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Olor a menta y muerte
Olor a menta y muerte
Olor a menta y muerte
Libro electrónico338 páginas5 horas

Olor a menta y muerte

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Novela de trama imaginativa que, ubicada en el futuro, toca temas siempre presentes.

En 2067 Sabina Landis es nombrada veedora por la Organización de Naciones y enviada a Mestasia para investigar si ha mejorado el trato de los ancianos en ese país. A cierta edad estos son conducidos a moradas especiales y de allí a su muerte. Desde su llegada Sabina se ve mezclada en aventuras y va conociendo personajes insólitos. Tampoco faltan las intrigas: una agente gubernamental la espía a fin de hacerla fracasar en su misión.

Sabina considera bárbaras las prácticas mestasias referentes a la vejez y la muerte. Además le parece chocante la forma de reproducción sexual imperante en Mestasia. En esta novela, extraordinaria por sus situaciones y ambientes, se tocan problemas que aquejan al individuo ante la tecnología, el deterioro del medio ambiente y la corrupción delpoder.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 may 2018
ISBN9788417335373
Olor a menta y muerte
Autor

Ester Benari

Nació en Chile y se avecindó en Israel siendo joven. Hija de inmigrantes, ella también lo ha sido, tal como lo fueron sus padres. Ha tenido una existencia algo movida, pues también ha vivido algunos años en Argentina, Francia y España. A través del tiempo y los cambios lingüísticos, ha tratado de mantener su idioma natal, cuya belleza y sonoridades la han acompañado siempre, y que le es muy caro. Ha escrito cuentos y novelas. Olor a menta y muerte es su última novela.

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    Olor a menta y muerte - Ester Benari

    En un lugar apartado

    Un hombre apareció súbitamente, le preguntó si se había hecho daño, y sin esperar respuesta la tomó con determinación en sus brazos. Por su parte, Ariel estaba pasando revista a los daños: solo una de las rodillas de Sabina había sufrido algunos rasguños, tenía además el vestido desgarrado y sucio. Aunque por suerte había caído relativamente bien, Sabina se reprochó su distracción, que la había hecho tropezar con algún obstáculo. Le costaba recuperarse de la sorpresa; sin embargo, su instinto le decía que las intenciones del extraño eran buenas. ¿De dónde salía aquel personaje semidesnudo, ataviado solo con un pequeño taparrabos? Su piel era agradable al tacto y no estaba sudada como sería lógico en esa temperatura. El extraño debía de haber estado muy cerca para oír el grito que se le había escapado. La metió en un aposento que a ella se le antojó maravilloso y la depositó en una cama estrecha de aspecto lujosísimo. Se disculpó diciendo que era el único lugar cómodo en su carpa.

    —¿Cómo puede ser esto una carpa? —le preguntó Sabina—. En todo caso, no se ve desde fuera y por eso me caí.

    Él sonrió complacido y le explicó que desarrollar ese sistema de invisibilidad le había llevado muchos años, pero que era simplísimo y estaba basado en el mismo principio de las fachadas virtuales de Mestasia. Como podía observar, le dijo, le atraía en ese momento el período otomano y había adornado el techo y el suelo de la tienda con alfombras. La cama se inspiraba en dibujos de época, al igual que la mesita, aun cuando no estaba muy seguro de la autenticidad de todos los detalles. Abrió la boca para agregar algo más, pero pareció arrepentirse y, con el aire confuso de alguien sorprendido en falta, se reprochó estar hablando tanto cuando ella podía estar herida y le pidió entonces que le mostrase dónde se había hecho daño.

    Sabina le preguntó si era médico. Él negó con la cabeza, pero afirmó que estaba acostumbrado a arreglárselas en diferentes situaciones y sonrió con tan buena voluntad que ella le correspondió. Él sacó de una mochilita un líquido que le ofreció para que se lo aplicara en la rodilla raspada. Sabina pidió a Ariel un análisis del producto y este no tardó en responderle que se trataba de un desinfectante muy común en Mestasia. La veedora se embadurnó entonces las raspaduras con tranquilidad y contempló al desconocido. El tipo le inspiraba curiosidad, se había mostrado servicial y ahora seguía sonriéndole bonachonamente desde el escabel donde se hallaba sentado.

