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Cartas al Cielo II: Segunda parte
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Cartas al Cielo II: Segunda parte
Libro electrónico803 páginas13 horas

Cartas al Cielo II: Segunda parte

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La vida es plena cuando amas y te aman.

Durante más de quince años he estado rememorando mi vida y vertiendo en el papel mis alegrías y mis pesares. No me arrepiento de mi vida pasada ni futura, todas mis acciones han sido vividas plenamente. Solo ahora puedo gritar que he amado y he sido amada.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2017
ISBN9788417321901
Cartas al Cielo II: Segunda parte
Autor

Ana María Mestres Sánchez

Ana María Mestres Sánchez nació en Monzón, un pueblo de la provincia de Huesca, un 7 de agosto de 1930. Desde muy pequeña supo lo que mejor sabría hacer: escribir. Ese es su DON. Cartas al cielo I y II conforman su primera publicación, su autobiografía, donde vierte sus experiencias, sus sentimientos y, sobre todo, sus pesares. Unos pesares derivados de haber vivido en una época muy dura y llena de prejuicios.

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    Cartas al Cielo II - Ana María Mestres Sánchez

    Capítulo 25

    Excepcional padre:

    Le ruego, encarecidamente, no tome en consideración estos días de atascada correspondencia, muy por encima de mis deseos; pero con mi obligación como amiga y vecina de Conchita, no me ha quedado más remedio que dejar mi devoción y cumplir una obligación laboral, consistente en tener que hacerme cargo del cuidado de sus gallinas y conejos durante los días que aquella gozase de unas merecidas vacaciones.

    Como mi memoria suele gastarme más de una jugarreta al no compaginar entre la misión encomendada o deberes precisos, demoraba más de una vez mis preciados recuerdos si me sentía obligada a tener que volver a ambos lugares para convencerme de que todo estaba en regla, tiempo que me impidió regenerar la continuidad de mi última carta, al no poder enhebrar la idea que quedó pendiente en el anterior escrito, porque mis pensamientos, sujetos a hechos ordinarios, dispares a mis costumbres habituales, no concordaban. También contaban mis animalitos, por lo cual casi se me iba toda la mañana entre unos y otros con el tiempo justo para dedicarlo a mi subsistencia, que con poca cosa me bastaba.

    Después de comer, me adormecía viendo las noticias televisivas, para luego, antes de que el día declinara, dar comienzo nuevamente a repetir lo mismo de la mañana. Puede que si me hubiera esforzado un poco, hubiera aprovechado una hora más a lo sumo, como ya lo intenté, pero resultó arduo empeño por falta de conexión entre mis gratas memorias de ayer y el imprevisible, ahora lleno de prosaicos deberes. Por desgracia, en este vivir sobrepuesto, he perdido una semana entre el día que mi vecina se ausentó, el de vuelta y dar margen a un día más para reponerme y comenzar al relato especial de aquel entonces que cambió nuestras vidas a mejor.

    Resultó ser un atardecer lánguido, como casi todos los atardeceres, cuya existencia rutinaria nos obligaba a entornar los párpados, e inclusive adormecernos el alma misma, cuando unos bocinazos despejaron nuestros sentidos cual si fuésemos marchitas flores revitalizadas al contacto del rocío mañanero. De momento, llegamos a pensar que todo aquel bullicio lejano era producto de nuestra cansina imaginación, mayormente predispuesta al letargo al que nos abandonábamos durante unas horas a la placidez de tan invencible postración como aquel merecido descanso del cuerpo y voluntad. Con mayor asiduidad y más cercanos, se repitieron los intermitentes toques hasta que mamá, cautelosa, entreabrió la puerta seguida por nosotras, a la que los ojos y bocas se nos abrieron con estupefacción al verle detener el vehículo junto al peldaño del pozo sin que usted dejara de gritar:

    —¡Sorpresa! ¡Sorpresa!

    Sonriente y de pie junto a la portezuela izquierda sin soltar la manilla, motivo que llegó a producirme el efecto de contener un aluvión de cosas que iban a salir desparramadas impetuosamente tan pronto como aquella se abriese. No fue como yo imaginaba al verle ayudar a su madre, mi abuela Juana, junto al pozo a que posara los pies en el primer peldaño de piedras grandes: sostenerla para bajarlos y acompañarla pausadamente hasta la tierra firme. Mamá se aproximó para tomarla del brazo y conducirla con sumo cuidado en dirección a la casa. A poca distancia, se detuvo y lo miró interrogativa, como si la llegada de aquella no fuese lo convenido anteriormente. Usted levantó los brazos en demanda de paciencia a la vez que clavó sus ojos en mi personita y esperó sorprenderme al acercarse a la caja del camión. Tras golpear con los nudillos en ella y sin que usted tocara el toldo que la cerraba, este se descorrió y jubilosos aparecieron los rostros de su hermana, mi tía Ángela; su cuñado, mi tío Jesús y su sobrino, mi primo «Chus» nos saludaban locos de contento, o por lo menos lo simulaban. Yo no salía de mi asombro y, sin hacer caso a las preguntas de Gema, que desconocía la existencia de aquellos familiares de los cuales había oído hablar sin entender exactamente de quiénes se trataba; igual me sucedía a mí que, a pesar de conocerlos en mi niñez, suponía quiénes eran por las veces que les había pillado hablando de ellos, sin intuir ni remotamente, que viniesen a vivir con nosotros.

    La explicación surgió después de cenar lo que tuvieron a bien traer, que resultó ser la mar de bueno y diferente a lo acostumbrado. Tanto mi primo como mi hermana no pudieron aguantar el sueño que les invadía: el uno debido al cansancio del viaje y la otra por el exceso de cena y postres. Se quedaron dormidos, con la cabeza descansada sobre los brazos apoyados encima de la mesa. Yo me resistía a sucumbir de igual modo y, aunque no pude aguantar las cabezadas caídas, de vez en cuando hasta adquirí la misma postura de aquellos, con el oído pendiente a cuanto decían o insinuaban a medias.

