

    —¿Se tuvieron en cuenta todos los detalles del trabajo?

    —Por supuesto.

    Los recuerdos de esa noche acudieron veloces a la cabeza de Ronan. El cielo sin luna. Su espera atenta en la chimenea y el sonido del sigiloso descenso del muchacho hacia la oscuridad. El horizonte dormido de la ciudad de Hearne desde su posición acuclillada en el tejado. La tensión en la cuerda que delataba el regreso del muchacho. El diminuto puñal envenenado que escondía en la capa. Y la culpa. Entumecida como siempre, pero presente de todos modos.

    —Pero no fue así —dijo el Silencioso—. Alguien abrió la caja.

    —¿Qué queréis decir, mi señor? —inquirió Ronan.

    —Alguien abrió la caja —repitió el Silencioso. Su voz, reducida a un susurro áspero fruto de la magia que lo enmascaraba, era despiadada—. Era la instrucción más sencilla de todas. ¿Qué debería hacer cuando el ladrón en el que más confío, mi asesino más capaz, desobedece mis órdenes?

    —Yo no la abrí —replicó Ronan con odio hacia la figura ensombrecida que tenía ante él—. ¿Acaso me convertí en el Puñal para actuar como un chiquillo que escucha palabras solo para olvidarlas después?

    —Pero el muchacho está muerto, ¿no es así?

    —No cabe la menor duda —dijo Ronan—. Le apliqué suficiente lianol como para matar a los cuatro que aquí nos encontramos. Tuvo que morir unos treinta segundos después de recibir el pinchazo. Apostaría mi vida.

    —Puede que te tome la palabra.

    Sus palabras cayeron en el silencio de la estancia y permanecieron allí, pesadas e inmóviles. La luz de la antorcha brillaba sobre el rostro de Dreccan Gor. Sus rollizos carrillos resplandecían debido al sudor. Una parte de la mente de Ronan que permanecía impasible observaba la escena con interés. «Tiene miedo. El anciano rollizo que consideraba tan recio e inamovible como la colina de Cuello Alto, el imperturbable Gor, teme algo. Algo que nadie se atreve a nombrar y lo que sea que merodea la ladina mente de nuestro Silencioso. Algo que espera en las sombras detrás de ellos».

    «Yo también tengo miedo».

    —¿Mi señor? —inquirió Ronan tentativamente.

    Se le despertaron los sentidos, preparándose para efectuar un movimiento repentino. Sintió el peso del puñal que descansaba atado alrededor de su cuello. Un segundo. Eso es todo lo que le llevaría empuñarlo y atacar. Ya podía verlo enterrado en la garganta del Silencioso. Nunca fallaba, pero no sabía qué clase de magia lo protegía. Se le crisparon los dedos una vez y luego permanecieron inmóviles.

    —Alguien abrió la caja antes de llegar a la corte. De eso estoy seguro.

    —¿Cómo sabéis que lo que decís es cierto, mi señor? —inquirió Ronan.

    El Silencioso agitó la mano en el aire, irritado.

    —Alguien la abrió. Contenía un objeto de gran poder que ahora no está. Desapareció antes de que me trajeses la caja.

    —Pero solo contáis con la palabra de vuestro cliente. Puede que simplemente esté...

    —¡Silencio!

    El Silencioso se irguió de su silla de piedra, furioso. La sombra se espesó a su alrededor y las antorchas de la estancia se atenuaron como si se hubiesen visto desprovistas de aire.

    —¿Osas cuestionar lo que digo? —preguntó—. Alguien abrió la caja.

    —Yo al menos no —concluyó Ronan.

    —¡Alguien abrió la maldita caja!

    La mente de Ronan trató de dar con las posibles opciones rápidamente. Solo había una. Pero era imposible. El rostro del muchacho, asombrado, asustado y sabedor de todo cuanto iba a acontecerle en un solo instante, acudió a su memoria antes de desaparecer en la oscuridad de la chimenea.

    —Eso solo nos deja dos posibilidades —dijo el Silencioso—: o el muchacho abrió la caja o tú lo hiciste.

    —Y si fue el muchacho el que abrió la caja, puede que continúe con vida —dijo Dreccan.

    —Pero el lianol...

    —El lianol no lo habría matado si fue él el que abrió la caja. No estoy seguro, pero lo que fuese que albergaba la caja pudo haberlo protegido. Pudo haberlo preservado, quizás.

    El Silencioso señaló a Ronan con un brazo negro y alargado.

    —Uno de vosotros abrió la caja.

