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El hueco al final del mundo: La saga completa
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Libro electrónico1850 páginas27 horas

El hueco al final del mundo: La saga completa

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LA NOVELA MÁS AMBICIOSA DE LA CIENCIA FICCIÓN ESPAÑOLA
UNA FASCINANTE EPOPEYA PLANETARIA
Hace casi ochocientos años que lo que se considera una esquirla de materia exótica fuera de control cambió la forma del mundo conocido. Los diversos países han vivido más o menos en paz desde entonces, pero todo eso está a punto de cambiar.
En Volkenskap, la megalópolis del archipiélago occidental, el justiciero conocido como El Hereje descubre que el mundo es más complejo y frágil de lo que creía.
En el lejano oriente, en Iratembe, una malévola presencia ha surgido del Cilindro Maestro que permite el acceso al Multiverso y empieza a tomar el control de lo que le rodea.
En el misterioso sur, los yajimaros dedican su vida al manejo, control y modificación de la molécula de la vida. Algo imprevisto los sacará de su aislamiento y los llevará a intervenir en los asuntos del mundo, lo que podría ser catastrófico.
Por todas partes los acontecimientos se precipitan y diversos grupos de personas confluyen, sin saberlo, en un destino común donde quizá esté en juego no solo la existencia del mundo tal como la conocen, sino de todos los mundos del Multiverso.
* * *
Estamos ante la obra más compleja, elaborada y ambiciosa de Rodolfo Martínez, una novela de dimensiones colosales llena de personajes fascinantes y diversos, de aventura y acción, pero también de intrigas políticas, de relaciones personales, de momentos íntimos.
Estamos ante un viaje por un mundo creado con un detalle casi maniático y eficazmente descrito con pinceladas breves y certeras. Sin duda el worldbuilding más elaborado con diferencia de la historia de la ciencia ficción española.
Estamos ante una historia llena de matices y poblada de personajes y sociedades que no podrían ser más diversos, ya sea en lo personal, lo social, lo sexual o lo étnico.
Pero sobre todo estamos ante un canto de amor por el arte de contar historias, de entretejer un relato en un tapiz abigarrado y complejo que no dé tregua al lector.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2024
ISBN9788412042931
El hueco al final del mundo: La saga completa
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    El hueco al final del mundo - Rodolfo Martínez

    LIBRO PRIMERO

    1

    PRESA INESPERADA

    volkenskap_cap

    La tormenta se acercaba con rapidez desde el oeste, pero en aquellos momentos era la última preocupación en la mente del Hereje. Hacía rato que la alarma de Cegé se había activado y, a juzgar por la pauta que seguía, anticipaba una invasión masiva de verjóngers. Todo su cuerpo estaba en tensión, alerta, preparado para cualquier contingencia, listo para iniciar un baile frenético con la muerte como pareja.

    Un rayo cruzó el cielo y, casi a la vez, algo empezó a brillar en el aire, a poco más de metro y medio del suelo. El resplandor creció con rapidez y se volvió más intenso; en pocos segundos, resultaba casi imposible mirarlo directamente. Se estabilizó en una esfera de unos tres metros de diámetro y permaneció así varios segundos, sacudido por pequeñas vibraciones que casi parecían latidos.

    Se desvaneció tan rápido como había aparecido. En su lugar había media docena de individuos que alzaron la vista hacia el cielo a la vez que un rugido de dolor se escapaba de sus gargantas torturadas. Eran altos, extremadamente delgados y estaban desnudos. La carne se les pegaba a los huesos como si músculos y grasas se hubieran consumido, y en su mirada había poco más que un vacío hambriento. La piel del rostro tenía la textura blanquecina del hueso y en su boca parecía haber demasiados dientes. Se miraron entre sí y luego miraron a su alrededor.

    De pronto volvieron la vista al suelo y un nuevo rugido se escapó de sus gargantas.

    Seis verjóngers llegando a la vez en el mismo portal era de por sí bastante insólito. Solían materializarse en diferentes intervalos de tiempo y de forma individual, aunque nunca muy lejos unos de otros. No era insólito que varios compartieran el mismo conducto, pero nunca había visto a seis llegar a la vez.

    Su comportamiento estaba muy lejos de ser el normal. Tras los primeros segundos de desorientación tendrían que haberse dispersado rápidamente por las calles de la ciudad en busca de presas con las que calmar el hambre atroz que los poseía. En su lugar, se habían quedado inmóviles y contemplaban lo que había a sus pies con lo que parecía ser perplejidad.

    «¿Qué pasa?», subvocalizó.

    No lo sé, resonó la respuesta en su oído. Su comportamiento no encaja en las pautas habituales.

    «Eso puedo verlo por mí mismo. Dame una explicación.»

    En estos momentos no tengo ninguna.

    Apretó los dientes y contuvo un gruñido. Las trampas que había colocado en los distintos accesos al callejón eran, de momento, inútiles. Podía esperar, por supuesto, y confiar en que al cabo de unos minutos aquel comportamiento anómalo desapareciera y los verjóngers volviesen a su conducta habitual. O también podía…

    ¿Estás loco, niño? Ni se te ocurra. Son demasiados.

    No hizo caso de la voz. Flexionó las piernas, comprobó una última vez el traje de combate y las armas y se lanzó al vacío.

    Mientras caía se dio cuenta de que los verjóngers habían formado un corro y de que había algo en el centro, un bulto oscuro que parecía estar temblando.

    Se llevó la mano al cinturón casi a la vez que sus pies hacían contacto con el suelo y flexionaba las piernas para absorber el impacto. Sin solución de continuidad, rodó sobre sí mismo y, mientras lo hacía, extrajo la pistola cargada con dardos explosivos, apuntó con rapidez y precisión y apretó el gatillo tres veces.

    Uno de los verjóngers se llevó las manos al rostro y gimió lastimeramente mientras las cabezas de dos de sus compañeros estallaban en un caos de hueso, sesos y líquido cerebral. Los demás dejaron de prestar atención al bulto en el suelo y se volvieron hacia el recién llegado con las bocas babeantes y las afiladas garras extendidas.

    Apretó el gatillo de nuevo. Un hombro y una rodilla saltaron por los aires. Por desgracia, los supervivientes estaban ya demasiado cerca para que la pistola de dardos fuera eficaz, así que la guardó y al instante siguiente dos largos cuchillos asomaban en sus manos. Saltó y se agacho, giró, esquivó y empujó mientras los cuchillos hacían su trabajo. Algo golpeó su espalda y se tambaleó, lo que lo llevó demasiado cerca de una de aquellas bocas babeantes erizadas de colmillos. Retrocedió casi al instante, dio media vuelta y el cuchillo en la mano izquierda se encargó de lo que lo había empujado. Giró de nuevo y clavó el que llevaba en la derecha en la cuenca de un ojo.

    Retrocedió y tomó aire.

    Seis verjóngers yacían en el suelo, tres de ellos muertos, los otros tres malheridos. Se apresuró a rematarlos y solo entonces prestó atención al bulto que había en el suelo y que parecía la causa del comportamiento aberrante de las bestias.

    Completamente cubierto por una tela casi negra, temblaba espasmódicamente. ¿Un nuevo tipo de verjónger? ¿Ahora, después de todos aquellos años? Con precaución, retiró la tela con la punta del pie, los cuchillos preparados para ensartar lo que hubiera debajo.

    «¿Qué demonios…?»

    Incrédulo, contempló a la muchacha de pelo negro, piel sumamente pálida, ojos enormes y cuerpo trémulo y febril que la tela había tapado. Los dientes le castañeteaban y un hilillo de sangre, fruto de haberse mordido los labios, le resbalaba por la comisura de la boca. Miraba a todas partes con pánico y no parecía reconocer nada de lo que veía, pero en sus grandes ojos azul índigo no había el menor rastro del hambre atroz que impulsaba a los verjóngers. Además, su carne estaba adecuadamente llena, no era el pellejo reseco y pegado a los huesos característico de las bestias. Podría haber sido una nativa de las islas del sur por el color pálido de la piel, pero ni el pelo ni las facciones encajaban con el aspecto habitual de los meridionales, por no hablar de aquellos ojos exageradamente grandes.