    Se preguntó qué estaría haciendo en esas soledades. Ojalá que no se le ocurriera plantear preguntas personales, porque se vería entonces embarcada en una serie de mentiras. No iba a contarle que había salido del hotel buscando un sitio tranquilo para poder leer el documento que le habían entregado los ancianos. Por otra parte, si él la había estado espiando desde antes de que se cayera, quizá hubiera alcanzado a ver una parte del memorial de los viejos esparcido en el suelo, y entonces su secreto y el de ellos ya no era tal. Notó que él la observaba abiertamente, así que Sabina se sintió autorizada a hacerlo también, quebrantando las leyes de la cortesía.

    Todo su aspecto correspondía al de un mestasio medio en cuanto a estatura y facciones, en las que nada desmesurado destacaba, a excepción quizá de sus grandes ojos, líquidos como el contenido de dos tacitas de café. Sin embargo, había en él algo atrayente aunque indefinible en ese momento para ella. Sabina se arriesgó a molestarlo preguntándole por qué había instalado su carpa invisible en aquel preciso lugar cuando existían campamentos especiales para trashumantes.

    Antes de darle respuesta, él le advirtió que solo contestaba ese tipo de cuestiones a amigos o a la Policía y, como ese no era manifiestamente el caso… Dejó suspendido en el aire el resto de la frase. Él le hacía gracia y por casualidad había tocado uno de los botones que accionaban la sensibilidad de Sabina: su anhelo de amistad, nunca totalmente satisfecho en Nortal. No es que se imaginara que de ese encuentro casual resultase realmente un amigo, pero ante ese llamamiento, ella no podía resistirse y así se lo dijo.

    Él se presentó entonces como Daniel Gutfreund, ingeniero trashumante. Agregó que solía alojarse en campamentos como todos los de su condición, pero que justamente al día siguiente debía presentarse a su nuevo trabajo y ahí estaba más cerca. A ella no le pareció que quien invertía tanto esfuerzo en el interior de su carpa acostumbrara a habitar con regularidad en campamentos. No obstante, Sabina no le hizo esa observación y, en cambio, le elogió la decoración, que le parecía admirablemente bien dispuesta con sus objetos imprescindibles: la litera, la mesita plegable para poner el morral con las tarjetas suministradoras y el banquito desde el cual Daniel la contemplaba con gran interés. Le pareció extraordinaria la cama de olivo, cuyas patas lucían espléndidas incrustaciones de bronce. Acarició con disimulo uno de los adornos y constató su sospecha: eran una ilusión. Ella sabía que a los mestasios les gustaba lo virtual; comprendió que ese hombre debía de tener un talento más que corriente para haber logrado producir un efecto de tan buena calidad.

    Al sobresalto por la imprevista aparición del desconocido le había sucedido una sensación de bienestar. Sabina la atribuyó al efecto calmante del ungüento en su rodilla raspada y, en especial, a la placidez de su anfitrión y a su mirada inteligente. Entonces fue el turno de Daniel de preguntarle qué estaba ella haciendo en ese paraje. Cierto que a él le gustaban los lugares retirados y los buscaba para instalarse y evitar los posibles derrumbes, pero qué interés podía tener ella... Dejó sus palabras extenderse en el silencio.

    Sabina decidió sincerarse con Daniel, hasta cierto punto. Le confió que era Sabina Landis, la nueva veedora venida de Nortal para expedir un informe sobre la situación de los ancianos en Mestasia y que, como la aglomeración citadina le pesaba, había intentado apartarse de ella para disfrutar algunos momentos de soledad.

    —Ah —exclamó él fascinado—. Por eso el aspecto físico tan diferente.

    —Ah —repitió ella—. Lo del aspecto físico es una historia también diferente.