    Tan pronto como la furia del Silencioso llegó, desapareció, sofocada e invisible bajo las sombras que ocultaban su cuerpo, pero Ronan podía escucharla vibrando bajo la superficie de las palabras del Silencioso. El enfado comenzó a gestarse en su propia mente a modo de respuesta. Se le secó la boca y comenzaron a temblarle las manos. Su enfado estaba mezclado con el miedo. Odiaba al Silencioso en ese momento como nunca antes por tener un efecto semejante sobre él. Sobre el Puñal, el temido sicario de la Hermandad.

    —Hay magia implicada —dijo el Silencioso más para sí que para las tres personas que lo escuchaban. Se movió inquieto en la silla y las sombras se movieron a su alrededor—. Todavía no sabemos qué albergaba la caja. Nuestro cliente está demostrando ser sorprendentemente discreto en ese aspecto. Cabe la posibilidad de que algo inusual le haya acontecido al muchacho, tal y como ha dicho Dreccan. Si realmente abrió la caja, no desecharía la idea. Estás convencido de que está muerto, Ronan, pero tu certeza te deja en un mal lugar, ya que, si es así, me dejas pocas opciones. Por ese motivo, te retiro el título de Puñal de la Hermandad. Permanecerás en el interior de la muralla de la ciudad. Si sales de Hearne, ten por seguro que estarás renunciando a tu vida.

    —Daré con él —dijo Ronan con voz ronca—. Encontraré su cuerpo, cualquier...

    —Fuera de mi vista —dijo el Silencioso. Su voz sonaba monótona, como si su mente ya estuviese ocupada con otros asuntos.

    Ronan se inclinó ante él con el rostro pálido. Se dio la vuelta y se alejó con un apresurado Smede a sus espaldas. Las antorchas titilaron en la sala cuando se cerró la puerta. El Silencioso y su senescal se quedaron a solas.

    —¿Qué piensas, Dreccan? —preguntó el Silencioso. Comenzaba a cambiarle la voz. El susurro forzado se relajó y dio paso al discurso calmado de un hombre bien educado. Las sombras que lo rodeaban se disiparon.

    —No soy capaz de conciliar el sueño por las noches y escucho la voz susurrante de ese ente —dijo Dreccan—. Me sobresalto con toda sombra que veo y me estremezco incluso con el más tenue de los ruidos pensando que estará detrás de mí en cuanto me dé la vuelta. Tengo miedo de que la Hermandad se haya equivocado en sus elecciones. La magia es incierta en el mejor de los casos, pero este ente con el que lidiamos es probablemente algo que procede del pasado distante, algo que ya era anciano antes incluso de que comenzase la guerra del Solsticio de verano. No dudo de las habilidades de vuestro mago, pero esa cosa lo supera.

    —Puede que así sea —dijo el Silencioso—, pero incluso él pudo introducirse en el interior de la caja y decirme que antaño contuvo un objeto de un gran poder.

    —Supongo que podemos concluir que nuestro cliente no miente. Quienquiera que haya abierto esa caja abrió también una puerta que habría sido mejor que se hubiese mantenido cerrada. No sabemos qué es lo que salió de ella. Puede que nuestra ruina.

    —La ruina de Hearne —dijo el Silencioso—. Había demasiado oro en juego como para rechazar el trabajo y tú sabes lo vacías que se encuentran nuestras arcas. —Soltó una carcajada brusca. Un ladrido áspero, desprovisto de cualquier atisbo de júbilo—. Puede que mi avaricia nos haya arrebatado lo mejor que teníamos.

    —Me cuesta mucho creer que Ronan haya tomado parte en esto. En los últimos trece años ha mostrado una lealtad encomiable y sabe cuál es la pena, ya que hasta ahora ha sido el encargado de asegurarse de que se llevase a cabo.

    —Pero no nos quedan muchas opciones —dijo el Silencioso dejando caer el puño sobre el reposabrazos de la silla—. Fueron dos las personas que manipularon esa maldita caja entre el momento del robo y el de la entrega: un muchacho que podría estar vivo o muerto y Ronan, que sin duda está muy vivo. ¿Qué debería pensar?

    —No tenemos al chico. Vivo ni de ningún otro modo.

    —Cierto.

    —Si Ronan le dedica aunque solo sea un minuto a pensar en todo esto, y me apuesto lo que sea a que le dedicará toda su astucia al problema que nos ocupa, encontrará al muchacho, si es que puede hacerse. Sea o no el Puñal, continúa siendo el mejor hombre de la Hermandad.

    —Su salvación depende de que el muchacho siga vivo, así que debe encontrarlo, pero ¿qué encontrará?

    —Ese es el pilar sobre el que descansa todo lo demás.

    —Vigílalo.