    ¿Extranjera? ¿De dónde, en ese caso?

    —¿Quién eres? —preguntó el Hereje—. ¿Estás bien?

    Ella no respondió. Seguía mirando a todas partes y sus manos, entrelazadas a la altura del pecho, temblaban con violencia. A su lado había un extraño objeto metálico, de la longitud aproximada de su antebrazo.

    La patrulla inquisitorial llegó pocos minutos después de que el Hereje, tras llevar a la chica a su vehículo, hubiese abandonado el lugar. Examinaron con su minuciosidad habitual los restos de los monstruos y tomaron muestras de todo. Justo a tiempo, porque en el preciso momento en que cerraban los maletines de muestras estalló la tormenta y una lluvia torrencial se descargó con rabia sobre la ciudad. Todo se desdibujó de repente.

    A pesar del diluvio, los inquisidores terminaron su trabajo. Incineraron los montoncitos de escamas de piel deshidratada, que era cuanto quedaba de los verjóngers, y eliminaron toda huella de lo ocurrido antes de irse.

    Al mando de la unidad estaba la capitana Sossee, a la que jamás se le habría ocurrido cuestionar las órdenes del Cabildo, a pesar de no sentirse muy a gusto con la tarea. Detener al hereje que tenía la osadía de exterminar verjóngers era la principal prioridad de las tropas inquisitoriales, pero no le andaba muy a la zaga la directiva de eliminar cualquier rastro de su intervención. Mientras siguiera libre y eludiendo el brazo de la justicia había que borrar cualquier huella de su paso. Aquellos seis verjóngers nunca habían llegado a la ciudad y el Hereje jamás los había matado.

    La capitana comprobó que la tarea había concluido y dio la orden de volver al Recinto. En el zaguán en el que se había cobijado de la lluvia intercambió una mirada significativa con su teniente y luego ambos volvieron a ponerse las hombreras de batalla y los cascos, montaron en las farsehende y las arrancaron. Los esbeltos y afilados vehículos monoplazas se desplazaron sobre sus dos ruedas casi en silencio.

    —No tendrías que haberte arriesgado. Podrías estar muerto, maldita sea. ¿Y qué iba a hacer yo entonces?

    —Ya te las apañarías —respondió con un encogimiento de hombros la persona a la que todos en Volkenskap llamaban el Hereje y que pensaba en sí mismo como Kláiner Géstadt—. Te las arreglabas bien antes de conocerme. Aunque es verdad que lo único que hacías por aquel entonces era dormir.

    No hubo respuesta. Kláiner terminó de quitarse la armadura de polímero de combate y la ropa acolchada y gris que usaba debajo. Se arrancó la capucha ajustada que convertía su rostro en un manchón indistinto y se miró al espejo, como hacía todas las noches al volver de su ronda. En el rostro de piel oscura, casi negra, los ojos verdes eran como dos faros inquietos. Había en ellos un brillo frío. No tendría más de veintidós años, pero en sus sienes empezaban a asomar las canas y tenía la sensación de que sus facciones se habían afilado y endurecido desde la pasada noche. Por supuesto, sabía que era una tontería, pero no podía evitarlo.

    —«Bien» es un concepto relativo —respondió la voz femenina que salía de los altavoces. Parecía pertenecer a una mujer madura y tenía un tono entre comprensivo y burlón que a veces resultaba desconcertante—. De todos modos, si no te importa mi bienestar, al menos podrías preocuparte un poco por el tuyo.

    Sin responder, Kláiner entró en el cubículo, cerró la puerta de cristal y abrió la ducha. El agua caliente fue como una bofetada que eliminó todo el cansancio de un plumazo. Permaneció un buen rato bajo el chorro y cuando salió se sentía un hombre nuevo. La sensación era engañosa y una ducha no podía sustituir a las horas de sueño, pero de momento era más que suficiente. Aún faltaban un par de horas para el amanecer y debía ocuparse de unas cuantas cosas entretanto. Por no hablar de todo lo que tenía que hacer aquel día.

    Se secó, se puso un cómodo mono gris y se acercó a la encimera que había junto a la pared, donde lo estaba esperando una taza humeante. Bebió el afguss a largos sorbos, saboreando y apreciando su amargura.

    —¿Has averiguado algo de nuestra invitada?

    Alzó la vista al techo, como siempre que hablaba con Cegé. El cerebro gelificado tenía sensores por toda la cueva y, se dirigiera a donde se dirigiera, lo oiría sin problemas. De hecho, el verdadero problema sería encontrar un rincón en el que Cegé no lo pudiera oír.

    Las viejas costumbres tardaban demasiado en morir, se dijo, reprimiendo una sonrisa.

    —Puedo confirmarte que no es nativa de Volkenskap. De ningún territorio de Elantegnek, de hecho. Por su aspecto, podría proceder de Iratembe, a menos que los tembelí hayan cambiado mucho en los últimos setecientos años.

    »También he confirmado que en ninguno de los registros de la ciudad a los que tengo acceso se menciona que algo que no sea un verjónger haya cruzado jamás un portal.

    Kláiner bebió un largo trago mientras saboreaba la información que le suministraba Cegé. Una idea se le ocurrió de repente:

    —¿Estás segura de que venía con ellos? ¿Y si ya estaba allí cuando cruzaron y simplemente se la encontraron al llegar?

    El chasquido de desaprobación resonó por toda la cueva y, a pesar de que Kláiner ya no tenía cuatro años, tuvo que hacer gala de todo su autocontrol para no encogerse y pedir perdón.

    —Puede que te estés volviendo ciego con los años, niño, pero mis sentidos funcionan a la perfección. —El sarcasmo en la voz del cerebro gelificado era casi feroz—. El callejón estaba completamente vacío antes de que cruzasen los verjóngers, te lo aseguro.

    Kláiner asintió en silencio mientras terminaba el afguss. Dejó la taza en la encimera y dijo:

    —¿Y qué hay del objeto que había junto a ella?

    Cegé tardó varios segundos en responder, algo insólito en el cerebro gelificado.

    —Encaja en su antebrazo y en su mano, como si estuviera hecho a medida —dijo al fin—. Y te puedo asegurar que no ha sido fabricado por ningún maestro artesano de Volkenskap. Me recuerda algunos diseños de Alqufar que vi hace mucho tiempo. Y parece funcionar con algún tipo de electricidad… creo.

    Kláiner frunció el ceño ante el tono vacilante de Cegé. El cerebro gelificado rara vez dudada; si de algo pecaba era de ser demasiado categórica en sus afirmaciones.

    —¿Qué pasa? —preguntó.

    —No lo sé —reconoció Cegé, algo que no pasaba muy a menudo. Kláiner saboreó el momento, aunque estaba preocupado. La ignorancia de Cegé podía acabar significando su muerte—. La verdad es que no tengo la menor idea de qué es ese objeto o para qué sirve. Su firma energética me tiene totalmente desconcertada y no entiendo cuál es su propósito. Más que nada porque no parece tener propósito alguno. Y pese a todo…

    —¿Qué?

    —Nada. Creo que no es nada. No lo sé. —Aquel segundo «no lo sé» sonó mucho más desvalido que el primero—. Todavía no, en todo caso. Necesito más tiempo. He puesto a mis microzánganos a trabajar en ello.

    Kláiner no respondió, convencido de que lo mejor era dejar que Cegé solucionase por sí misma sus problemas. Intentó no conceder demasiada importancia al incidente, aunque podía contar con los dedos de una mano las veces que algo había desconcertado al cerebro gelificado en los últimos dieciocho años.

