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La risa del Loco
La risa del Loco
La risa del Loco
Libro electrónico371 páginas5 horas

La risa del Loco

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Escúchala, tiene mucho que decirte.

Si decidimos no resignarnos a creer que todo lo que ocurre es fruto de la casualidad, entonces todas las cosas suceden por algo y en el momento adecuado. Lo que pasa es que cuando ocurren a veces no entendemos el motivo, por lo que nos enfadamos con la vida, en lugar de aceptarla.

Eso es precisamente lo que le sucede al protagonista de esta novela, que se enfada con la vida porque no acepta lo que le ocurre. Por ello, desesperado, toma una decisión límite que, curiosamente, tampoco sale como prevé.

Es cuando aparece la figura del Loco, quien con su risa guiará al protagonista por un mundo simbólico repleto de experiencias. Un mundo paralelo donde el espacio-tiempo adopta un nuevo sentido y donde todo se percibe desde una nueva concepción, cobrando especial importancia el escucharse a sí mismo; todo ello sin perder el hilo con la realidad.

La risa del Loco es una mezcla de sabores digna de cualquier sibarita emocional.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 sept 2018
ISBN9788417505707
La risa del Loco
Autor

Abel de Vega

Abel de Vega nació en Barcelona. Desde muy joven mostró especial interés por el mundo interior, los sueños y todo aquello relacionado con el inconsciente; lo que le lleva a descubrir la psicología Junguiana y, en consecuencia, la simbología. Ya en edad adulta cursa estudios de psicología en la UOC y decide comenzar a escribir. Declara que su máxima como escritor es conseguir que, a la vez que el lector disfruta de una lectura amena, deje volar su imaginación, existan momentos que le acompañen a la reflexión.

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    La risa del Loco - Abel de Vega

    Nota del autor

    Nunca me gustaron los prólogos. Siempre pensé que, cuando tienes un libro en tus manos, lo primero que deseas es comenzar con la historia, sin más explicaciones. Quizás he tenido que escribir un libro para encontrarle el significado a esta parte, pero, respetando esas ganas que seguro tienes de comenzar, prometo no extenderme demasiado.

    El libro que tienes ante ti trata sobre la emoción, pero ante todo me gustaría dejar claro que La risa del Loco no es para nada una clase magistral de algo, y mucho menos de cómo entender algo tan complicado, y a la vez tan intrínseco en cada uno de nosotros, como son las emociones. Simplemente te diría que es una visión muy personal de ellas.

    Basándome en el término del «inconsciente colectivo», así acuñado por el psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung, con La risa del Loco no pretendo nada más que conseguir que en algún momento te sientas —emocionalmente hablando— identificado/a con alguna de las situaciones y que, a partir de ahí, se abra una puerta que te permita sacar tus propias conclusiones. No entraré ahora en detalles sobre el término del inconsciente colectivo ni en el porqué de la simbología utilizada, como tampoco lo hago directamente en el libro, ya que cada uno es libre de elegir, o no, descubrir la complejidad que todo ello conlleva, y entrar en ello sería escribir un prólogo tan largo como el propio libro. Precisamente, lo que intento con La risa del Loco es escenificar de una forma práctica dicho término. De una forma tan práctica como plasmándolo en una combinación de realidad y fantasía dentro de lo que podríamos entender como una historia al uso, de la cual cualquiera de nosotros podríamos haber sido protagonistas de una forma u otra. Posteriormente, cada uno puede o no indagar más sobre ese curioso y a la vez mágico término del inconsciente colectivo, así como en los detalles de la simbología que he utilizado para escenificarlo. Eso lo dejo a tu elección.

    Lo que sí que me gustaría es conseguir que tú, como lector/a, aparte de disfrutar con la historia, llegues a valorar por ti mismo/a desde una nueva visión el sentido de eso tan complejo que llamamos emoción y que, sin duda, tanto da de sí. Hablamos de algo que no se puede estandarizar, pero que observándolo desde fuera quizás se convierte en algo posible de comprender, y no hablo de intentar analizar la emoción, ya que en ese caso el concepto en sí perdería su sentido, sino simplemente de recapacitar sobre algunos aspectos que quizás merezcan más tiempo del que habitualmente le concedemos.

