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El Milagro de los Siete Mares
El Milagro de los Siete Mares
El Milagro de los Siete Mares
Libro electrónico249 páginas3 horas

El Milagro de los Siete Mares

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Imperios marinos, un salvador anunciado, batallas navales, adivinos de turbios propósitos, serpientes incandescentes, genios enfrentados, viajes en el tiempo y en los sueños, dos secretos capitales, un mundo erigido sobre la ruina del nuestro: he ahí parte de lo que podrá encontrar en El Milagro de los Siete Mares.
El mundo fue cubierto por las aguas, los hombres se convirtieron en tritones y la civilización debió recomenzar desde cero. Se vive la decadencia de una nueva Edad Antigua y la gente espera un hacedor de milagros que ha sido profetizado mucho tiempo atrás. Todo indica que será Onirim, cuarto príncipe del Imperio de Lacodontia. Sin embargo, al nacer antes de tiempo, incumple la Profecía y nadie más cree que pueda ser el indicado. Su vida transcurrirá plácidamente hasta que inquietantes sueños le conduzcan hasta el genio Nurakenión, quien le revela el terrible secreto de su linaje y el frágil destino del mundo tal como lo conoce; al hacerlo, desencadena insospechados y terribles sucesos. Ignora el príncipe que los grandes poderes del mundo tratan de influir secretamente en su destino.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento12 sept 2016
ISBN9781635037401
El Milagro de los Siete Mares
Autor

Yarini Manuel Arrebola Sánchez

Yarini Manuel Arrebola Sánchez (La Habana, 1985). Bachiller en Ciencias y Letras por el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) Vladimir Ilich Lenin. Licenciado y maestría en Bioquímica y Biología Molecular por la Universidad de La Habana, institución de la que es profesor e investigador. Actualmente realiza su tesis doctoral en el campo de la Bioquímica Tumoral. Estudiante de licenciatura en Ciencias de la Religión, Instituto de Ciencias de la Religión, La Habana. Miembro del Taller Literario Espacio Abierto. Graduado del curso de formación literaria Onelio Jorge Cardoso. Habla español, inglés y japonés.

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    El Milagro de los Siete Mares - Yarini Manuel Arrebola Sánchez

    Azul

    Parte Primera

    La Ciudad de Nácar y Alabastro

    La Profecía Incumplida

    Habiendo cruzado pabellones, terrazas y canales, pasando junto a muros sombríos o entre columnas que retenían una tarde moribunda, el heraldo de la emperatriz perdió celeridad y vaciló frente a la Torre del Sol: jadeante, apesadumbrado, temía interrumpir el consejo del emperador y sus ministros.

    Era el día del pez dama del mes de narval del año de la medusa. En el otro extremo del palacio imperial, las tritónides que asistían a la emperatriz calentaban agua del cielo mientras, recorridas por una sutil agitación, pedían el favor de los astros. Callaban sus temores, como si la sola mención bastara para invocarlos. Únicamente la más joven, sobrina de un intendente provinciano y recién llegada a la corte a instancias de aquel, parecía no advertir la gravedad de las circunstancias. Aprovechando que la vieja partera requería un ánfora de aceites perfumados, se lo alcanzó apresuradamente y, casi en un susurro, preguntó:

    ―¿Qué ocurre para que todas deambuléis mudas como almejas, venerable Kuromi? ¿No habríamos de regocijarnos porque nuestra amada emperatriz esté a punto de traer otro bello príncipe?

    La partera quiso fulminarla con los ojos, pero, recordando que una vez había sido joven e imprudente, se armó de paciencia y, a su vez casi en otro susurro, respondió:

    ―Es por causa de la Profecía…

    ―¿Cuál profecía?

    ―¿Todos sois tan necios en las provincias, muchacha impertinente? ¿Nunca has oído sobre la Gran Profecía, el mayor diamante de la Adivina, la Adivina del Abismo Insondable? ―reiteró, exasperada y temiendo a cada momento que la emperatriz tuviera contracciones mayores.

