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Tambores de cristal
Tambores de cristal
Tambores de cristal
Libro electrónico181 páginas2 horas

Tambores de cristal

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Información de este libro electrónico

Una novela que muestra al lector una África menos conocida. Jacques Breuil, de origen francés, tiene la vida soñada: es un joven periodista seductor y aventurero. Por eso el trabajo para el que ha sido contratado no puede ser más perfecto: hacer un reportaje sobre la situación política de la República Centroafricana. Lo que empieza siendo como una faena fácil y entretenida se convertirá, pronto, en una tarea mucho más compleja de lo que Jacques esperaba.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9788728022665
Tambores de cristal

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    Tambores de cristal - Maria Carme Roca i Costa

    Tambores de cristal

    Original title: Tambors de vidre

    Original language: Catalan

    Copyright © 2006, 2022 Maria Carme Roca and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728022665

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A Josep M., por su apoyo incondicional a todos mis

    atrevimientos incluido el de escribir.

    M. Ballarín

    Para Paquita, con afectuosa complicidad de cuñada

    y reconocimiento por su trabajo de enfermera.

    M. C. Roca

    Mujer negra

    «¡Mujer desnuda, mujer negra

    vestida de tu color, que es vida,

    de tu forma, que es belleza!

    He crecido a tu sombra;

    la suavidad de tus manos vendaba mis ojos.

    Y en pleno verano y en pleno mediodía,

    te descubro.

    Tierra prometida desde la alta cima de un puerto

    calcinado,

    tu belleza me fulmina en pleno corazón,

    como el relámpago del águila.

    Mujer desnuda, mujer oscura,

    fruto maduro de carne tersa,

    sombrío éxtasis del vino negro,

    boca que haces lírica mi boca,

    sabana de horizontes puros,

    sabana estremecida

    bajo caricias ardientes del viento del Este.

    Tam-tam esculpido, tam-tam terso

    que ruges bajo los dedos del vencedor.

    Tu voz grave de contralto

    es el canto espiritual de la Amada.»

    Léopold Sédar Senghor

    «La gran riqueza de la naturaleza consiste en generar diversidad. El rechazo xenófobo es de origen cultural, a menudo motivado por el miedo, y en abierta contradicción con la tendencia expansiva de la naturaleza»

    Ramón Margalef, ecòleg

    Capítulo uno

    Bosque tropical, República

    Centroafricana

    El cazador busca a la presa,

    la presa no busca al cazador.

    El calor es húmedo. En la lejanía, se oyen cánticos al ritmo de los tambores que resuenan como lamentos. Se aproximan. Lentamente. Pero cada vez están más cerca...

    Un súbito y largo silencio da paso a los gritos de los guerreros que desgarran la quietud de la noche. La furia se abate sobre el pueblo. Implacable. Injusta.

    Los agresores se entregan al genocidio. Humillan, degradan. A golpes de machete, decapitan, mutilan. Lanzan granadas, todo arde a su paso. Las llamas se alzan altivas y el humo, enseguida, invade el aire que se vuelve irrespirable.

    —¡Corre, Naorine, corre! —grita su madre—. ¡Puedes hacerlo, huye lo más lejos que puedas, donde no consigan encontrarte!

    —¡No puedo, mamá, no puedo! ¡Las piernas no me obedecen! —repite la niña, asustada.

    —Donde no consigan encontrarte, donde no consigan encontrarte... —responde el eco de la voz materna hasta que de él sólo queda una huella amarga y lejana.

    Por fin, Naorine echa a correr, pero, en aquel preciso instante, una mano enjuta y fuerte la atrapa. La agarra fuertemente por el brazo, obligándola a darse la vuelta y mirarle, fijamente.

    Naorine choca con unos ojos grandes y profundos, negros como un abismo donde no hay ni un atisbo de clemencia.

    El soldado ríe dejando entrever unos dientes blanquísimos que contrastan con su negra piel. Alza el brazo, enarbola un machete y lo deja caer diligente sobre su cuello.

    Oscuridad. Olvido.

    Naorine chilla.