    He prometido que no me extendería mucho y espero haberlo conseguido, de la misma forma que espero conseguir que disfrutes con la lectura de las próximas páginas; ojalá que tanto como yo lo he hecho al escribirlas.

    Ángel abrió los ojos. Un trueno anunciando una tormenta de verano fue el responsable de ello. Se incorporó, puso los pies en el suelo y se quedó sentado en la cama durante un rato; mirando al frente, con los antebrazos apoyados sobre sus rodillas y los dedos de las manos entrelazados.

    —¿Otro de tus sueños? —le preguntó Ana con voz adormilada.

    —No te preocupes, estoy bien. Duerme un rato más, ayer te acostaste muy tarde —le contestó él sin girarse.

    Intentó hacer un esfuerzo mental ansiando recordar. Parecía un sueño larguísimo, con muchísima información. Por más que lo intentaba, solo acudían a su cabeza imágenes difusas de seres extraños y emocionantes situaciones que no era capaz de definir.

    Se levantó y se encaminó hacia la cocina. Al llegar, encendió la cafetera eléctrica y leyó la nota que su hija había dejado, fijada con un imán, en la puerta de la nevera:

    Feliz cumple, Papi.

    Me he ido al gym. Te veo esta noche.

    ¡Mua!

    Ariel

    Caminó hasta el amplio baño de la suite, se afeitó y tomó una ducha. Regresó a la cocina con una toalla atada a la cintura y se sirvió un café. De pie, con la taza en la mano, permaneció inmóvil con la mirada clavada en las gotas de lluvia que serpenteaban por el cristal de la ventana. De nuevo acudió el sueño de esa noche a su cabeza. Era uno de aquellos extraños sueños que desde pequeño estaba acostumbrado a identificar; durante toda la vida los había experimentado, pero en esta ocasión no acababa de recordar los detalles con claridad, aunque simplemente el recuerdo del sueño le producía una extraña sensación de paz y bienestar.

    Al cabo de lo que le pareció un buen rato, miró el reloj de pared de la cocina y lo cotejó con su Rolex de pulsera; tan solo habían pasado dos minutos, aunque le dio la sensación de llevar mucho más tiempo allí, embelesado con las gotas de lluvia en la ventana, lo que le servía de excusa para reflexionar una vez más sobre aquella capacidad innata de soñar de una forma un tanto especial.

    Decidió no darle más importancia y se encaminó hacia al vestidor. Eligió un traje de lino azul marino, camisa blanca sin corbata y zapatos de ante, también azules. Antes de irse entró en la habitación, se acercó hasta la cama y besó a Ana en la mejilla. Ella hizo una mueca, dio media vuelta y permitió que Morfeo continuara con su cometido.

    El motor del Jaguar rugió al salir por la rampa del aparcamiento del edificio de la calle Balmes de Barcelona. El limpiaparabrisas automático del vehículo se activó al detectar las primeras gotas de lluvia en el cristal. Durante el trayecto hacia Sabadell, aquella tormenta de verano fue cesando para dejar paso a unos primeros y tímidos rayos de sol.

    Al llegar al polígono industrial en el que se encontraba Tejidos Río, ya era un sol radiante el que lucía en el cielo. Cruzó con el vehículo el acceso al recinto hasta la plaza de aparcamiento vacía que exhibía el rótulo de «Reservado Dirección» y aparcó.

    Entró caminando con paso ágil por la puerta de las oficinas y saludó con un «buenos días» a la telefonista de recepción antes de subir el tramo de escaleras que lo llevaba hasta su despacho, al final del pasillo. En la antesala se encontraba Ester, su secretaria, sentada frente a una mesa donde una pantalla de ordenador reposaba junto a varias pilas de papeles escrupulosamente ordenadas. Se dirigió a él con una sonrisa.

    —Buenos días, cumpleañero.

    —Gracias, Ester —respondió él—. Aunque la cifra empieza a ser preocupante —añadió.

    —No te quejes, que estás hecho un chaval. ¿Café?

    —No, gracias, ya he tomado uno en casa y luego me dices que estoy de los nervios —contestó con sorna.