    Un murmullo de preguntas y explicaciones revoloteaban en rededor mío, sin llegar a concretar nada en particular. Solo creí entender que yo era muy pequeña para desempeñar… Sin ningún deber obligado según los trances se avecinaban, como tampoco era normal despertar mis instintos por temor a equivocar…

    Enfrascados en la charla, no pusieron atención a una madera de resina que se prendió fuego y lanzó un tufillo picante hasta penetrar en mi olfato y obligarme a estornudar tan exageradamente que se despertaron los dos dormilones e hicieron sentir sueño a los despejados. Así finalizaron los motivos esenciales de la presencia de nuestros familiares. Nos acostamos y entonces comprendí por qué usted había preparado cuatro dependencias separadas con las mantas colgadas; una preocupación menos que quedó saldada, pese a no gustarme porque algo, dentro de mí, no se acoplaba…

    Aquella noche me costó mucho dormirme, lo mismo que el espabilarme a la mañana siguiente, hostigada por la curiosidad al escuchar que mis tíos comentaban, veladamente y con cierta recriminación, algo referente a mamá y a usted. Paulatinamente, recobré la noción auditiva y aumentó mi curiosidad, hasta cierto punto incómodo al tratar de entender las incompletas frases llegadas a mis oídos e intentar formar una idea aclaratoria; pero como empleaban mucho tiempo y hablaban en catalán, yo perdí parte de los comentarios. Ante este inconveniente, los nervios pudieron conmigo y me quedé con la sola idea de no gustarme ni ser buena la presencia de aquellos. Extracto ofensivo que me hizo catalogar a mis tíos deplorablemente y ponerme en guardia a posibles acechanzas verbales, directas o a escondidas de ustedes.

    De todas maneras, no me gustó tal finalidad y para afianzar el desprecio que empecé a incubar, recordé, como si de nuevo lo viviese, la única vez que usted me llevó a pasar unos días con ellos a Lérida. A la vez, aprovechó aquella jornada para visitar a su hermano Damián y a su cuñada Rosalía, residentes en Mollerusa. Este fue el motivo de recordar cómo, en principio, me sentí bien acogida por aquellos familiares a los que veía por vez primera, con excesivas demostraciones de complacencia, sin contar que me gustase o no la idea de quedarme con aquellos, cuyas palabras afectivas finalizaron tan pronto declaré querer marcharme con usted por razones desconocidas.

    Posiblemente, ofendidos por mi terquedad, me sometieron al miedo de que si no dejaba de llorar, me bajarían al sótano, donde un hombre muy feo, bizco, melenudo, jorobado y desdentado me castigaría por mi desagradecida conducta. La idea que yo me forjé de aquella sentencia fue producto de los aspavientos, gestos de boca, ojos, brazos y manos ejecutados por mis tíos, como si quisiera comerme aquel que en mi pueblo solían llamar, en el mejor de los sentidos, «el hombre del saco». El resultado no fue otro que, aquella primera noche pasada en su casa y última, mojé las ropas de mi cama con lágrimas y orina. Por suerte, la época del verano, junto con el calor de mi cuerpo, secó las sábanas y dejaron solo la mancha que aquel mismo al día sin, abstenerse de repetirlo, se la enseñaron a usted, para mi vergüenza y su disconformidad. Como si el resultado le afectase, justificativo, se vio obligado a confesar, algo aturdido, aquella embarazosa situación de quedarme solo un día con ellos... Sin dejar de mover la cabeza para procurar no herirles, trazó la mejor manera de exponer que aquellas horas de ausencia las había empleado para acercarse a Mollerusa y consultar con su hermano Damián y su cuñada Rosalía si llevarme unos días con ellos hasta que la situación de nuestro pueblo se arreglase y, de paso, conocernos mutuamente. Proposición ilusionada por conocer y tener junto a ellos a la segunda sobrina, por parte de los Martínez. Estos, sin dilación, aceptaron mi compañía, y más al estar tan cerca. Creyeron imperdonable les negase el privilegio de poder acariciar a la hija de un hermano, en sustitución, por haberles sido negado el don de tener hijos.

    Mi abuela, compungida, manifestó la falta de descendientes de su primogénito, al igual que reprochó a su hija y yerno exhibieran la sábana de mi incontinencia. Avergonzados, mis tíos fingían no estar de acuerdo con mi corta estancia y quitaban importancia a lo acontecido, a la vez que se disculpaban por el acaloramiento y sofocón surgido ante mi histérica rabieta. Igual que usted disimuló su disgusto y aclaró los verdaderos motivos al dejarme un día con aquellos hasta ver cómo iban a reaccionar su hermano y cuñada.

    Ya puede suponer, papá, el impacto que me produjeron aquellas dos visitas, tan dispares, para conservarlas nítidamente en el recuerdo, como si el ayer se repitiese en el mismo instante de su llegada a Guissona y traer consigo a los causantes de mis primeras lágrimas lejos de ustedes. De Mollerusa guardaba felices y enaltecedores momentos. Sin embargo, de Lérida siempre me he sentido perseguida por la figura de un ser maléfico, visible imaginativamente en las situaciones más adversas de mi vida, como si quisiera cobrar mi primer descontento junto a los nuevos parientes.

    Hoy, los años, la serenidad y conocimientos adquiridos me llevan a reconocer que ustedes, para evitarme los ignominiosos disturbios ocasionados y derivados de aquella noche de julio en la plaza mayor, pretendiesen alejarme una temporada del pueblo con el loable propósito de no contaminar mi mente con el desahucio de nuestros bienes más preciados, sin prever que los nuevos conocimientos pudieran dañarme tanto o más que la realidad en sí misma.

    En fin, a regañadientes, aquella mañana les ayudé a trasladar todos los bártulos que mis tíos traían consigo, sin disimular los esfuerzos que aquello me costaba según los paquetes. Si ellos estaban próximos, procuraba que me viesen arrastrar los pies y encorvarme para mayor convicción… Usted, que desde un principio no me perdía de vista, en uno de los viajes, al darme una bolsa con zapatos, me aconsejó que moderara mi actitud y procurase que nadie se diese cuenta de mi desagrado. Me rogó que pusiera un poco más de ritmo en mis andares. Reconozco que la razón le sobraba; pero me hubiera gustado explicarle la lamentable etapa de mis seis años, cuando usted me dejó un solo día en Lérida con aquellos que no tomaron en consideración los efectos, amenazas proferidas y los resultados en una niña asustada y medio muerta de miedo por primera vez en semejante situación, sin tener el consuelo de ustedes.

    Sinceramente, debo confesarle que allí se inició la definición de «perdonar y olvidar», porque ya desde entonces sí que he perdonado infinidad de veces, sin lograr olvidar por mucho que me lo proponga. Inclusive cuando con mi hermana Carmen surge este tema, yo siempre pongo como ejemplo que si me cortan un brazo o una pierna, si uno de estos miembros me falta, por mucho que pretenda olvidarlo, sigue presente. Y de perdonar no estoy muy segura, porque en esto me aplico aquello de «el amor es más fuerte que la muerte, y la muerte más fuerte que el olvido». Juzgue usted mismo si la razón me ampara, o si mi rencor allana el pecado de mi inclemencia. En definitiva, ni soy tan buena como quisiera ser ni tan generosa como debiera. ¡Perdóneme si merezco otros despectivos calificativos!

