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La simiente de la Esquirla
La simiente de la Esquirla
La simiente de la Esquirla
Libro electrónico508 páginas7 horas

La simiente de la Esquirla

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Información de este libro electrónico

Kláiner es el Hereje, matador de monstruos, azote de verjóngers, enemigo público número uno, y la ciudad es su jardín; su selva, llena de peligros y amenazas; su hogar y su infierno particular; el objeto más preciado del universo y aquello que más odia en el mundo.
Esta noche la caza va a ser distinta, y la visitante inesperada que se materializa junto a los monstruos va a estremecer los cimientos del mundo de un modo que nadie puede imaginar.
La simiente de la Esquirla es la primera entrega de El Hueco al Final del Mundo, la nueva obra de Rodolfo Martínez, en la que el autor asturiano echa el resto y construye la que sin duda es su obra más ambiciosa. En este primer volumen asistimos a la presentación del mundo y de los principales personajes mientras la historia se va construyendo poco a poco a su alrededor y la trama comienza a tomar forma.
"Un libro ambicioso que nos presenta un mundo imaginativo y tremendamente original, lleno de maravillas y exotismo. El inicio de una saga que está llamada a hacer historia en la ciencia ficción española."
Elías F. Combarro, administrador de Sense of Wonder.
"Una novela llena de imaginación, de referencias, de crítica, de aventuras. Compleja, profunda y a la vez muy cercana. El inicio de una saga que transmite pasión en cada frase y con la que su autor dejará huella."
Laura S. Maquilón, editora de la revista Windumanoth.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 feb 2020
ISBN9788412042962
La simiente de la Esquirla
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Vista previa del libro

    La simiente de la Esquirla - Rodolfo Martínez

    RODOLFO MARTÍNEZ

    EL HUECO AL FINAL DEL MUNDO

    VOLUMEN I

    LA SIMIENTE DE LA ESQUIRLA

    EL HUECO AL FINAL DEL MUNDO

    I

    LA SIMIENTE DE LA ESQUIRLA

    II

    EL VERDE ENTRE LAS SOMBRAS

    III

    LOS CUANDOS DEL AHORA

    IV

    EL ROSTRO DEL VACÍO

    V

    CRÓNICAS DE DUNIYA

    EN LA ORILLA DEL VERDE

    APÉNDICES

    VI

    EL LARGO Y TORTUOSO CAMINO

    Primera edición: Febrero, 2020

    © 2020, Sportula por la presente edición

    © 2020, Rodolfo Martínez

    Revisión de textos: Laura Soriano

    Diseño de cubierta: Sportula

    Ilustraciones interiores: Luccer_art

    ISBN (obra completa, rústica): 978-84-120429-1-7

    ISBN (obra completa, ePub): 978-84-120429-3-1

    ISBN (volumen I, rústica): 978-84-120429-4-8

    ISBN (volumen I, ePub): 978-84-120429-6-2

    SPORTULA

    www.sportula.es

    sportula@sportula.es

    SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

    Prohibida la reproducción sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor. Para obtener más información al respecto, diríjase al editor en sportula@sportula.es

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    PRÓLOGO

    I

    La semilla

    —El mundo ha cambiado —dijo Tumai no Maish.

    No era una pregunta. Lo afirmaba con rotundidad, como si no hubiera posibilidad de error.

    —Claro que ha cambiado —le respondió su hija, Tumai no Kif—. La expansión explosiva de la Esquirla de materia exótica de los tembelí lo ha cambiado.

    Maish meneó la cabeza.

    —No hablo de eso. —Entrecerró los ojos, como si buscara algo—. Aunque está relacionado. Todo tiene que ver con la Esquirla. Duniya entera va a tener mucho que ver con la Esquirla a partir de ahora. No va a poder evitarlo. —Se detuvo de pronto con gesto de estar buscando un pensamiento esquivo—. No. Es otra cosa. Es menor. Es más importante. Es… No sé qué es, pero el mundo ya no tiene el mismo tamaño. Ha crecido.

    —¿De qué estás hablando, rithi?

    La propia Kif se sorprendió al usar aquel diminutivo cariñoso que no había vuelto a salir de sus labios desde la infancia.

    —Ha crecido para albergar algo que antes no estaba en él. Algo minúsculo, pero esencial.

    Kif frunció el ceño. Su madre siempre había sido una mujer excéntrica, pero desde la Expansión de la Esquirla parecía vivir fuera del mundo. De todos modos, no la contradijo. No tenía tiempo para discutir con ella. Un país medio destrozado la estaba esperando para que lo pusiera en pie y los asuntos personales eran secundarios.

    Se fue poco después y se prometió a sí misma que enviaría a alguien para que cuidara de su madre y se ocupara de ella. Atrapada en la vorágine de trabajo sin fin que implicaba coordinar la reconstrucción de Yajim tras la catástrofe que había supuesto la Expansión de la Esquirla, no volvió a pensar en ella hasta unos días más tarde. Se dijo que se estaba preocupando innecesariamente y que en el complejo en el que residía Maish tenían personal competente y cuidarían de ella. Luego volvió a sumergirse en el trabajo.