    Continuó hasta el interior de su despacho, colgó la americana en una percha de pie y se sentó en su sillón. Desde que el Alzheimer se había llevado al Viejo, aquel había pasado a ser su lugar de trabajo. Era un habitáculo amplio y bien acomodado, con espacio suficiente para una gran mesa color caoba, con su correspondiente sillón de dirección y dos sillas auxiliares frente a él. A un par de metros, una segunda mesa, esta vez de forma redonda y con sillas a su alrededor, cumplía la función de mesa de reuniones. Un gran ventanal acristalado permitía divisar desde aquella posición elevada gran parte de la zona de fabricación de la empresa textil.

    Tras sentarse, repentinamente y sin saber muy bien por qué, apareció de nuevo en su mente el sueño de la noche pasada. Estaba acostumbrado a experimentar sueños extraños desde muy niño, un tipo de sueños que siempre identificaba entre los demás. Nunca supo explicar qué era lo que los diferenciaba del resto, de los sueños normales. Simplemente, era una sensación extraña; incluso en algunas ocasiones había vivido pequeñas escenas que coincidían con lo que había soñado anteriormente. Simplezas como una frase que alguien pronunciaba, el encuentro con alguien que no veía hacía mucho tiempo o una situación concreta sin demasiada relevancia.

    Seguía intentando recordar cuando la puerta de su despacho, al abrirse, lo devolvió de nuevo a la realidad. Como cada mañana, era Ester quien entraba con su agenda en la mano.

    El Viejo

    «Estanislao Río Díaz de la Plata». Así rubricaba el abuelo de Ángel, con su nombre completo, como era de esperar en alguien de rancio abolengo. Hombre de mundo donde los haya, don Estanislao fue propietario de una gran fortuna, herencia de sus antecesores, saga de sastres de gran reconocimiento con un buen número de sastrerías en su activo, cada cual con más prestigio. Y fue propietario de la misma hasta que dejó de serlo tras dar buena cuenta de ella.

    —Demasiado le gustaba vivir el momento al abuelo. Los placeres terrenales podían más que él —musitaba en ocasiones Antonio, padre de Ángel, haciendo referencia a su predecesor.

    Antonio intentó desde muy niño ser un hombre cabal, «de esos hombres que se visten por los pies», tal y como rezaba don Estanislao, quien, tras su fallecimiento, legó la última y única sastrería que quedaba en el activo a su hijo Antonio quien, a su vez, sin comerlo ni beberlo, se vio involucrado en el negocio. Para su suerte, los años cincuenta habían dejado a España en una situación de demanda tan grande que cualquiera que tuviera la dicha de poseer un negocio tenía asegurado un porcentaje muy elevado de éxito. Seguramente, debido a la propia situación que provocó la posguerra, muchos supieron ver la oportunidad, y otros muchos simplemente se encontraron con «algo» entre sus manos que la pura inercia haría funcionar por sí solo. Y ese fue el caso de Antonio Río. Todo lo que confeccionaba se vendía. Cualquier innovación era bien acogida por el mercado. Tenía más demanda de lo que podía producir. El mercado del textil estaba en pleno auge, y él estaba ahí para satisfacerlo y para proseguir con el legado, que, aunque ciertamente debilitado, seguía en pie.

    Casi obligado por la demanda, pasó de la sastrería a poseer su propia empresa de confección en los bajos de un edificio, lugar que en poco tiempo empezó a quedarse pequeño. Crecía y crecía; no existía una explicación concreta para ello, pero así era. Nuevas colecciones de trajes y americanas, abrigos, gabardinas, ropa deportiva, incluso nuevas líneas de mujer: trajes de chaqueta, faldas de tubo y abrigos. Más y más éxito.

    Pasó el tiempo, Antonio compró terrenos, construyó una flamante fábrica en Sabadell y se casó con María.

    Ángel fue su único hijo.

    —Ahora que has acabado el bachillerato, tienes que iniciarte en el negocio familiar desde abajo, como hice yo —le repetía Antonio a su hijo; a un hijo que consideraba su heredero, y como tal debía comportarse.

    Aunque las palabras «desde abajo» comprendían trabajos físicos que quizás no eran los más ansiados por Ángel, él los ejecutaba sin ninguna objeción, tal y como si aquello formara parte de un entramado no diseñado por él y en el que se encontraba envuelto por arte de birlibirloque.