    Él la miró y ella se desentendió de la interrogación implícita. Odiaba contar las circunstancias de su nacimiento y la conducta impecable de su madre. Odiaba aquello que la había hecho tan distinta de los otros niños en Nortal. Era su turno de preguntar; debía comprender tantas cosas.

    —¿Hay muchos derrumbes?

    —Seguramente has oído hablar de los antiguos túneles de transporte. Esa es la causa de los derrumbes: el terreno de Mestasia quedó perforado y aunque se taparon las excavaciones en su mayoría, no hicieron bien el trabajo: demasiados sobornos, robos de material…, en fin, un desastre. De vez en cuando se hunde algún túnel y arrastra el edificio que construyeron encima. Por eso no me gusta instalarme en edificios, a menos de estar seguro de que se hallan en buen estado. De todos modos, hay que estar atento. —Hizo una pausa como para que tomara buena nota de lo que estaba diciendo.

    Entonces Sabina experimentó un sentimiento más difuso hacia él.

    —Si escuchas un ruido que viene de las profundidades, tienes que escapar lo más rápido posible para no ser tragada por los hoyos.

    —A mí me dijeron que mi hotel es seguro, el Majestic —dijo ella con cierto tono de preocupación.

    —Quédate tranquila, ese es de los pocos seguros. Por eso alojan en él a los visitantes importantes, y la oligarquía va también allí. Pero no todos podemos quedarnos en el Majestic. Hay muchos desgraciados que ni siquiera pueden permitirse alquilar un apartamento y viven en túneles, porque son baratos. Yo me conformo con mi tiendita.

    —¿Y la higiene?

    —Me las arreglo en cualquier parte —contestó Daniel despreocupadamente—. Además, mañana me incorporo al trabajo y ahí habrá de todo.

    Ariel le advirtió a Sabina que se estaba haciendo algo tarde y aún debían volver al hotel y prepararse para asistir a la Ópera. Ella se levantó y sacó un cinturón de su mochilita; luego se quitó el vestido roto y sucio por la caída, lo introdujo en una de las placas del cinturón y de otra de ellas extrajo una prenda igual, pero nueva.

    Daniel la contemplaba fascinado por la tecnología evidenciada en esa maniobra y por la naturalidad con la que ella se desvestía ante un extraño. Él se propuso estudiar las costumbres de Nortal para entender si su comportamiento era el habitual en ese país o si ella era una mujer original. En todo caso, deseaba retenerla aunque fuera algunos momentos más y le ofreció una infusión. Ella aceptó, a pesar de las reconvenciones de Ariel. El ingeniero preparó un té y se sentó a su lado en la cama. Siguieron conversando un rato mientras lo tomaban. Daniel observó que la veedora lucía un lunar muy redondo y aterciopelado en la comisura del ojo izquierdo. Recordó haber oído decir que en los países más adelantados a veces se instalaban robots en los cuerpos de ciertas personalidades. Le alabó el lunar y extendió la mano con la intención de tocarlo. Ella se levantó con brusquedad y le recriminó, ofendida, su exceso de confianza. A pesar de las disculpas que él ofreció profusamente, Sabina tomó la mochilita y partió.

    «De buena te escapaste», dijo Ariel. «El tipo es un entrometido... por poco no me toca.»

    «Déjame tranquila. Yo sé muy bien cuidarme sola. Recuerda que te colocaron ahí para que fueras una ayuda, pero a veces eres un estorbo.»

    Túneles, paredes y un genetista

    Durante el viaje hacia su hotel en transporte público, Sabina no podía dejar de pensar en el hombre de la carpa. Al principio le había parecido simpático y bienintencionado, pero no había tardado mucho en querer tocarle el lunar. Qué desilusión. Un resabio de su infancia era el deseo de hallar amigos, y la constatación de que, con demasiada frecuencia, estos resultaban interesados. Sabina se dijo que ella aceptaba a los demás tal como eran, pero esa actitud no era recíproca, a menudo le parecía que ellos actuaban movidos por alguna intención ulterior. Paciencia y dedicación a su trabajo. Había ido a Mestasia como veedora para avanzar en su profesión. Eso le exigía seguir profundizando en su historia y costumbres, aceptar que la realidad surgiera de manera tan desconcertante.