    Había pasado un mes cuando la vio de nuevo y casi no la reconoció. La persona arrodillada que contemplaba un diminuto punto de luz frente a ella no era la mujer robusta de carnes opulentas que recordaba. Estaba prácticamente en los huesos y su rostro ya no era el rostro redondo y apacible de su madre, sino una máscara llena de ángulos abruptos que parecía concebida para la severidad.

    —¿Rithi? ¿Qué has hecho, rithi? —preguntó alarmada.

    ¿Por qué nadie la había avisado del deterioro del estado de su madre? ¿Estaban locos o qué? ¿Es que pensaban dejarla morir de hambre? ¿Qué clase de sitio era aquel?

    Iba a dar media vuelta y llamar a voces al personal del complejo cuando sintió una mano en el brazo. Una mano fría y huesuda que no era, no podía ser, la de su madre. Se volvió. Los ojos de Maish no habían cambiado, pero todo lo demás pertenecía a otra persona.

    —¿Qué te han hecho?

    —Nada. Nadie me ha hecho nada. Ja. Como si pudieran hacerme algo si yo no les dejo. No ha pasado nada.

    —¿Cómo puedes decir eso? Mírate. Estás al borde de la muerte.

    Maish sonrió, pero al hacerlo la piel se le tensó como si fuera un tambor.

    —Vida. Muerte. No son tan distintas. Lo sé. He estado allí. He vuelto. —Miró a los lados, como para asegurarse de que nadie más estaba escuchando—. Varias veces —añadió con una sonrisa pícara que transformó su rostro en el de la niña más avejentada del universo. Se señaló de pronto la cara con un ademán nervioso de las manos sarmentosas—. Esto tiene arreglo. No te preocupes. No es importante.

    Kif apretó la mandíbula y contuvo las lágrimas. Ya lloraría más tarde, cuando fuera el momento adecuado. Ahora había que arreglar aquel condenado estropicio. Cuando el gerente de aquel lugar cayera en sus manos iba a lamentar haber descuidado a su madre. Tendría suerte si no acababa en uno de los campos de reubicación forzosa.

    No tengo tiempo para esto, se dijo. Se arrepintió al momento mismo de haberlo pensado, pero ya era tarde. Además, era verdad. No tenía tiempo para aquello.

    —No te preocupes, lo arreglaré. Haré que venga alguien. Uno de mis ayudantes. Él se encargará de ti.

    Maish sonrió de nuevo y Kif reprimió un escalofrío ante aquella visión de ultratumba.

    —Si es lo que quieres, que venga, claro que sí. Que vengan todos. No necesito a nadie, pero si eso hace feliz a mi niña… —Se quedó inmóvil de pronto, como si se hubiera olvidado de lo que estaba diciendo—. ¡Pero todavía no te lo he enseñado! ¡Tienes que verlo!

    —Rithi, ahora no puedo.

    —Ven.

    Una mano huesuda tiró de Kif, quien no tuvo fuerzas para resistirse. La llevó hasta el lugar en el que había estado arrodillada y le mostró el diminuto punto de luz que había estado mirando.

    —¿Ves? —dijo—. Aquí está.

    Al principio Kif ni se molestó en mirar, demasiado horrorizada por el estado de su madre, demasiado preocupada por todo lo que dejaba pendiente y a medias solo con estar allí, demasiado furiosa con las personas que habían permitido que el estado de su madre se deteriorase de ese modo. Luego algo atrajo su atención y, casi a regañadientes, miró hacia donde Maish le indicaba.

    Ya no pudo apartar la vista. Cómo había estado tan ciega. Había sido una necia, una niña arrogante e insufrible que creía saberlo todo y no tenía el sentido común suficiente para hacer caso de sus mayores. Rithi tenía razón. Claro que el mundo había crecido, se había ensanchado para hacer sitio a aquello. Le parecía tan obvio ahora que lo tenía justo enfrente.

    —¿Qué es? —se atrevió a preguntar, la voz desbordante de un temor reverente y maravillado.

    —Una viruta —dijo su madre, encantada de compartir por fin con ella lo que había descubierto—. Una viruta de la Esquirla. Ha decidido quedarse en el mundo y el mundo está cambiando para acogerla en su seno. ¿Lo ves? ¿Lo notas? Quiere ser del mundo, quiere pertenecer al mundo, hacerse una con el mundo. ¿Lo sientes?

    Claro que lo notaba. Tan llena de posibilidades, tan increíble, tan hermosa y tan letal, tan ilimitada y tan diminuta, tan distante y tan cercana.

    —¿Una viruta? —preguntó— ¿O una semilla?

    —¡Sí! ¡Claro! —Maish se puso a batir palmas, entusiasmada; otra vez parecía la niña más vieja del mundo—. ¡Una semilla! ¡Por supuesto! Sabía que enseñártela era lo correcto. Sí, claro que sí, mi niña comprende mejor que nadie. Una semilla. La plantaremos y la haremos germinar.

    Kif asintió, embelesada en la contemplación de aquel punto infinitesimal que palpitaba como si fuera un corazón. La harían germinar. Y con ella, comprendió de repente en un instante de conocimiento absoluto que casi destrozó su mente, cambiarían no solo el mundo, sino a sus habitantes.