    —¿Está despierta? —preguntó, cambiando de tema.

    —Compruébalo tú mismo.

    La pared que había frente a él se aclaró como si fuera de vidrio y se encontró examinando el interior de una habitación de paredes blancas y desnudas en cuyo centro había una camilla. La joven estaba allí tendida, con las manos y los brazos atados. Tenía un gotero conectado al brazo derecho por el que se le administraba suero intravenoso. Sus ojos habían perdido la desorientación que había en ellos cuando la encontró y ya no temblaba espasmódicamente. Miraba a su alrededor en silencio, con curiosidad.

    —Hmmm. Parece que la fiebre ha cedido —dijo.

    —Ya había bajado antes de que llegaseis a la cueva. Ni siquiera necesité tratarla. Sospecho que los temblores y la alta temperatura eran un subproducto del viaje a través del portal, lo cual no es nada extraño, teniendo en cuenta que es el canal que eligen los verjóngers para viajar. No estoy muy segura de comprender para qué la has traído. —Había un ligero tono de reproche en la voz—. Una vez eliminados los verjóngers, su vida no corría peligro. Podrías haberla dejado en el callejón. La patrulla inquisitorial la habría encontrado antes o después y se habría encargado de ella.

    Kláiner no respondió. Volvió a mirar a la joven. Aquellas facciones de pómulos altos, barbilla puntiaguda y nariz afilada eran condenadamente extrañas, por no hablar de aquellos ojos y de la extrema palidez de su piel. Pero el conjunto resultaba sorprendentemente armonioso.

    El reflejo índigo en sus pupilas era algo que Kláiner nunca había visto, igual que jamás había visto unos ojos tan enormes. ¿Era algo habitual en el lugar del que venía, fuese el que fuese, o se trataba de algún tipo de defecto físico?

    No parece ningún defecto, se dijo.

    Contemplarla era sumamente agradable, no solo desde un punto de vista meramente estético. Había algo en las facciones de la muchacha que, en cierto modo, despertaba la confianza.

    Interesante.

    No parecía asustada, solo curiosa.

    —Desátala —dijo.

    —¿Estás seguro?

    —En la habitación no hay nada que pueda usar como arma o para escapar, ¿no? Desátala. E intenta hablar con ella. Comprueba si es cierto que viene de Iratembe. Y si no es así y no habla ninguna lengua conocida, supongo que podrás arreglártelas para montar un traductor o algo similar que nos permita comunicarnos con ella. —Ni siquiera se molestó en preguntar si estaba pidiendo algo difícil o imposible. Como siempre, daba por sentado que Cegé sería capaz de conseguirlo. Hasta ahora el cerebro gelificado no le había fallado nunca. Comprobó la hora—. Tengo que irme, precisamente hoy no puedo faltar, no después del tiempo que me he pasado planeando esto. Haz lo que puedas. Hablamos cuando vuelva.

    Sin esperar respuesta, dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

    Dérika Unland, Primera Cabildante de Volkenskap y gobernante de toda Elantegnek, contemplaba con el ceño fruncido las imágenes del monitor que había en la pared.

    —Otro éxito del Hereje —murmuró—. Con nuestros inquisidores llegando elegantemente tarde, como de costumbre. ¿Es eso lo que querías mostrarme, Dolf?

    El interpelado ni siquiera se inmutó mientras decía:

    —En realidad, no. Fíjate en el suelo.

    —Escamas de verjónger. Muy interesante. Creo que no las había visto nunca.

    A Dolf Kónig no se le escapaba que la Primera Cabildante estaba de un humor especialmente irritable aquella mañana. Pese a todo, siguió adelante.

    —Las escamas de seis verjóngers —dijo—. Fíjate en los montones.

    En el monitor había seis pulcros grupos de lascas de piel deshidratada. Ocupaban distintos lugares del suelo, distribuidos de forma irregular.

    —Seis verjóngers que llegaron a la vez por el mismo portal. ¿Te parece lo bastante insólito para llamar tu atención?

    A su pesar, Dérika asintió. Además, conocía a Dolf lo suficiente para saber que no la molestaría por una trivialidad.

    —Hay algo más —afirmó.

    Dolf asintió, complacido.

    —Por una vez, hemos tenido suerte y hemos captado al Hereje en acción. Son solo unos segundos. Fragmentos, en realidad, pero lo que muestran es muy interesante.

    Dérika se echó hacia atrás. Dolf tenía razón. Normalmente las cámaras de seguridad fallaban a causa de la radiación emitida por los portales que transportaban a los verjóngers. Que aquella vez hubiesen funcionado, aunque fuese de forma intermitente, resultaba bastante raro. Y afortunado, quizá.

    Dolf pasó las imágenes a la pantalla. Dérika vio un manchón fugaz de color gris que saltaba hacia un grupo de verjóngers en círculo que miraban al cielo. Vio una cabeza de verjónger estallando. Vio un borbotón de sangre. Vio una pierna dando una patada a uno de aquellos monstros.

    —¿Eso es todo?

    —Queda un poco más. Esta vez son unos cuantos segundos sin interrupciones.

    Era una de las cámaras de ave de presa y mostraba un amplio picado. El fugaz manchón gris ya no era tal, sino un hombre envuelto en una especie de traje ajustado con el rostro oculto bajo una capucha y una máscara. A su alrededor, los cadáveres de seis verjóngers se descomponían con rapidez. A sus pies había un bulto tapado por una tela. El Hereje se agachaba y apartaba la tela con mucho cuidado.

    Lo que apareció debajo fue una muchacha temblorosa de cabello negro y piel muy pálida. El Hereje la contempló indeciso unos instantes y luego se agachó de nuevo, como si fuera a cargarla en brazos. Ahí terminaba el fragmento.

    —¿Qué narices…?

    Dolf la miró en silencio, esperando a que Dérika asimilase lo que acababa de ver.

    —¿Alguien de las islas del sur lo bastante tonto para salir de noche? —preguntó la Primera Cabildante al cabo de un rato.

    Dolf negó con la cabeza.

    —Lo que se ve no es mucho, pero ha sido suficiente para que el algoritmo de reconocimiento facial dictamine que no es nativa de Elantegnek.

    —¿Gekerfesa? No, esa piel es demasiado pálida. Además, nunca vienen a Volkenskap, los muy palurdos. ¿Qué es lo que pasa, Dolf?

    —No lo sé, Dérika, pero no me negarás que es interesante. Mi gente ha analizado la distribución original de los verjóngers basándose en las imágenes y en la disposición de sus restos. Han concluido que lo más probable es que la muchacha estuviera en el centro del círculo formado por los monstruos cuando estos se materializaron.

    —Cuando estos se… —Dérika meneó la cabeza—. ¿Vino con ellos? —preguntó incrédula.

    —Parece lo más probable.

    —¿Un humano que ha viajado con los verjóngers? ¿Y que ha sobrevivido? Porque estaba viva, ¿verdad?

    —Lo estaba. No sé si sana o moribunda, pero estaba viva. Y, al parecer, el Hereje se la ha llevado.

    Dérika se golpeó el labio con la punta del índice, intentando asimilar todo lo que Dolf le había contado. ¿Seis verjóngers usando el mismo portal? ¿Una humana con ellos? ¿El Hereje recogiéndola?

    ¿Qué estaba pasando en su ciudad? El Hereje llevaba siendo un grano en el culo municipal diez años, pero al menos era un factor conocido. Y Dérika, con la ayuda de Dolf y Jástrid, se las había arreglado muy bien para minimizar los efectos de sus actividades. Partiendo de la idea, sencilla pero eficaz, de que aquello de lo que no se habla, no existe, había usado los recursos municipales para borrar las huellas del Hereje. No del todo, pero lo suficiente.

    Y ahora sucedía aquello. A Dérika no le gustaban las sorpresas. No le gustaban nada de nada.

