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Los cuandos del ahora
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Libro electrónico434 páginas8 horas

Los cuandos del ahora

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Kláiner ha desaparecido; lo más probable es que esté muerto. El destino que les espera a sus antiguos compañeros no es mucho mejor. Atrapados sin querer en los planes de venganza de Qadién, van a ser vendidos como esclavos en la isla de Puyia.

En la provincia meridional de Iratembe la regularizadora Ombi tiene un plan para enfrentarse a la Irrealidad que ha escapado del Cilindro Maestro y que corrompe cuanto toca. Un plan que implica recorrer diversos universos y recolectar su esencia; tomar los diferentes ahoras de distintos cuandos y mezclarlos para obtener algo nuevo. Necesitará la ayuda de Ibyra en esa empresa.

Entretanto, el capitán Avaré inicia una búsqueda que no está seguro de dónde lo llevará y en la que tal vez encuentre la clave para resolverlo todo... si es que tal clave existe.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 abr 2022
ISBN9788418878343
Los cuandos del ahora
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Los cuandos del ahora - Rodolfo Martínez

    EL HUECO AL FINAL

    DEL MUNDO

    I

    LA SIMIENTE DE LA ESQUIRLA

    II

    EL VERDE ENTRE LAS SOMBRAS

    III

    LOS CUANDOS DEL AHORA

    IV

    EL ROSTRO DEL VACÍO

    V

    CRÓNICAS DE DUNIYA

    EN LA ORILLA DEL VERDE

    APÉNDICES

    VI

    EL LARGO Y TORTUOSO CAMINO

    RODOLFO MARTÍNEZ

    EL HUECO AL FINAL DEL MUNDO

    VOLUMEN III

    LOS CUANDOS DEL AHORA

    Primera edición (rústica y tapa dura): Abril, 2022

    © 2022, Sportula por la presente edicióN

    © 2022, Rodolfo MartíneZ

    Revisión de textos: Juanma Barranquero

    Ilustración de cubierta: Tithi Luadthong

    Diseño de cubierta: Sportula

    Ilustraciones interiores: Luccer_art

    ISBN (obra completa, tapa dura): 978-84-18878-26-8

    ISBN (obra completa, rústica): 978-84-120429-1-7

    ISBN (obra completa, ePub): 978-84-120429-3-1

    ISBN (volumen III, tapa dura): 978-84-18878-32-9 

    ISBN (volumen III, rústica): 978-84-18878-33-6

    ISBN (volumen III, ePub): 978-84-18878-34-3

    SPORTULa

    www.sportula.eS

    sportula@sportula.es

    SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo MartíneZ

    Prohibida la reproducción sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor. Para obtener más información al respecto, diríjase al editor en sportula@sportula.es

    LOS CUANDOS DEL AHORA

    El Hueco al Final del Mundo

    tercera parte

    LIBRO QUINTO

    CONSEJO FAMILIAR

    Durante dos días Uapanada Ijó fue una criatura postrada y delirante a la que había que mantener atada a la cama para que no se lesionase. Al tercero, sus desvaríos cesaron de repente, su cuerpo dejó de retorcerse, y cayó en un sueño tranquilo y reparador.

    Despertó casi un día más tarde, abrió los ojos y miró a su alrededor con calma. Ibyra se sentaba a su lado y lo contemplaba con una expresión difícil de descifrar. Al verla, Uapana sonrió, aliviado. Ibyra, incómoda por aquel arranque en alguien generalmente poco dado a mostrar su emociones, no reaccionó al gesto.

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Uapana después.

    Ibyra se lo explicó de un modo lacónico. El Perro Gris asintió a cada palabra.

    —Comprendo —dijo cuando la joven terminó sus explicaciones. Sonrió de nuevo y, al igual que la primera vez, Ibyra no supo cómo tomarse aquella sonrisa—. Te pido perdón. Me temo que elegí un mal momento para desvanecerme y caer en el delirio. Intentaré ser menos inoportuno la próxima vez.

    La inesperada muestra de humor pilló por sorpresa a Ibyra. Antes de que pudiera reaccionar, se abrió la puerta y Naga entró en la habitación. Saludó a Ibyra con una inclinación de cabeza y se acercó al lecho.

    —¿Crees que podrás comer algo? —preguntó.

    Su voz era sorprendentemente cálida.

