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Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente
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Libro electrónico160 páginas2 horas

Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente

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Información de este libro electrónico

Una colección de cuentos cortos del interesante autor Franco Chiaravalloti en la que aborda muchas de las obsesiones que marcan su obra: la vida como inmigrante, el desplazamiento del hogar, la adaptación a diferentes entornos, las múltiples facetas del deseo y la sexualidad y la profunda reflexión sobre la identidad pasada, presente y siempre fluida. Un libro escrito con la sensibilidad de un maestro literario especializado en las distancias cortas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788726943832

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    Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente - Franco Chiaravalloti

    Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente

    Copyright © 2009, 2022 Franco Chiaravalloti and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726943832

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Gotas blancas

    Por Gregorio Jebluss

    Prefacio

    Crear es eyacular.

    Eyacular es dar vida y a la vez perderla. Perder energía vital, pero con el afán de donarla al universo. El universo es transición, no inercia, por eso la acción de acumular debería ser considerado el delito más aberrante. Hoy me he propuesto crear. Procrear. Darle un orden a este caos, robarle vida a la muerte. Hoy empiezo a expulsar chorros de semen que dibujarán letras cursivas sobre las páginas.

    Y allí, en el extremo del escritorio, esperan por mí los papeles resquebrajados que he de llenar con historias. Es, quizás, el único camino que existe para llegar a entender por qué me siento inmerso en un déjà vú sin fin. Hace semanas que experimento esta sensación. ¿He vivido ya esto? ¿Había pisado antes este ático? No. No. O sí. Ni siquiera sé si esta motivación –la de descifrar tal sentimiento a través de la escritura– nace de mi propio interior. ¿Es mía esta mano que se mueve?: coge la pluma de forma extraña, escribe estas líneas, la tinta azul gotea y mancha estos dedos. ¿Por qué demonios escribo con pluma?

    No me importa. Necesito expulsar esas líneas como sea, esas gotas que siempre habitaron dentro de mí. Me encerraré el tiempo que haga falta hasta hallar aquella historia que me dé la respuesta. No necesito el mundo de allí fuera. No por ahora.

    Hoy es de esos días en que percibo todo lo que me rodea con una nitidez inusitada. Todo es más claro, suave, iluminado, a pesar de estar encerrado en esta sala hedionda. Por eso quiero personajes lánguidos, rostros melancólicos, historias de amor. Quiero esperanza, buenos propósitos. Quiero primavera.

    Qué imbécil, a este compendio le puse de título «Gotas blancas», con la absurda intención de poder enseñarlo alguna vez, como si alguien más que yo fuera a leerlas. Pero qué mas da, si al final arrojaré todo a la papelera. Excepto aquel texto que dé la respuesta, que me permita abrir esa ventana desconocida hacia mi universo paralelo. Sé que todas esas respuestas están de este lado de la piel... La clave es encontrar el camino adecuado para hallarlas.

    Voy a echar el último vistazo al sol de allí fuera y a tragar la última bocanada de aire antes de dar comienzo a mi encierro. Y después sí, empezaré a crear. A procrear. A eyacular para encontrar la respuesta.

    Gregorio Jebluss

    Edipo contemporáneo

    Helena cayó muy pronto en un sueño profundo. Se dejó conquistar fácilmente por las sábanas, por el colchón mullido y por «esa segunda vida», dijera Nerval. Rápidamente, como con ganas, forzó un confortable letargo para acceder por fin a su onírico mundo y abandonar por unas horas su vida solitaria. Esa noche, Helena soñó que hacía el amor con el hombre de su vida. Fue el sueño más intenso que tuvo jamás: gimió durante toda la noche, se revolcó entre las sábanas, rió y lloró por partes iguales, sintió que abrazaba a ese individuo desconocido como si sus brazos fueran pinzas de cangrejo, se imagino cientos de orgasmos y dio y recibió tantos besos que finalmente perdió la cuenta de cuántos habían sido… Cuando despertó, sintió su cuerpo completamente sudado, y vio las sábanas desparramadas por el suelo. Tocó con melancolía el lado de la cama donde habría estado su amante. Se levantó desnuda y corrió las cortinas para dejar entrar el sol de la mañana, y así, esfumar un poco ese sueño tan vívido. Se dio una ducha rápida, se perfumó, y cuando se miró en el espejo notó que su vientre estaba más hinchado que de costumbre. Nerviosa, sacó una cajita de entre varias cajitas, echó una gota de orina en una tirita de cartón y, de golpe, dio un brinco de sorpresa y de espanto. En efecto, estaba embarazada.

    No fueron nueve meses, ni siquiera nueve semanas. Al noveno día Helena se encontraba gritando de dolor en una sala de partos. «¿Dónde está el padre?», le habían preguntado las enfermeras. Helena no supo qué responder. Otra vez sudada y estrujando las sábanas, Helena nunca había imaginado que el bíblico «parirás con dolor» sería así de desgarrador. En pleno forcejeo había conjeturado si ese momento también sería otro de sus profundos sueños. Pero el espantoso dolor proveniente de sus tripas le hizo abandonar definitivamente esa idea. Después de interminables minutos, a las siete y treinta de la mañana nació el pequeño. Nació completamente dormido. Una de las enfermeras intentó darle una bofetada en la cola, pero otra la detuvo al instante. «Déjalo dormir, hombre». Inmediatamente lo limpiaron, le cortaron el cordón y lo acercaron a la madre. Helena sonrió al ver a ese niño, real o imaginario, soñado o vivido. En ese momento mucho no le importaba el origen de la criatura… sólo quería disfrutar con plenitud los minutos más tiernos de la vida de toda mujer.