    Kláiner volvió a la cueva a media tarde. Antes de pasarse a comprobar el estado de su involuntaria invitada se acercó a la mesa de trabajo y comprobó los progresos con el artefacto que había recuperado junto al cuerpo de la joven.

    Los eficaces zánganos de Cegé habían hecho un buen trabajo. El aparato, fuese lo que fuese, estaba a medio desmontar y no tardaría en quedar separado en todos sus componentes. Estaba seguro de que, a partir de ese momento, a Cegé no le costaría mucho esfuerzo descubrir exactamente para qué servía y cómo funcionaba.

    Tuvo la extraña sensación de que era algún tipo de arma, aunque no había nada en su apariencia que indicase tal cosa. Lo mismo podría haber sido alguna clase de sensor o incluso un dispositivo de comunicación o quién sabía si algún mecanismo de procesado de información extranjero. Pero no podía quitarse de la cabeza que era un arma.

    Se acercó a la habitación donde estaba la joven y, con un gesto, volvió transparente una de las paredes.

    Estaba sentada junto a la camilla y vestía un mono gris parecido al de Kláiner, aunque adaptado a su talla. Sonreía y parecía estar hablando con alguien. Kláiner pasó la mano por la pared y activó el sonido. Lo que llegó a sus oídos fue un galimatías incomprensible, pero no tardó en darse cuenta de que la de la joven no era la única voz en la habitación.

    —Así que has conseguido descifrar su idioma —dijo en voz alta.

    —No fue difícil —respondió Cegé. El efecto resultaba desconcertante, porque su voz podía oírse perfectamente al otro lado de la pared hablando aún con la muchacha—. Una vez que conseguí que dijera media docena de palabras, pude cotejarlas con mis bancos de datos y encontrar el idioma concreto. Es tembelí, tal como sospechábamos. Y, al igual que el tegnekar, no ha cambiado gran cosa en los últimos setecientos ochenta y dos años, lo que no deja de ser curioso.

    —Increíble —murmuró Kláiner—. Ha cruzado medio mundo para llegar hasta aquí. ¿Por qué?

    —Lo desconozco —dijo Cegé—. Pero si hacemos caso a la Iglesia, los verjóngers vienen de Iratembe; y ella llegó con ellos.

    —Así que ahora hacemos caso de lo que afirma la Iglesia —dijo Kláiner.

    Su cuerpo se había puesto repentinamente tenso, cosa que no le pasó desapercibida a Cegé. Decidió que lo mejor era no decir nada.

    Kláiner se tranquilizó casi enseguida y volvió a examinar a la muchacha. Al verla ahora comprendió que su impresión inicial estaba equivocada. Cierto que era joven, pero ya no parecía una niña. Se movía, hablaba y gesticulaba con la seguridad de un adulto. Y de uno, comprendió, acostumbrado a ser obedecido.

    —Se llama Ibyrada Iapuca —intervino Cegé como si hubiera leído el pensamiento del joven—. Tiene casi diecisiete años y, por la forma en que habla, pertenece a la casta gobernante de Iratembe, aunque no me ha aclarado ese detalle y he preferido no preguntar, al menos de momento. Afirma que estaba en peligro y que usó los portales de los verjóngers para escapar. Los llama «portales verdugos», lo cual no me negarás que resulta muy intrigante. Dice que no tenía ni idea de adónde podía llevarla el portal y no sabe dónde está ni qué lugar es este. Aún no se lo he dicho, pero, salvo que te parezca mala idea, soy partidaria de contarle la verdad, al menos en términos generales.

    —¿Y ella? ¿Dice la verdad?

    —Si miente, tiene un control de su cuerpo envidiable: no he conseguido encontrar la menor discrepancia entre sus palabras y su lenguaje corporal. Quizá deberías hablar con ella. Te puedo traducir lo que diga. O puedes hablar tú mismo con ella si no has olvidado el poco qanramí que logré meter en tu mollera. Ella lo habla con fluidez.

    Kláiner ignoró las últimas palabras de Cegé mientras sopesaba la idea de hablar con la joven. En su interior sintió un impulso extraño que no recordaba haber experimentado antes. Quería hablar con ella. Deseaba hablar con ella, no importaba acerca de qué.

    —Aún no —dijo pese a todo.

    —Como quieras —respondió Cegé, como si el asunto no le importase gran cosa—. ¿Ha ido todo bien? —preguntó, cambiando bruscamente de tema.

    Kláiner sonrió.

    —No podría haber ido mejor. A partir de hoy tendremos ojos y oídos en el mismísimo Alcázar del Cabildo. Ha costado, pero creo que merecerá la pena.

    —Al menos debería hacer más difícil que den contigo y te corten la cabeza. Ya es algo.

    —Es mucho. Pero espero que con el tiempo acabe sirviéndonos para algo más que para la mera supervivencia. Voy a descansar un par de horas.

    —¿Vas a salir esta noche? No preveo nuevas llegadas hoy. Todo está demasiado tranquilo y ya habría detectado alguna de las anomalías habituales si fuera a haber portales esta noche.

    Kláiner consideró la idea unos instantes. Descansar. Tomarse una noche libre. ¿Por qué no? Casi no recordaba la última vez que lo había hecho.

    —No sería la primera vez que se crean portales de forma inesperada —dijo al cabo, mientras negaba con la cabeza—. Y, de todas formas, es bueno que me vean patrullar.

    —¿Bueno? ¿Para quién?

    Kláiner dio media vuelta y se fue sin responder.

    2

    EL HIATO

    volkenskap_cap

    La ciudad era su jardín y, como tal, necesitaba cuidados y supervisión constante. Era su selva y, por tanto, estaba llena de peligros y amenazas. Era su patio de juegos y siempre cabía la posibilidad de un nuevo juguete a la vuelta de la esquina.

    Era todo eso y mucho más.

    Era su hogar y también su infierno particular; no podía ser una cosa sin la otra.

    Era el objeto más preciado del universo y la cosa que más odiaba en el mundo.

    Era lo que había destrozado su vida y aquello que hacía que mereciera la pena seguir viviéndola.

    Mientras se balanceaba entre dos edificios, saltaba a una azotea o se deslizaba por una fachada, comprobando la eficacia del polímero de combate, Kláiner volvía a repasar lo ocurrido hacía dieciocho años. Regresaba una vez más a la misma calle y a las ruinas de la iglesia y revivía de nuevo el momento que lo había convertido en lo que era ahora.

    Cerraba los ojos y se dejaba caer, lanzaba el garfio en el último momento y sentía el tirón bestial en el hombro que le decía que aún estaba vivo. Luego se deslizaba hasta el suelo y aterrizaba como un gato salvaje, furtivo y desconfiado.

    A veces algún ciudadano lo veía pasar frente a su ventana o escalar el edificio de enfrente o cruzar las calles desiertas en su extraño vehículo lleno de ángulos y aristas. La mayoría de ellos, estaba seguro, no harían nada. Algunos, llevados por su deber cívico o por un deseo mezquino de destrucción, avisarían al Cuerpo Inquisitorial de que lo habían visto. Y unos pocos lo mirarían con esperanza y quizá le dieran las gracias en silencio.

    No esperaba el agradecimiento de nadie. Ni siquiera estaba seguro de quererlo. De haberlo recibido, no habría sabido qué hacer con él. Hacía lo que hacía porque no le quedaba otro remedio, porque era el único modo que tenía de poder dormir en paz, porque de lo contrario su vida habría carecido de sentido.

    Nadie más, se juraba cada noche, volvería a pasar por lo que él había pasado; al menos mientras él pudiera evitarlo.

    Trepó hasta lo alto de una de las torres de comunicaciones y contempló desde allí la ciudad, extendida en medio de la noche como un juguete reluciente y hermoso.

    Frente a él, al borde mismo del espacio urbano, uno de los tramos orientales del Paso Elevado salía en dirección a una de las islas agrícolas. El mar se agitaba suavemente a lo lejos, en un arrullo tranquilo y acogedor que atrapaba la luz de la luna.