    —No me vendrá mal —reconoció Uapana. Dudó unos instantes, como si buscase las palabras adecuadas—. Los años te han tratado bien, mi dama.

    Naga se encogió de hombros.

    —Los años no tratan bien a nadie —respondió con indiferencia. Miró luego a Ibyra—. Quizá sería mejor que descansaras unas horas.

    La joven se puso en pie, indecisa. Se dio cuenta de que Naga quería quedarse a solas con Uapana y, por un instante, sintió un impulso terco y obstinado de impedirlo. Luego asintió y dijo:

    —Tienes razón. —Y, dirigiéndose a Upana—: Me alegro de que hayas vuelto con nosotros. Hablaremos más tarde.

    Se fue sin añadir nada más. Naga siguió a la joven con la mirada y su gesto se relajó en cuanto la puerta se cerró tras ella. Se sentó en el borde del lecho y tomó a Uapana de la mano.

    —Ha pasado mucho tiempo, viejo amigo —dijo.

    —Demasiado —asintió Uapana.

    —No por mi culpa. Todos estos años preferiste tratar conmigo usando intermediarios.

    —Tenía obligaciones que atender en Irembe.

    —Seguro. Dar vueltas alrededor de Demi y atender sus menores deseos sin duda era agotador.

    —Por favor… 

    —Tienes razón. Perdóname. Es tan fácil caer en los viejos hábitos… Me alegro de verte.

    —Y yo. Ojalá fuera en mejores circunstancias.

    Un criado entró en la habitación con una bandeja de comida. Naga le indicó con un gesto que la dejase en la mesita auxiliar. El sirviente obedeció con diligencia y volvió a dejarlos solos.

    Naga se puso en pie, cogió la bandeja y la posó con cuidado en el regazo de Uapana. Este tomó la cuchara, pero a Naga no se le escapó el modo en que la mano le temblaba al hacerlo. Le quitó el utensilio con delicadeza, y se dispuso a servirle la sopa ella misma.

    Ninguno de los dos dijo nada durante los siguientes minutos. Naga le daba de comer y Uapana, obedientemente, tragaba cada cucharada con resignación. Al acabar, bebió medio vaso de zumo de frutas y se reclinó entre los almohadones.

    —Lo siento.

    —¿Por qué? Te estoy cuidando como tú me cuidaste cuando no era más que una niña temeraria. Y bastante estúpida, debo añadir.

    —No recuerdo que te hayas comportado jamás como una estúpida. Seguramente me falla la memoria.

    —Seguramente —retrucó ella con una sonrisa.

    Uapana cerró los ojos y tomó aire, tal vez recordando los días en los que el mundo era más joven y Naga, Demi y él, tres niños despreocupados sin la menor idea de lo que les deparaba el futuro. Naga le sujetaba la mano derecha entre las suyas y lo miraba como si estuviera comparando el rostro que tenía ante ella con el grabado en su memoria.

    —La situación… —dijo de pronto Uapana abriendo los ojos—. Todo está… —Meneó la cabeza y tomó aire—. Pero hay esperanza, mi dama. Al menos eso creo. Ombi… Maldita Ombi. —Inspiró profundamente e intentó tranquilizarse—. Tenemos que hablar. Hay que convocar un Consejo del Clan. Sé que no soy nadie para solicitarlo, pero… 

    Intentó incorporarse en el lecho; Naga se lo impidió.

    —Se convocó en cuanto supe que habías despertado —dijo con una sonrisa—. Tendrás tiempo de sobra para contarnos cuanto sea necesario. Hablaremos. Discutiremos. Tomaremos decisiones. Pero no ahora. Necesitas descansar.

    —No hay tiempo… 

    —Si no hay tiempo para los asuntos cercanos, ¿cómo puede haberlo para lo que afecta a todo el mundo? —dijo Naga en un tono que parecía una copia burlona de la voz de Uapana—. Tenemos mucho que contarnos —añadió—. El mundo y el destino pueden esperar unas horas mientras me pongo al día con mi amigo más querido.

    Él asintió, dándose por vencido.

    La llegada de Uapana había obligado a Ibyra a enfrentarse con una situación que, desde su huida de Irembe, había preferido postergar.

    Tenía que ponerse al día en numerosos asuntos, se había dicho. Sus estudios de algoritmia y su investigación sobre el funcionamiento de las mentes electrónicas; la historia de Janpodanbarí; la situación política a su alrededor; las posibilidades que presentaba el futuro.