    Por lo visto, la llegada de aquellos familiares nuevamente pondrían a prueba mi impetuoso carácter, incontrolado por ser regañada por mamá al entregar la última caja y negar querer subirla al departamento de mi abuela; pero me doblegué y obedecí a la insistencia materna. Cuando solo había subido varios escalones, me volví enfadada ante las reprimendas de esta, sin darme cuenta de que mi abuela me seguía y recibía mi desairado movimiento de cuerpo y brazo lanzado al aire. Por suerte para ambas, mi tía nos alcanzó justo para detener con su cuerpo la caída de su madre, que hubiera dado de espaldas sobre la maciza tinaja y solo Dios sabe lo que podía haber ocurrido.

    Solo me bastaron los gritos, reproches y palabras para yo salir de la casa a todo correr y refugiarme detrás de la tapia, con tal dolor e indignación que arañé la pared de ladrillos hasta herir las yemas de mis dedos. Abocinada en aquel confesionario, mudo confidente de mis culpas y quejas, no reparé en su presencia hasta que usted puso sus manos en mis hombros y, con voz queda, trató de tranquilizarme. Como yo solo ansiaba su protección por encima de todo, sin atenerme a sus quejas, que en nada herían mi susceptibilidad, le abracé, golpeé mi cabeza con la suya y, sin dejar de hipar, le juré que no había sido mi intención hacerle mal alguno, al tiempo que le rogaba me quisiera siempre, siempre… Se interrumpió nuestro sincero momento al llegar hasta nosotros el impresionante bullicio de mamá, tíos, primo y hermana que, desaforados, gritaban que los patos se escapaban y daban cortos vuelos en dirección hacia detrás de la tapia, lugar empleado por nosotros, como si la Providencia ya contara con nuestra colaboración y hubiese previsto que nosotros interviniésemos. Olvidado el dolor, las lágrimas y los consejos, nos unimos en persecución de los atolondrados animalitos que acabaron su aventura extenuados al pie del ribazo donde yo recogí las primeras caracolinas que trepaban por los troncos de los hinojos. Todos nos detuvimos al detenerse usted y extender los brazos en demanda de quietud y silencio mientras, cauteloso y semiagachado, avanzaba, seguido de mí, hasta detener mis pasos. Frenó con su mano mi impaciencia.

    Posiblemente, un sexto sentido se adueñó de los ánades que, obligados, se agazapaban entre las matas donde usted les dio alcance sin que opusieran resistencia. Los acarició y acercó sus planos picos a su boca para que bebiesen su saliva. Los depositó nuevamente en la tierra y dejó que correteasen torpemente por los secos surcos, dirigidos más o menos, con sus manos y pequeñas zancadas. Repitió cogerlos, acariciarlos y dejarlos entre sus pies para que se acostumbrasen a seguir sus pasos. Ante tal maestría, estupefactos, todos se aproximaron en silencio y despacio, por temor a que los animalitos se asustasen y corrieran a esconderse. Estos comenzaron a entrar y salir de los matorrales y picotear las ramas a las que los pequeños moluscos trepaban, ajenos a sus entrometidos glotones.

    Yo, feliz como nunca, imité todo cuanto usted hacía hasta perder el miedo de que estos huyesen de mí, sin atreverme a adelantarles, por si acaso les diera por volar y usted y yo teníamos que correr detrás de ellos. Como el tiempo no corría en vano, mamá y el resto decidieron marcharse para ultimar detalles pendientes, al igual que nosotros, cargados con los patitos, les dimos alcance y, al entrar en casa, ustedes dejaron que mi hermana y primo nos ayudaran a meterlos en el corral, no sin antes advertir a mi tía que a una semana, a más tardar, tendríamos que cortar las puntas de sus alas. Esta idea no me gustó hasta que usted me convenció de que aquel era el único medio para evitar que pudieran escapar del corral sin darnos cuenta. Aquella fue la solución para estar tranquilos durante el tiempo que aquellos estuviesen bajo nuestro cuidado.

    Tras aquel pequeño incidente, recobramos la estabilidad afectiva y nos acoplamos al aumento de familia con mayor confianza y desahogo en el trabajo cotidiano. Excluyeron a mi madre de muchas preocupaciones hogareñas, lo que a la vez repercutía en mi beneficio, cuya obligación solo dependía en sacar a los patitos al campo muy de mañana y, a la vuelta, cuando el sol llegaba a su cenit, encerrarlos en el corral, abastecerlos de agua y harina de maíz y dejarlos reposar después de un largo paseo por los campos mientras yo recolectaba las florecitas de la manzanilla tal como usted me enseñó a peinar entre los dedos de mis manos las frágiles matas y depositar en la palma de mi mano solamente lo aprovechable: hojitas blancas y corazoncitos amarillos que luego debía de extender en el suelo para que se secaran, siempre a la sombra, en la misma sala de nuestros dormitorios, donde quedaba espacio para mucho más.

    Aquellos fueron los días más complacientes que usted tuvo el privilegio de gozar a nuestro lado, como premio a sus desmedidos viajes y traslados de un lugar a otro a la gente que debía escapar del avanzado frente contrario hasta casi olvidarnos que tendría que ausentarse el día menos pensado si la situación lo requería. Mientras tanto, yo me entregaba de lleno a mis gratas obligaciones, sin precisar que tuvieran que despertarme ni una sola mañana, para que saliese a pastorear por los campo, cual pastorcilla acompañada por mis patitos. Bajo mi normal fantasía, me convertía en una feliz caperucita que correteaba por aquellos prados de amarillas flores y balanceaba, colgada en mi brazo, la cestita donde depositaba la cosecha de aquella jornada.

    Orgullosa a más no poder, multiplicaba mis esfuerzos y ganas de complacerle fuera y dentro de la casa, sin esperar que usted o mi abuela refrescaran mi memoria para que apartase, con mucho cuidado, las flores secas de las nuevas y pudiésemos hacer una infusión cuando nos apeteciese, momento esencial si también usted lo compartía mientras se liaba uno de aquellos delgados cilíndricos, deleitosamente consumido, sin dejar de mirarme con tal satisfacción hasta que mi loca fantasía creaba un mundo particular donde la felicidad inundaba por entero tan especial momento, sin encontrar palabras que pudiesen narrar el éxtasis de ambos. Incluso ahora sigo sin definir cuáles eran los sentimientos que me transportaban a un placer tan singular, lo mismo que hoy, en su lugar, siento un dolor muy extraño; tampoco encuentro cómo expresarlo por vieja, lo mismo que entonces no supe por excesivamente jovencita, carente de palabras transmisoras.

