Blanca Reina. Una historia para la navidad.
Por Wilian Arias
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Una historia realmente mágica que consigue transportar al lector y hacerlo disfrutar de un mundo de fantasía que solo algunas mentes son capaces de crear. Con un lenguaje elaborado, cuidado, sobrio, elegante. Unas descripciones en las que, sin darte ni siquiera cuenta estás metida en ella, en cada pasaje, con la visión que solo un niño sabría disfrutar.
Los personajes me han parecido fantásticos; El señor Don Tiempo, el señor Sueño, el Caballero de los días, el hada Desgracia...realmente maravillosos que han sabido protagonizar diálogos super divertidos.
Wilian Arias
Wilian Antonio Arias nació en el municipio de El Sauce, en el salvadoreño departamento de La Unión, en 1987. Aunque en un principio se estableció en Washington, D.C., y Virginia, actualmente radica en el Estado de Los Ángeles, California. No hay duda que Arias añora el lugar donde tiene sus raíces: San Juan Galares; ya que todas sus novelas y cuentos giran alrededor de hechos —algunos reales y otros producto de la imaginación— que suceden en los sitios que fueron parte de su vida: ríos, haciendas, caballos, vacas y todo tipo de animales domésticos que son parte del quehacer diario en los hogares campesinos de los países latinoamericanos, en especial en el oriente su país. Arias solo logró finalizar sus estudios de secundaria (bachillerato) para emprender junto a su madre el viaje con rumbo Norte. Su travesía por Guatemala y México hasta llegar a Estados Unidos estuvo llena de todo tipo de obstáculos, como sucede con la mayoría de inmigrantes. Pero también ha sido un obstáculo su adaptación a una cultura diferente. Sin embargo, a pesar de la dureza de los cambios, Arias encontró el ambiente perfecto para desarrollar sus dotes de escritor autodidacta, que lo practica desde que era un niño. Hasta la fecha el joven autor ha escrito seis libros que han sido publicados por la editorial Palibrio, SHARED PEN Edition y FT Editores § Sherezade Martinez.
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Blanca Reina. Una historia para la navidad. - Wilian Arias
BLANCA REINA
Una historia para la Navidad
Título original:
BLANCA REINA
Una historia para la Navidad
Autor:
©Wilian Arias
Corrección y maquetación:
Luis Solís
(criticosliterarios@outlook.es)
Diseño de portada:
JAVINZI
ISBN:
Sello: Independently published
Primera edición: noviembre, 2021
Madrid, España
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico o por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los autores. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
BLANCA REINA
UNA HISTORIA PARA LA Navidad
WILIAN ARIAS
Niebla espesa
que desenvuelve espejos,
que del viejo hechizo
no queden destellos.
Art Nouveau Marco, Art Deco, Marco, FronteraÍNDICE
Érase una vez una abuelita
1. Fallecimiento de Blanca Reina
2. Evolución del sultán de las fantasías
3. La sierva Magina Malea
4. La custodia de Yasser
5. La verdad sobre Magina
6. Magina y el rey Ben Amar
7. La batalla final
8. El funeral del sultán Yasser
Mujer Cicatrizada (cicatrizada) - Perfil | Pinterest ÉRASE UNA VEZ UNA ABUELITA
H
ace muchos, pero muchos libros, vivió una linda y dulce abuelita.
Ella le leía a su único nieto muchas, pero muchísimas páginas de extraordinarios cuentos. Con ellos, lo llevaba de viaje por todo el cosmos, por universos encantados y por los reinos de la fantasía.
Ese viaje sinigual se realizaba con un solo boleto que, según aseguraba la dulce abuelita, era mágico; tan mágico como su voz.
En sus relatos, ella mencionaba que ese boleto tenía forma de libro, y que ese libro, en vez de leerse de «ida y vuelta», se debía disfrutar de la siguiente forma:
«Lee y vuela».
CON LA FRECUENCIA MÁGICA de sus palabras, el nieto rememoraba aquellos cuentos y sentía que eran como una nota musical que brotaba levemente...
Esos cuentos eran las caricias de su abuela.
Mujer Cicatrizada (cicatrizada) - Perfil | Pinterest 1. FALLECIMIENTO DE BLANCA REINA
B
lanca Reina Turcios Di Monteagua sucumbió en 1870. Palmariamente, vivió cien años. Fue esposa del difunto emperador Medardo Antonio Di Monteagua y madre de un hijo a quien llamó Ben Amar Di Monteagua Turcios.