    Más que suficiente para mantener el pasado a raya.

    Pero Uapana venía directo de ese pasado. La última vez que lo había visto había sido en el salón del Solio, tras la muerte de su madre, cuando su enloquecido hermano se conectó al sistema del Cilindro Maestro y se convirtió en la Distribuidora Vigente.

    Resultaba difícil cerrar los ojos al hecho de que su mundo se había vuelto del revés, de que todo cuanto había conocido durante la mayor parte de su vida se había desvanecido.

    Era como una planta desarraigada, sin un lugar claro sobre el cual asentarse y crecer. El pasado se había convertido en una herida supurante por la que se escapaba el caos. ¿Cómo iba a construir un futuro sobre esos cimientos? 

    Tenía que intentarlo. No podía darse por vencida.

    Pensar en Kláiner fue lo que impidió que se desmoronase en esos momentos. En él y en Cegé, en los días que había pasado con ellos en Volkenskap, ahora tan lejanos que casi parecían una fantasía.

    No lo habían sido. Siempre cabían otras opciones; otros caminos, otras formas de relacionarse, otras posibilidades. El tiempo pasado con Kláiner se lo había demostrado una y otra vez.

    Allí había aprendido que era algo más que la heredera de la Distribuidora, llamada algún día a sucederla. Que era Ibyra, un ser humano con pensamientos, aspiraciones, sueños y temores propios. No una hija, una hermana, una futura Distribuidora, sino ella. Tan solo ella. Definida por sí misma, no por lo que los demás veían o necesitaban.

    El pasado quizá fuese una herida que rezumaba caos y oscuridad, pero no tenía por qué delimitarla. Tal vez fuese a la deriva, rodeada de incertidumbre, pero eso solo quería decir que era libre. Libre para tomar sus propias decisiones, para trazar su propio camino hacia el futuro. Para construir ese futuro.

    La tarde de primavera se deslizaba con parsimonia bajo la brisa que agitaba las ramas de los majuelos recién florecidos alrededor de la terraza del Consejo. Más allá, en la extensa dehesa cuajada de encinas, el ganado pastaba a su aire, indiferente a lo que pudieran estar planeando los humanos.

    Todos los presentes se sentaban en un amplio círculo alrededor de un bloque de obsidiana de superficie plana de poco más de un metro de alto. Según una antigua y obsoleta tradición de Janpodanbarí, aquella piedra había sido en tiempos anteriores a la Esquirla el sitial desde el que los gobernantes de la provincia impartían justicia. Con la llegada de los Taraidí al poder se había convertido en una reliquia ornamental alrededor de la que se había construido la terraza del Consejo.

    Había espacio suficiente entre cada asistente para disponer de una mesita auxiliar con un pequeño refrigerio y material de escribir; todos tenían asignado un sirviente, pendiente de sus necesidades, solícito y casi invisible.

    Ibyra estudió, impresionada, el eficaz y discreto sistema de toldos que regulaba la luz natural y, llegado el caso, los protegería de la lluvia. Como mucho de lo que había visto aquellos días en Janpodanbarí, se integraba a la perfección con el entorno y pasaba casi por completo desapercibido. La joven se sentía impaciente por saber lo que Uapana tenía que decir, aunque no se hacía muchas ilusiones sobre la situación en Irembe.

    El capitán Avaré se sentaba a su izquierda, y era evidente que no se sentía nada cómodo. A Ibyra le había costado un esfuerzo considerable convencerlo para que accediese a tomar asiento.

    A la derecha de la joven estaba la familia Taraidí al completo: Nejé, con Naga y Jarodo a un lado y Nají y Erima al otro. Kizenapara Ruda, el senescal, se sentaba tras la familia, entre Naga y Nejé. Se mostraba solícito, preparado para ofrecer consejo en cualquier momento, como sin duda lo estaba.