    —Lo mantendremos vigilado —dijo el senescal—. No temáis. Los sabuesos ya le siguen el rastro.

    CAPÍTULO DOS

    EL CAMPO LLEGA A LA CIUDAD

    La comitiva del duque de Dolan alcanzó la cima de la cordillera sur del Scarpe y comenzó su descenso hacia el valle del Rennet. Las lluvias veraniegas habían sido generosas con el valle, que era un espectáculo exuberante de verdor. El río Rennet fluía como una serpiente plateada a sus pies, deslizándose a través de los campos de maíz, alfalfa y dorada cebada. Hacia el oeste, el valle se extendía en un sinfín de colinas onduladas. La ciudad de Hearne se alzaba en ellas, brillante bajo la luz del sol vespertino, con sus altas murallas de piedra, sus blancas torres que se erigían orgullosas con el mar de fondo y sus chapiteles que se elevaban al cielo como esbeltas agujas. El río seguía su recorrido más allá de la ciudad para encontrarse con el mar que descansaba a los pies de la muralla sur. Sin embargo, pese al resplandor de la ciudad, el mar refulgía con un brillo más intenso. Era una extensión reluciente de luz azulada que se confundía con el cielo.

    El viento guardaba silencio en el valle, ya que las alturas que se alzaban a cada lado eran más imponentes de lo que parecían a simple vista. Por todas partes se percibía el aroma húmedo de la marga y los trinos de los pájaros. La música del río se elevaba hasta ellos con su voz licuosa.

    Llegaron a las puertas de Hearne poco después de la puesta de sol. Un guardia los guio con la ayuda de la luz de una antorcha por las calles de la ciudad, que ascendían más y más hasta desembocar en el distrito de Cuello Alto y en el castillo del regente que presidía la ciudad desde un acantilado. Las patas de los caballos repiquetearon contra el puente de piedra que conducía al patio del castillo del regente. Los mozos de cuadra y los lacayos se materializaron a su alrededor para hacerse con las riendas de los caballos y cargar con el equipaje. El senescal del regente se acercó a ellos entre reverencias mientras descendía los escalones de mármol, en cuya cima esperaba Nimman Botrell. La luz de la antorcha resplandecía a su alrededor, alejando así las sombras nocturnas de su figura.

    —¡Hennen Callas! —exclamó el regente sonriendo—. Os doy la bienvenida a vos y a los vuestros a mi morada.

    Era un hombre alto, más o menos corpulento, de rostro delicado y de aspecto estúpido que poseía unas manos tan blancas y delicadas que habrían resultado más apropiadas en el cuerpo de una mujer que en el del regente de Hearne. Vestía ropas exquisitas de seda y terciopelo. Era un hombre de aspecto vanidoso a simple vista, aunque tan solo un insensato habría menospreciado a Botrell. Pese a que su aspecto no inspiraba demasiada confianza, había gobernado Hearne con destreza durante más de tres décadas en las que había fortalecido el comercio de la ciudad y mejorado las relaciones con los ducados.

    —Es siempre un honor contar con vuestra presencia y con la de vuestro esposo, mi señora —dijo inclinándose sobre la mano de Melanor Callas—. Ha pasado demasiado tiempo. Las damas de Hearne palidecen ante la presencia de rosas norteñas como vos.

    —Os ruego que no sigáis, Nimman —dijo la duquesa.

    —Por favor —replicó Levoreth cuando el regente posó su mirada sobre ella. Sus labios rozaron el dorso de su mano como el aleteo de una mariposa.

    —Lady Levoreth. Los cuellos de nuestros jóvenes nobles se voltearán ante vos como nunca antes.

    —Puede que se volteen tanto que acaben desprendiéndose de sus hombros. Lo que sin duda sería una ventaja para todos ellos.

    —Increíble belleza. Increíble temperamento —El regente se volvió hacia el duque y la duquesa—. Debéis de estar orgullosos de vuestra sobrina.

    —Sin duda —dijo el duque parpadeando, mientras su esposa murmuraba algo ininteligible para reprender a Levoreth, que frunció el ceño a espaldas del regente.

    —Mi senescal os mostrará vuestras alcobas —dijo el regente—. Ahora, si me disculpáis, he de ocuparme de unos asuntos relacionados con los preparativos del gran baile. Me regocija enormemente volver a veros después de tanto tiempo. Hennen, tenemos que mantener una charla sobre caballos por la mañana. Tengo un joven potro que sin duda tenéis que ver.