    Tejidos Río formaba parte de Antonio tanto como Antonio de Tejidos Río. Cuando el Viejo hablaba de su vida, incluía anécdotas de la empresa, y cuando hablaba de la empresa, se incluía a él como protagonista de la escena. Ambos eran uno; por las venas de Antonio corría la esencia de aquella fábrica textil, vivía por y para ella, un cambio o modificación de alguna de sus partes solo era concebible si provenía de él o de alguien de su propia sangre y, aun así, precisaba de la supervisión del Viejo.

    El Viejo. Así se refería Ángel a su padre cuando quería emplear un tono cercano, quizás cariñoso, aunque curiosamente —quizás por respeto, quién sabe— nunca se dirigió directamente a él utilizando dicho apelativo.

    Poco a poco, Ángel intentaba modernizar la empresa, aun con los impedimentos innatos de su padre a la rápida evolución que esta iba sufriendo.

    «No entiendo por qué tienes que colocar en el despacho esas dichosas máquinas», «¡Ya tenemos un contable!» o «¿Me puedes explicar para qué necesitamos todo eso?» eran frases fáciles de escuchar de la boca del Viejo.

    —Padre, vivimos en los noventa, la era del cambio —argumentaba Ángel—. Ya va siendo hora de que nos modernicemos un poco.

    Esa modernización de la empresa por parte de Ángel incluyó nuevas incorporaciones, como la de Sebas, el nuevo joven diseñador que contrató con la intención de adaptarse a las nuevas tendencias que se imponían en aquel momento. Sebas era un tipo gracioso, con un indiscutible aire afeminado. Un joven recién salido de la última hornada de la escuela de diseño textil.

    Ángel siempre se preguntó cómo fue posible que aquel tipo gay de veintidós años acabase cayéndole en gracia al Viejo. Posteriormente, pensó que quizás fuera por el largo rato que estuvo hablando con su padre durante la entrevista sobre la importancia de mantener los valores de la empresa y de lo que el mercado del textil había cambiado en poco tiempo.

    —Antes sí que se trabajaba con materiales de calidad... ¡Algodones naturales! Y no ahora, con la nueva generación de fibras sintéticas —le decía Sebas al Viejo. Mientras, Ángel, sorprendido por aquella escena, pensaba que probablemente aquel era un tipo listo y que sabía muy bien a quién se tenía que ganar para conseguir el puesto.

    Otra de las incorporaciones fue la de Ester, su secretaria; evidentemente, de nuevo con la disconformidad de su padre. Eligió la opción de una chica joven proporcionada por la escuela de secretariado, en parte, por los beneficios fiscales que aportaba su contratación.

    —¿Pero para qué quieres otra secretaria? Y, además, sin experiencia. ¡Si solo tiene veinte años! ¿No tenemos ya una en recepción? —refunfuñó el Viejo cuando le comunicó su incorporación.

    Poco a poco el progenitor de Ángel fue digiriendo todo aquel cambio que para él era totalmente innecesario, aunque en su interior existiese una parte de satisfacción personal al ver el interés de su hijo en la evolución de la empresa familiar.

    La juventud y el entusiasmo son dos factores que facilitan en extremo cualquier actividad en la vida, y tanto Ester como Sebas gozaban de ambos, por lo que no hizo falta mucho tiempo para que los dos se integraran rápidamente en el engranaje de la empresa.

    Ángel se reunía asiduamente con Sebas para evaluar sus recientes creaciones. Aquella mañana estaban debatiendo sobre un nuevo diseño de camisa para la nueva temporada.

    —Me gusta la idea del cuello de otro color, diferente al del resto de la camisa, aunque cuando lo vea mi padre nos mata a los dos —reía Ángel.

    Ester entró en la sala.

    —Perdona, Sebas, está aquí fuera esperando la comercial de la empresa de estampación que citaste para hoy —indicó.

    —¿Qué comercial? —preguntó Ángel mirando a Sebas.

    —Ah, sí, algo de estampados, creo. Llamó la semana pasada —respondió Sebas—. Hazla pasar aquí mismo —le indicó a Ester.