    Miró hacia lo alto. La tormenta había soltado cuanto llevaba la noche anterior y las estrellas brillaban burlonas sobre el tapiz negrísimo del cielo. A su izquierda, la Espina Dorsal de la Noche, como un camino imposible hasta el corazón del universo, partía en dos el firmamento.

    A veces se sentía como alguien que intentaba curar una decapitación con una venda y lo embargaba la sensación de que nada de lo que hacía tenía el menor efecto a largo plazo. Era un pensamiento que no se permitía muy a menudo, pero contra el que en ocasiones no podía luchar.

    Llevaba diez años matando monstruos, pero estos no dejaban de venir, como si su número fuera infinito. No podía estar en todas partes a la vez y aquellos que salvaba no compensaban por todos los que había sido incapaz de proteger. Algún día las fuerzas le fallarían, los verjóngers o el Cuerpo Inquisitorial lo abatirían y entonces Volkenskap volvería a estar indefensa. Nada de lo que hubiera hecho habría servido para nada.

    A menos que…

    Por primera vez desde que se había convertido en el Hereje, sentía que todo era distinto. Que de verdad tenía la oportunidad de marcar la diferencia. No simplemente poner un mal parche en una herida que nunca dejaba de supurar, sino terminar de una vez por todas con la enfermedad. Por eso no había podido dejar a la joven en la calle, por eso había sentido el impulso de llevársela a la cueva. Presentía que en ella estaba la clave, al menos en parte, para cambiar las cosas y cumplir por fin la promesa que les había hecho a sus padres muertos.

    Curiosamente, ese era el mismo motivo por el que no se atrevía aún a hablar con ella, como si el hecho de empezar a comunicarse supusiera un punto de no retorno.

    Cuando volvió a la cueva al amanecer descubrió que el artefacto ya había sido completamente desmontado y que casi dos docenas de zánganos se arracimaban a su alrededor, ocupados y laboriosos.

    La joven dormía, en apariencia sin que nada la preocupase o turbase su sueño. Se la quedó mirando largo rato, antes de quitarse el traje de combate y darse la ducha de todas las mañanas.

    Casi en el centro exacto de Volkenskap se alza una pequeña colina. Ocupa una considerable porción del centro de la ciudad y está protegida por una enorme cúpula que resulta casi invisible, salvo por los ocasionales reflejos y destellos cuando un haz de luz incide sobre ella en el ángulo adecuado.

    En la cima de la colina, un edificio de aspecto imponente y recargado se cierne sobre todo cuanto lo rodea con altanería y suspicacia, como un amo desconfiado.

    Sobre el pórtico de entrada se puede leer una máxima que en teoría describe los secretos de un buen gobierno:

    Imagen 5

    Tales palabras han sido ignoradas una y otra vez por los gobernantes de la ciudad, para los que el respeto por la verdad, en lugar de la base de toda moral, es un arma que arrojar al rostro del adversario o la ocurrencia pueril de un idiota en función de las circunstancias.

    Las laderas están casi completamente ocupadas por los amplios jardines municipales, que solo pueden cruzarse a pie y que los ciudadanos más afortunados recorren por puro placer cuando tienen tiempo libre. Allí se vive en una primavera perpetua en la que los arbustos siempre están en flor, los árboles jamás pierden las hojas y la hierba parece en todo momento recién segada.

    Tegnekares con menos suerte se encargan de su mantenimiento y se ocupan de que estén limpios, bien cuidados y lozanos mientras los cerebros gelificados controlan la temperatura, la humedad, los nutrientes del suelo o la cantidad de luz solar que atraviesa la cúpula.

    La gran mayoría de los ciudadanos nunca han puesto la vista en los jardines, mucho menos los pies, pero a veces sueñan con ellos, con pasear por ellos o quizá con prenderles fuego; tal vez con ambas cosas.

    En un extremo de los jardines en dirección norte se alza lo que parece un enorme cubo negro, totalmente desprovisto de adornos, carente de ventanas que se puedan ver desde el exterior y con una sola puerta que casi pasa desapercibida. Lo llaman el Biskóper y es la residencia del Consistorio.

    Su contraste con el otro edificio, casi un palacio, ostentoso e imponente, no podría ser mayor; y el hecho de que uno esté en lo alto de la colina y el otro en lo más bajo de una de las laderas no parece casual. Qué implica esa ausencia de azar ya es algo en lo que no todo el mundo está de acuerdo, y las interpretaciones sobre la disparidad de aspectos y de localización son casi tantas como ciudadanos.

    Si alguien con intenciones hostiles intentara llegar al edificio sobre la colina no tardaría muchos pasos en ser detenido, cuando no directamente volatilizado por el eficaz sistema de defensa controlado por media docena de cerebros gelificados que viven única y exclusivamente para asegurarse de que solo aquellos con la debida autorización se acercan al Alcázar del Cabildo. Dicen las malas lenguas que alguna vez han volatilizado por error a un jardinero o un encargado de los desperdicios. Dado que hay muchos más de donde salieron los muertos, eso no importa demasiado. El chiste tal vez les haría menos gracia si el volatilizado fuera un burgués o, el Inefable no lo permita, un miembro de las clases altas.

    Todo ese sistema de seguridad es transparente para el visitante autorizado, por supuesto, quien se limita a pasear por un extenso espacio verde de senderos amplios en un terreno que se eleva poco a poco hasta desembocar en el edificio donde viven aquellos que rigen los destinos de la ciudad.

    El Cabildo se reúne en una sala circular abovedada alrededor de la cual hay varios despachos destinados a los cabildantes y sus edecanes. Más allá se extiende la zona residencial y, al fondo, elevándose por encima del resto del edificio como una joroba que le hubiera salido en la espalda, lo que parece ser un observatorio astronómico o un planetario.

    —¿Ya sabes lo que es? —preguntó Kláiner sin apartar la vista de lo que yacía sobre la mesa del taller. Los zánganos se arracimaban alrededor de lo que había sido el artefacto encontrado junto a la joven y que ahora mismo parecía un enorme montón de virutas metálicas—. O quizá debería decir: ¿ya sabes lo que era?

    —Si no lo sé, estamos en un buen apuro, ¿verdad, niño? —respondió Cegé con un deje irónico.

    —Eso parece —dijo Kláiner, siguiéndole el juego.

    —Ya deberías saber de sobra que las apariencias, como casi todo en esta vida, engañan. He conseguido reducir el artefacto a sus componentes fundamentales y los he analizado.

    —«Reducir» —dijo Kláiner como si el término le fuera desconocido—. Sí, una palabra excelente. Muy sonora. Muy contundente. También podríamos decir, por ponernos un poco técnicos, ya sabes, que te lo has cargado.

    —Eso es lo que parece. Y como te acabo de decir, niño, las apariencias…

    Kláiner tomó asiento frente a la mesa del taller y alzó las manos, rindiéndose.

    —De acuerdo, explícate.

    —A menos que una carga eléctrica de bajísima intensidad y con una frecuencia concreta recorra continuamente el aparato, este se descompone y se transforma en las virutas metálicas que ves, que no son tales sino sofisticados microcomponentes. Al principio creí que se trataba de nuestra vieja y fiable tecnología de miniaturización, lo cual habría tenido implicaciones muy interesantes. Pero tras analizar los componentes y el modo en que trabajan entre ellos he llegado a la conclusión de que se trata de una técnica alqufeña, lo cual tiene más sentido. Es más burda que el método tegnekar, tal vez, pero no menos eficaz.

    »Volviendo al tema, he interrumpido la carga eléctrica y ya ves cuál ha sido el resultado: el aparato se ha descompuesto en sus microcomponentes. Sospecho que es un mecanismo de defensa para evitar su uso no autorizado.