    El castillo era espléndido. Incluso llegó a impresionar a Levoreth muy a su pesar, que nunca había sentido ningún tipo de admiración por las construcciones. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado en Hearne y se había olvidado de su aspecto. Desde el interior de una amplia antesala abovedada por arcos de piedra que se curvaban sobre sus cabezas, varios vestíbulos y escaleras se alejaban en todas las direcciones posibles, todos ellos dotados de un mármol blanco tan pulido y cuidado que resplandecía bajo el influjo de innumerables lámparas. El senescal los llevó a una suite de cuartos que parecían proseguir hasta el infinito. Una puerta tras otra se abría para revelar un sinfín de alcobas, un solario de techo acristalado que dejaba ver el cielo estrellado y una cocina donde tres sirvientes sonreían mientras se inclinaban ante ellos una y otra vez.

    —Los sirvientes se ocuparán de satisfacer cualquier necesidad que puedan tener —dijo el senescal.

    Los tres lacayos sonrieron y se inclinaron ante ellos una vez más entre lisonjas murmuradas.

    Poco después, un fuego avivaba el hogar, las velas brillaban y uno de los lacayos apareció portando una fuente repleta de pan, queso y frutas.

    —¿Sería mucho pedir una tortilla? —dijo el duque, lo que suscitó que su esposa lo mirase con el ceño fruncido.

    —Es demasiado tarde —dijo—. Os alterará el estómago toda la noche.

    —Una tortilla ligera...

    —Comed una manzana.

    Levoreth tomó otra. Su alcoba tenía un balcón con vistas a la ciudad. Se apoyó sobre la balaustrada y mordió la manzana. Unas luces titilaban en la oscuridad al otro lado de la muralla del castillo. Algo se estremeció en el aire y se vio acompañado por un soplido cálido y el silencio del viento que aguantaba la respiración. Se acercaba una tormenta. Podía oler la promesa de la lluvia. Cerró los ojos y sus pensamientos volaron lejos a toda velocidad, pero no había nada salvo frío, niebla y oscuridad en su cabeza.

    «Hay algo ahí. Algo malvado. En las proximidades de las montañas. Los lobos tendrán que cazar en soledad un tiempo más. Se aproxima una tormenta».

    A lo lejos, en el este, retumbó un trueno. La muchacha se guareció en la alcoba y cerró las puertas del balcón.

    CAPÍTULO TRES

    LA SOMBRA DEL PORTÓN

    Los truenos caían en el lejano oriente. Latigazos de blancas llamas salían de las sombrías nubes y de la oscuridad. El cielo estaba repleto de cicatrices de fuego que continuaban quemando la retina de los hombres varios minutos después de haber dirigido la vista hacia los rayos. El aire estaba cargado debido al calor, al gusto a metal y a la promesa de la lluvia. El sonido de los truenos era similar al producido por alguna extraña bestia que merodeaba entre las estrellas y la oscuridad del cielo.

    La ciudad de Hearne estaba curiosamente desierta esa tarde, pese a que ya había comenzado la Feria del Otoño. Un puñado de puestos y carros todavía permanecían abiertos sobre la adoquinada plaza Mioja, pero los vendedores no mostraban demasiado entusiasmo al anunciar sus mercancías. Nadie compraba cebollas, ovillos, alfarería ni ningún otro producto. Los truenos resonaban y su estruendo aumentaba a medida que la tormenta se acercaba a la ciudad. El mercader ambulante más rezagado terminó por marcharse. En las calles, las tiendas ya habían cerrado sus puertas a la noche. Solamente las posadas se mostraban imperturbables ante la inminente llegada de la tormenta e incluso estaban más llenas que de costumbre, como si los clientes pensasen que la diversión, el vino y los números les podrían llegar a ofrecer mayor seguridad.

    Los animales de la ciudad se comportaban de forma extraña. El mozo de cuadras a cargo de los caballos en el castillo del regente caminaba entre ellos en el establo, perplejo al ver que los animales pateaban nerviosos el suelo del cobertizo. Un anciano y generalmente plácido cazador se lanzó hacia él por encima de las rejas enseñándole los dientes. En la parte baja de la ciudad, en el distrito de Portón del Pescado, el gatito de una niña arañó a su joven dueña y se alejó de la casa entre alaridos. Los perros se escondían bajo las camas y se negaban a salir. Los gatos se refugiaban en sótanos y áticos por igual.

    En la casa de Nio, el wihht se irguió en el silencio del oscuro sótano. Ladeó ligeramente la cabeza de un lado al otro y se le dilataron las fosas nasales como si estuviese tratando de oler algo. Sus ojos brillaron con una luz fría y hambrienta. Tres pisos encima de donde se encontraba el wihht, Nio leía sentado cómodamente en la biblioteca bajo la luz de una vela. Se movió incómodo en la silla, pero es imposible saber si el movimiento se vio propiciado por la lectura del libro o por alguna otra cosa. En las ruinas de la universidad, los ancianos eruditos no se percataron de nada inusual, lo que resultaba comprensible, ya que la magia era tan patente en el lugar que habría resultado complicado que cualquier otra influencia proveniente del exterior se hiciese notar.