    Encogida de hombros, sonrojada, la muchacha negó con la cabeza. La partera suspiró, echó un vistazo para comprobar que todo marchaba adecuadamente y, apartándole del ajetreo, dijo con gravedad:

    ―Pues habrías de prestar más oído a tus mayores… Mucho antes de que tú o incluso yo hubiéramos nacido, la Adivina sentenció: Llamado a grandes empresas que le harán tener los mares en un puño, un tritón singular nacerá en Lacodontia. El Magnífico Emperador y la Sabia Emperatriz sus bienaventurados padres serán. En perfecta ―hizo una pausa breve mientras intentaba recordar la palabra exacta― sincronía se revelan el Narval y la Barracuda: no ha de dudarse que el gran nacimiento ocurrirá durante aquella preciosa coincidencia. Un hacedor de milagros caminará entre nosotros. ¿Ahora comprendes, insensata?

    La muchacha contuvo el aliento y, erizada hasta la nuca, abrió los ojos intensamente. Gentil, la partera ordenó:

    ―Ahora ve a traer sedas para, si ha de nacer hoy, recibirle como corresponde a un príncipe ―suspiró sin conseguir alivio para la ansiedad.

    Luego fue hasta la cama de la emperatriz, a quien perfumó con el aceite del ánfora y dijo en tono conciliador:

    ―Mi dulce emperatriz Amari la Sabia, cuya inteligencia y belleza no conocen igual aun entre las tritónides de tu altísima condición, sabes que no me atrevería a ordenarte, mas ruego que aplaces este nacimiento tanto como puedas. Aunque tu esposo el emperador sea un tritón generoso, aquella profecía le quita el sueño (y no soy yo quien para decirlo) más de lo que debiera. Embriagados por el vino de los oráculos, los otros imperios también han creído que este niño será el tritón llamado a tener las aguas en un puño. Ahora que los signos parecen cumplirse, envían galeras cargadas de hermosos presentes: sedas del Jarín, muñecos de Sangard, porcelanas de Cariatoli, ábacos de Karamarnita, flautas de Basaria, perfumes de Tulinni, alfombras de Ramarinda… Toda la incalculable grandeza que ha sido predestinada para él ―susurró, tocando el vientre de la emperatriz― podrá darse si logras retenerle un día más.

    ―Mi amada Kuromi, temo que el asunto escapa a mis manos ―respondió la emperatriz antes de respirar fuertemente a causa de una contracción―. Nuestro príncipe Onirim llegará muy pronto.

    ―Por el bien suyo, no le convendría venir un día antes de la fortuna predestinada: el emperador quedaría deshecho y, oprobio aun mayor, nuestra excelsa ciudad de Lacodontia sería humillada frente a los otros imperios.

    ―Amo a Asurai más que a mí misma, mas no demoraré la llegada de Onirim por complacerle: el infausto error de hace dos años no será repetido.

    Apenada, la partera bajó los ojos.

    ―Onirim nacerá solo cuando así desee ―apretó la mano de la anciana―. Y parece que ya desea.

    Cuando, finalmente, el heraldo decidió interrumpir, Asurai se negó a creer. Suspendió el consejo y, como impulsado por una llamarada terrible, fue hacia las habitaciones imperiales. Apenas hubo pisado los fríos mármoles de la estancia, la cabeza curiosa del recién nacido giró hacia él. Apurada, la partera hizo una reverencia y, sin atreverse a levantar la vista, dijo:

    ―Es ciertamente el bello hijo de sus padres. Lleva el zafiro en los ojos. Verde como lamilla es su cabellera; sereno como la brisa de la mañana, su rostro ―vaciló momentáneamente; viendo que el emperador no quedaba complacido, señaló hacia los pliegues que cubrían el costillar del niño―. Sus opérculos son fuertes y su nariz, firme: no tendrá problemas para respirar bajo y sobre las aguas.

    Asurai asintió con una cortesía que apenas disimulaba el abatimiento. No pudo odiar a Onirim, pero también supo que jamás podría amarle. Miró a la emperatriz con desconsuelo y, sin decir palabra, regresó junto al coro de ministros.

    ―Todavía puedo tener muchos hijos que nazcan cuando deban hacerlo ―les dijo al cabo del rato, poco antes de encaminarse a los jardines del ala norte―. Parece que los milagros deberán esperar. Dejadme ahora solo en compañía de mis pensamientos.

    En cambio, Onirim fue doblemente amado por su madre desde que abrió los ojos. Generosa como solo una madre puede ser, Amari se dio a la tarea de llenar el vacío dejado por Asurai. En los largos pabellones de palacio comenzaban las fiestas que habían sido planeadas durante meses. Asustado por el estrépito de las flautas, los oboes y los crótalos, el bebé se aferró a la madre.