    Como era de esperar, una de aquellas mañana usted se levantó más temprano y yo, al estar pendiente de ello por haber escuchado cómo se lo contaba a mi madre en el silencio de la noche y le rogaba que no se levantara ya que iba con el tiempo justo, las despedidas sobraban a aquellas horas y prefería lo disculpase delante de todos, pese a tal recomendación, procuré espabilarme mucho antes que de costumbre para acompañarle y que fuesen mis besos los últimos recibidos. Incluso tras una meditación, altamente sopesada, de si debía o no obedecer su mandato, pensé encontrar cualquier excusa que justificara mi despertar en caso de que usted quisiera desistiese en que lo acompañase fuera de la casa. Con esta idea, aguardé sentada en la silla, pendiente de mi hermana, hasta que usted comenzó a bajar las escaleras, segundos empleados mientras fraguaba un motivo capaz de convencerle al llegar a su lado, por lo que llegué a pensar nada menos que en tener sed y ganas de evacuar, aunque a decir verdad, egoístamente, me congratulaba tenerlo para mí sola, como si fuese exclusivamente mío, ya que en verdad tenía celos de todos. Como en aquel momento no lo compartía con nadie, compensé por completo mi insaciable cariño.

    Apoyada en la excusa preconcebida, fingí tener tiempo para estas necesidades mientras seguíamos abrazos hasta la puerta y, entre besos, me rogó que la atrancara… Así lo hice y cuando el motor empezó a sonar, quité el madero para que cuando todos nos levantásemos, ya que yo retornaba a mi cama, no quedara rastro de mis desmedidos sentimientos y opinaran lo que quisieran. Lo que sí debo confesarle es que, en el transcurso de mis muchos años, sigo siendo muy celosa con quienes quiero de todo corazón y sufro lo indecible cuando no me siento correspondida de igual modo, o me relegan a un segundo plano por vergüenza, temor o porque hay muy pocos que saben querer tan intensamente como yo. Incluso me retenía para no suscitar los celos de mi madre, hermana o la recriminación de cuantos no saben sentir ni demostrar la insuperable dicha de esos momentos.

    Aquella mañana me demoré algo más de lo corriente, recreada en memorizar todo lo acontecido junto a usted hasta encontrar a faltar muchas de las cosas que hubiera dicho y callé, posiblemente por vergüenza o nerviosa al obrar indebidamente a escondidas. Hasta creí enrojecer al besar a mamá mientras aprovechaba el momento que cruzaba la sala en dirección a la escalera y desearle los buenos días, como de costumbre, que ella aceptó ensimismada en un mundo alejado, puesto que se sobresaltó al notar el peso de mi mano sobre su espalda. A la vez, posó la suya sobre mi diestra y la golpeó suavemente hasta llegar a la cocina. En la misma actitud, tomamos asiento sin articular palabra alguna.

    Conmovida por su silencio y la rigidez de su cuerpo, recliné mi cabeza en su brazo en espera de una reacción que pudiese restablecer tan conmovedor acercamiento. Pausadamente, volvió su cara para mirarme y así pude percatarme de lo mucho que había llorado sin que nadie la viese. Ante la expresión triste, nariz y ojos enrojecidos, toda mi inquietud se esfumó en un instante sin atreverme a saber cómo iniciar las palabras ante semejantes huellas. Entonces, como si un sonido la despertara, miró hacia la escalera y, temerosa de que alguien pudiera oírla, a media voz me comentó a qué se debía la presencia de los recién llegados parientes para que yo no alterase innecesariamente los hechos, cuando a mi corta edad… No acabó de concretar los motivos de aquel suspenso, ya que hablaba tan quedo que la mitad de las palabras resbalaban en mis oídos, incapacitados de retenerlas. Lo que sí me quedó grabado fue aquella observación de que frenara mis espontáneas reacciones y que disimulara y callara cuanto me fuese posible. Con mayor decisión me recomendó, ¡por todo lo de este mundo!, que no volcara mi malhumor sobre mi primo y, entre sollozos, me rogó encarecidamente que no la hiciese sufrir por tonterías que no me sentaran bien… Se detuvo a pensar, sin dejar de mirar la escalera con tal miedo que hubo de aproximarse a mi oído para deletrear que estuviese pendiente de cualquier cosa, movimiento hecho y palabras dichas a su espalda… Tragó saliva, posiblemente porque su conciencia resecó su boca y el remordimiento la acusó al enumerar tales observaciones, ya que enrojeció avergonzada a la vez que se excusaba y abanicaba el espacio que nos separaba, como si intentara borrar lo expresado en un momento de enajenación transitoria.

    A partir de entonces, me comporté más juiciosa y dispuesta a ayudar en todo lo necesario a mi tía y, en especial, a mi abuela, a la cual le ofrecí el pasamano para bajar y subir las escaleras. Con mi primo era condescendiente mientras no gritara e hiciera aspavientos que ahuyentaran a mis patitos, justificando su comportamiento cuando le iba con el cuento a su padre, que siempre se perdía por esos campos de Dios y nunca estaba en el momento que la Pava surcaba el cielo y las sirenas del pueblo nos alertaban de posibles bombardeos.

    Como usted tardó varios días en volver a visitarnos y nos faltó el pan, acompañé a mi tía al pueblo. Mientras ella cargaba la saca de la harina, yo cargué otra vacía para compartir los voluminosos panes sin que me afectara el peso, menguado al pasar por delante de la casa de los masoveros y regalarles un par de blancas y tiernas hogazas que la buena mujer compensaba con una docena de huevos, enviados por su marido, enrojecido de vergüenza, al tener que recibir algo a cambio como mamá tenía por costumbre, aunque solo fuese una tableta de chocolate.

    A finales de junio, un día en que usted pernoctó con nosotras las horas justa de pasar media tarde, dormir aquella noche y ausentarse tan pronto hubiera acompañado a mamá a la comadrona, sugerencia, si mal no recuerdo, hecha por el médico que les asistía en el hospital de campaña para que aquella estuviera al corriente de…

    Mientras hacían tiempo hasta el medio día, hora de la visita, contaron con su ayuda para bañarnos a los tres junto al pozo, trajín que requería un gran esfuerzo al tener que llenar de agua los cubos apropiados para facilitar nuestra limpieza y, en la misma agua jabonosa, sumergir la ropa sucia para el siguiente lavado, porque todo era aprovechable en aquellos tiempos. Luego, limpiaban los cubos empleados, los llenaban de nuevo y los llevaban hasta la cocina para rellenar hasta el borde la tinaja. Descansaban de aquel ajetreo durante unos días y así podían estar más pendientes del descanso de mamá, nuestros juegos, salidas y entradas de mi tío Jesús.