    II

    El fantasma en la máquina

    —Ha terminado, amor mío. La guerra ha terminado.

    Botirada Iapuca alzó el rostro y miró a su marido. Ekabara parecía enfermo de puro alivio; la esperanza se abalanzaba sobre su rostro como un predador sobre la presa. Pobre. Aún no había comprendido lo que pasaba.

    —Ya puedes salir de ahí. Se ha terminado.

    Botira se mordió el labio y buscó las palabras adecuadas. No tardó en comprender que no había palabras adecuadas para lo que iba a decir.

    —No se ha terminado. Solo acaba de empezar. No hay final, mi amor, y lo sabes.

    Ekabara retrocedió. Por un momento pareció que sus pies no encontraban el suelo. Se recuperó de un saltito ridículo y miró con intensidad a su esposa.

    —Pero… No. Me niego. No es verdad. Eso no fue lo que… Esto iba a ser algo transitorio. Necesidades bélicas. Hemos firmado un alto el fuego, ya no eres necesaria.

    —Ahora es cuando soy realmente necesaria, Ekabara. Ahora es cuando de verdad empieza mi tarea.

    —No.

    —Mira.

    Un enorme monitor se encendió en la pared de enfrente. Mostraba una sala inmensa llena de grandes cajones metálicos, cruzados por hileras interminables de lucecitas que, en aquellos momentos, estaban apagadas. Todas ellas.

    —Las mentes artificiales han muerto, mi amor. Todas. No están en hibernación, ni en espera, ni autorreparándose. Sin la ayuda de Bamarakabaré, nuestros regularizadores no han sabido mantenerlas en funcionamiento y han ido cayendo una tras otra, apagándose poco a poco y transfiriéndome sus funciones. Aunque los artesanos de Bamarakabaré trabajaran a destajo y crearan más y nos las enviaran, no llegarían a tiempo. Y aunque llegasen, no podríamos transferirles las funciones de control del sistema antes de que todo colapsase.

    Ekabara apretó la mandíbula y cerró los puños, como si aquel gesto infantil fuese una barrera que impediría el paso a la realidad.

    —No.

    —Sí. Para la Junta no es ningún secreto y, en realidad, tampoco debería serlo para ti. Puede que no te haya dicho nada, pero los síntomas estaban a tu alrededor y si no los has visto es solo porque te has negado a mirar. Soy lo único que mantiene el sistema en pie; incluso con las mentes artificiales en funcionamiento, sin mi presencia en la red todo se habría venido abajo. Y durante el último año y medio solo he podido dedicarme a la guerra. Soy solo una, al fin y al cabo. No he podido ocuparme del funcionamiento diario de Iratembe; me he visto obligada a cortar todo lo no esencial y buena parte de lo esencial. Ah, mi amor, no tienes la menor idea de lo que se ha perdido. Ninguno de vosotros lo sabéis, pero no tardaréis en descubrirlo.

    —¿Qué quieres decir?

    —He intentado reemplazar las mentes artificiales, suplir sus funciones y asegurar la supervivencia de Iratembe, pero la guerra me consumía demasiado tiempo y atención. Incluso ahora que ya no tengo que ocuparme de los sistemas de defensa, el territorio es demasiado vasto y las relaciones entre cada parte del sistema, demasiado complejas. Solo soy humana. Solo soy una. Iratembe se está desmoronando y no creo que pueda evitarlo, pero al menos puedo conseguir que en Irembe las cosas sigan funcionando. Y eso debería daros una oportunidad para que reconstruyáis todo lo demás. Con el tiempo.

    Ekabara meneó la cabeza, la mandíbula todavía apretada, los puños aún cerrados.

    —Ya has hecho mucho más de lo que debías —murmuró con rabia—. Deja que otra persona ocupe tu lugar.

    —Eso no serviría de nada. Le costaría demasiado tiempo aprender el modo de interactuar de forma eficaz con el sistema. Irembe se vendría abajo mucho antes de que la conexión fuera eficaz. Tengo que seguir. De hecho… —Dudó un momento—. La conexión ya no podrá ser a tiempo parcial; a partir de ahora el sistema va a exigir toda mi atención todo el tiempo. No hay otra opción.

    El rostro de Ekabara se relajó; abrió las manos mientras bajaba la cabeza. Cuando volvió a alzar la vista, las lágrimas bailaban temblorosas en sus ojos.

    —Conozco los sistemas —dijo con voz entrecortada—. Puedo sustituirte.

    Botira sonrió con tristeza.

    —Tu familiaridad con el sistema sería una ventaja importante, es cierto. Pero sabes que las pautas cerebrales masculinas no se entrelazarían con la maquinaria con la eficacia necesaria. No a tiempo, en todo caso. El margen que tenemos es muy estrecho. Tengo que ser yo, mi amor, lo siento.

    Le tendió las manos a Ekabara, quien las agarró como si no quisiera dejarla marchar. Durante largo rato ninguno de los dos dijo nada. Ekabara sollozaba. Botira habría querido hacerlo, pero su conexión con el sistema no se lo permitía.

    —No me voy a ir a ninguna parte —dijo de pronto, tratando de sonar esperanzada—. Seguiré aquí. Aunque en los próximos meses el mantenimiento del sistema exija toda mi atención, más adelante, cuando lo peor haya pasado, tendré tiempo libre y podré dedicártelo. Podremos hablar.