Frente a sus padres, el príncipe Ben Amar mostraba aptitudes hacia el simbolismo artístico: creaba cuadros y frescos de una manera virtuosa que lograba comunicar el goce estético, las emociones y los sentimientos. Además, mostraba con mucho talento referencias de la sociedad de su reino. «Él muestra el espíritu de nuestra época», decían.
Se le veía un joven apasionado por los pinceles, y se decía que era una promesa en el mundo de los pintores, de los artistas, de los soñadores.
Sin embargo, a escondidas, Ben Amar desarrolló una infatigable y deslumbradora pasión por la química, la física, la cuántica y otros misterios incluidos en libros prohibidos. En lo más alto de los montes del reino poseía una comarca secreta que mantenía bajo tierra; ese era el lugar en donde realizaba sus experimentos.
El lozano y airoso príncipe Ben Amar se dedicó devotamente, para la mirada exterior, a los pinceles y se convirtió en alguien muy querido y respetado en todo Beauty Kingdom porque era manso de corazón. «Es un buen chico», decían.
Un día, Ben Amar se interesó aún más por las lecturas prohibidas y fue dejándose seducir por la ambición de poder, esa ambición fortísima y de la que pocos se salvan. Lamentablemente, de aquellos libros él liberó herejías y algo inesperado y trascendental acaeció para condenar a su dinastía.
El verdadero peligro llegó cuando el príncipe se apasionó por los secretos del ocultismo y puso en riesgo la vida de todo el reino de Beauty Kingdom. Incluso el cosmos completo amenazaba con esfumarse por el hecho de que él había tenido un oscuro encuentro con las sombras del mal.
Al despertar al desventurado y malévolo Diantre, este fue mutando en seductor nigromante y le ofreció a Ben Amar la piedra filosofal, un pedrusco que magos y demás seres especiales han buscado incansablemente para poseer la vida eterna.
Claro está que la oferta no era gratuita —nada se da gratis en el reino del mal—, sino que tenía un altísimo costo; y con falsas soflamas, Diantre engañaba al joven príncipe de las fantasías con el propósito de que aceptase el trato.
—Me concederás a tu primer descendiente y, a cambio, he de brindarte todo cuanto anheles, hasta lo que magnánimos y umbrosos hechiceros, brujas, chamanes y demás seres ávidamente han codiciado. Superarás cualquier jerarquía al poseer lo que ellos no pudieron: ¡la piedra filosofal! —Los ojos del lozano monarca brillaron como ciscos al rojo vivo. El pérfido ser de los Avernos prosiguió seduciendo con sus tenaces tentaciones—: Te concederé la eterna juventud y todo cuanto añores. El coste por fraguarse es muy leve comparado a lo que obtendrás al poseer la piedra.
Se encontraban uno y otro en la oculta comarca ubicada en lo más alto y profundo de los montes, bastante alejados del palacio de las fantasías.
—¡Sí, sí, sí! ¡Acepto!
Puesto que Diantre siempre sabía cómo tentar y salirse con la suya, Ben Amar terminó aceptando el trato con el mal. Después de todo, más sabe el diablo por viejo que por diablo y, al menos hasta ese momento, el príncipe no tenía en absoluto madurez. De esta manera, siguió condenándose y, de paso, hundiendo a los suyos.
—¡Claro que deseo ser eterno y perpetuamente poderoso! ¡Y si la promesa incluye ser el más ponderado de todos, con profusa satisfacción lo adquiero!
Pero el príncipe no sabía que bajo aquel contrato había leves y minúsculas cláusulas y que, de no leerse, podrían ser mortales para él y los suyos.
—Si llegas a retractarte, perderás tu tiempo. En todo caso, ya esa savia es mía y de ella me apoderaré al costo que sea. Mientras tanto, con o sin tu firma, ahora eres parte de mi rebaño. Recuerda que es más fuerte la palabra que la letra —le advirtió Diantre.
Justo en ese preciso momento del pacto, un habitante de la ciudad de las fantasías los descubrió. A simple vista, el príncipe parecía estar con un lóbrego hombre que vestía un negro y brillante atuendo. No poseía el peculiar rostro que todos suelen describir cuando lo nombran bajo el seudónimo de Diablo.