    —Y, por supuesto, antes de hacerlo, te has asegurado sin posibilidad de error de que en cuanto vuelvas a aplicar la carga, el aparato se reconstruirá.

    —Estoy razonablemente segura de que eso es lo que va a ocurrir. —Kláiner se mordió el labio intentando mantener la calma y se dijo de nuevo que Cegé nunca bromearía de ese modo a menos que estuviera segura del todo—. Eso es lo que pasó las otras siete veces que lo probé. No hay motivos para suponer que ahora vaya a ser distinto.

    —Condenada…

    Hubo un chisporroteo y, al instante, las virutas metálicas empezaron un baile frenético. Cuando este terminó, había cinco piezas sobre la mesa, con aspecto de encajar a la perfección unas con otras. Kláiner contuvo un suspiro de alivio y dejó salir el aire muy despacio.

    —Vale. Sabes cómo desmontarlo y cómo volver a montarlo. ¿Qué más sabes?

    —Es un arma. —Kláiner asintió, complacido al ver que sus sospechas se confirmaban—. Un arma multipropósito sumamente versátil, capaz de adaptarse a numerosos escenarios de combate. Estoy segura de que su fabricante habría dicho «a cualquier escenario de combate imaginable», pero ya sabes lo mucho que os gusta exagerar a los humanos. O la poca imaginación que tenéis, es algo que nunca me ha quedado demasiado claro. Está personalizada para un individuo en concreto. En este caso, nuestra invitada. Dado que tenemos abundantes muestras de sus células, no me ha resultado muy difícil activarla.

    Los zánganos ensamblaron las cinco piezas. Al instante, una larga y delgada hoja metálica asomó a uno de los extremos del artefacto.

    —Una espada. Una de sus funciones más básicas. Ni de lejos la única. —Mientras Cegé hablaba, la espada desapareció en el interior del artilugio para ser sustituida por una potente y concentrada llama de plasma, que enseguida se desvaneció para dejar paso a lo que parecía un lanzador de proyectiles que no tardó en ser sustituido por un pequeño escudo—. La cantidad y variedad de armas que es capaz de generar resulta escalofriante, y esa es solo una de sus numerosas funciones.

    Kláiner se llevó la mano al mentón, que parecía estar pidiendo un afeitado a gritos. El brillo de entusiasmo en su mirada era más que evidente.

    —Sé lo que estás pensando —dijo Cegé. Parecía enormemente divertida, a juzgar por su voz—. De hecho, lo que tienes en mente no debería ser muy difícil de conseguir… Pero no estoy segura de que comprendas realmente qué es. —De pronto, el arma volvió a quedar dividida en cinco componentes—. Examínalos.

    Kláiner frunció el ceño, pero hizo como Cegé le pedía. Fue minucioso y concienzudo y, cuando acabó, tenía el ceño aún más fruncido que al empezar.

    —Es absurdo —dijo—. No tiene fuente de energía. Al menos no una lo bastante potente para que pueda funcionar como me has descrito.

    —¡Perfecto! Te has dado cuenta tú solito. Estoy impresionada, mi niño. A lo mejor aún puedo hacer de ti alguien que valga la pena y que sepa atarse los cordones de las botas sin ayuda. En efecto, no tiene fuente de energía. Aunque para ser más exactos habría que decir que la fuente de energía no está dentro del artefacto.

    —¿Qué demonios quieres decir?

    —Si lo hubieras podido examinar más de cerca, como lo han hecho mis zánganos, habrías visto que lo que sí que tiene es un minúsculo generador de portales.

    —¿Puede invocar verjóngers? —preguntó Kláiner, incrédulo—. ¿Es así como los traen a Volkenskap, con un artefacto de estos? ¿Nuestra invitada los estaba enviando y quedó atrapada sin querer?

    Miró hacia la habitación de la joven, que tenía las paredes opacadas. Tenía los puños apretados y la mandíbula crispada.

    —Tranquilo. No es lo que piensas —dijo Cegé—. O puede que sí, pero si nos envían los verjóngers desde Iratembe como dice la Iglesia, no es con un artilugio de estos. El portal que genera no es de esa clase.

    Kláiner frunció el ceño.

    —¿Hay clases de portales?

    —¿Por qué no? Si hay más de una forma de despellejar un oso, ¿por qué solo va a haber una única forma de crear portales de transporte? —Chasqueó la lengua, decepcionada al ver que su chiste era ignorado—. Los portales que usan los verjóngers tienen una firma energética extraña, torcida, como si de algún modo manipularan pautas ajenas al universo. De hecho, eso es lo que nos permite detectarlos antes de que se formen.

    »Esa pauta no coincide con la generada por el artefacto. La energía que se libera cuando lo activo sigue esquemas totalmente normales.

    Kláiner no parecía muy convencido. Acabó por aceptar las palabras de Cegé al cabo de un rato.

    —De acuerdo, el maldito cachivache genera un portal. ¿Para qué? ¿Me vas a decir que transporta a través de él todas las armas que necesita? ¿Desde dónde?

    —No, no es eso. Lo que obtiene a través del portal no es otra cosa que energía. Toda la que necesite durante todo el tiempo que haga falta. La transforma en una especie de plasma que utiliza luego para fabricar las distintas armas y herramientas.

    —¿Y de dónde saca esa energía?

    —Voy a pecar de optimista y a suponer que te acuerdas de lo que te dije acerca de Iratembe y su habilidad para manejar fuentes de energía poco usuales. Hay pocas cosas en las que los distintos bandos de la Cuarta Guerra de las Realidades estuvieran de acuerdo, pero una de ellas es que fue Iratembe la que provocó la Expansión de la Esquirla con una de sus investigaciones en busca de nuevas fuentes de energía. Como sea, está claro que este artefacto la obtiene de un lugar en el que, evidentemente, es algo que sobra y de donde se puede extraer a paletadas sin que el conjunto se resienta. De lo contrario, el arma no serviría para muchos usos.

    Kláiner meneó la cabeza.

    —No hay un lugar así en todo el mundo —dijo, incrédulo.

    —Eso es lo que insiste en decirme mi banco de datos, en efecto. Si hacemos caso de la información que tengo almacenada en mis archivos, no hay un lugar así en todo el universo, conocido o por conocer.

    —Entonces, lo que me acabas de contar es imposible.

    —Solo si aceptas que la información que tengo es correcta y completa.

    La expresión de desconcierto en el rostro de Kláiner resultaba casi cómica.

    —No lo entiendo —confesó.

    —Y yo no puedo explicártelo aún —dijo Cegé en un tono extraño—. Lo peor es que tengo la sensación de que debería saberlo. De que en alguna parte de mi memoria está la explicación del funcionamiento del condenado cacharro, pero por más que la busco no doy con ella. —Guardó silencio durante un instante—. Tengo un hueco —dijo de pronto—. Hay un hueco en mi memoria.

    Sonaba incrédula, pero también desvalida, y aquel era un tono que Kláiner nunca había oído en la voz de Cegé. Sintió un escalofrío y trató de contenerlo con todas sus fuerzas. Durante la mayor parte de su vida, el cerebro gelificado había sido un bastión de fortaleza, un ancla que ninguna tormenta podía mover, abatir o traspasar. Ella lo había mantenido en pie cuando se conocieron, lo había ayudado a seguir adelante, le había dado un objetivo y le había mostrado cómo alcanzarlo. Siempre que necesitaba algo, ella estaba allí, preparada para dárselo. Maldición, Cegé había hecho de él lo que era y verla de pronto indefensa hacía que el mundo a su alrededor se tambalease.

    —Lo siento. No pretendía inquietarte —dijo el cerebro gelificado en un tono de voz exquisitamente neutro—. Acabo de darme cuenta de que hay una zona de mi memoria secundaria relacionada con las teorías científicas de Iratembe a la que no tengo acceso. Es raro de narices. Hace un momento ni siquiera era consciente de que hubiera zonas de mí misma que me fueran desconocidas. Ha sido ahora, al considerar la idea de que quizá este no sea el único universo que conocemos cuando tal vacío se ha hecho patente. La información está ahí, dentro de mí, pero no puedo llegar a ella. —Una pausa—. Aún.