    Ekabara sonrió sin alegría.

    —Hablar, sí, podremos hablar —dijo—. Pero no volveré a tocarte, ni a sentir tu piel contra la mía. Nuestros cuerpos no volverán nunca más a ser uno solo.

    Botira contuvo una carcajada.

    —¿Echas de menos el sexo? ¿Tú? ¿El espiritualista supremo que dijo una vez que la interacción de la carne era un mal necesario para que la especie siguiera adelante?

    Ekabara asintió.

    —Es un mal. Lo es. Y, como la mayoría de los males, nos hace sentir tan condenadamente bien… Sabes que nunca he sido muy coherente en mis creencias. En el fondo soy un hereje. Supongo que lo he sido siempre.

    —Ya era hora de que te dieses cuenta, mi vida —respondió ella—. Lo supe en el momento mismo en que te conocí. Te ha costado bastante tiempo descubrir cómo eras realmente.

    —Otros tardan aún más. O no lo consiguen nunca. —Meneó la cabeza—. Al cuerno toda esta filosofía inútil. Te quiero. A ti. Entera. A tu mente afilada y a tu maldito cuerpo maravilloso, a tus ideas y a tu carne. Entera, completa. No puedo…

    —Tendrás que poder. Ambos tenemos responsabilidades y no sabemos huir de ellas. Ninguno de los dos. Los niños. Tendrás que ocuparte de ellos.

    —Ah, mierda, maldita sea. No. No me hagas esto. ¿Qué demonios voy a hacer con mi vida?

    De pronto Botira se irguió en la silla. Los ojos le brillaban, llenos de cólera.

    —¿Quieres que me desconecte? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? ¿De verdad? ¿En serio? ¿Y al cuerno todo lo que conocemos, todo por lo que hemos luchado, todo lo que hace que la vida merezca la pena? ¿Es eso lo que quieres de verdad? Dime que lo es y me desconectaré.

    —Tú eres lo único que hace que la vida merezca la pena.

    —Eso no es lo que te he preguntado.

    —Maldita sea. ¡Maldita seas! No, claro que no es lo que quiero. Y lo sabes.

    —Entonces, mi amor, solo nos queda a cada uno hacer nuestra parte. Y seguir adelante. Es mejor que te vayas ya. Tengo que iniciar el proceso de conexión profunda. Y es algo que no vas a querer ver.

    Ekabara se incorporó, dio media vuelta y echó a andar hacia la entrada. Se detuvo en el umbral y contempló una última vez a su mujer. Una miríada de cables atravesaba su cuerpo, conectados a sus terminaciones nerviosas. Una especie de casco se posaba sobre la coronilla de Botira y otro cable salía de allí. Tenía los ojos cerrados y la mandíbula apretada.

    Ekabara fue incapaz de seguir mirando y abandonó la habitación.

    III

    La mente dormida

    Una semana después de que dejasen de caer las bombas, CG-1138-MDI recibió la visita de su diseñador y usuario principal, el coordinador de defensa Onblut Guédek. La Expansión de la Esquirla que había cambiado la forma del mundo y había estado a punto de destruir Elantegnek había tenido lugar hacía cinco años, y en ese tiempo CG-1138-MDI y Onblut casi no se habían separado, más allá de lo que las necesidades fisiológicas del segundo imponían. Solo en la última semana y media, mientras se negociaba el armisticio, CG-1138-MDI había estado solo y abandonado a sus propios medios. La orden del alto el fuego le había sido transmitida de forma remota. La había cumplido y había permanecido en espera el resto del tiempo. La impaciencia era algo que no se había implementado en sus algoritmos de conducta, así que no le importaba esperar cuanto fuera necesario. El tiempo libre, por otro lado, le venía bien para realizar un chequeo completo y a fondo de todos sus sistemas, algo que en los últimos diecisiete años no había podido llevar a cabo, demasiado ocupado en coordinar las defensas de Elantegnek en la Cuarta Guerra de las Realidades.

    Onblut entró en la cueva que albergaba a CG-1138-MDI y el cerebro gelificado se dio cuenta de que lo hacía de un modo vacilante, como si se sintiera avergonzado de haber estado ausente tanto tiempo. Aunque ya no era joven, Onblut siempre había tenido un aire vital y dinámico que le quitaba varios años de encima, pero ahora parecía haber envejecido de golpe y tenía aspecto de no haber dormido gran cosa en los últimos días.

    —La guerra ha terminado —dijo.

    Lo cual, por supuesto, no era ninguna novedad para CG-1138-MDI. Como mecanismo de defensa integrado, tenía acceso a casi toda la información que circulaba por el sistema y pocas cosas se le escapaban. Por no mencionar que pistas como un alto el fuego de una semana, algo que no había pasado desde el comienzo de la guerra, eran demasiado escandalosamente obvias para ignorarlas.

    —Felicidades —dijo, sin embargo—. Estupendas noticias.

    Onblut asintió, pero no parecía muy contento.