El error del príncipe había sido congregarse con el maligno en la parte alta de la comarca y no en el entorno subterráneo, a resguardo de miradas indiscretas. Pero no era del todo su culpa, pues Diantre se las había ingeniado para que el encuentro se llevase a cabo a vista de todos, con el objetivo de evidenciarlo y escarnecerlo. «No es un buen chico», dirían.
—¡Esperad, príncipe! —Lo detuvo el maléfico Diantre.
—Dime —respondió raudamente Ben Amar.
—Conozco el secreto que con cautela guardas.
Cuando Diantre dijo esto, a Ben Amar se le entumecieron las facciones.
—¿Cuál secreto? —le preguntó su majestad.
—No he de juzgarte; solo dime, ¿cómo lo has hecho? —El maligno sabía que había quienes husmeaban y buscaban cualquier motivo para que el príncipe de las fantasías sea visto con malos ojos—. Jugaste a ser un dios y has creado seres semejantes a nuestra ralea. Entonces, ¿qué harás cuando en tu reino se conozca que has practicado la herejía?
Diantre sonrió y, acto seguido, prorrumpió en siniestras carcajadas. De aquella forma de hombre solo se pudo percibir la silueta y los brillantes ojos como carbunclos.
La persona que estaba siendo testigo de este encuentro observó cómo Diantre mutó de humano a demonio, extendiendo sus inmensas alas de fuego y alzando vuelo mientras se mofaba de su majestad de las fantasías.
—¡Eres idóneo para tornar a la vida terrenal como la merezco! ¡Yo tendré vida perpetua! ¡Poseeré la perfección, pues me constituiré con belleza, riquezas y poderíos! —Diantre, que deseaba apoderarse de la materia del príncipe Ben Amar, gritaba todo aquello mientras sobrevolaba las tierras de Beauty Kingdom. Iba profetizándoles futuros oscuros—. Sobre todo, hay en ti una inteligencia superior. Si tuviera tu materia, ¡conseguiría saber los secretos con los cuales crear mis propios ejércitos!
Cuando el príncipe se dio por enterado de que había sido descubierto, dejó la secreta estancia y acudió raudamente hacia su madre.
El príncipe llegó al trono donde se encontraba Blanca Reina, la pomposa gobernante de piel nívea, cabello castaño, de increíbles ojos zarcos matizados con el color de la miel, de cuerpo robusto, pero no orondo, y de un encanto que la hacía lucir como lo que era, una emperatriz.
En aquel hemiciclo se hallaba Blanca Reina, su madre, que estaba disfrutando —al lado de algunos invitados de la realeza— de las representaciones más primorosas, como la belleza de los mimos que la entretenían y el pulcro ballet con el que tarde tras tarde se deleitaba. Deliciosas tacitas de infusiones herbales acompañaban a los presentes en este rato de ocio.
Para persuadirla, el príncipe se arrodilló ante la reina con la mirada desesperada y le decía:
—Madre, es menester que me escuches, y en privado. Atiende a mis súplicas, madre mía. Alejad a los célebres artistas y permitid una tertulia entre tú y yo, madre e hijo.
Blanca Reina se puso de pie. Su indumentaria matiz perla estaba conformada por dos piezas: un admirable corsé terminado en pedrería de diversas y pulcras coloraciones, y una falda ceñida en la cintura de un blanco tornasol que era el sueño de cualquier doncel.
—¡Escucho! —dijo la soberana Blanca Reina.
—¡En privado he demandado! —Ben Amar se mostraba estremecido y temeroso—. En privado, madre mía —volvió a decir, pero esta vez con voz más calmada, como disculpándose.
Los presentes se retiraron tras observar los aspavientos corporales de la soberana.
Una vez se hallaron a solas, él le contó detalle por detalle en lo que había fallado. Su madre entró en preocupación y se le cruzó por la mente la idea de alzarle la mano como punición, pero no era tiempo de reprenderlo, sino de encontrar soluciones.
—¡Cometiste un inconcebible error! —objetaba Blanca Reina, exponiendo su furia como en su vida jamás se la hubiera visto.
—Me van a sacrificar, pero yo te juro que dejo un obsequio para mi futura generación que ahora crece en el vientre de mi esposa Ingrid.
Su madre, acongojada, contradijo a su único hijo. Lo sujetó de las manos y con entereza le expresó:
—Tú verás a tu criatura brotar en este mundo; yo pagaré por tu tropiezo. ¡Total! Ya voy de salida, pero a ti te