    La Ciudad de los Muertos

    El mendigo penetró a hurtadillas. Evadiendo a los hermanos del Ojo Insomne, oculto de sombra de columna en sombra de columna, avanzó hasta la cámara de los embalsamadores mayores. Sobre una meseta de basalto aguardaban los cadáveres del gran visir imperial y su esposa. Cuando estuvo junto a ellos, tomó la mano izquierda del visir; tal como había supuesto, la carne bajo las uñas, coloreada de un intenso rojo carmesí, delataba el veneno de la medusa escarlata de Sangard.

    ―¡Pobre de vosotros! ―suspiró mientras cerraba los ojos del visir, todavía congelados en el espanto―. Extranjero, tú no sabes cuán horrendos martirios se inventan en el dorado Jarín ―dijo, citando un diálogo del cuento Historia de la Princesa y los Tres Enigmas―, aunque, dado el caso, tal vez sea más apropiado decir: en Karamarnita la Santa…

    Llegaron voces desde la cámara vecina. Empujadas por una linterna, las sombras de los embalsamadores se curvaron sobre la meseta. Sin embargo, ya el mendigo había desaparecido.

    Poco después, bajo la noche menguante, una barca terminaba de cruzar el estrecho entre Karamarnita y Karamarnita del Poniente. Crujiendo, echaba anclas junto al Muelle del Silencio Áureo antes de que, con gestualidad no por rutinaria menos grave, varios adivinos trasladaran su cargamento de cuerpos inanimados hacia viejas carretas. Sin pasar junto a los grandes obeliscos, las ballenas de granito y las rayas de basalto, alejándose cada vez más de los edificios opulentos, los adivinos tiraron de aquellas carretas hasta la profundidad de los barrios comunes. Nadie notó que, para entonces, uno de los cuerpos se había escabullido en dirección contraria.

    Amanecía cuando aquel bulto de carne y vendajes alcanzó el Palacio de las Almas Quietas, penetró en su laberinto de féretros y, advirtiendo una presencia incómoda, se detuvo a mitad del Patio de los Colosos. Dentro de enormes urnas de vidrio flotaban cadáveres de ballena azul; atrapadas en la penumbra de líquidos turbios, sus grandes formas apenas podían adivinarse. Sin embargo, la sensación de ser observado crecía.

    ―No por menos sorpresiva, tu visita es más grata, Arakidonis ―dijo una voz que parecía brotar desde la quietud de las carnes embalsamadas.

    ―¿Cuándo me has descubierto? ―se apartó el vendaje de los ojos, súbitamente coloreados de añil.

    ―Desde que pisaste Karamarnita. De poco te ha servido la ayuda del desdichado visir y su esposa (menos incluso, los disfraces del mendigo y del difunto): acá nada escapa al Ojo Insomne.

    ―De hecho, nada parece moverse en este mundo sin que el infausto ojo lo conozca. Esperaba poder llegar hasta ti sin espantarte, pero parece que deberé contentarme con un encuentro a medias. Te saludo, Meitokis…

    ―¿Por qué has venido? ―interrumpió secamente.

    ―Necesito tu elevada sapiencia, sin duda la mayor entre los nuestros.

    ―Mi concejo es para quienes naden en las doradas aguas de la virtud: dado que las abandonaste hace mucho tiempo, no veo por qué deba compadecerme.

    ―¿Las doradas aguas de la virtud? ―rio―. ¿Cómo puede permitirse hablar así quien ideara levantar una réplica exacta de Karamarnita (no importa mediante cuánta miseria) y llenarla de muertos? No sé qué encuentro más enfermizo: ¿esta ciudad embalsamada?, ¿tus desvelos con la muerte?, ¿la ceguera de aquellos tritones que, durante siglos, han dado alimento a tus más torcidas ideas?

    ―La Karamarnita del Poniente ha sido un mal necesario: cuando logre revertir la siempre infausta muerte, cada difunto de esta regia ciudad podrá volver.

    ―¿Y cuán cerca estás de lograrlo?

    Hubo silencio antes de que Meitokis respondiera:

    ―Ese asunto no te incumbe.

    ―Supongamos que lograres lo imposible ―continuó Arakidonis―. ¿Qué ocurriría cuando los muertos vuelvan a sus casas y las encuentren señoreadas por los vivos? ¿Quién velará por diez generaciones de tritones confundidos?