    Sin embargo, había dos personas en la ciudad que percibieron el cambio en el aire y lo reconocieron por lo que era. Levoreth trataba de ajustar el corpiño del vestido de su tía cuando inhaló abruptamente. Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada fija en algún punto por encima de la cabeza de su tía. Una muchacha le devolvió la mirada desde el espejo colgado del muro de la estancia. No reconoció su rostro. La piel estaba pálida y la boca formaba una mueca de labios blanquecinos. Durante un instante, los ojos albergaron una mirada vacua y asustada, pero fue solo un instante, ya que enseguida se iluminaron con la ferocidad propia de un animal salvaje y la piel de la cara se le tensó, como si la cabeza de un lobo comenzase a emerger de su rostro y la observase desde las cuencas.

    —Querida —protestó la duquesa, moviéndose incómodamente en su asiento—, lo habéis ajustado demasiado.

    —Lo siento —replicó Levoreth y el espejo de la pared le devolvió solamente la imagen de su reflejo, el de una muchacha de diecisiete años de aspecto cansado.

    En la casa de Cypmann Galnes una ventana se abrió de golpe. Liss dirigió la vista al mar. Lejos, en el horizonte, brillaban los últimos rayos del sol, ribeteados por la incipiente noche. Liss se dio la vuelta y bajó las escaleras. Se escuchaba el repiquetear de los platos procedente de la cocina. La muchacha abrió la puerta y entró en la estancia, iluminada por una luz cálida e inundada del aroma del pan recién hecho. Un fuego ardía en el hogar. Sanna levantó la vista del fregadero.

    —La noche está alborotada —concluyó la anciana.

    —Sí —convino Liss.

    La muchacha salió al jardín. Ya era casi completamente de noche. La luz procedente del oeste se había reducido a una mancha sangrienta en el cielo. Mientras la observaba, se oscureció dando paso a varias tonalidades de rojo y violeta que cedieron paso al profundo negro azulado. Los truenos se sosegaron. La muchacha dirigió la vista al cielo y frunció el ceño. Las manos, que descansaban contra su costado, se cerraron en puños. Los truenos retumbaban más y más cerca. Estiró una mano abruptamente y extendió los dedos al aire antes de desaparecer de nuevo en el interior de la casa.

    Comenzó a llover.

    La ciudad pareció exhalar un suspiro de alivio cuando la lluvia comenzó a caer, como si hubiese estado conteniendo la respiración. Los truenos todavía resonaban, los rayos parpadeaban, pero la amenaza había disminuido. En las posadas, las risas se tornaron más genuinas y la cerveza comenzó a fluir con mayor libertad. En toda la ciudad los perros salieron de sus escondites bajo las camas con aspecto avergonzado. Los caballos del establo del regente bajaron las cabezas, contentos de poder concentrarse nuevamente en la avena, y en Portón del Pescado un gato regresó a una casa destartalada para recibir el cálido abrazo de una niña pequeña nada más entrar por la puerta.

    Sin embargo, en la casa de Nio, el wihht todavía esperaba pacientemente en el sótano, moviendo la cabeza de un lado al otro y olisqueando la oscuridad. En el castillo del regente, Levoreth frunció el ceño mientras cenaba. Las conversaciones de los nobles tintineaban a su alrededor, pero no era consciente de ninguna de ellas. En la casa de Cypmann Galnes, Liss permanecía sentada e inmóvil frente a una ventana. La lluvia golpeaba y resbalada por el cristal y la muchacha presionó la mano contra su superficie y miró al mar.

    El anciano Bordeall bajaba ruidosamente los escalones de la torre del portón. La lluvia le goteaba sobre los hombros y el pelo cano. La luz de la antorcha se vertía a través de la puerta abierta a sus espaldas.

    —Te dejo al mando, Lucan —murmuró de mala gana—. No sé qué me ha pasado. Cuando me disponía a sentarme para disfrutar de un buen asado, noté cómo se me helaban los huesos. La edad, supongo —dijo escupiendo en el barro—. Pagaré las consecuencias al llegar a casa con una cena fría y una buena dosis de medicina contra la gripe cortesía de mi esposa.

    —Los hombres permanecerán en las murallas, señor —le aseguró el joven teniente—. Llueva o no.