    A la izquierda del capitán Avaré se sentaba Uapanada Ijó, pálido y serio, pero al parecer recuperado. A su lado, hosca y desconfiada, estaba la regularizadora que lo había acompañado desde Irembe. Era una mujer madura de facciones redondas y pelo corto y alborotado. Ibyra había intentado establecer contacto con ella durante el tiempo que Uapana había permanecido inconsciente, pero la reacción de la mujer ante sus avances había sido siempre la misma: sorprendida en un principio y desconfiada después. Por lo que Ibyra había logrado averiguar, se había pasado todo aquel tiempo pendiente de lo que le mostraba su tableta de datos. Lo poco que los demás sabían de ella era gracias a los paraitana que habían venido desde Irembe, y que se habían limitado a confirmar que se trataba de una regularizadora del Cilindro Maestro y que, al parecer, era una de las principales expertas en su funcionamiento. Sin duda preferían que fuese Uapana quien los pusiera en antecedentes cuando lo considerase oportuno.

    Del resto de los presentes, Ibyra solo conocía a Tamida, que se sentaba casi frente a ella, con el ceño fruncido y aspecto de tener algo muy importante que hacer en cualquier lugar que no fuera aquel.

    A su lado se encontraba el que, a juzgar por la ropa que llevaba, una versión ceremonial de un mono de trabajo, debía de ser el representante o supervisor de los talleres de artesanos. Como Tamida, claramente habría preferido estar en cualquier otra parte, aunque sin duda por motivos muy distintos.

    La mujer que estaba junto a él le resultaba familiar, pero no conseguía recordar dónde o cuándo había visto aquel rostro duro y curtido. Casi pegado a ella había un joven, casi un niño, de facciones bastas y gesto huidizo, que no dejaba de mirar a todas partes como si no terminase de creer dónde estaba.

    Tal como el protocolo dictaba, Nejé dio inicio al Consejo, emitiendo en rápida sucesión media de docena de chasquidos, guiños y muecas que no tardaron en ser interpretados por Naga:

    —Mi marido os da la bienvenida a su morada y os agradece de corazón que hayáis venido —empezó a traducir mientras Nejé seguía desgranando su particular código de comunicación—. Tenemos importantes asuntos que tratar y numerosas cuestiones que aclarar. Empecemos.

    La tableta de datos proporcionada por Nají le ofreció a Ibyra una transcripción mucho menos florida de lo que había dicho el anciano, aunque en esencia coincidía con lo que su esposa había traducido.

    —Cedo la palabra a Arinipara Oranga, delegado del gremio de artesanos, para que nos ponga al día sobre los últimos desarrollos.

    El aludido inclinó la cabeza, se irguió en el asiento y empezó a hablar. Más allá de los numerosos tecnicismos que Ibyra fue incapaz de entender, a la joven le quedó claro que los distintos proyectos de los diversos talleres marchaban según lo previsto y que no había retrasos de importancia en ninguno.

    Le llegó luego el turno a la mujer que había a su lado, que fue presentada como Aruguanapara Okabiri, capitana de la flota mercante y pesquera de Janpodanbarí. Ibyra se dio cuenta en ese momento de que se trataba de la capitana del barco que los había traído desde el norte. Apenas la había visto durante los días que duró la travesía, y siempre de lejos, altiva en el puente de popa, o firme y decidida empuñando el timón.

    —Si es un informe del estado actual de nuestras flotas lo que desea Taraidí Amanapembira —dijo la curtida mujer, usando el título que designaba a los cabezas de familia del clan—, será para mí un placer proporcionárselo, pero es una tarea que mi secretario puede desempeñar con más eficacia; yo traigo asuntos más urgentes que creo que merecen ser discutidos antes.

    Naga asintió con la sombra de una sonrisa en el rostro. Era evidente que conocía bien los modales directos y algo abruptos de la capitana, y no parecían molestarle en lo más mínimo.

    —Parte de la flota ha estado ocupada vigilando el sur durante los últimos tres meses, como bien sabe Taraidí Amanapembira, que fue quien dio la orden. Poco o nada de interés hemos encontrado… Hasta ahora.

    Se detuvo a respirar, e Ibyra comprendió que estaba reordenando sus pensamientos, tratando de presentar la información del modo más directo y preciso posible.

    —Yajim está construyendo una flota. No es muy grande, poco más que una docena de barcos. Maniobrables, de línea afilada, veloces. Tiene aspecto de estar concebida para ataques por sorpresa sobre objetivos concretos; desde luego no soportaría una guerra a gran escala.

    —¿Crees que su intención es atacarnos a nosotros? —preguntó Nají.

    —Quizá no —concedió la capitana—. Eso ya se escapa a mi ámbito.