    ―Cada cosa a su momento, Arakidonis: para todo hay un plan.

    ―No lo dudo: precisamente por ello, vengo a ti. Temo a planes ajenos y traigo un obsequio que puede comprar tu buena voluntad.

    ―¿Qué puedes ofrecer que ya no posea?

    ―El primer poema de los tiempos…

    ―Deliras. Ninguna obra de los hombres sobrevivió hasta los días de los tritones, todo cuanto tenían debieron dar para trascender: las ciudades, los barcos celestes, la escritura misma, todo, absolutamente todo…

    ―¿Cuál sería, entonces, la conclusión?

    ―¡Por la incorrupta circunferencia! ¿Había una copia del poema en otro mundo y lograste traerla de vuelta?

    ―Ha sido tal como dices…

    ―Ni siquiera nosotros podemos viajar libremente entre mundos. ¿Cómo lo has conseguido? ―apenas pudo contener la emoción―. ¿Acaso lograste entrar en tratos con los alfos de Cadmodúliant?

    ―Ese asunto no te incumbe. ¿Responderás a mis preguntas y guardarás total discreción?

    ―Pregunta cuanto quieras: si está en mi conocimiento, tuyas serán la respuesta y mi discreción.

    ―Como debes de saber, ayer ha nacido el cuarto príncipe de Lacodontia.

    ―En efecto: se ha dicho que es un niño hermoso, de mirada inteligente y opérculos sanos.

    ―Todo pareció indicar que sería el tritón de la Profecía…

    ―Sin embargo, ha nacido un día antes de lo esperado…

    ―He ahí lo que me intriga: la Profecía pareció señalarle claramente, pero, en menos de una luna, todo se ha venido abajo como una torre de ladrillos mal cocidos. ¿Pudo equivocar la Profecía el día del nacimiento?

    ―No: aunque la contemplación del Futuro sea voluble, la Adivina no acierta a medias. Si el día predicho no ha sido el correcto, entonces la Profecía colapsó completamente; por supuesto, dado que aún la sabia emperatriz es fértil, la pareja imperial de Lacodontia está a tiempo de traer otros hijos y dar nuevo aliento a lo predicho. Sería insólito que la Adivina no hubiera acertado, pero, teniendo en cuenta los mil trescientos años que han transcurrido desde el primer anuncio de la Profecía, teniendo en cuenta que, en contra de todo pronóstico sensato, la caída de la Ramarinda Imperial ocurrió precisamente dentro de aquel intervalo de tiempo, existe la posibilidad de que nuestro mundo, lleno de anomalías temporales desde entonces, haya enfilado remos hacia las aguas de otro futuro.

    ―¿Quién hubiera dicho que el taciturno Azurdana causaría tantos enredos? ―rio―. ¿Pudo haber mentido la Adivina para lograr secretos propósitos?

    ―No mientras hablara por los hados.

    ―Entonces no habrá problema si la sabia emperatriz no da otro hijo. Me doy por satisfecho y cuento con tu discreción ―dijo antes de desvanecerse entre burbujas brillantes.

    Doce tabletas de arcilla quedaron sobre el suelo donde estuvo Arakidonis. Meitokis apareció en el patio y, sonriente, comenzó a recogerlas.

    Barcos y Caballos

    Onirim pasó la mayor parte de la infancia en compañía de la emperatriz y del tercer príncipe imperial, su hermano Garinelder, casi dos años justos mayor que él. De la madre aprendió la caligrafía, el álgebra, la métrica, la progresión armónica. Al abrigo de aquellas enseñanzas, fue desarrollando una personalidad sensible y amante de lo hermoso: a los cinco años afinaba el arpa sin ayuda; a los siete hablaba fluidamente las principales lenguas de los tritones; a los once manejaba con facilidad el endecasílabo de Cariatoli, el ritmo anapesto de Karamarnita y la estrofa breve de Sangard; a los trece aventuraba la ecuación general de la elipse y podía explicar en detalle la Corrección de Erabiano, cuya comprensión era privilegio casi exclusivo de los estudiosos del Calendario. Maravillada ante tales prodigios, la emperatriz le estimulaba de continuo, sin que su entusiasmo lograra difundir hacia el emperador o hacia los dos primeros príncipes, en cuyos corazones crecía la sombra de un rechazo silente. Onirim intuyó poco a poco aquellos resentimientos, pero pasó tiempo antes de que, tímidamente, a cuatro meses de haber cumplido trece años, se atreviera a preguntar:

    ―Madre, ¿por qué mi padre el emperador y mis otros hermanos no me aman tanto como tú y Garinelder? ¿Acaso por haber nacido un día antes de lo que mi padre el emperador deseaba?