    Naturalmente, todo aquel esfuerzo acabó con las energías de mi tío que, exagerado, confesó haber sudado gotas de sangre y rogó a mi tía que le alcanzase la jarra, utilizada cual regadera, y derramara el agua sobre sus pies sin quitarse las sandalias para refrescar su cara y cuello. Una vez despejado, puso mayor atención en los fáciles planteamientos trazados por usted que, al ver el agotamiento de su hermana, propuso ser ella la indicada en ir y volver del pueblo con el menor peso posible, para evitar en algo su dolor de espalda, sin dejar de mirar intencionado a mi tío. Respecto a este, por ser cabeza de familia, tenía que estar al tanto de todo y todos, material y moralmente, en especial con mi abuela, que a partir de entones, se quedaba con la pesada faena de las comidas y cuanto precisásemos sin abusar de sus fuerzas. Llegado mi turno, me recomendó, aparte del llevarme bien con los dos pequeños, que echase una mano a esta siempre y cuando estuviese a mi alcance ayudarla. Como aquella observación hizo que sonriera, satisfecha, repentinamente se eclipsó al señalar con el dedo índice a todos y exponer categóricamente que me reprendieran si me viesen manipular la pesada reja que cubría el brocal del pozo. Mi desconcierto fue tan manifiesto que, para endulzar mi expresión, puntualizó con el mismo dedo pegado en mi pecho que no estuviese un solo día sin visitar a mi madre. Si en aquel momento, en lugar de estar todos presentes, hubiésemos estado los dos solos, creo que me lo hubiera comido a besos.

    Finalizada aquella limpieza a fondo y los consabidos comentarios, volvimos a la casa donde mi abuela, asomada a la ventana, había seguido nuestro envidiable baño. Subí, la ayudé a bajar y despedirnos a toda prisa por tener usted el tiempo justo para acompañar a mi tía por haber quedado de acuerdo con la señora Tatiana para que la comadrona las recibiese cuando usted pudiera llevarlas. Antes de ausentarse, pedí permiso para sacar a los patos con el pretexto de escapar y poder llorar a mis anchas sin que nadie me viese. En medio del campo era tan particular mi contento que sentí la necesidad de arremeter contra márgenes, surcos, plantas e incluso intentar hostigar, llena de loca alegría, a mis animalitos y que gozasen de una liberta, aunque restringida, para que pudiesen aletear…, intención malograda al cruzarme con mi tío, que fingió no verme hasta perderse tras una loma. Más calmada, vi jugar a mi hermana y primo a la sombra de la encina, vigilados por mi abuela, que se sentaba junto al umbral de la casa con el abanico en la mano, mayormente utilizado para ahuyentar a las moscas en lugar de para refrescarse.

    Dejé los patos a corta distancia y, con el pretexto de tener sobrado tiempo, me llegué, precavida, hasta el pozo donde todavía estaban por recoger una palangana y la jarra, posiblemente olvidadas con las prisas, junto al recortado bidón, siempre lleno de agua. Sin llamar la atención, agachada, me introduje detrás de este y, ayudada con una punta de piedra, fui cavando la tierra húmeda para formar una pequeña balsa que llené de agua y tierra hasta quedar como un barro fácil de amasar; empecé a darles la forma de los cacharros empleados en la cocina. Tan embebida estaba en mi silenciada alfarería que no me di cuenta de la aproximación de mi tío hasta no levantar la vista del suelo y seguir la trayectoria de cuatro patas peludas grises y negras. Me quedé pasmada y con la boca abierta de estupor, sin poder cerrarla cuando este chanceó si no había visto en mi tonta vida a un burro.

    Al enderezarme, el animal debió de asustarse porque rebuznó, levantó las patas traseras, frenadas por mí tío, tan sorprendido como yo por la reacción del pollino. Lo acercó al agua donde aquel bebió y al girarse me quedé atónita al ver un saco movedizo atado a la albarda. Salí de mi asombro al escuchar sentenciosamente que en lo sucesivo, también tendría que recoger hierba para engordar a tres conejos que se multiplicarían a sus anchas… Acarició el movedizo saco y se alejó tan estrepitoso que alborotó a mis patos, que corrieron veloces hacia donde yo trajinaba con la tierra y agua. Frenaron su carrera ante la barrera de mis brazos abiertos, se chapuzaron en el fango y, para evitar que quedasen impregnados de barro y este se secara, los metí como pude dentro del bidón hasta no limpiarlos bien, lo mismo que hice con mi cara, brazos y manos.

    No me senté junto a mi hermana y primo que, atraídos por la algarabía, dejaron sus juegos para envidiar los míos. Gema, muy dispuesta, se arrodilló, manoteó el orillado fangar sin levantar la falda de su vestido, cuya orilla quedó enfangada. Al yo advertirle que mamá se enfadaría, gritó que toda la culpa era mía, porque yo siempre jugaba sin esperarles. Como la razón le sobraba, para evitar el enfado de mamá, le pedí que se sacara el vestido y se quedase en bragas hasta que yo procurase quitar las manchas lo mejor posible y tenderlo en el centro de la cuerda hasta esperar a que el sol acabara por secar aquel círculo más oscuro, difícil de volver a su color natural. Mientras, ellos se entregaban afanosos en semejante faena, ya que no paraban de hacer viajes de la balsa al pozo para ver mis utensilios e imitarlos, con la mala suerte de estropear parte de los que llevaban y tiraban, defraudados, a la vez que se fijaban en lo diferente que eran junto a los míos, ya que ellos debido a los nervios, prisa y enfado, los desfiguraban cada vez que los colocaban de un lado al otro del brocal del pozo. Con el desmido afán de no quedar pegados, acabaron por cansarse y llorar de rabia. Razón más que suficiente para perder las ganas de seguir jugando, tener que esperar con volver a casa y temer las regañinas que nos aguardaban.

    La noche de aquel memorable día la pasé entre triste por la reprimenda merecida y feliz al creerme generosa por encima de todo y, más a más, privilegiada aquella edificante muchachita, entonces y siempre suya,

    Angelita.

    Capítulo 26

    Incensurable padre:

    Parece ser que he tomado por costumbre demorar mis cartas; mas no siempre tienen igual razón y esta vez ha sido por algo que creo que le complacerá al conocer los motivos que me han estimulado a compartir los dulces momentos de mis evocados recuerdos junto a ustedes, e intercalarlos con la llamada de esta vibrante naturaleza, ya que al revitalizar estos verdes campos y árboles, en plena floración, he notado un desmedido deseo renovador de energías físicas y mentales.

    Atraída por la exuberante primavera, no he podido eludir su llamada tentadora y, muy de mañana, acompañada por mis perros, me he entregado de lleno a contemplar el verdor de sus campos, sorber la fragancia de la brisa conjuntada con el secano de la tierra que, cual bálsamo placentero, me impulsa a pisar pedregosos caminos en dirección a un infinito fraguado por mi mente; escuchar los amorosos arrullos de las palomas, torcaces, tórtolas y el constante piar de gorriones, afanados en recolectar todo cuanto precisaban para formar un nido, cuidar sus huevos y criar la pollada.