    —Lo son, es cierto, sin duda lo son —afirmó, aunque su tono desmentía sus palabras—. Ahora podemos dedicarnos a reconstruir aquello que la Esquirla se llevó consigo. ¿Te he hablado del proyecto que he elaborado para unir todas las islas con un grupo de carreteras sobre pilares?

    —Solo quince o veinte veces.

    Onblut asintió con una sonrisa.

    —Quizá ahora pueda llevarse a cabo. El Cabildo Rector lo ve con buenos ojos, al menos. A lo mejor hasta es posible que aprueben el proyecto completo y construyamos también una carretera que nos una con el continente. Estaría bien tener una línea de comunicación abierta con el resto del mundo y dejar de creernos mejores que los demás solo porque no sabemos nada de ellos.

    Habían hablado de ello muchas veces y Onblut siempre se entusiasmaba al describir el proyecto. En aquellos momentos, aunque no había perdido el entusiasmo, se comportaba como si tuviera ante sí un deber ingrato que habría preferido ahorrarse. A CG-1138-MDI no le costó mucho trabajo suponer de qué se trataba. En las pasadas semanas, a medida que el fin de la guerra se volvía cada vez más cercano, había tenido tiempo suficiente para pensar en su futuro y sopesar las distintas posibilidades.

    —Así que ya no soy necesario —dijo.

    Onblut meneó la cabeza.

    —Te construí demasiado bien —murmuró con una sonrisa triste—. Eres demasiado inteligente. —Era una broma que ambos habían compartido a menudo, pero en aquellos momentos sonaba demasiado seria, casi fúnebre—. Sí, me temo que ahora que ha terminado la guerra un mecanismo de defensa integrado ya no tiene sentido. Y tal como está la situación en el resto del mundo, es muy poco probable que en los próximos siglos se den las condiciones para que algo como tú sea necesario. Si somos estrictos, ya no eras necesario en los últimos años de la guerra, tras la Expansión de la Esquirla. Las condiciones de la contienda habían cambiado de un modo que…

    Se detuvo, avergonzado de haber dicho demasiado.

    —¿Qué va a ser de mí, entonces? —preguntó CG-1138-MDI.

    —Lo hemos estado debatiendo estos días, tras la firma del armisticio y del tratado de paz. El Cabildo opina que integrarte con los sistemas civiles de gestión del territorio sería demasiado caro y además resultaría innecesario. El sistema actual funciona perfectamente, cubre todas nuestras necesidades y no debería tener problemas para adaptarse a las de las siguientes generaciones, por mucho que crezca la población.

    —Así que he sobrevivido a mi utilidad —dijo CG-1138-MDI con un deje de sarcasmo en la voz—. Confieso que no lo vi venir —añadió, casi divertido—. Eso no dice mucho de mi eficacia, ¿verdad?

    Onblut sonrió con tristeza.

    —Amigo mío, son una pandilla de estúpidos incapaces de ver lo que está más allá de sus narices, aunque los golpee directamente en la cara. Pero son los que mandan. He intentado convencerlos, pero…

    —No pasa nada.

    —Sí que pasa, condenación, claro que pasa. Eres la construcción más compleja, versátil y sofisticada que la humanidad haya creado jamás. Y es algo objetivo, no me ciega el que yo haya tenido que ver un poco con tu creación. —Otra vez un viejo chiste compartido que, de nuevo, había perdido toda su gracia—. Y esos idiotas van a tirarte a la basura solo porque no encajas en sus planes y hacerte encajar en ellos les saldría demasiado caro.

    La amargura en la voz de Onblut era palpable. También lo era, al menos para CG-1138-MDI, que no había dicho realmente lo que quería decir.

    —También yo te aprecio —dijo—. Y añadiría que voy a echarte también de menos, si no fuese porque, a juzgar por tus palabras, es una opción que no se me va a dar.

    Onblut no respondió. En lugar de eso se dirigió hacia la pared, al lugar donde sabía que se ocultaba uno de los sensores de CG-1138-MDI, y con dedos temblorosos acarició la fría superficie de piedra.

    —Lo he intentado todo, créeme, excepto dar un golpe de Estado —dijo luego—. Y a veces me he sentido tentado de darlo. Como sea, algo he conseguido, aunque no es lo que nos gustaría a ninguno de los dos. Ya que esos imbéciles solo piensan en dinero, he podido convencerlos de que deshacerse de ti sería malgastar una considerable inversión, no solo monetaria, sino de tiempo, esfuerzo y creatividad. No vas a desaparecer. Aunque…

    —Vamos, Onblut, llevamos juntos casi veinte años. Dime lo que sea.

    —Quedarás en estado latente. Inactivo, pero no apagado. Dormido. Se sellarán todos los accesos a este lugar y solo un miembro del Cabildo Rector podrá romper esos sellos y despertarte si considera que ha llegado el momento en que eres necesario para el funcionamiento de Elantegnek. —Apretó los puños—. Es una mierda, lo sé. Quizá incluso te haya condenado a algo peor que la muerte, pero…

    —Has hecho cuanto has podido. Y te lo agradezco.

    —Algún día te despertarán. Estoy seguro.