    —Te damos las gracias, capitana Okabiri —dijo Naga—. La información que has traído es muy valiosa. Aunque, a juzgar por tu acompañante, no parece que eso sea todo.

    Aruguana miró de soslayo al joven que había a su lado, incómodo en las lujosas ropas que llevaba y que no acababan de sentarle bien. Cuando el muchacho se movió en el asiento, Ibyra se fijó en que estaba esposado.

    —No lo es, Taraidí Amanapembira, tienes razón —dijo Aruguana—. Desconozco la importancia de lo que traigo conmigo; quizá no sean más que los desvaríos de un pobre loco, pero no puedo quitarme de la cabeza la sospecha de que es importante.

    »Hace dos días, volviendo de nuestra misión, encontré a este joven, bastante al sur de sus caladeros de pesca habituales. —El aludido alzó la vista y la miró con mansedumbre, de un modo casi solícito—. Estaba exhausto y deshidratado. Era incapaz de expresarse de forma coherente, y solo al cabo de varias horas conseguimos que se tranquilizase lo suficiente para decirnos que se llama Burenateke Kapora. Lo que nos dijo luego… Pero mejor lo juzgáis por vosotros mismos.

    Naga asintió y, con un gesto, le indicó al muchacho que hablase. Este miró a su alrededor y por un instante pareció un animalillo acorralado por depredadores. Luego se puso en pie y todos vieron que no solo estaba esposado, sino que tenía los tobillos encadenados. Se llevó la mano derecha al pecho y posó sobre ella la izquierda. No dio palmada alguna, limitándose a permanecer en esa postura un rato, a la vieja usanza, dejando que la duración de su gesto indicase la medida de su respeto.

    Al fin bajó los brazos y empezó a hablar:

    —Soy… Capitana ha explicado… —Tragó saliva, cerró los ojos e intentó empezar de nuevo—. Pescando cuatro días anteriores en arrecifes sur estaba. Peligroso es, pero mejor pescado se captura… —Meneó la cabeza—. Seguro a sus señorías una escama importa dónde mejor pescado. Perdón pido, por favor.

    Naga, sin que uno solo de sus gestos mostrase la impaciencia que por fuerza tenía que sentir, asintió comprensiva y sonrió al joven pescador mientras hacía una seña disimulada a uno de los criados.

    —No te disculpes, no es necesario —dijo, en un tono extremadamente amable—. Cuenta lo que tengas que contar a tu manera, buen amigo. Estamos seguros de que lo que tienes que decirnos es importante. Prosigue, por favor. Siéntate, seguro que estarás más cómodo.

    El pescador abrió la boca, balbuceó un par de palabras de agradecimiento y miró la silla a su lado. Meneó la cabeza, indeciso, y en ese momento un criado apareció junto a el con una jarrita llena de un líquido dorado y burbujeante rematado por una nube de espuma. La condensación resbalaba por la superficie de la jarra.

    Burena la tomó con ambas manos y apuró el contenido casi de un trago. Enseguida se hizo evidente para todos que, fuese lo que fuese lo que había bebido, había contribuido notablemente a tranquilizarlo.

    —Peligroso es, pero míos lugar y cómo evitar peores zonas conocen —dijo de pronto. Los ojos le brillaban, animados, y buena parte de su nerviosismo había desaparecido—. Claro que peores zonas mejor pescado dan, sus señorías… —Se encogió de hombros—. Tormenta seis días anteriores sobre arrecifes cayó. Fuerte y terrible verla, y nadie en sano juicio a mar ese día salió. Pero a siguiente arrecifes de pescadores hervían, porque después de tormenta mejor pescado se captura, todos saben. —Se encogió de hombros otra vez—. Por libre pesco y a cofradía no me ato, así que más recónditos lugares buscar me toca, si no quiero que otros… Así cosas son, y algún día éxito suficiente tendré y propia cofradía fundaré y otros que tengan que irse cuando llegue serán. O no.

    Los chasquidos y guiños de Nejé se habían vuelto frenéticos, pero ninguno de sus allegados hizo el menor intento de traducirlos. Ibyra no necesitó mirar su tableta para comprender que el viejo estaba, a su manera, gritando que el maldito pescador fuera al grano de una maldita vez.