    Al poco rato, se abrió la puerta y entró Ana. En ese momento, Ángel se encontraba con la atención abstraída en los nuevos diseños. Al levantar la cabeza, su mirada chocó con unos ojos de color negro azabache, de una intensidad que jamás había conocido antes. Una larga cabellera tan negra como sus ojos caía sobre los hombros de aquella diosa. Vestía un traje de chaqueta de color beis, medias negras y tacón alto de aguja. Cuando ella extendió su mano, Ángel pudo observar una perfecta manicura en aquella extremidad digna de un pianista, al mismo tiempo que disfrutaba de un agradable y dulce aroma provocado por su suntuoso perfume.

    —Hola. Soy Ana Abril, de General de Estampaciones. Lamento el retraso, un camión volcó su carga en la autopista.

    Ángel quería decir un montón de cosas. Miles de cosas. Millones de cosas. Pero de su boca solo salió un tímido «vaya».

    —No. Que digo que vaya, que no la esperábamos tan pronto —balbuceó Ángel tras darse cuenta de su torpeza.

    —Pero si llego un cuarto de hora tarde —dijo Ana sonriendo.

    «Por dios, Ángel, arregla esto», pensó él antes de responder con un absurdo:

    —Ah, ¿sí?

    Ana seguía sonriendo.

    Todas las opciones de Ángel ante la absurda situación eran candidatas al ridículo hasta que Sebas, por fortuna, intervino con la intención de resolver el entuerto.

    —Buenos días, yo soy Sebas y él es Ángel Río; pero siéntese, por favor —dijo con voz amable.

    Ángel respiró aliviado tras la intervención de su colega.

    Ana les mostró los estampados estándar a ambos y les explicó que su empresa podía adaptarse a un diseño propio según las necesidades de cada cliente, así como realizarlas en diferentes gramajes de algodón junto con un sinfín de argumentos más.

    Evidentemente, de toda aquella explicación, Ángel no atendió absolutamente a nada. De lo único de lo que fue capaz fue de ver aquellos labios moviéndose con una sensualidad indescriptible, junto a un sensual lunar negro sobre su labio superior.

    Ana, al ver la impasibilidad de Ángel, que más bien daba la imagen de un ordenador al que se le había colgado el software, eligió dirigir la explicación a Sebas, quien escuchaba con interés. La conversación entre aquella mujer y Sebas se extendió durante bastante rato hasta que llegó el momento en que la comercial se dirigió directamente a Ángel.

    —¿Me permite que le haga una pregunta?

    Ángel tardó unos segundos en reaccionar.

    —Por supuesto —respondió.

    —¿Es usted el gerente de la empresa? —preguntó Ana.

    —Correcto. Gerente y propietario —respondió Ángel con aplomo. Aquello ya le empezaba a gustar más.

    —Y dígame —continuó ella—: ¿cuáles cree usted que serán las tendencias de estampación de la próxima temporada?

    Ángel se reclinó en la silla y colocó el pie cruzado encima de su rodilla antes de comenzar su exposición, la cual, por cierto, fue bastante extensa.

    Le explicó su visión de la moda hasta el momento. Le habló de tendencias europeas, de la moda de Milán y de París, se remontó a los inicios de la empresa y a cómo estaba cambiando todo a pasos agigantados y la rapidez con la que él veía un cambio de tendencia hacia una moda más sencilla, más creativa y menos voluptuosa. ¡La moda de los noventa exigía cambios!

    —Y estamos trabajando en líneas color pastel, cortes más holgados, tejidos con más caída y combinaciones más atrevidas, sin llegar a ser agresivas —concluyó.

    Sebas observaba estupefacto. Cómo era posible que Ángel hubiera soltado toda aquella parrafada de forma continuada como si lo tuviera todo estudiado.

    Ana no tenía fin, seguía preguntando; y Ángel le respondía con avidez mientras Sebas iba siguiendo la conversación con la boca abierta, mirando a uno y a otro como si de un partido de tenis se tratara.

    Finalmente, Ana dio muy educadamente las gracias a Ángel, le dirigió una mirada de cortesía a Sebas, se despidió de ambos y se dirigió hacia la puerta. Antes de que saliera, la grave voz de Ángel sonó en la sala en tono elevado.