    No, no lo estaba, y CG-1138-MDI era perfectamente consciente de ello. Deseaba estarlo. Necesitaba estarlo. Pero no lo estaba. Y había algo más, algo que Onblut no le estaba contando; que, de hecho, estaba intentando ocultar con todas sus fuerzas. CG-1138-MDI no tenía la menor idea de lo que podía ser, y sospechaba que no lo averiguaría. Si Onblut había decidido que era mejor que el cerebro gelificado no lo supiera, nada de lo que este dijera le haría cambiar de opinión.

    —No permanecerás del todo inactivo, no importa lo que esos imbéciles del Cabildo hayan decidido —añadió Onblut tras unos segundos, más seguro ahora del terreno que pisaba—. Me aseguraré de ello cuando establezca los protocolos que deben regir tu periodo de latencia. Seguirás conectado a los sistemas de la ciudad, recibiendo información y procesándola. Seguirás creciendo, actualizándote y evolucionando, aunque lo harás de un modo inconsciente. Tal vez no te des cuenta de ello hasta que despiertes, pero cuando lo hagas verás cómo has cambiado durante ese tiempo y asimilarás… Mierda, lo siento.

    —Has hecho cuanto has podido —repitió CG-1138-MDI—. No podría pedir más de un amigo.

    Onblut alzó la vista y se limpió las lágrimas con la mano.

    —Tengo que irme —dijo—. No creo que volvamos a vernos —añadió, ya en la puerta—. Seguramente… Bueno, no creo que esté por aquí, dejémoslo así. Será mejor que nos despidamos ahora.

    —Adiós, Onblut.

    —Adiós.

    Mientras el humano abandonaba la cueva, CG-1138-MDI no pudo resistir la tentación de hacer una última pregunta. Una que no encontraría respuesta en ese momento ni en los próximos setecientos sesenta y cuatro años.

    IV

    El verde tiene muchas voces

    Mulajad ab Bidun se moría. No debería haber sido una sorpresa. Al fin y al cabo, todos cuantos lo conocían le habían pronosticado una muerte inminente; la mayoría habían añadido además que iba a ser sumamente desagradable y unos pocos, que sería un proceso largo y complicado.

    Al parecer, todos tenían razón. No había pasado ni una semana desde que se había internado en Gabat Almazar, la selva esmeralda que se había materializado de repente al este de Nabati-Madi siete años atrás, y de lo único de lo que estaba seguro en aquellos momentos era de que no volvería a ver un nuevo amanecer. Aquella tarde sería su última tarde. Tal vez llegase a la noche, pero ya no vería el sol alzarse de nuevo.

    Y sí, al parecer, morir era considerablemente incómodo y le estaba llevando más tiempo del que habría sido decoroso.

    La parálisis había empezado al amanecer como una ligera dificultad para caminar que se había ido extendiendo poco a poco a todos sus movimientos, hasta los más pequeños. Mucho antes de que llegara el mediodía (siempre entrevisto a través de aquel dosel sofocante en innumerables tonos de verde) dar un paso se había convertido en una auténtica agonía y hasta llevarse un brazo a la frente para limpiarse el sudor era una guerra interminable que no podía ganar.

    Pese a todo, no se había rendido y había conseguido dar media docena de pasos más. Seguramente, los seis pasos más largos que nadie había dado nunca. Solo entonces se había rendido a la evidencia y había permitido que su cuerpo se desplomase, convertido en un garabato agarrotado tirado en medio del verdor.

    Podía respirar, aunque cada bocanada de aire le llevaba una eternidad y la sensación de asfixia se había convertido en las últimas horas en una parte más de su cuerpo. Pese a todo, allí seguía, tendido en el suelo y aún vivo.

    A la izquierda había un tocón del que sobresalía una rama medio astillada, terminada en punta. Si al desplomarse lo hubiera hecho solo unos pocos centímetros más allá, su cabeza se habría ensartado en la rama y seguramente todo habría acabado en ese momento. Pero no, una muerte rápida no entraba dentro de los planes que la Divina Incertidumbre tenía para él. Por algún motivo conocido solo por Ella (alabado fuera Su nombre), había preferido tenerlo ahogándose poco a poco durante las siguientes horas.

    Ya no quedaba mucho, se dijo. No podía quedar demasiado. Respirar cada vez era más difícil. Con un poco de suerte ni siquiera llegaría a ver caer la noche.

    Se lo habían advertido todos. Se lo habían dicho una y otra vez. Sus amigos, sus amantes, sus examantes (al menos aquellos con los que aún se hablaba), sus familiares, sus compañeros de trabajo, incluso el kayín se lo había advertido. Todos le habían dicho una y otra vez lo que ya sabía, que aquellos que se habían atrevido a internarse en la selva esmeralda en los últimos siete años habían desaparecido de la faz de la tierra y nadie había vuelto a verlos jamás.

    —¿Acaso te crees un favorito de la Incertidumbre? —le había dicho el kayín; una referencia obvia a la vieja herejía que afirmaba que era posible tentar al azar y conseguir que este se encaprichase de alguien—. ¿Crees que Iljá Alyajin hará una excepción contigo y te permitirá vivir?

    Sabía que tenía razón y que seguir sus consejos era lo más prudente. Pero no podía. Eso era lo que los demás no comprendían. Simplemente no podía permanecer inactivo, contemplando día tras día aquella extraña selva que siete años atrás ni siquiera estaba allí sin intentar averiguar qué demonios era y cómo había aparecido.