    He vivido y sentido todo ello con sorprendente y nueva juventud, la que creía haber consumido al paso de mis muchos años. Y así, en este etéreo bienestar, he llegado hasta lo alto del «tozal», meta habitual para contemplar, con acariciante mirada, todo el contorno y reconstruir nuevamente mi pasado junto a ustedes, con tal egoísmo posesivo y personal que he acabado llorando por todo lo perdido sin más oposición que doblegar mi dolor ante el implacable destino que hace y deshace caprichosamente el curso de nuestra existencia. A pesar de mi conclusión insatisfactoria, he mirado por mirar, prosaicamente, todo lo que me distanciaba del actual desarrollo de mi vida sin maravillarme, como otras veces, de la sabia distribución de las parcelas separadas entre sí por hileras de árboles sin relación alguna: viejas higueras de raíces nudosas y desnudas; reparé en endebles almendros, algún que otro esporádico cerezo y zarzales retoños de nuevos vástagos a ras de sus secas ramas.

    Tampoco me sedujo contemplar los apiñados olivos ni recordar la de veces que hice abandonar de sus cavernosos troncos a los precavidos conejos, hostigados por mis inclementes varazos y gritos para satisfacción de usted y de mi compañero, situaciones que ahora deploro al mirar con otra sensatez mi depredador proceder de entonces, muy en desacuerdo con mi actual trato con los animales. Ahora, profundamente compasiva y generosa con todas las especies, un desalentador remordimiento aguijonea mi alma. Para no sentirme tan envilecida, he detenido mis ojos ante las cuidadas viñas y los bosquecillos de encinas, caminos serpenteados y los perros a mi lado, expectantes ante mi quietud y silencio, como si entendieran mi pesar. Movida de compasión por mí misma, los he acariciado en busca de un perdón tardío por lo mucho que obligué a sus congéneres a compartir unidos aquellos tiempos de mi loca juventud y excesiva complacencia, más hacia mi compañero que a mí misma, porque yo me alimentaba de la misma satisfacción que él vivía y presumía ufano con el logro de cuantas piezas abatía y colgaba en su canana a más y mejor. Ahora, en este preciso momento, sentada delante de las fotografías de aquellos fieles perros, los contemplo con el corazón contrito y silenciadas frases de agradecimiento y cariño por cuanta felicidad nos proporcionaron con su seguimiento, obediencia y desinteresada abnegación hasta llenar mi espíritu de paz y tranquilidad que solo este cuartito, refugio y confesionario, me proporciona en mis momentos más reflexivos y horas bajas, de mayor consuelo necesitadas.

    Al iniciar el recorrido de nuestras nuevas vivencias, debo confesarle, padre querido y respetado, que aquel comienzo de verano de 1938 no fue lo que yo esperaba y deseaba, pese a sentirme muy complacida con su particular forma de orientarnos y hacer de nuestro tiempo un lugar para cada uno, sin protestar las órdenes de mi tía, que parecía feliz, como pez en el agua, al tomar las riendas de la casa y se excedía celosamente por aquello de que mamá debía descansar… Según mi criterio, nos robaron la intimidad, expansiones normales y freno en los momentos de necesitar mayores convicciones. Incluso le confieso que, ante mi descontento, jamás me atreví a censurar sus decisiones, ya que sus normas siempre fueron admitidas sin rechistar, especialmente por mamá, que desde un principio nos enseñó a respetarle, aunque esta, a veces, tímidamente exponía su contraria manera de pensar sin llegar a provocar su enojo.

    Con esto no pretendo insinuar que viviésemos bajo un yugo dictatorial. Muy al contrario, no creo que nadie gozara de mayor libertad, confianza y unión familiar que la existente en nuestro convivir diario. Por ello, tuve la sospecha de que algo no encajaba debidamente en el actual momento, más pese a la normal continuidad. Usted multiplicaba sus esfuerzos para que gozásemos de los alimentos básicos y nos confortara con su compañía cada dos o tres días a lo sumo. De algún que otro viaje, se tomaba un merecido descanso y alargaba unas cuantas horas más, empleadas en acompañar a mamá al pueblo, llevar suministro a los masoveros y tomar nota de cuanto nos hacía falta, por si pudiera traerlo a su vuelta.

    Mientras, nosotras le ayudábamos en todos los sentidos y exagerábamos la buena intención de un agradecimiento desmedido y aceptado por usted sin efusión alguna, aunque escuchase, por boca de su madre, que éramos siete estómagos y otros tantos para llenar… Seguramente, en ello se fundamentaba su ausencia de entusiasmo y manifiesta preocupación cuando, cansado, se dejaba abatir, hundido en las circunstancias a las que estábamos sujetas. Y lo más seguro, esto lo pienso ahora, posiblemente temiera por la vida de mi madre. Ante esa sola idea se aterraba y, por mucho que lo intentase, no podía eludirla.

    ¡Pobre papá! ¡Cuánto debió de sufrir ante aquellas dudas! Y que ingratitud la nuestra, sin dejar de lamentar cualquier contrariedad sin tomar en consideración la cruz que usted llevaba a cuestas. Perdóneme si también yo colaboré en esa pesada carga y exigiera su atención más de una vez por vanidad, capricho o celos, que mamá fomentaba al demostrar su cariño abrazada a mi hermana sin pensar en la necesidad que yo tenía de iguales demostraciones. Sin embargo, ante cualquier preocupación, cargaba sobre mis espaldas aquel «vigila», que dicho por ella entorpecía mi joven entendimiento sin lograr sobreentender a qué se refería semejante advertencia. Poco a poco, según ella miraba y me miraba, logré entender que se trataba de yo estar alerta de los pasos que mi tía daba dentro y fuera de la casa, para así convertir mi sosegada vida en muda observadora de todo cuanto aquella hacía o decía, entraba y salía…, sin llegar a intuir lo que probablemente pensaba, por no llegar a tanto.

    Desde aquel día, me convertí en una espía con cara inocente e intenciones inconcretas. Cada viaje al pueblo, visita a los masoveros, entradas en la farmacia o cualquier establecimiento que mi tía precisara entrar, preguntar o comprar algo personal, que luego no enseñaba delante de nadie y menos de nosotras. Se lo contaba a mi madre con suspicaz intención, como si fuera un juego que le iba de mil maravillas a mi loca imaginación, ofuscada por mi libre albedrío ante lo cual dejaba de compartir juegos y correrías por el campo, si mamá no me obligaba a seguir a los pequeños.