    —Que continúen con las tareas de vigilancia. Puede que algún noble idiota que merodee por la noche decida regresar a la cama y hospedarse en el castillo. No estaría bien dejarlos a la intemperie con este clima.

    —Tal vez Lord Gawinn regrese esta noche —dijo el teniente.

    —Tal vez. —Bordeall se dio la vuelta y se alejó bajo la lluvia.

    El teniente estaba encantado de contar con el control de la torre de vigilancia esa noche. Era joven, tan solo tenía diecinueve años, y rara vez contaba con el privilegio de poder dirigir el turno de vigilancia al completo. Nunca lo habría confesado en voz alta, pero secretamente pensaba que podría dirigir a un batallón con tanta destreza como alguien como el anciano Bordeall. Se imaginó a Lord Gawinn regresando a casa bajo su vigilancia. Una sonrisa le cruzó el rostro cuando las lanzas de sus hombres brillaron en su mente, preparadas para saludar al Lord Capitán de la Guardia, protector de Hearne y guardián de la palabra del regente.

    —¡Atrancad el portón! —exclamó—. ¡Proteged la ciudad ahora que la noche ha caído!

    Los soldados más veteranos del portón intercambiaron sonrisas cuando empujaron la gran puerta. Las bisagras de la increíblemente pesada estructura de roble y hierro emitieron protestas en el proceso. El portón tenía una altura similar a la de tres hombres altos y cuatro jinetes podrían pasar a la vez bajo el arco de piedra. La puerta golpeó el marco de hierro con un golpe sordo cuando se cerró y las vigas transversales trabaron la estructura. Un par de niños de la calle observaban la escena desde el refugio que habían improvisado para protegerse de la lluvia bajo los salientes de la torre.

    —El portón está atrancado, señor —dijo uno de los soldados.

    —Muy bien —replicó el teniente antes subir los escalones y desaparecer en el interior de la torre.

    —Venga, marchaos —dijo el soldado haciendo un esfuerzo poco entusiasta de ahuyentar a los niños—. Volved a casa con vuestras madres. Esta noche no es la más adecuada para estar en la calle.

    Los niños se alejaron entre burlas, esquivándolo sin esfuerzo antes de acomodarse de nuevo en el escondite que habían encontrado.

    La noche se tornó más sombría. Los relámpagos iluminaban el cielo en las zonas más elevadas del valle del Rennet. La lluvia que había caído con tanta fuerza esa tarde se había reducido a una llovizna indistinguible. Las siluetas más destacadas de la ciudad, los muros, los tejados, las torres, los arcos y los chapiteles, todos los rincones, líneas y ángulos de Hearne se habían reducido a simples sombras de oscuridad. En la parte norte de Hearne, la muralla de la ciudad terminaba en una torre que se alzaba en las alturas de los acantilados bajo los que descansaba el mar. Recorrer el parapeto que unía esa torre con la que se encontraba junto al portón principal situado en la parte occidental de la ciudad llevaba una hora. Trazar el camino del parapeto desde la torre del portón hasta la tercera torre de la muralla erigida al sur de Hearne y que se cernía sobre el distrito de Portón del Pescado y el brazo curvado del muelle llevaba otra hora. Esa noche, sin embargo, como si de una especie de tributo al deprimente clima se tratase, los soldados de la Guardia recorrieron ambas rutas en menos de cuarenta minutos, con el paso apurado y los hombros encorvados para evitar la lluvia al tiempo que se encogían cada vez que un rayo iluminaba el cielo. No perdieron tiempo en mirar más allá del borde del parapeto y aunque se hubiesen molestado en dirigir la mirada al otro lado del valle, hacia la Grieta del Rennet, no habrían podido distinguir nada salvo oscuridad y lluvia.

    Ocurrió tres horas después de la medianoche. La puerta del parapeto de la torre del portón se abrió y la luz se derramó en la oscuridad, donde brilló sobre la lluvia que había caído y la piedra mojada. El teniente, el joven Lucan, salió de la torre y miró hacia el exterior. Sin embargo, dirigía la vista hacia la dirección incorrecta, ya que estudiaba los tejados de la ciudad. Una voluta de humo le salía de la boca mientras fumaba tranquilo su pipa. La puerta se cerró de nuevo tras él. Varios metros más allá de la muralla, algo se movió en la oscuridad. El viento se tornó incluso más frío de lo que era. Era una noche sombría, pero el ente que reptaba por el borde del parapeto lo era incluso más. Si Lucan hubiese permanecido en la puerta, si se hubiese girado hacia esa dirección, habría tenido dificultades para ver mucho más que una sombra en la cima de la muralla, pero había entrado en la torre, satisfecho porque la ciudad estaba en manos capaces. Una satisfacción provocada por la confianza propia de la juventud. No era consciente de que había logrado esquivar la muerte por unos segundos.