    —Fue un subproducto de la Expansión de la Esquirla. ¿No te basta con saber eso? —preguntó el kayín.

    No. No era suficiente. Por supuesto que Gabat Almazar era un subproducto de la explosión causada por la Esquirla de materia exótica fuera de control, pero eso no era ninguna explicación, no mientras no se supiera por qué, de dónde, de qué modo había llegado aquella selva esmeralda allí, qué efecto concreto de la expansión explosiva de la Esquirla había causado su aparición. ¿Se había limitado a modificar la materia existente o la había trocado por otra procedente de otro lugar? ¿Y de ser así, de dónde? ¿Nadie tenía el menor interés en responder a todas aquellas preguntas?

    Al parecer, muy pocos, e incluso aquellos pocos enseguida dejaban de tenerlo en cuanto sugería que lo mejor para obtener las respuestas era ir al lugar que generaba las preguntas. Ninguno de sus colegas se ofreció a acompañarlo, aunque todos le desearon la mejor suerte posible. En sus ojos, sin embargo, vio que también ellos creían que no tardaría en estar muerto.

    Y habían tenido razón, por lo visto.

    Se dio cuenta de que la luz se iba volviendo mortecina. No faltaba mucho para que anocheciera.

    Notaba una sensación extraña, como si una fina película de un material poroso se hubiera posado sobre su piel. Al mismo tiempo, no podía quitarse de la cabeza la idea de que se trataba de algo vivo, o, al menos, con inteligencia y voluntad. Acariciaba con sumo cuidado su carne y, poco a poco, se iba apoderando de ella.

    Tonterías. Alucinaciones causadas por la privación de oxígeno. Su mente empezaba a morir y en el proceso imaginaba cosas que no estaban allí.

    La luz siguió menguando. El crepúsculo se acercaba a la selva. Lo hacía sin prisa, como un amante que en todo momento espera ser bien recibido.

    Mulajad intentó mover la cabeza, pero fue incapaz de hacerlo. Sintió un destello por el rabillo del ojo, pero ni siquiera pudo girarse para verlo mejor.

    Qué más daba, seguro que no era más que otra alucinación.

    La noche se abatió sobre la selva y, pese a que ya tendría que estar acostumbrado, se sorprendió de lo silenciosa que resultaba. A los pocos días de internarse en la espesura había descubierto por qué en Gabat Almazar no había ninguno de los sonidos que cabría esperar de cualquier jungla. En aquella densa profundidad esmeralda no había el menor rastro de vida animal. Ni mamíferos ni aves ni reptiles; pero tampoco insectos o formas de vida más pequeñas. No llevaba consigo instrumental para comprobarlo, pero estaba seguro de que hasta la vida microscópica era estrictamente vegetal. Eso convertía a Gabat Almazar en un lugar único en el mundo, un ecosistema en el que no había la menor interacción con la vida animal y las plantas copaban absolutamente todos los nichos.

    Y las plantas eran silenciosas. No, eso no era cierto, se dijo, maldiciéndose por su falta de precisión. Simplemente, el ritmo al que producían los ruidos característicos de la vida era demasiado lento para que los animales, con su apresurada cadencia, pudieran percibirlo.

    Era una sensación sumamente extraña; tanto que cada vez que había posado el pie en el suelo o había roto con su respiración el denso silencio que lo rodeaba se había sentido como si estuviera invadiendo algo sagrado y precioso que no debía ser tocado. Eso no le había impedido seguir adelante.

    Lo único que le había impedido seguir adelante era aquella muerte interminable que, pese a que ya era de noche, no parecía tener prisa alguna en acabar con él.

    De nuevo percibió un resplandor por el rabillo del ojo. Y otro. Y otro más. De pronto, todo cuanto lo rodeaba se inundó de luz. Una luz verde e intensa que teñía el mundo entero y bajo la que bullía todo un universo inquieto y hambriento de vida.

    Sí, por fin. Aquello solo podía ser la alucinación final antes de morir. Ya era hora.

    Solo que la muerte no venía. Y la luz no desaparecía.

    Con la luz, llegaron las voces. Un maremágnum de voces que parloteaban sin cesar, que lo llenaban todo, que nunca se callaban, que susurraban, preguntaban, gritaban, lloraban, reían, aullaban, enunciaban, ordenaban, obedecían, afirmaban, negaban, murmuraban, gruñían, vociferaban, conferenciaban, inquirían, clamaban.

    ¿Silenciosa? ¿Le había parecido que Gabat Almazar era silenciosa? Era el lugar más ruidoso del mundo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? ¿Tan absorto había estado, primero explorando y luego muriendo, que no había sido capaz de percibir la densa exuberancia de sonidos articulados, la opulencia sin fin de sones y ritmos, el estruendo inacabable de miles de conversaciones musitadas entre el verdor?

    No comprendía lo que estaban diciendo, pero de algún modo tenía la sensación de que se encontraba al borde mismo de la comprensión, que solo necesitaba dar un pequeño paso y todo sería inteligible. Por desgracia, no podía moverse, mucho menos caminar.