    Lo curioso fue que este reaccionó como si lo hubiera entendido. De pronto se quedó inmóvil, rígido. Cerró los ojos y apretó la mandíbula. Cuando miro de nuevo a su alrededor, algo había cambiado en su comportamiento. No había en él rastro alguno de la timidez servil que había mostrado hasta el momento. Su mirada denotaba desconfianza, pero también altivez, como si ni uno solo de los presentes estuviera a su altura.

    —Cómo podéis aguantarlo —dijo, con una voz aguda pero firme—. No soporto más este parloteo interminable. Va a conseguir que me estalle la cabeza. Si no estuviera tan débil… 

    De nuevo miró a su alrededor mientras fruncía el ceño y se llevaba a la frente las manos encadenadas.

    —Hablar, hablar y hablar —dijo mientras se frotaba las sienes—. Es lo único que sabéis hacer. En eso, no sois mejores que el Shuri Kuamba.

    Se detuvo, los hombros sacudidos por un espasmo. Un chasquido escapó de su garganta; se dobló sobre sí mismo y estuvo a punto de caer de rodillas.

    Volvió a hablar de pronto en tono abyecto, con la vista clavada en el suelo:

    —Restos antes que nada vi y uno de nuestros pesqueros pensé, algún idiota por codicia manejado que en tormenta aventurado. —Alzó el rostro poco a poco y de nuevo miró a su alrededor con asombro servil—. Pero en ver no tardé nuestro no era. Criatura entre restos encontré… —Tragó saliva con esfuerzo—. Tamaño de niño, pero niño no ni en mucho tiempo había sido. Mujer, sus señorías. Mujer adulta como niño de seis años.

    »Leyendas tenemos, sí, criaturas marinas que a superficie a veces se aventuran, pero a leyendas aquella mujer no se parecía. Cabello rojo intenso, y rostro cubierto de manchas que parte de piel eran, y ojos tan verdes como… Nunca nada igual he visto, y a Vacío por nunca más volver a ver rezo.

    »¡Cállate, idiota! ¡Con todo lo que no has visto se podrían llenar varias bibliotecas! —La nueva voz irrumpió tan de repente que todos dieron un involuntario saltito de sorpresa—. No nos hagas perder más el tiempo. Quédate quieto, permanece en silencio y deja que los que sabemos lo que pasa nos ocupemos de estos asuntos.

    Inspiró muy despacio, saboreándolo con intensidad.

    —Lo siento —dijo luego, repentinamente tímido—. No hay excusas para la mala educación en ninguna circunstancia. La alianza que he establecido con este idiota es más frágil de lo que pensaba y eso me vuelve impaciente. Supongo que estaba en peores condiciones de lo que creía cuando me encontró.

    Contempló las esposas que tenía alrededor de las muñecas y luego examinó los tobillos. Sonrió y se encogió de hombros.

    —Ya lo habéis oído, así que no os repetiré de nuevo la descripción que ha dado de mi estado. El muy tonto estaba a punto de decir que tenía el cuerpo quebrado, partido y descoyuntado, lo que sin duda es un cúmulo de redundancias excesivo hasta para un palurdo como él. Pero es bastante exacto. Describe bien el estado de mi cuerpo cuando me encontró.

    »¡Maldita sea! Yo no me comporto así. No soy una idiota arrogante maleducada como Hakto. Es este cuerpo. Todo está desequilibrado, fuera de sitio.

    Miró a su alrededor mientras asentía muy despacio ante las expresiones de incomprensión que lo rodeaban.

    —El pobre estaba muerto de miedo y casi se fue por donde había venido, pero la curiosidad fue más fuerte y siguió acercándose a mí. No tardó en estar lo bastante cerca para...

    Se encogió de hombros.

    —Ya lo he dicho, mi éxito no fue completo. No, no es mi trabajo más refinado, eso salta a la vista, pero era lo mejor que podía hacer, dadas las circunstancias. Los muanimaka sois un material difícil sobre el que trabajar, me temo. Es algo que el Shuri Kuamba ha olvidado, después de todos esos siglos de usar solo arcilla obediente y dispuesta. Sois díscolos, y cuesta conseguir de vuestros cuerpos lo que queremos. Siempre he pensado que eso es una ventaja. Que hay que abrazar lo inesperado, pero al parecer mis propias ideas se vuelven contra mí.

    »¿No lo entendéis? Le habéis pedido que hable y habla. Os explica lo que ha pasado incluso cuando estoy al frente. ¿Os hacéis idea de lo irritante que resulta eso? No tengo el menor interés en contaros mi vida ni en explicaros quién soy. No lo vais a entender y no podéis ayudarme. Pero no puedo evitarlo.