    Kláiner asintió.

    —Pero podrás, estoy seguro.

    Intentaba sonar lo más esperanzado, seguro y rotundo posible.

    —Seguramente.

    La pausa que siguió fue uno de los momentos más incómodos en la vida de Kláiner.

    —Mientras tanto lo mejor es que nos limitemos a ser prácticos —dijo luego Cegé—. Lo que tenemos aquí es un aparato que puede acceder a una fuente de energía prácticamente ilimitada y canalizarla para fabricar armas. Lo demás… ya veremos.

    Cegé tenía razón. Ser práctico era lo mejor. Tiempo habría para que el cerebro gelificado desentrañase aquellos misterios. Pero al pensar en lo frágil que había sonado la voz de Cegé al reconocer que tenía un hueco en la memoria ya no estaba tan seguro.

    Prácticos, maldita sea, seamos prácticos.

    —¿Puedes conseguir…?

    —Mis zánganos están trabajando en ello —le interrumpió Cegé, adelantándose a su petición—. Llevará un tiempo, porque saber cómo funciona algo y reproducir ese funcionamiento son cosas distintas. Además, hay ciertas mejoras sobre el original que creo que puedo implementar, especialmente en lo que se refiere a miniaturizar determinados componentes. Todo eso me llevará un tiempo. Pero tendrás tu propio cachivache. Tienes mi palabra.

    Kláiner sonrió feroz.

    Alrededor del sargento se veía el mismo paisaje prosaico de mar, nubes y cielo despejado que había visto cientos de veces. A sus espaldas, el Paso Elevado se extendía hasta llegar a Volkenskap; frente a él, la carretera seguía hacia el este… hasta que se interrumpía de pronto a casi dos mil metros.

    El Hiato.

    Nadie sabía qué clase de catástrofe había roto casi quinientos años atrás el Paso Elevado, pero todo el mundo coincidía en que tenía que haber sido algo de proporciones verdaderamente colosales, teniendo en cuenta que el complejo sistema de carreteras que conectaba las islas llevaba intacto desde su creación hacía más de setecientos años y en todo ese tiempo no había necesitado mantenimiento alguno. De hecho, cualquier intento de tomar una muestra había sido inútil, no digamos ya de quebrar o romper el material que recubría las diferentes carreteras.

    Pero la evidencia estaba frente a él. En algún momento del pasado había ocurrido algo que había hecho que un tramo de varios quilómetros se desmoronase, cortando el contacto directo entre el archipiélago y el continente. ¿Algún tipo de desastre natural? ¿Un acto deliberado de terrorismo por parte de alguna facción durante las Guerras Civiles? ¿Un ataque desde el continente? Cualquiera de las tres opciones creaba más preguntas que las que respondía.

    Su presencia en aquel lugar obedecía a un protocolo estúpido de los viejos días anteriores a las Guerras Civiles que, por algún motivo ignoto, el Cabildo Municipal había decidido mantener. En su día, había sido habitual mantener un destacamento vigilando la sección del Paso Elevado que comunicaba con el continente, una especie de mezcla de control de aduanas, bienvenida a los viajeros y representación diplomática.

    Hacía siglos que no recibían embajadores desde el continente y muy pocos viajeros. Y, en todo caso, estos habrían ido directamente por barco al archipiélago, como solían hacer los comerciantes de Gekerf.

    No ignoraba el verdadero motivo por el que estaba allí, ni por qué lo acompañaban aquellos inquisidores. Y, sobre todo, tenía muy claro por qué el Cabildo mantenía activo aquel puesto avanzado.

    Era un castigo. Una forma de sancionar a los inquisidores que, por un motivo u otro, habían caído en desgracia ante el gobierno municipal.

    Maldijo una vez más entre dientes, comprobó de nuevo el estado de su hombrera de batalla y repasó las posiciones de sus subordinados. No vio nada fuera de lugar, lo que al menos le habría dado la oportunidad de echar un buen rapapolvo, así que tuvo que conformarse con seguir esperando, por muy convencido que estuviese de que estaba malgastando el tiempo.

    Algo se agarró de pronto a sus tripas, algo que no era vértigo por más que se empeñase en identificarlo como tal. Frente a él, el aire tembló y por un instante tuvo la sensación de que todo cuanto veía se arrugaba y crujía, como si estuviera pintado sobre una hoja de papel y una mano enorme la estuviera estrujando. El aire empezó a brillar y de repente hubo un fogonazo de luz que lo dejó medio ciego, al mismo tiempo que la mano que tiraba de sus tripas daba un empujón final que casi lo postró de rodillas.

    Parpadeó, confuso, y trató de recuperar la compostura. Lo consiguió al cabo de unos segundos y se dio cuenta de que aquella extraña sensación ya había pasado y las cosas habían vuelto a la normalidad… salvo por el detalle de que, frente a él, donde hacía un momento no había más que aire, podía ver tres individuos vestidos de negro con un extraño casco que les tapaba el rostro. Una pieza curva, quizá un visor, les ocultaba los ojos y reflejaba con una perfección dolorosa lo que había enfrente.

    Le pareció que, tras ellos, medio difuminado como si estuviera perdiendo consistencia, se extendía un larguísimo túnel al otro lado del que podía verse una habitación llena de máquinas y lucecitas. Parpadeó y el túnel se desvaneció.

    El sargento tomó aire, intentó guardarse las preguntas para más tarde y, con un gesto de la mano, dio una orden al resto del destacamento. Los inquisidores, tras un momento de vacilación, se desplegaron alrededor de los recién llegados.

    El sargento dio un paso y alzó la mano derecha. En lo más hondo de su mente, una vocecilla indecisa se preguntaba si aquello no sería alguna nueva clase de verjónger. Tonterías, se dijo. Se estaba comportando como un condenado novato.

    —Bienvenidos en nombre del Cabildo de Volkenskap —saludó en vacilante qanramí, siguiendo un protocolo que jamás habría creído que llegaría a usar—. Os acompañaremos a la ciudad.

    Los tres desconocidos se intercambiaron una mirada o por lo menos cada uno cabeceó en dirección a los demás. El más alto avanzó hacia el sargento y pareció examinarlo un par de segundos.

    —Eso no será necesario —respondió en el mismo idioma. Su voz sonaba metálica, impersonal, como si la produjera una máquina—. Pero nos vendrán bien vuestros vehículos.

    La comprensión del qanramí por parte del sargento no era gran cosa, pero, si lo había entendido bien, aquel idiota pretendía que los inquisidores volvieran andando a la ciudad. ¿Tenía la menor idea de la distancia que había? Procuró mantener el gesto impasible mientras respondía, tratando de no hacerse un lío con las palabras:

    —Sitio en vehículos para todos.

    El desconocido no reaccionó.

    —Eso es irrelevante —replicó al fin.

    ¿O había dicho «indiferente»? Al cuerno, qué más daba.

    —Claro —respondió el sargento—. No puede permitir mováis sin escolta. Lo siento. No apropiado. Nosotros acompañamos.

    —Hay otras opciones —dijo el desconocido.

    Por primera vez el sargento se dio cuenta de que en el brazo derecho de aquel tipo había una especie de aparato. De forma vagamente cilíndrica y con varias protuberancias, se ajustaba al antebrazo y a la mano de su portador y, de algún modo, parecía cambiar ligeramente de configuración cada vez que este se movía. Sin saber muy bien por qué, el sargento lo encontró amenazador y con un gesto de la mano ordenó a los inquisidores que estrecharan el cerco alrededor de los recién llegados.