    El ente que esperaba en la cima de la muralla permaneció inmóvil durante un momento. Su contorno y su tamaño eran el de un hombre, pero ningún humano habría podido escalar la muralla exterior de doce metros de altura formada por piedras perfectamente encajadas. Incluso el más hábil ladrón de la Hermandad habría considerado la muralla de la ciudad fuera del alcance de sus habilidades.

    La forma saltó de la muralla con un movimiento fluido y cayó por el aire lentamente. Si se hubiese tratado de un ave de gran tamaño con las alas extendidas, el peculiar descenso habría estado dotado de más sentido, pero el ente no era un ave y no tenía alas, solo una capa negra que se mecía en el aire mientras caía. La forma aterrizó silenciosamente sobre los adoquines de piedra. Se colocó la capa alrededor de los hombros y avanzó por la ciudad con el aspecto de un hombre.

    En el interior del castillo del regente, Dreccan Gor apuraba el paso por un corredor. Estaba sudando y la antorcha que portaba parecía danzar y estremecerse con vida propia. Un guardia adormilado y encorvado contra una puerta se incorporó sorprendido cuando lo vio acercarse.

    —Señor —dijo el guardia con un tono que dejaba entrever su sorpresa y el respeto que le guardaba al senescal. Gor pasó por su lado sin dirigirle palabra alguna y abrió la puerta. La cerró tras él y permaneció en pie en la oscuridad tratando de ordenar sus pensamientos errantes y de recuperar el aliento.

    —¿Quién anda ahí?

    En la mejor de las noches, el Silencioso dormía bastante mal. Se sentó en la cama y la luz de la antorcha le iluminó el rostro formando sombras en sus ojos.

    —Gor, mi señor —dijo el custodio.

    —Supongo que habrá un buen motivo para esto.

    Una vela tomó vida en las manos del Silencioso, revelando las manijas de un reloj de marfil que descansaba en una mesa al lado de la cama. Las manijas señalaban que habían pasado cuatro horas desde la medianoche. El custodio se acercó al borde de la cama con rostro macilento.

    —Tenemos visita.

    —¿Sí? —preguntó el Silencioso. No guardaba mucha consideración por los visitantes que se presentaban a las cuatro de la madrugada.

    —Es él.

    —Piedra y sombra —murmuró el Silencioso—. Esperaba que nunca regresase. Esperaba que se viese reducido a convertirse en otro mal recuerdo. Es estúpido, lo sé. ¿Cómo nos hemos visto involucrados en este maldito embrollo?

    —Aceptamos el trabajo —dijo Gor miserablemente—. Aceptamos su oro.

    —Sí, lo hicimos.

    —Parece estar de mal humor. Peor que el de la última vez.

    El Silencioso se vistió rápidamente. Llevaba una cadena de plata alrededor del cuello con grabados de espirales entretejidas. Frotó el colgante entre los dedos y murmuró unas pocas palabras. La luz a su alrededor disminuyó hasta que una sombra le cubrió el rostro, ocultando así sus rasgos.

    —Da orden de que venga el Puñal —dijo el Silencioso. Su voz se había tornado un susurro áspero fruto del hechizo de ocultamiento—. Inmediatamente. Si nuestro invitado está enfadado, quiero un chivo expiatorio. Envía el mensaje a Ronan y encuéntrate conmigo en la Corte.

    —Muy bien, mi señor —dijo el senescal con una voz que no hacía nada por ocultar su descontento.

    El Silencioso se acercó a un tapiz que colgaba de la pared y colocó la mano sobre él. El telar mostraba una escena de caza en la que unos jinetes dotados de lanzas y arcos perseguían a un conjunto de bestias salvajes. Lobos, osos y venados huían junto a grifos y unicornios. Un dragón circundaba la escena con su larga cola, amenazando a humanos y bestias por igual. El tapiz se estremeció y el dibujo se tornó un batiburrillo horrible de líneas sin sentido. Tan solo permaneció intacta la cola del dragón, curvándose y meciéndose una y otra vez sobre la bestia. El Silencioso atravesó la tela que no cesaba de moverse y desapareció.

    Tragó saliva para ahuyentar las náuseas que siempre le provocaba trasladarse de ese modo. El trabajo había parecido tan sencillo. Un simple robo en una casa prácticamente desprotegida. No podría haber sido más fácil y aun así el Puñal, el hombre más capaz de la Hermandad, había arruinado el encargo. Todo había salido mal. Pero ¿de quién era la culpa? De Ronan o del muchacho, fuese cual fuese su nombre. Hubiese sido cual hubiese sido. El Malabarista lo sabría, pero el Silencioso había escuchado que el hombrecillo orondo había desaparecido.