    El asunto de los túneles no se le apartaba de la mente desde que Eric Schiffer, la persona encomendada por la Comisión de Exteriores para ser su guía, le había comentado dos días antes, a su llegada, las dificultades del transporte subterráneo y cómo este evolucionó hasta el trazado de la movilización colectiva por la superficie. Luego adoptaron la solución clásica en un país pobre como Mestasia: la utilización de los túneles en buen estado para el transporte exclusivo de los jerarcas, el cierre y destrucción de los que se encontraban en pésimas condiciones y el alquiler de los que aún se sostenían precariamente como viviendas para los más desafortunados.

    Eric describía bien los antecedentes. Le había explicado que los túneles eran reliquias de otra época, cuando la población del país era mucho menor. Con el correr del tiempo y el aumento de los habitantes, la capital quedó agujereada en todos los sentidos, y los edificios altos —construidos sin sistemas reforzados de seguridad—terminaron engullidos por el vacío, recubierto de solo una delgada capa de tierra. La gente llegó a prever los terremotos cuando, entre todos los ruidos de la urbe, comenzaban a distinguir algo así como gemidos o gorgoritos estomacales de la Tierra. Mientras Sabina estuvo concentrada en el relato de Eric, su imaginación le había representado cómo los rascacielos se vaciaban desde los más elevados pisos, con gente despavorida que trataba de bajar las escaleras a gran velocidad, a veces desde el piso sesenta. Pero les servía de poco, pues difícilmente alcanzaban a llegar abajo y, de todos modos, tampoco allí había seguridad de que otro edificio no se les desplomara encima.

    Alguien que se disponía a bajar en la próxima estación pasó al lado de Sabina empujándola. Y puso en evidencia la aglomeración que había en los trenes. El uso generalizado que se hacía en Mestasia de las mochilitas en la espalda aumentaba el volumen corporal y empeoraba el tránsito de la masa de pasajeros. Para mimetizarse, Sabina también portaba ese día una pequeña mochila con los mismos implementos que llevaba la población para sobrevivir en caso de ataque o catástrofe. Se preguntó si, de ocurrir algo grave, a los mestasios les servirían el arma personal, las medicinas, la ración de agua, las tarjetas suministradoras y los videogramas de los seres queridos.

    En fin, ella se había maquillado y vestido como los mestasios y colgado el morral a la espalda para pasar inadvertida. Los ancianos que le habían entregado el documento no se imaginaban en qué apuro la habían puesto. Si bien era cierto que Sabina estaba contenta de disponer de información diferente a la oficial, ese privilegio la colocaba bajo una luz sospechosa ante las autoridades, como si ella no fuera imparcial y estuviera a favor de los ancianos desde un comienzo.

    Por eso no había querido estudiar el documento en el hotel, con sus paredes espejadas y visionarias. No podía estar segura de qué es lo que había tras estas ni de que no estuviera sujeta a una vigilancia de veinticuatro horas al día. Se le insinuó una sonrisa al recordar la cara exasperada del recepcionista cuando, al registrarse en el Majestic, le preguntó insistentemente cuál era la proporción de paredes que deseaba en su habitación. No había forma de que aceptara que a ella no le importaba. Para quitárselo de encima, Sabina le había dicho finalmente que le pusiera tres espejadas y la cuarta, visionaria. Solo entonces el recepcionista la recompensó con una sonrisa, la felicitó por tan buena elección, apretó los comandos correspondientes y le dio la tarjeta de la habitación con un suspiro de alivio.

    Al entrar instantes después en su cuarto del penúltimo piso, el cuarenta y nueve, la veedora encontró las paredes encargadas. No había reflexionado sobre su elección por estar demasiado cansada del viaje y las emociones de la jornada. Solo al día siguiente se le ocurrió que el hecho de haber pedido tres paredes espejadas quizá diera de ella la imagen de una persona narcisista que gustara de contemplarse en los espejos. Pero creía que en ese tipo de pared se podían esconder menor cantidad de aparatos de espionaje que en las visionarias; aun cuando probablemente los mestasios poseyeran los medios de vigilancia necesarios, sin tener que depender de las elecciones fortuitas de los ocupantes de cada pieza.