    El desconocido alzó el brazo y cerró el puño. Luego, demasiado rápido para que la vista lo siguiera, lo incrustó en el pecho del sargento. Este no pareció acusar el golpe, hasta que se dio cuenta de que tenía medio cuerpo atravesado por algo frío y afilado que le asomaba por la espalda.

    Incapaz de sentir dolor, contempló sin creérselo del todo aquella cosa clavada en su pecho y alzó la vista en dirección al desconocido. Le pareció notar algo que sonaba como un ronroneo y de pronto tuvo la sensación clara y precisa de que todo su cuerpo se estaba haciendo pedazos.

    Tras él, los inquisidores se habían quedado completamente inmóviles, incapaces de creer lo que estaba pasando. Aún no se habían recuperado de la sorpresa cuando el sargento desapareció de repente en una nube de ceniza gris y roja mientras los tres recién llegados avanzaban hacia ellos.

    Salieron enseguida de su inmovilidad, amartillaron las armas y se prepararon para vender caras sus vidas. Así lo hicieron, al menos por unos segundos.

    Kláiner contemplaba a su invitada con la impunidad que le daba saber que ella no podía verlo a él. Se mantenía tranquila, como lo había estado desde el momento en que despertó, y en ningún caso se comportaba como si se sintiera inquieta por no poder salir de la habitación. Hablaba con Cegé en su extraña lengua y, de vez en cuando, examinaba alguno de los objetos que había a su alrededor, todos ellos sumamente prosaicos y cotidianos; a juzgar por la expresión de su rostro, para ella debían de ser totalmente nuevos. Unas horas atrás, durante la comida, Kláiner la había visto usar la pala y el trinchador. La joven se había quedado mirando los cubiertos como si no supiera para qué demonios servía todo aquello y a su rostro asomó una expresión de regocijada sorpresa cuando comprendió de repente cómo se usaban.

    Antes o después tendría que hablar con ella. El lenguaje no era un problema. El qanramí de Kláiner era, en el mejor de los casos, vacilante, pero Cegé había descargado un traductor simultáneo al circuito de su capucha, de modo que entenderla y hacerse entender por ella sería sencillo. Sin embargo, seguía dudando, no sabía muy bien por qué.

    —¿Temes que no te dé ninguna respuesta o que te dé demasiadas? —le había preguntado Cegé unos minutos atrás.

    No había sabido muy bien qué responderle. Ambas ideas lo llenaban de miedo, cada una a su manera. Tanto una como la otra harían que el futuro cristalizara sin posibilidad de dar marcha atrás.

    Las cosas tenían que cambiar, de un modo u otro, y la joven al otro lado de la pared podía ser precisamente el motor que necesitaba para que cambiasen.

    Solo que ¿hacia dónde?

    Mientras seguía observándola por el rabillo del ojo, examinó el informe de sus zánganos espía en el Cabildo. Los había instalado hacía un par de días, aunque el proceso en sí le había llevado casi dos años: crear la empresa de mantenimiento y limpieza, ir haciéndose una reputación, conseguir los primeros contratos municipales y, finalmente, obtener el nivel de seguridad suficiente para poder moverse con cierta libertad por el Alcázar del Cabildo.

    La empresa, por otro lado, no solo era legítima, sino que daba unos sorprendentes beneficios que Kláiner, entre incrédulo y regocijado, había invertido aconsejado por Cegé en varias compañías con una línea de negocio sólida y pensamiento largoplacista. Sus casi veinte empleados eran buenos profesionales y estaban encantados de trabajar en una empresa que sabía reconocérselo de forma adecuada, con buenos sueldos y mejores horarios. Kláiner procuraba dejar que las cosas marcharan por sí solas, convencido de que aquello que iba bien no necesitaba supervisión. «Si funciona, no lo toques», solía decir su padre, una frase que él había hecho suya casi sin darse cuenta y que ahora guiaba buena parte de su vida en la mayoría de las identidades civiles de quita y pon que había ido adoptando con el correr de los años.

    A ninguno de sus empleados le sorprendió que Kláiner fuera con ellos al Alcázar del Cabildo. Todos lo conocían y lo aceptaban como un eventual que hacía trabajos para la empresa con cierta regularidad. Estaban acostumbrados tanto a su presencia como a sus largas ausencias, así que nadie vio nada raro en el hecho de que se uniera al equipo que iba a llevar el mantenimiento del Alcázar del Cabildo.

    Con discreción y sin hacerse notar, no le fue muy difícil situar los microzánganos espía allí donde le interesaba. Había lugares a los que no tenía acceso, pero era algo con lo que ya contaba. Confiaba en poder entrar en ellos antes o después. Era cuestión de paciencia y de perseverancia. Aunque la mayoría de los zánganos eran estacionarios, unos cuantos eran móviles y los había dispersado por todo el Alcázar con instrucciones de pasar lo más desapercibidos posible y, al mismo tiempo, colarse en todos los sitios que pudieran. Bastaba una pequeña puerta entreabierta para que las minúsculas maquinitas aprovecharan la oportunidad. En cuanto encontrasen un lugar al que hasta entonces no hubieran tenido acceso, tenían que hacer copias estacionarias de sí mismos y continuar explorando.

    El primer día no había obtenido gran cosa. La Primera Cabildante había pasado un buen rato dentro del observatorio astronómico, lo cual podía implicar algo tan prosaico como que le gustaba mirar las estrellas. Aunque el hecho de que el observatorio fuera precisamente uno de los pocos lugares a los que su identidad civil no había tenido acceso no parecía augurar nada inocente. Por supuesto, el secretismo podía ocultar un pecado inconfesable que no tuviera nada que ver con lo que a Kláiner le interesaba, pero era algo que tendría que investigar.

    Cerró la conexión y se volvió de nuevo hacia la pared transparente. La joven centraba toda su atención en lo que le mostraba un monitor. Kláiner amplió la imagen y pudo ver una página dividida en dos columnas. En la de la derecha, distinguió varias palabras en su idioma y alfabeto. En la izquierda había algo sumamente extraño.

    —¿Tembelí? —preguntó, sin darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.

    Cegé no respondió, aunque Kláiner sabía que por fuerza tenía que haberlo oído.

    La joven estaba aprendiendo su idioma, lo cual no solo era una actitud inteligente, sino que mostraba una capacidad de disciplina y una flexibilidad mental que no eran muy comunes. Se preguntó una vez más quién era y por qué había ido a parar allí. Luego, en lo más hondo de su mente, oyó la voz imaginaria de Cegé diciéndole que solo tenía que preguntárselo a ella.

    Aún no, se dijo, pese a todo. Todavía no.

    3

    SIN SALIDA

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    Lug Vanyarr, Primado de la Iglesia de Elantegnek, se quitó el pesado ropón ceremonial y lo colgó de la percha, como hacía todas las tardes antes de retirarse a sus aposentos privados. Y, como todas las tardes, su amanuense le preguntó:

    —¿Alguna cosa más, Celsitud?

    —No, gracias. Puedes retirarte.

    La rutina era tranquilizadora, como un arrullo, una nana susurrada a media voz. Y por eso mismo, Lug lo sabía bien, era peligrosa. Sin embargo, ¿cómo escapar de la rutina? ¿Cómo huir de aquella jaula dorada en la que llevaba encerrado algo más de seis meses y de la que la única salida posible parecía ser la muerte?

    No tenía vocación de líder. Nunca la había tenido. Era un contable eficaz al servicio de la Iglesia y, en un tiempo, había sido un mayoral lleno de dudas sobre la verdadera naturaleza del Inefable en un redil apartado y minúsculo al que nadie prestaba demasiada atención.

    Había sido un hombre de Dios toda su vida. Criado en uno de los cenobios de las islas periféricas dedicadas a la agricultura, no recordaba nada de sus padres biológicos. Suponía que, como tantos otros niños, había venido al mundo sin ser esperado ni deseado en una familia que probablemente no tenía recursos suficientes para mantenerlo. Entregarlo a la Iglesia era

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