    —¡Su tarjeta! —gritó.

    Ana se detuvo y dio media vuelta:

    —¿Perdón?

    —Su tarjeta. No nos ha dejado su tarjeta —dijo con voz más pausada.

    —Lo siento, no tengo tarjetas —contestó ella.

    Ana abrió su agenda, arrancó un pedazo de papel, apuntó su nombre y un número de teléfono y lo dejó encima de la mesa antes de desaparecer de la sala con la misma elegancia con la que había aparecido.

    —¿Pero esta mujer no venía a vender? —dijo Sebas con cara de no entender nada.

    Ángel no le contestó. Todavía seguía mirando hacia la puerta, como si Ana siguiese allí.

    A partir de aquel día Ángel no consiguió sacarse a aquella mujer de la cabeza. Conservaba aquel pedazo de papel en un cajón, y raro era el día que no lo sacaba de allí y pasaba un largo rato con él en la mano, leyendo con detenimiento las palabras «Ana Abril» y observando cada número como si se tratara de un jeroglífico del cual, al resolverse, apareciera por arte de magia una solución para volverla a ver. Simplemente, volverla a ver. Sabía que el camino más rápido era descolgar el teléfono y llamarla, aunque el mero hecho de contemplar esa idea le provocaba pánico. Mil escenarios se crearon en su cabeza. Llamaría con la excusa de una nueva visita, aunque ninguna de las que pensó justificaban el fin, y no se podía permitir caer en ese error.

    Fueron pasando los días y, con su acumulación, las semanas, y aquellos ojos negro azabache no se apartaban de su mente. Cada vez que abría aquel cajón, era con la intención de sacar el papel y marcar aquel maldito número de teléfono, aunque, de hecho, no habría hecho ninguna falta el papel en cuestión, ya que a esas alturas podía recitar aquellos siete números de memoria sin ninguna dificultad.

    Fue una tarde, cuando se encontraba redibujando por enésima vez el momento vivido semanas atrás. Ese día en el que Ana cambió su vida con su estelar aparición. Estaba tan cansado de aquella tortura psicológica que él mismo se estaba propinando que, tirándose a la piscina, abrió el cajón, sacó el papel, descolgó el teléfono y definitivamente marcó el número. Escuchó con nerviosismo el eterno tono de llamada hasta que una voz masculina contestó al otro lado del aparato.

    —Departamento comercial de General de Estampaciones. Dígame.

    —Buenas tardes, soy Ángel Río, director gerente de Tejidos Río. Desearía hablar con Ana Abril —contestó Ángel con la mejor versión de su grave voz.

    Después de una breve pausa aquel hombre comenzó a hablar:

    —Buenas tardes, señor Río. Lamentablemente, la señorita Abril ya no forma parte de la plantilla de esta empresa. Mi nombre es Luis Quilez, soy el comercial al cargo y...

    —¿Sabe usted por casualidad dónde está trabajando actualmente la señorita Ana Abril? —le interrumpió Ángel.

    —Lo siento, lo desconozco. Pero insisto en que si usted me concede unos minutos de su tiempo...

    —Gracias, hable usted con mi secretaria —sentenció Ángel antes de colgar.

    Aquel hombre continuó parloteando durante unos segundos hasta que se percató de que al otro lado de la línea no había más que un pitido intermitente.

    Con lo único que se quedó Ángel de toda aquella verborrea fue con el título de «señorita» que había utilizado aquel hombre al mencionar a Ana.