    A Sabina se le acentuó la sonrisa cuando vio su cara reflejada en la ventanilla del vagón al lado de tantas otras. A pesar de su esmero en asimilarse a la multitud mestasia, se veía extraña. Como siempre, le susurró una voz interna. Su cara no acababa de gustarle: la encontraba chata, aplanada, y los ojos oscuros tras los párpados gruesos que tapaban una parte de las pupilas parecían dormidos a pesar de lo alerta que ella pudiera estar y de sus capacidades mentales. En Nortal la mayoría de la gente tenía la piel blanca y los ojos azules, igual que Britt, quien mantenía que la piel de Sabina era de un delicado color mate, si alguien tenía el descaro de referirse a esta como amarilla. Por un instante recordó con nostalgia su propia ingenuidad durante la infancia, cuando aún creía en esas afirmaciones de su madre.

    La veedora observó el apretado paisaje humano a su alrededor. Así como en Nortal hubiera deseado tener la piel blanca, en Mestasia hubiera querido ser morena como ellos. Pero qué vana esperanza. «Mi piel es amarilla, mamá», se contestó una vez más a sí misma en una conversación imaginaria. El legado del genetista era bien visible en ella. No es que Sabina tuviera algo contra los japoneses. Es que la soledad le pesaba. Le hubiera gustado sentirse parte y no apartada de los otros por su aspecto físico, por sus habilidades y, en especial, por la historia de su nacimiento, conocida por todos en su país.

    La futura veedora fue declarada «no viable» a los cinco meses de vida embrionaria durante el famoso escándalo del laboratorio de gestación, cuando se descubrió que no todos los fetos provenían de semen nortalense escogido cuidadosamente por las futuras madres, sino que este pertenecía a un solo individuo: el encargado del laboratorio de fertilización, un genetista de origen japonés que había introducido su propio semen en los óvulos esperanzados. Britt siempre desafió a los convencionalismos y la mejor prueba era la existencia de Sabina. Al contrario de las otras madres en potencia, Britt quiso darle una chance a ese feto de cualidades y defectos desconocidos y, por lo tanto, visitó la clínica para enterarse de si su hija tendría alguna desventaja. Los genetistas le explicaron entonces que su aspecto sería un poco diferente, pero que no observaban anomalías. Britt se hallaba mirando los movimientos del feto dentro del balón transparente que este habitaba mientras sopesaba el pro y el contra de un aborto, cuando aquel embrión que podría convertirse en su hija hizo un movimiento y a Britt le pareció atisbar una especie de sonrisa. La decisión entonces se le antojó absolutamente clara y, de todos los fetos generados por el científico japonés, Sabina fue la única que sobrevivió.

    Pero quizá, reflexionó la veedora, lo que le había dado a su madre la valentía necesaria para ordenar que prosiguiera aquella minúscula vida era su seguridad interior de estar bien anclada en su lugar en el mundo. En cambio, Sabina, que había destacado en la sociedad nortalense, aun cuando no siempre por buenas razones, se sentía algo intimidada por cargar con su diferencia.

    Dos días antes

    «Ariel», había dicho entonces la veedora Sabina Landis, «llegó el momento de descender.»

    Él había asentido con un monosílabo, pues estaba de acuerdo y la situación se antojaba delicada. Alrededor del frágil velicóptero estallaban proyectiles en elipses de gradaciones diferentes, formando una especie de telaraña densa de la cual era difícil escapar. Ariel había calculado que podría encontrar una pequeña zona de aterrizaje. En el suelo correrían menos peligro que en el aire, donde eran presa fácil en su desarmado vehículo civil. Él le comunicó a Sabina que las posibilidades de aterrizar eran buenas, pero que no distinguía el paso fronterizo y por lo tanto deberían caminar, y quizá bastante. Ella le había contestado que eso no importaba: lo principal era salir del velicóptero y entrar en Mestasia. Quien viniera a recibirla se pondría en contacto en cualquier momento y las cosas serían después más sencillas.