    El niño estuvo días sin despertar. A los pocos segundos de sentir cerca a su madre, y aún dormido, comenzó de manera instintiva a tomar la teta como si fuese lo último que hiciera en su vida, aunque en realidad era lo primero que hacía. Succionó y succionó con fanático deleite. El líquido vital bajaba por su boca y llegaba a todos los rincones de su cuerpecito indefenso. La madre se pasó varios días acariciando su cabecita mientras él bebía de sus pechos, sin ánimo de despertarlo. Ya habría tiempo para eso.

    Un par de semanas después, el niño por fin despertó. Pero ya no estaba en una sala de partos. Tampoco estaba junto a su madre. Se encontraba completamente solo, en su habitación de siempre. En realidad, tampoco era un niño. Era un hombre alto, fornido, con pelo en pecho. Desnudo como estaba, saltó de la cama de manera agitada y corrió al baño para mirarse en el espejo. Se vio sudado y con ojeras. Miró hacia abajo y vio su dedo gordo arrugado y mojado por su propia saliva. No le dio tanta importancia a eso como al sueño que acababa de tener. Nunca había soñado algo tan intenso, tan vivo, tan hermoso: estuvo toda la noche soñando que hacía el amor con la mujer de su vida.

    Epistolar

    Camille exprimió su ojo por última vez y dobló la carta. No tenía nada más para decir; se le habían agotado las palabras, literalmente. Cerró el sobre y se dirigió a la oficina de correos. La firma humedecida aún intentaba secarse dentro de esos cuatro folios con destino a las antípodas. Camille era una chica de paso rápido, pero ese momento y el lluvioso febrero hacían que sus movimientos fueran fotogramas, uno detrás del otro. Se acercó a la ventanilla, dijo unas palabras al empleado, le dio el sobre y se marchó. Tenía la oculta certeza de que su pena no sería remediada ni con doce mil cartas de respuesta. Una taza de tila caliente la esperaba en casa para ayudarla a evadirse de este mundo hostil, Morfeo mediante.

    Jean Claude percibió un atisbo de tristeza infinita en esa mirada, y eso lo apenó. Era un empleado serio y no podía permitir que ese momento lúgubre de cierre de jornada le arruinase el día. Su mujer de siempre y cuatro bocas que alimentar lo estaban esperando. Pero esos ojos que acababan de irse eran la síntesis de la desdicha. Qué afortunado debería sentirme, pensó Jean Claude. «Debería», repitió. Quién sabe qué congoja oculta afloró con esa mirada ajena y desconocida. La ventanilla no era ningún escudo, sus gestos tampoco. Y después de estampar el sello en la carta, la expidió a la oficina correspondiente y se esforzó, al volverse hacia sus compañeros, en poner la misma cara de burócrata de todos los días.

    Juliette es la subjefe de oficina. Una mujer seca y salada. Siempre lleva un pañuelo en la cabeza y jamás se maquilla. Sus grandes gafas son un escudo no muy sutil contra el mundo de las sensaciones. La expresión sombría del compañero que se acababa de girar no le afectó en lo más mínimo, es más, sintió desprecio por esa debilidad de vaya a saber uno qué cosa. De manera automatizada, cogió todas las cartas del día y las ordenó por código postal. Sin embargo, después de unos minutos de rutinaria tarea y sin motivo aparente, el pecho le comenzó a doler. Y se entristeció.

    Antoine había prometido llegar temprano a casa. Hoy era el cumpleaños de su nieta y esta vez no podía fallarle. «Siempre te olvidas de mí», decía cada año Sophie, «siempre por ese maldito trabajo». Esta vez debía llegar temprano. Estuvo toda la semana intentando hallar un tiempo para ir a comprarle un regalo, sin conseguirlo. Y así llegó el día de la fiesta. Sintió golpear la puerta.

    –Adelante.

    Era Juliette, la histérica.

    –Aquí está el resumen del día y las cartas internacionales, jefe.

    –Bien, déjelas allí.

    Sin darle importancia a la situación, siguió con su rutina de seis de la tarde. La luz de la calle que atravesaba la ventana iluminaba su rostro serio. Y en ese momento, como si alguien le tocara la espalda, advirtió algo extraño. Entrecerró los ojos y alzó la vista. Siguió con la mirada a su subordinada mientras se alejaba: el quiebre de la voz, los ojos enrojecidos, la boca fruncida. No pudo explicarlo, pero de repente algún tapón oculto que sujetaba sus sentimientos más profundos se salió de su sitio. Hacía ocho años que no lloraba, pero ése no era el momento ni el lugar. Respiró profundo, volvió a su mundo serio de siempre y cogió el cajón de las cartas que mañana debían estar sin falta en el aeropuerto.

    * * *

    El hombre en bicicleta iba muy despacio por la calle de tierra. Llegó a la siguiente dirección y llamó a la puerta. El fuerte viento de ese desolado pueblecito de montaña casi le vuela la gorra. Un hombre lo atendió.

    –¿Señor Di Pietro?

    –Sí, soy yo.

    –Carta para usted.

    Di Pietro cogió la carta, con la mirada fija en el rostro triste y abatido del cartero. Al verlo alejarse con la cabeza gacha, sintió inexplicablemente que los folios que acababa de recibir pesaban toneladas. Y así, a ocho mil kilómetros del remitente, a dos semanas del envío, tras un reguero de gente afligida –como una cadena hecha de lágrimas–, y sin siquiera abrir el sobre, Di Pietro lloró.

    Regresión

    Si conjeturamos que la catarsis epopéyica se manifiesta hipotéticamente coyuntural en un contexto parafrásico como el actual, podemos afirmar, sin ánimo de yuxtaponer epítetos fútiles, una conflagración iconoclásica ostensible en el paréntesis de la sociedad, tanto en el plano axiomático de las versatilidades vanagloriables como en el punto eximio de las teatralidades

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