    En los meses posteriores, siguieron las nuevas colecciones. Con la aportación de Sebas y la dirección de Ángel, Tejidos Río era ya una empresa más que consolidada. Cada colección que lanzaban se convertía en un éxito. Implantaron nuevos sistemas de diseño y fabricación, contrataron nuevos distribuidores y nuevos comerciales, incrementaron líneas de confección, subcontrataron empresas externas que solo trabajaban para ellos y, aun así, no daban abasto con la demanda. Como se diría en términos marineros, todo iba viento en popa. Hasta que un día, no elegido por nadie, la ley de la impermanencia actuó. Fue durante la mañana de un domingo de abril. Ángel había ido al despacho para repasar unos nuevos listados de precios para la siguiente temporada. Se encontraba sentado en su sillón cuando la puerta se abrió. Entró su padre. Tenía los ojos vidriosos y sendas lágrimas recorrían sus mejillas. Su mirada perdida delataba una versión del Viejo no conocida hasta el momento por Ángel. Aquel no era su padre, aquel era un hombre extraño: destrozado, ausente y confundido. Ángel permaneció inmóvil sin atreverse a pronunciar palabra alguna. Ante la posibilidad de mil escenarios, todos ellos con mal presagio, su boca se secó de repente, su corazón comenzó a latir aceleradamente e incluso sintió náuseas. El Viejo, en un último esfuerzo por mantenerse en pie, dio dos pasos y se dejó caer sobre una silla.

    —Tu madre ha muerto —balbuceó mientras su mirada seguía perdida en el infinito.

    María

    Muchas veces, el ser humano puede llegar a sorprenderse mucho si dedica un tiempo a analizar la realidad, tanto es así que en la mayoría de esas ocasiones, por miedo a lo que se puede encontrar, se niega a hacerlo. Y ese fue el caso de Antonio Río en el momento en el que María se quedó embarazada de Ángel. Toda la fuerza, el empuje y la seguridad que le faltaban a Antonio para intentar lograr una vida de éxito laboral y personal estaban directamente gestionados por María. Quizás se trataba de una de esas «verdades a gritos» que se viven en muchas familias, pero que nadie acepta ni reconoce. María había sido la responsable de que Antonio emprendiese la evolución de la empresa. De hecho, de ser por él, habría continuado confeccionando sus trajes manualmente en la sastrería de por vida. María era una mujer con una visión extraordinaria de la estrategia del día a día que sabía perfectamente cómo y de qué manera debía actuar para influenciar sobre la emoción de Antonio. En ningún momento le daba su opinión sobre nada referente ni al negocio, ni a la familia, ni a la forma de gestionar los problemas familiares, ni a ningún otro aspecto. No. María no hacía eso. María obtenía sus propósitos de una forma mucho más sutil. Aquella mujer, de haber nacido en otro lugar del mundo y en otra situación, probablemente habría conseguido ganar una guerra o haber llevado a un equipo a las olimpiadas. María vinculaba la emoción y los sentimientos a la obtención de sus propósitos. Y lo hacía de una forma tan magistral que cualquier hombre en sus manos habría logrado lo que ella se propusiera, aunque el precio fuera alto. En su retaguardia particular, sabía perfectamente cuáles eran los puntos débiles de Antonio y los manejaba con tal maestría que él, sin ser consciente, cedía a los deseos subliminales de aquella mujer. Seguramente, si María simplemente le hubiera gritado a Antonio que no podía estar toda la vida confeccionando trajes porque aquello no tenía futuro, Antonio lo habría tomado como una reprimenda y su inseguridad se habría visto tan afectada que no habría sido capaz de emprender absolutamente nada.

    Ella iba más allá. Con la paciencia de una hormiga, iba influyendo en la emoción de Antonio para que él mismo se convenciese de que un modisto no era un hombre del que se pudiera estar orgullosa, de que una mujer como ella se sentiría satisfecha de un hombre que fuera capaz de demostrar su valía en la vida. Le hacía sentir, día tras día, la necesidad de crecer, desarrollar y afrontar las obligaciones necesarias para llegar a ser «un hombre de verdad», un hombre que se hiciera respetar por su trayectoria en la vida.

    Y, por supuesto, no enfocó el nacimiento de Ángel precisamente como un regalo de la naturaleza, sino como una carga más de responsabilidad que añadir a la pesada mochila que Antonio cargaba. Con todo ello, María consiguió que Antonio interpretase el nacimiento de su hijo como una nueva obligación: la de desempeñar de forma impecable su ardua tarea de ser padre de familia.

    Ángel nació en la madrugada de un veintiséis de junio. Durante los primeros años de vida de Ángel, Antonio trabajaba fervientemente en la empresa, y María, dentro de su camuflado matriarcado, no cedía ni un ápice en la inyección constante de carga emocional hacia aquel

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