    La emperatriz detuvo la aguja con la que bordaba un sol de hilos rojos. Durante un instante, solo se oyó el eco de las olas que, después de romper contra los pilares de la ciudad, corrían por los canales del palacio.

    ―Ven, Onirim ―sonriendo, indicó su regazo.

    Él obedeció con mediano entusiasmo y, dejando a un lado el tratado de gramática ramarinda que consultaba, hundió la cabeza en las ropas de la madre.

    ―Tu padre y tus otros hermanos también te aman ―le acarició los cabellos―, mas no saben demostrarlo tan bien como Garinelder y yo.

    ―¿Y si estuvieras equivocada, madre?

    ―¿Y si estuviera equivocada, acaso no te bastaría mi amor?

    ―Sería más que suficiente, madre ―comentó ruborizado―. No era mi intención menospreciar tu amor; solo he preguntado por curiosidad.

    ―Lo sé: recuerda que te conozco mucho antes de que hubieras abierto esos dos zafiros ―sonrió.

    ―¿Si me dieras otro hermano, mi padre el emperador estaría feliz? ―quedó pensativo―. Tal vez, él sí pueda nacer durante el día correcto… ¿Es cierto que yo sequé tu vientre después de nacer?

    ―Parece que los sirvientes han dado mucha imaginación a sus lenguas. Aunque tu padre el emperador y yo aún podamos darte más hermanos, no existe tal cosa como un día indicado para nacer. Harías bien en desconfiar del Abismo Insondable, mi hermoso niño. ¿Es acaso fiable quien, durante varios siglos, solo ha recibido a los grandes maestros de los grandes colegios de adivinación? No sabemos cuáles propósitos puedan ocultarse detrás de aquella obscura actitud; por lo que a mí respecta, la Adivina pudiera incluso haber muerto a estas alturas, pues no poseemos garantía de que, como suele decirse, verdaderamente sea inmortal. De darse el caso, la llevada y traída Profecía no sería ni más ni menos que un engaño hilado por adivinos de turbios propósitos. Olvida las palabras de la Adivina y alejarás de tu mente preocupaciones inútiles.

    Onirim no respondió. Viéndole persistir en aquel silencio obstinado, la emperatriz preguntó:

    ―¿Deseas acompañarme a contemplar los caballos de coral, que tanto te agradan?

    ―Nada me haría más feliz.

    Saliendo de la habitación, avanzaron a través de pabellones plateados y escaleras nacaradas. Quienes les veían parecían detenerse en el tiempo. Quedaban en suspenso las arpas y las flautas, se apagaban las conversaciones, se enlentecían los quehaceres palaciegos y aun las olas parecían observarles quietamente. Atravesaban un pórtico construido a ras del mar cuando el penetrante aroma de las mandarinas envolvió todo, la espuma lechosa de las aguas patinó sobre los dugongos del mosaico y, frente a las altas columnas, desfilaron los barcos que regresaban desde el lejano Sangard.

    Era la primera vez que Onirim veía barcos tan cercanamente. Vio velas que, infladas como nubes de tela, ostentaban el dibujo espléndido de grandes lunas negras. Vio mascarones de proa tallados en maderas casi tan azules como el lapislázuli. Vio pesados cascos que, surcando las aguas con la ligereza del viento, arrastraban festones de algas arreboladas. Vio remos blancos que emergían y se sumergían como uno. Maravillado, casi sin aliento, dijo a la madre:

    ―En verdad son hermosos los barcos. ¿Crees que algún día pueda recorrer el mundo sobre uno de ellos?

    ― ¿Ya no deseas ser arpista?

    Onirim meditó antes de responder:

    ―Siempre puedo llevaros a ti, a Garinelder y a mi arpa; además, no estaríamos lejos durante demasiado tiempo.

    Amari rio ante la ocurrencia. Mirando hacia las velas de los barcos, el niño agregó:

    ―¿Crees que mi padre me regale uno si se lo pido?

    La emperatriz quedó pensativa: Onirim jamás había pedido regalo alguno, pero, para ser la primera vez, la talla de la

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