    Cerró los ojos y tomó aire. Cuando volvió a abrirlos parecía mucho más tranquilo.

    —La Viruta se ha perdido. La tormenta se la llevó, la arrastró lejos de mí, no he podido impedirlo. No sé dónde está. La siento cada vez más lejos, hacia el oeste, hacia el norte. Lejos, muy lejos, cada vez más lejos. Fuera de mi alcance.

    »Quizá para siempre.

    »Aquí sigo, parloteando sin cesar, atrapada en este cuerpo que no deja de cotorrear. Debería estar controlándolo, y en vez de eso son sus malditos impulsos los que me controlan a mí.

    »¡Basta! 

    »¿Estaba previsto que sucediera así? Tal vez era mi destino robar la Viruta solo para perderla y que otros la encontrasen. Quizá estaba escrito así por Dios en lo más hondo de mi cuerpo.

    »No lo entendéis. Sería preocupante que lo entendierais. El futuro se ha movido y no hay certezas. Cuando vi la Viruta por primera vez, en lo más recóndito de Fanoua Mungo, supe que un día tendría que devolverla a su sitio y restaurar el equilibrio del mundo, sin importar lo que pensase el resto del Shuri Kuamba. Nunca dudé de mi éxito, pero ahora… 

    »Ya no hay certezas. No sé lo que pasará. No tengo manera de saberlo. Antes todo estaba tan claro, no había dudas. Debía hacerme con la Viruta, encontrar el hueco y cerrarlo para siempre. Tapar el hueco que hay al final del mundo antes de que la nada hambrienta que todo lo devora se vierta por él y lo destruya todo.

    »Pero no hay certidumbres. No contaba con la tormenta, no esperaba que el mundo mismo se interpusiera en mi camino y me lo arrebatase todo. La Viruta ya no está mi poder. ¿La encontrarán otros? ¿Estamos condenados? 

    »El mundo está cambiando a medida que la nada toma forma y se asienta en él. Pronto todos lo notaréis como lo noto yo.

    »Os enzarzaréis en una guerra absurda mientras el mundo se desmorona a vuestro alrededor.

    »Mi pueblo cree que puede controlarla, que puede obligarla a hacer su voluntad. Pero van a fracasar, y el mundo va a ser devorado.

    »No solo este. Todos.

    »¿O no? 

    »¿Hay esperanza? 

    »El futuro se ha movido y estoy atrapada en un cuerpo que no es el mío y que no soy capaz de controlar. Por más que quiera guardar silencio, no dejo de hablar con personas que no entienden y que no pueden hacer nada para ayudarme.

    »Debería rendirme. Sin embargo… 

    Se interrumpió de repente y empezó a jadear, mientras miraba a su alrededor como un animal acorralado. La capitana Okabiri se acercó y lo tomó por los hombros. Ante aquel contacto firme y tranquilizador, el joven dejó de jadear. Su cuerpo se relajó, y cerró los ojos. Muy despacio, Aruguana lo ayudó a sentarse.

    Todos vieron que la respiración del muchacho se iba volviendo cada vez más regular y acompasada. La cabeza se inclinó sobre el pecho, y comenzó a roncar. Se había quedado dormido.

    Aruguana se incorporó y miró a Naga como si pidiera permiso para seguir hablando. Esta se lo concedió.

    —Este comportamiento se ha repetido una y otra vez desde que lo encontramos —dijo la capitana—. La mayor parte del tiempo es lo que parece, un joven pescador de pocas luces. Antes o después, dependiendo de lo tranquilo o nervioso que esté, esa nueva personalidad se apodera de su cuerpo. A veces sucede muy rápido y otras la lucha se prolonga, pero el resultado final es siempre el mismo: la nueva personalidad pasa al frente y, al cabo de un rato, el cuerpo se da por vencido y queda inconsciente. A veces intenta escapar, aunque nunca llega muy lejos. Por eso lo hemos tenido que atar de pies y manos.

    »Al principio pensé que el pobre muchacho se había vuelto loco, quién sabe si a causa de la tormenta, y que su mente se había desdoblado en dos personalidades.

    »Pero… 

    »Algo no termina de encajar. Su lenguaje, su vocabulario. ¿Dónde puede haber aprendido a expresarse así un mísero pescador? 