    Durante el descenso Sabina comenzó a distinguir la llanura y, a pesar de su preparación en Nortal, que había incluido el estudio de tantos modelos multidimensionales en los colores más fidedignos, su corazón se saltó un latido para luego recobrarlo en forma precipitada.

    Ariel marcó: «Bombeo interrumpido por 0,03 de segundo; reinicio con aceleración de 0,14 por segundo. Vuelta a la normalidad en 0,20 de segundo».

    Ella había creído que estaba lo suficientemente preparada para asumir su puesto de veedora en Mestasia; sin embargo, el desolado panorama ya la hacía añorar su país natal. No es que eso significara una sorpresa; ya había previsto que echaría de menos el verde civilizado de Nortal y que debería afrontar la escasez y las penurias, aun cuando nunca imaginó que el impacto sería tan fuerte. Trató de encontrar la belleza en alguna parte del paisaje, pero le estaba fallando su sentido de la estética o no había realmente algo que pudiera reconfortarla. Solo percibía la aridez de pequeñas colinas batidas por el tiempo y la sequía, además de algunas filas de piedras reminiscentes de antiguas terrazas con cultivos desaparecidos.

    Además, desde el velicóptero y con sus anteojos de precisión, Sabina había distinguido máquinas guerreras de las cuales emergían intermitentemente algunas cabezas que oteaban el entorno y luego se escondían con rapidez tras la relativa seguridad aportada por esas placas de metal quemantes a más de 70 grados de temperatura. La angustia y la compasión por esos infelices la habían sacado de su ecuanimidad.

    «No puede ser. Fíjate, Ariel, en ese blindado», y con el índice vibrante de inquietud le mostró al hombre que se asomaba con grandes precauciones por la torrecilla. «Es un viejo. Deben de estar muy faltos de combatientes si están mandando viejos a la frontera.»

    Ariel coincidió con ella en que era muy raro y agregó que ese dato no se había difundido.

    «¿Quiénes son?», preguntó Sabina. «¿Te parece que son de Mestasia o de Vania?»

    Él dudó unos segundos y luego dictaminó que eran con seguridad de Mestasia.

    «De todos modos nos enteraremos abajo de qué es lo que pasa», dijo ella exhalando un suspiro. «Con estos problemas no sé si los mestasios habrán mandado a alguien a esperarnos como prometieron. De todos modos, aterriza inmediatamente, el riesgo de permanecer allá arriba es mayor.»

    Ariel computarizó como mejor pudo, ya que había muchas interferencias provenientes del campo de batalla y las indicaciones visuales resultaban distorsionadas o invisibles por el humo que había comenzado a tapar el paisaje. En ese mismo instante el velicóptero resultó dañado por un proyectil y Ariel conservó a duras penas el control del aparato hasta posarlo en tierra. Salieron de la cabina y ante la oleada de infierno que la asaltó, Sabina sintió pena de abandonarla, ya que los había protegido hasta allí. Pero no había más remedio y el vehículo, aunque dañado, no debía caer en manos de los combatientes. En cuanto estuvieron a una prudente distancia, ella abrió una de las placas de su cinturón y sacó un objeto con el cual disparó hacia el velicóptero, que se desmoronó suavemente en una nube de polvo. «Una contribución al desierto», ni más ni menos, se dijo Sabina, a pesar de tener conciencia de que esa clasificación no era la correcta. Pero ¿qué era ese calor? ¿Cómo lo aguantaban seres humanos?

    Siempre con las cifras a su alcance, Ariel la informó que la temperatura era de 48 grados centígrados a las 17.04 horas.