    También me acostumbré a escuchar detrás de las puertas y las mantas que separaban nuestros lechos y solo me sentía a mis anchas cuando los mayores se ausentaban y me dejaban con la obligación de recolectar hierba para los conejos, seguida de mis patos o pelar patatas en el corral para que los roedores aprovecharan las mondas y, a su vez, mis patitos degustaran las mismas, cortadas en diminutas porciones que pudieran engullir sin dificultad, e intentar levantar el vuelo cuando, divertida las lanzaba lejos de ellos. Entonces, sentía mucha pena al ver que su intento no llegaba muy lejos, porque mi tía se encargó de cortarles parte de las plumas de sus alitas, cada vez que le venía en gana o pretendía borrar mis ilusiones. Sin contener mis lágrimas, les preguntaba si les había dolido mucho.

    Mi tía se hizo la desentendida y, con un gesto de superioridad, miró al techo, luego a mi abuela. Ambas, como si algo debían de hacer sin testigos, reprocharon mi actitud pasiva y advertían que fuese a cumplir con mi obligación, como la de sacar a los patos al campo y que se entrenasen a volar a sus anchas y a ellas las dejara tranquilas con sus deberes…

    No me costó mucho entenderlas, ya que con iguales excusas siempre me mandaban salir de la cocina para que no escuchase lo que se llevaban entre manos y despertar mi curiosidad, por lo cual la aumentaba hasta fingir cualquier pretexto para subir al piso, o bien pegaba mi oreja a la puerta de la cocina a cualquier hora y alguna noche en las habitaciones, y aunque a duras penas escuchaba sus conversaciones, yo trataba de componerlas con tan solo unas palabras sueltas. Si por desgracia me pillaban en tan violenta escucha, como en aquellos tiempos de mi sincera niñez apenas podía escudarme, solo me quedaba el recurso de mi tartamudear, aunque a veces salía del paso no muy airosa y acabar enrojecida de vergüenza. La mayoría de las veces me faltaba la inteligencia de la hipocresía, por lo que acababa agachando la cabeza en espera de la normal reprimenda de mi tía que vencedora, decía satisfecha: «antes se coge a un mentiroso que aun cojo» y profetizaba referente a la mala suerte que me esperaba en la vida por ser tan astutamente endiablada. Esto llegó a obsesionarme, tanto que aún ahora creo que estoy pagando una deuda interminable, porque todo cuanto de malo me sucede, creo merecerlo hasta el final de mis días. Triste esperanza, ¿no le parece?

    Los días iban pasando y mamá, con mayor ahínco, se apoyaba en mí, posiblemente debido a la pesadez de su cuerpo, su falta de agilidad u otra razón que yo desconocía. La cuestión era una condescendencia pasiva por parte de mis tíos, que escuchaban sin atender las pocas sugerencias que ella solía exponer. Atención muy diferente a cuando usted hacía acto de presencia, puesto que exageraban su comportamiento hasta dar la impresión de llevarla en volandas. Felices ellos al verle a usted contento, e ignoro si mamá le puso al corriente de cuantas cosas no encontraba normales; pero por suerte sobradamente conocíamos su abnegada forma de ser, el respeto que les debía y la gratitud dispensada a sus familiares, no creo que le explicara lo que yo le contaba cuando íbamos al pueblo, cargadas con la bolsa de harina y otra con todo cuanto mamá regalaba a la señora Tatiana, bolsa cuyo contenido nunca vi cuando mi tía hacia la entrega, porque al entrar en la casa, ella seguía a la dueña por el pasillo mientras me ordenaba que aguantase la bolsa de la harina apoyada el marco de la puerta abierta junto a la escalera. Por mucho que mi curiosidad creciese y yo me adelantara unos pasos para escuchar lo que decían, me era de todo punto indescifrable por hablar tan neto catalán. Lo mismo cuando en la panadería tenía que abonar el costo del trabajo y horno, aparte de la harina, ni el precio verdadero de si compraba algún capricho antojado a mamá. Lo que si le contó, por estar yo presente, fue el trato familiar de aquella buena mujer al mostrarle la habitación que esta ocuparía: cama, colchón con una tira de hule encima, sábanas, almohada a juego de dolores y puntillas, sin dejar de mirarme, cuchichear e intercambiar frases cautelosas.

    Tal como mi tía malició, me faltó tiempo para contar a mamá el resumen de la visita y la amabilidad de aquella, agasajada con nuestros presentes, al ofrecerme un vaso de leche y dos magdalenas. Del resto me encogí de hombros al fingir haberme distraído mientras miraba los retratos colgados en las paredes del pasillo. Por suerte, no tuvo curiosidad y, aunque mamá guardó un suspensivo silencio, que temí fuese preludio de un desinterés hacia mi narración, esta negaba con la cabeza como para desechar los interrogantes que la asediaban por temor a que la creyese una metomentodo.

    Incontables veces encadenaba muchas horas de mi descanso nocturno, al repasar conmigo misma todos los actos individuales, si de los recién venidos se trataba, con particular descontento si sacaban a colación mi sagaz comportamiento, no muy bien disimulado aunque canturrease entregada a mis quehaceres impuestos. Sin disimulos, a viva voz, se los contaba a mis patos, al cielo y la tierra, y lloraba por su ausencia e imaginaba cuál sería nuestro futuro si usted, por desgracia, como se lamentaba mamá, no volviese. Aquellas meditaciones, robadas a un merecido descanso emocional, dejaban profundas ramificaciones en mi ánimo hasta liberarlas al día siguiente al salir con mis patos, recoger la hierba para los conejos (manzanilla) o, simplemente entretenida bajo la sombra de un olmo, admiraba la corta existencia de una mariposa o, me esforzaba en ahuyentar a un abejorro impertinente que la tenía tomada conmigo.

    Supongo que por mi forma de expresarme, usted se dará perfecta cuenta de que mis pensamientos no eran muy gratos que digamos, ni dentro ni fuera de la casa, hasta aquella mañana al escuchar los toques de su bocina y, pregonera, anunciase un feliz día. Ni corta ni perezosa, salté del lecho y, tal como iba con las alpargatas en las manos, bajé las escaleras, abrí la puerta de par en par y, loca de cariño, corrí con los brazos extendidos hasta rodearlos en su cuello, sin saber si llorar o gritar de alegría. A usted le sorprendió mi ímpetu y tuvo que apartarme un tanto para mirarme conmovido y tratar de adivinar los sentimientos que así me empujaban. ¡Dios! Si yo le hubiese explicado todas mis cuitas; pero no me atreví por no empañar las únicas horas compartidas con nosotras y sumirlo en un malestar desagradable. Tampoco creí que fuera el momento oportuno y, mucho menos, transmitir unos sentimientos heridos por estar entremezclados con hechos y palabras inconcretos o simplemente alentados por un descontento recuerdo difícil de olvidar. Además, con solo su presencia, el calor de sus besos y el dulce bienestar que su contacto me producía, olvidé mis resentimientos y, con la ferviente esperanza de unas noticias que asegurasen nuestro futuro, bastaba con su dulce mirar para yo que yo alcanzara el cielo con las manos.