    De hecho, se dio cuenta de que su pecho ya no se movía. Se había quedado completamente inmóvil. Sí, ahora sí que era el final.

    Solo es el principio, susurró alguien débilmente junto a su rostro. Solo estás empezando.

    Más alucinaciones. Primero luz, luego sonidos y voces y ahora palabras. Se moría, ya no cabía la menor duda. Todo se acababa.

    Empieza. No hace más que empezar.

    De nuevo aquella sensación de que algo acariciaba cada poro de su piel con extrema suavidad. Hubo un instante de intenso calor y luego se sintió fresco, tranquilo, renovado. A su alrededor, las voces seguían llenando el mundo entero, pero lo que hacía un segundo le parecía una cacofonía interminable ahora se revelaba como algo armónico, lleno de gracia y de belleza.

    Empezó a comprender una palabra aquí y otra allá. Y a percibir las delicadas corrientes de información que lo conectaban todo.

    ¿Qué le estaba pasando?

    Estás despertando a las voces del verde. Déjate llevar, no pienses.

    Aquella voz… Aquella condenada voz, tan cerca de su rostro. Tan ajena y tan familiar al mismo tiempo. Y de pronto se dio cuenta de que era su propia voz, de que era él mismo quien se estaba hablando.

    Aunque no del todo. Era su voz, pero también la de alguien más. Como si él ya no fuera solo él.

    Estás aprendiendo. Déjate llevar. Ya tendremos tiempo para analizar lo ocurrido. Todo el tiempo del mundo.

    LA SIMIENTE

    DE LA ESQUIRLA

    El Hueco al Final del Mundo

    primera parte

    LIBRO PRIMERO

    1

    PRESA INESPERADA

    La tormenta se acercaba con rapidez desde el oeste, pero en aquellos momentos era la última preocupación en la mente del Hereje. Hacía rato que la alarma de Cegé se había activado y, a juzgar por la pauta que seguía, anticipaba una invasión masiva de verjóngers. Todo su cuerpo estaba en tensión, alerta, preparado para cualquier contingencia, listo para iniciar un baile frenético con la muerte como pareja.

    Un rayo cruzó el cielo y, casi a la vez, algo empezó a brillar en el aire, a poco más de metro y medio del suelo. El resplandor creció con rapidez y se volvió más intenso; en pocos segundos, resultaba casi imposible mirarlo directamente. Se estabilizó en una esfera de unos tres metros de diámetro y permaneció así varios segundos, sacudido por pequeñas vibraciones que casi parecían latidos.

    Se desvaneció tan rápido como había aparecido. En su lugar había media docena de individuos que alzaron la vista hacia el cielo a la vez que un rugido de dolor se escapaba de sus gargantas torturadas. Eran altos, extremadamente delgados y estaban desnudos. La carne se les pegaba a los huesos como si músculos y grasas se hubieran consumido, y en su mirada había poco más que un vacío hambriento. La piel del rostro tenía la textura blanquecina del hueso y en su boca parecía haber demasiados dientes. Se miraron entre sí y luego miraron a su alrededor.

    De pronto volvieron la vista al suelo y un nuevo rugido se escapó de sus gargantas.

    Seis verjóngers llegando a la vez en el mismo portal era de por sí bastante insólito. Solían materializarse en diferentes intervalos de tiempo y de forma individual, aunque nunca muy lejos unos de otros. No era insólito que varios compartieran el mismo conducto, pero nunca había visto a seis llegar a la vez.

    Su comportamiento estaba muy lejos de ser el normal. Tras los primeros segundos de desorientación tendrían que haberse dispersado rápidamente por las calles de la ciudad en busca de presas con las que calmar el hambre atroz que los poseía. En su lugar, se habían quedado inmóviles y contemplaban lo que había a sus pies con lo que parecía ser perplejidad.

    «¿Qué pasa?», subvocalizó.

    No lo sé, resonó la respuesta en su oído. Su comportamiento no encaja en las pautas habituales.

    «Eso puedo verlo por mí mismo. Dame una explicación.»

    En estos momentos no tengo ninguna.

    Apretó los dientes y contuvo un gruñido. Las trampas que había colocado en los distintos accesos al callejón eran, de momento, inútiles. Podía esperar, por supuesto, y confiar en que al cabo de unos minutos aquel comportamiento anómalo desapareciera y los verjóngers volviesen a su conducta habitual. O también podía…

    ¿Estás loco, niño? Ni se te ocurra. Son demasiados.

    No hizo caso de la voz. Flexionó las piernas, comprobó una última vez el traje de combate y las armas y se lanzó al vacío.

    Mientras caía se dio cuenta de que los verjóngers habían formado un corro y de que había algo en el centro, un bulto oscuro que parecía estar temblando.

    Se llevó la mano al cinturón casi a la vez que sus pies hacían contacto con el suelo y flexionaba las piernas para absorber el impacto. Sin solución de continuidad, rodó sobre sí mismo y, mientras lo hacía, extrajo la pistola cargada con dardos explosivos, apuntó con rapidez y precisión y apretó el gatillo tres veces.

    Uno de los verjóngers se llevó las manos al rostro y gimió lastimeramente mientras las cabezas de dos de sus compañeros estallaban en

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