    Caminaron hacia el puesto fronterizo durante un tiempo que a Sabina le pareció extremadamente largo. Por fin avistaron la que en medio de esas dunas constituía la única edificación; estaba rodeada de altas murallas rematadas con alambres de púa. Su deslumbrante iluminación y su forma le parecieron una estrella caída en el desierto. «Pero no parece muy acogedora. Imagínate cuando por la mañana esto se llene de gente que puja por entrar», e indicó con la mano el inmenso recinto subdividido por barras metálicas que marcaban senderos a los peticionarios de permisos de trabajo, obligatorios para llegar hasta los controladores, embutidos en sus altas cajas de cemento y con quienes la única comunicación posible se efectuaba a través de una minúscula ventanilla.

    Intentaron atraer la atención del personal de turno, pero no hubo respuesta a sus llamadas; ni siquiera cuando tras algunos minutos de espera infructuosa Sabina prorrumpió en gritos y pateó la puerta. Viéndola encolerizada, Ariel le preguntó suavemente si le permitía abrir la puerta con discreción. Ella le contestó fastidiada que en ese caso no cabía discreción alguna, pues los mestasios siempre sabrían que habían entrado sin que les abrieran. Ariel se armó de paciencia para realizar otras llamadas. Al cabo de un rato apareció un guardia, quien apuntó con su arma y preguntó:

    —¿De dónde sale? ¿No sabe que el puesto cierra a las cinco y media? Levante las manos y con cuidado. Al primer movimiento raro, disparo.

    Ella lo miró tratando de caerle simpática a ese bruto armado.

    —En el salón de la Terminal 1 debe de estar esperándome, según lo convenido, alguien de la Comisión de Exteriores. Avísele que la veedora Sabina Landis ha llegado. —Pero como el guardia no parecía dispuesto a moverse, agregó con tono imperativo—: Y baje inmediatamente esa arma. No le va a convenir disparar. Le harán un juicio y lo fusilarán.

    El guardia se refregó los ojos. Lo encandilaba el brillo de la vestimenta de esa mujer, que parecía estar hecha de escamas de pescado. No, se corrigió a sí mismo, posiblemente estaba hecha de algo metálico y en ese caso bien pudiera ser una armadura completa, con aquel casco y esas piezas raras que le salían de los hombros como dos alitas. Terminó reconociendo que, de la moda de las mujeres, siempre tan locas, él no entendía nada. Pero la fulana parecía de calidad y se quedó dudando. Ella vio que él estaba indeciso y aprovechó la ventaja para ordenarle:

    —Abra la puerta ahora mismo.

    —No puedo. ¿Y si es usted una invasora de Vania? También entonces me harán un juicio.

    —Tendrá que arriesgarse.

    —¡No se mueva! —gritó él bien alto para cubrir su concesión—. Voy a llamar al jefe de guardia.

    Sabina suprimió con rapidez una sonrisa. En breve estaría por lo menos a la sombra, se refrescaría y cambiaría a su traje habitual. En su contrato con la Organización había una cláusula que la obligaba a no correr riesgos innecesarios y —como le habían insistido en la academia— en época de incertidumbre se viajaba con armadura.

    La veedora tuvo la pequeña satisfacción de ver regresar al guardia acompañado de un hombre con el mismo uniforme, pero más galoneado, que se dirigía a paso redoblado hacia ella. Este le pidió cortésmente su identificación.

    —Pura formalidad, ilustre señora.

    «Vaya cambio», pensó Sabina, «ya era hora». Luego el militar se excusó y le anunció la inminente llegada del representante de la Comisión de Exteriores enviado para recibirla.

    —Como habrá apreciado, hoy las escaramuzas con los vanios a las puertas de Mestasia han sido muy intensas —manifestó el jefe de guardia acariciándose el bigote, que lucía una bien peinada espiral en cada extremo, y elevando los ojos al cielo como para ponerlo de testigo, o señalar los vehículos cuyo ronroneo amenazador llegaba hasta ellos—. Y las autoridades habrán creído que usted postergaría el viaje. No obstante, aun cuando yo no estaba autorizado oficialmente para recibirla, lo hago encantado en nombre de la Administración de Ingresos a Mestasia. Le ruego que haga el favor de olvidar el desgraciado incidente de su

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