    »Ha repetido varias veces lo que acaba de decir aquí sobre esa misteriosa viruta y ese hueco en el extremo del mundo. Siempre lo hace usando casi las mismas palabras, en el mismo tono y con similares inflexiones. Aunque la historia fuera falsa, me parece que eso en sí mismo ya es lo bastante intrigante para provocar unas cuantas preguntas, Taraidí Amanapembira.

    »Ruego a sus señorías que lo atiendan y lo mantengan lo más cómodo posible. El pobre no tiene ninguna culpa de lo que le pasa. Es de naturaleza dócil y no dará problemas.

    »En cualquier caso, hay algo que tengo que mostrar. No va a ser agradable.

    Se volvió e hizo un gesto hacia un rincón de la terraza que estaba en sombras. Un hombre, tan recio y tostado por el sol como la propia capitana, entró en la zona iluminada. Llevaba en brazos una cesta de mimbre. La depositó con un gesto nervioso en la mesita auxiliar que había junto a Tamida y volvió a las sombras.

    La capitana abrió muy despacio la cesta e indicó a uno de los sirvientes que se acercara. Este fue hasta la mesita y la empujó en dirección a los Taraidí. Ibyra vio que, durante un instante tan fugaz que creyó habérselo imaginado, el criado se ponía rígido y lo que parecía un espasmo sacudía sus facciones. Luego, impasible, llevó la mesita auxiliar en dirección a la familia Taraidí.

    El rostro de Nejé se convirtió enseguida en un amasijo frenético de guiños, chasquidos y tics. Jarodo apartó la vista con una mueca de asco. Erima frunció el ceño y luego miró hacia la capitana, que permaneció impasible. Nají abrió los ojos como platos y se echó hacia atrás en el asiento. Solo Naga se mostró impertérrita y ordenó al siervo con un gesto de la cabeza que llevase la mesita auxiliar hacia el resto de los asistentes al Consejo.

    Ibyra examinó las reacciones de todos a medida que contemplaban el interior de la cesta. La única que ni siquiera se molestó en echar un vistazo fue la regularizadora que había venido con Uapana, muy ocupada escribiendo algo en su tableta. Se había pasado así un buen rato y no había prestado la menor atención a lo sucedido con el pescador.

    En cierto momento la mirada de la joven se cruzó con la de Naga y comprendió que la estaba evaluando, esperando con interés su reacción.

    Cuando la cesta llegó a su lado, la joven se incorporó a medias y se inclinó para ver el interior.

    ¿Qué era aquello? ¿Alguna especie de broma? En la cesta, boca arriba, con las piernas y los brazos encogidos, estaba la momia de una diminuta mujer adulta de menos de un metro de altura. Tenía los ojos abiertos y, de algún modo extraño e inquietante, la muerte no los había vidriado y parecían mirar a Ibyra con intensidad, como si quisieran leer los pensamientos de la joven.

    Tan despacio como se había inclinado hacia la cesta, la joven se echó hacia atrás y miró a su alrededor. El mediodía había quedado atrás hacía un rato y, poco a poco, empezaba a refrescar. A un gesto de Naga, uno de los criados cambió las posiciones de los toldos para proteger a los presentes de la brisa.

    La capitana se fue; unos criados se llevaron el cuerpo inconsciente del joven pescador, y se retiró la cesta con el extraño cadáver.

    Durante varios minutos nadie dijo nada.

    Ibyra no entendía del todo lo ocurrido, pero tenía la sensación de que se trataba de algo importante, quizá vital.

    Alguien comentó lo que habían visto y oído; otra persona le respondió. La mayor parte de los presentes se unió a la conversación; algunos con asco y otros con diversión, pero casi nadie se tomaba en serio lo ocurrido. Las excepciones eran Uapana, que parecía sumido en sus propios pensamientos, la regularizadora a su lado, que seguía absorta en su tableta, y Naga, que no decía nada y se limitaba a responder a los comentarios de los demás con sonrisas evasivas e inclinaciones de cabeza poco comprometedoras.

    En cierto momento sus miradas se cruzaron e Ibyra vio en el rostro de Naga la misma preocupación que sin duda se pintaba en el suyo. También fue consciente de la súplica muda que la gobernadora de Janpodanbarí lanzaba en su dirección.

    ¿Tiene miedo de que diga algo?

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