    El Silencioso bajó unas escaleras a prisa, pero a mitad de camino se detuvo. Una puerta tallada en el muro se abrió en cuanto la tocó y dio paso a una sala repleta de todo tipo de cofres de distintos tamaños. Varios estantes se combaban bajo el peso de las bolsas colmadas de monedas y joyas, las pilas de libros antiguos y los lingotes de oro que soportaban. En el estante más alto descansaba la caja de madera. La puerta al final de las escaleras se abrió para revelar unas antorchas que iluminaban un canal. Su sombra se mecía ante él, como si de una caricatura alargada y grotesca se tratase. El Silencioso tragó saliva y deseo tener a mano un trago. Un buen trago de brandy.

    Cuando el Silencioso entró en la corte, pensó por un momento que se encontraba solo en la estancia. Las antorchas situadas en la parte superior de las paredes brillaban con sus fuegos azulados alargando las sombras de las hileras de columnas que se alzaban en toda la sala. La estancia permanecía en silencio, pero de algún modo sabía que allí había alguien más. Notó un cosquilleo en la nuca. El aire parecía más frío de lo habitual. Subió al estrado y trató de controlar el temblor de sus manos. La caja parecía muy pesada en sus brazos.

    —¿Hola? —dijo con voz temblorosa. Se sentó en su trono de piedra. La sala permanecía en silencio—. Bienvenido a la corte del Silencioso.

    El silencio seguía reinando en la sala. Le dirigió una mirada furtiva a la puerta situada en el otro extremo de la estancia. Tal vez Dreccan entraría en ese momento. Se habría alegrado incluso de ver a Ronan. Un pensamiento que hizo que se le cerrasen convulsivamente los puños. El Puñal pagaría por ello.

    —¿Tu corte?

    El aire frente a él se estremeció. Antes de que pudiese pestañear siquiera, la figura se encontraba ante él. Era una silueta baja, encorvada y cubierta por una capa. Las antorchas que ardían junto al trono alargaban su sombra tras la figura. Esta se estremeció cuando las antorchas parpadearon, pero la figura permaneció inmóvil. El Silencioso trató de humedecerse los labios, pero tenía la boca demasiado seca.

    —Gobernarás sobre polvo y ruina —dijo la figura—, si no has sido capaz de encontrar a la persona que ha abierto la caja. ¿Dónde está? Las cosas no te irán bien si no se encuentra aquí.

    —Está de camino —replicó el Silencioso—Llegará en un instante, estoy seguro.

    —Habría sido mejor para ti si ese malnacido ya estuviese aquí. Mi maestro ha venido y no es una buena idea hacerlo esperar.

    La pequeña figura prorrumpió en una carcajada horrible que de alguna manera acabó por tornarse en un jadeo fruto del dolor.

    —¿Ha venido? —El Silencioso no pudo reprimir un escalofrío—. ¿Es la primera vez que está en Hearne? El clima se ha estado comportando de forma extraña para la estación en la que nos encontramos. Ha habido bastantes lluvias, pero pese a todo es una ciudad muy placentera. ¿Se unirá a nosotros más tarde? —La figura guardó silencio—. Siento mucho haberle hecho esperar —añadió el Silencioso antes de detener el discurso abruptamente.

    La sombra que se alargaba tras la figura comenzó a crecer. Aumentaba su tamaño, se espesaba y se dotaba de forma. Se irguió. Era alta, más alta que la mayoría de los hombres. La luz de las antorchas caía sobre los rasgos apenas imperceptibles que emergían de las sombras como un cadáver que regresa a la superficie del agua. Una mano similar a una araña pálida se materializó de la nada y se irguió hasta el rostro. Los dedos tocaron momentáneamente la piel blanca de la cara, como para comprobar que todo estuviese en su sitio. Abrió la mandíbula en lo que parecía la parodia de una sonrisa. La apertura de la boca era demasiado ancha como para tratarse de un humano.

    —Así que...

    La criatura habló con un susurro áspero tan débil que el Silencioso apenas fue capaz de oírlo. No pudo evitar que le castañeasen los dientes. El aire de la estancia se había tornado de un frío intenso.

    —Así que este es el señor de los ladrones.

    La cosa avanzó y pareció deslizarse más que caminar.

    —Dame la caja.

    —Alguien la abrió —dijo el Silencioso que apenas era capaz de pronunciar las palabras—. Alguien la

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