    Y el grito la despierta. Trastornada por la pesadilla y jadeando, se incorpora sobre la alfombra donde está echada. La desazón y el bochorno de la calurosa noche del mes de junio la han hecho sudar. Poco a poco, como siempre, recobra la calma y la respiración recupera su buen ritmo. Del exterior de la cabaña le llegan los sonidos silvestres que la arropan. El griterío de los animales se mezcla con el susurro de la espesa vegetación tropical. Bosques de caucho, guareas y palmas rodean la pequeña cabaña, hecha de barro con ramas entrecruzadas y cubierta de paja. Aún es noche cerrada. La luz de la escasa luna, que no consigue abrirse paso entre el ramaje, le permite percibir que todo está en orden, en paz. Todos duermen. A su lado, el pequeño Yaboué se chupa el dedo y emite suaves ronquidos mientras duerme plácidamente apoyado en su madre, Neogane, que abraza a Chinchiguane, que pronto cumplirá cuatro años. Y, en el otro extremo de la cabaña, intuye la presencia de Kanga, hermano de Yaboué y Chinchiguane. Kanga quiere ir a dormir a otra cabaña, con los hombres, pero Neogane dice que no irá allí hasta que no cumpla nueve años. Y, de momento, sólo tiene siete.

    Por suerte, hoy Naorine no los ha despertado. A veces, Kanga se ríe de ella; le reprocha que ya es demasiado mayor para tener pesadillas, que una muchacha a los quince años ya no debe llorar. Tal vez tenga razón, pero no puede evitarlo. Cuando lo hace, su madre le riñe y le explica que es muy triste que no te quede nadie de tu familia, la familia que Naorine perdió en aquella pesadilla.

    Afortunadamente encontró a Neogane. Ella la acogió cuando Kanga tenía tres años. Su marido también la aceptó de buen grado; sin embargo, por desgracia, no pudieron compartir juntos demasiado tiempo. Un par de meses después de nacer Yaboué, murió víctima, dicen, de los malos espíritus. Un médico blanco dijo que había sido a causa de la enfermedad del sueño, que tenía que haber ido al hospital. Tal vez sí. A Naorine, de vez en cuando, le gusta ir al hospital de la capital y escuchar lo que dicen los médicos y las enfermeras. Le gusta ese oficio. El viejo Otomba no cree en la medicina de los hospitales. Naorine, sí. Aunque durante muy poco tiempo, ella fue a la escuela de Bangui mientras vivía con sus padres y aprendió algunas cosas. Otomba, no, y por esa razón, desconfía de ellos. Sin embargo, el anciano es muy sabio y Naorine lo quiere como si fuese su abuelo. Cuando huyó de la matanza, fue él quien le brindó protección en el interior del bosque. Aquí, en el poblado, alzado en un claro en los límites de la selva, convive con un centenar de personas que también se vieron obligadas a huir. Otomba es el jefe del grupo. Este privilegio le corresponde porque es el más anciano y porque, a lo largo de su vida, ha demostrado valentía y sabiduría. Otomba siempre ha vivido en la selva. Es descendiente de un clan que no cree en nada de lo que, desde hace tiempo, ha ido aportando el hombre blanco. Por esta razón se aparta de él y acoge a todos los que huyen de su influencia.

    Naorine piensa que, a pesar de todo, ha tenido suerte. Salvó la vida y tiene una nueva familia. No obstante, con frecuencia, le invade la melancolía y echa de menos a los suyos. Querría que todo fuera como antes, como cuando era pequeña y vivía en Bangui, la capital.

    Han pasado cuatro años desde su tragedia, pero el recuerdo es tan intenso aún que le da la impresión de que lo acaba de vivir. Teme que no lo podrá superar nunca.

    Antes, Naorine era una niña muy alegre. Siempre sonreía. Y, con frecuencia, la sonrisa se transformaba en una explosión de risas, de ganas de vivir. Aunque en su casa vivían modestamente, no les faltaba nada fundamental. No sabe muy bien cuál era el oficio de su padre. Sólo recuerda que siempre olía a madera, como algunos de los árboles que hay en el bosque, los que dan caucho. Cuando los mira piensa en él, le hacen sentir su presencia y eso la reconforta. Su madre..., su recuerdo le duele más, tal vez porque fue el último rostro querido que vio con vida. Ella hizo que se escondiese en la leñera. Fue fácil. Naorine, con once años, era pequeña y menuda. Lástima que Morine, su hermana mayor, no cupiera allí también y que Niamé, el pequeño, no dejase de llorar y agarrarse a las faldas de su madre.

    Hacía tiempo que, en Bangui y otras ciudades, los disturbios cada vez eran más frecuentes. Naorine escuchaba a los adultos hablar del tema, pero, por aquel entonces, para ella era más importante ocuparse de jugar, de ayudar a su madre o cuidar de Niamé. Tener a su familia le bastaba, no podía imaginar que algún día le faltase. Y la primera vez que experimentó ese sentimiento, que le provocó auténtico terror, ya fue demasiado tarde para ponerle remedio.

    Sucedió un atardecer. Su padre entró en casa con el rostro desencajado (¿era posible que su padre tuviese miedo?) y les dijo que era preciso que se escondiesen, que no tenían tiempo de irse. Sin embargo, y gracias a su madre, sólo pudo hacerlo ella. Todo sucedió de forma muy rápida y precipitada.

    «Cuando no oigas ningún ruido, sal y corre, huye muy lejos, al bosque», le dijo su madre. Naorine entonces no la entendió. Tiempo después, comprendió que su madre sabía que no había escapatoria. Y si por casualidad alguno de ellos podía salir con vida era ella, que era rápida y ligera como una gacela. Cabe decir que era la mejor de la escuela. Incluso los chicos la envidiaban. No les importaba que los superase en otras materias, como en las lenguas, por ejemplo, ya que tenía mucha facilidad aprendiendo sango, la lengua Centroafricana, y francés, pero les dolía que fuese tan buena corredora. Jamás habría pensado que las piernas le salvarían la vida.

    «Cuando no oigas ningún ruido», le había dicho. Y así lo hizo. Después de una espera que se hizo interminable y de escuchar todos los sonidos que puede tener la muerte, se hizo el silencio, más terrible aún que los gritos de horror de sus padres y hermanos y que los alaridos de los bárbaros que los atacaban.

    Esperó. El aviso de su madre y el instinto de supervivencia la ayudaron a hacerlo.

    Cuando salió de su escondite, deseó estar muerta o al menos ciega, para no ver cómo la muerte, una muerte horrible y cruel, se había apoderado de su casa.

    Con el tiempo, reconstruyó la tragedia y, al hacerse mayor y hablar con otras personas que también habían sufrido situaciones similares, descubrió que su madre y su hermana también habían sido violadas.

    «Huye muy lejos, al bosque», le había dicho su madre. Pero no podía. Naorine recuerda que al humedecérsele las piernas, ya que se le escapó la orina del miedo que sentía, fue consciente de que aún estaba viva. Y que aquello no era justo.

    No quería quedarse allí, quería olvidar cuanto antes mejor lo que acababa de ver. Pero seguía inmóvil, horrorizada, sin fuerzas para mover ni un solo dedo.

    El ruido de las pisadas que provenían de unas botas militares que se acercaban la agarrotaron aún más.

    —Vaya..., ha quedado una pequeña rata... Mira por dónde, si no hubiese echado de menos el reloj que seguramente se me ha caído en este estercolero, no te habría visto —dijo un hombre, un soldado que sostenía en la mano un machete ensangrentado.

    Se le acercó burlón, disfrutando de la expresión de terror de Naorine, que retrocedió un paso.

    —¡Oh! ¿Tal vez quieres irte? —se rió de ella.

    De reojo, Naorine vio el rostro de su madre con los ojos abiertos.

    «Corre, huye», parecía decirle.

    Y, como accionada por un resorte, echó a correr mientras el soldado, sorprendido, llegó tarde con su golpe de machete y tan sólo cortó el aire. Sin embargo, furioso, la siguió. Pensó que atraparía con facilidad a una niña. Se equivocó, pues la menospreció. El soldado no sabía que Naorine era muy veloz.

    —¡Te encontraré, maldita rata! Estés donde estés, te escondas donde te escondas —vociferaba.

    Pero Naorine ya había huido.

    Neogane se despierta y ve que Naorine no está a su lado. Como otras veces, debe de haber tenido pesadillas y, a pesar de estar adormilada, sale a buscarla.

    Está allí mismo, al lado de la cabaña, sentada en el suelo, descalza, con el rostro oculto y los rizos del pelo acariciándole las negras rodillas que tiene dobladas debajo del camisón blanco que ella misma le tejió. Inconscientemente, los dedos de Naorine tiran con fuerza del dobladillo del camisón, como si tuviese frío. Seguramente, no es el frío lo que la empuja a esconderse debajo de cualquier cosa, aunque sea un fino camisón de algodón blanco, sino el miedo.

    Neogane se acerca a ella y la acaricia con ternura.

    —Naorine, no pasa nada...

    La mirada de Naorine es de desconcierto, casi de desesperanza.

    —Tienes que tener confianza, llegará un día, y tal vez no sea muy lejano, que tu sueño será tranquilo.

    La abraza con más fuerza y le canta una nana, como la que hace unas pocas horas ha cantado a los pequeños. La voz, suave y cadenciosa, sale de su boca, sin ningún esfuerzo, ni siquiera tiene que pensar para cantarla. Lo ha hecho tantas veces...

    Naorine apoya la cabeza sobre su hombro y es ella quien canta ahora, tomando el relevo. Afortunadamente, se ha ido calmando.

    Pobre criatura, Neogane la encontró un día mientras recogía frutos en el bosque. Se había levantado muy temprano porque aquella mañana, además de recoger los frutos habituales, tenía que

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