    Mamá y mi hermana completaron el cuarteto apretujados en un balanceo amoroso. Me sentía tan feliz al estar los cuatro tan estrechamente unidos que ni por ensalmo deseé compartir tanta dicha con el resto de la familia. Era tan exclusivamente nuestra fraternal unión, y usted tan mío, que me costaba mucho no sentir celos de mi madre y hermana y, mucho más, de aquellos que parecían ser dueños de todo.

    Una vez nos hubimos saciados de abrazos y besos, la intromisión de mis tíos rompió el encanto de tan entrañable momento. Con los interrogantes de ellos y las cábalas respuestas de usted, nos encaminamos a la casa donde mi abuela nos sorprendió por haber bajado ella sola las escaleras. Usted la reprendió cariñoso mientras que mi tía se quejaba del problema que nos hubiese planteado si llega a rodar por ellas.

    Yo, con perdón, tuve que frenar la hilaridad que aquel panorama, mentalmente, me suscitaba. Mi tío espabiló el fuego, puso cerca de las brasas el consabido pote con agua, momento en el que a usted se le ocurrió pedir una cesta que colgó de su brazo y, con el dedo índice, me invitó a que le siguiese. Mamá se quejó de semejante extravagancia y usted repuso que iba a enseñarme cómo coger limpiamente las florecillas de tan conveniente bebida que precisaba en aquel momento por indisposición… Elegante manera de pedir una infusión de manzanilla sin dejar de amasarse el abdomen mientras me guiñaba un ojo picarescamente. Mi abuela, como madre suya, propuso añadir unos granitos de anís a la tisana en prevención a posibles gases, que usted admitió como un niño bueno y bebió con verdaderas ganas mientras mi madre me obligaba a beber mi acostumbrado cuenco de leche, aludiendo, con respecto a la manzanilla, la reserva que habíamos acaparado en el momento de su mayor plenitud floral. Incapaz de disuadirlo, puso los brazos en jarra al aconsejar que mejor sería trasladar los comestibles a la casa puesto que el sol… No escuchamos más; pero desde la puerta le gritó a mamá que había tiempo para todo. Sin más, iniciamos nuestra andadura: usted contento como unas pascuas y yo con la cesta puesta por montera y desconcertada, porque era la segunda vez que quería tomarse la molestia de ensañarme a recoger las margaritas. Como si hubiera leído mis pensamientos, me confesó que todo lo que quería enseñarme estaba en el camión, dejado junto a la encina. Jamás hubiera supuesto un engaño como aquel ya que creí a pies juntilla que íbamos a recoger las preciadas florecillas sin saber por dónde. Lo que más llegó a convencerme fue llevar la cesta. Perpleja, no sabía a qué atenerme y, al ser mi imaginación tan veloz como el viento, me perdí en suposiciones que, más o menos, encajaran con la susodicha cestita de poca cabida.

    Cuál no sería mi asombro al descubrir dentro del camión cuatro potes abollados y herrumbrosos que daban asilo a bonitos geranios. De momento, suspendida por el asombro, no pude reaccionar, mas usted intentó sacarme de mi atasco al asegurar que adornarían las ventanas y si yo me tomaba la molestia de regarlos… En total eran cuatro latas, aprovechadas por una de aquellas campesinas que no se fijaban en el envoltorio y sí en el contenido. Esperó a ver mi reacción, que no fue más que un encogimiento de hombros y, ante tan insustancial expresión, juró que tan pronto le viniese bien o fuese posible, pintaría tan socorridos tiestos. Acabó convencido, y para convencerme, me pidió que oliese aquella simple existencia que llenaría mis horas con su aroma sin avergonzarse del recipiente que las circunstancias tuvieron más a mano para alargar su existencia...

    Admito, padre mío, que aun sin palabras me hubiera bastado para entenderle con solo ver el brillo de su mirada, gestos y sonrisa para sentirme abocada a todo el romanticismo transportado de su corazón al mío; pero aun yendo más allá, también advertí que la sencillez de los recipientes denotaban la humildad de su dueña al tener que plantar los geranios en tan toscos potes y dejarlos abandonados a una muerte segura si usted no da con ellos. Aquí mi curiosidad pudo más que mi imaginación y me atreví a preguntarle de dónde las había sacado. Fue tan triste su narración que, por un momento, me creí la heroína de una emigración desesperada hasta el punto de cuajarse de lágrimas mis ojos. Usted ahuyentó mis tristes pensamientos al enmarañar mi cabello y besar mi frente con verdadero candor.

    Sumidos de lleno en nuestras propias apreciaciones, nos encaminamos hacia la casa, usted cargado con un saco y yo con las plantas en la cesta, procurando no balancearla por temor a que las flores se descuajeringasen y, con mayor recelo, temía la forma de presentarlas delante de los familiares… No acabé de precisar aquella situación preocupante, porque usted, sin ser mucha la distancia que nos separaba del camión hasta el brocal del pozo, hizo un alto, apoyó el saco en él y se aflojó el cinturón como si este le impidiese caminar con mayor soltura e hizo un extraño gesto al apoyar la espalda en el saco y meter su mano entrambos hasta lanzar un suspiro de alivio, como si acabase de arreglar algo que le molestara, y lo cargó en el hombro contrario.

    El poco tramo que nos faltaba hasta llegar a la casa, sin más preocupación que la cesta y su contenido, hice mi composición de lugar con ceño preocupado de cómo los parientes aceptarían semejante presente. Posiblemente, usted malinterpretó mi expresión y, creyendo era producto de la vergüenza de aquellos, dejó el saco en la tierra, junto al umbral, y para restaurar mis condiciones anímicas, intentó disipar mis temores con sus habituales juegos pugilísticos hasta hacerme reír y huir de sus puños, enloquecida.

    Al entrar en la cocina con tan buen humor, debimos inyectar del mismo jolgorio a nuestros familiares, porque nadie fue capaz de despreciar tan bonito regalo y sí predisponerse mis tíos, para acarrear el resto de lo traído aquel viaje y excusarle a usted de tener que ocuparse de ello. Incluso yo me dejé arrastrar por aquel ambiente distendido, como nunca antes hasta entonces había visto y con mayor razón al reconocer que eran tan herrumbrosos y viejos los potes de los que las flores sobresalían con más colorido, como si en aquel ambiente hogareño hubiesen encontrado el lugar apropiado para subsistir. Mi fantasía no tenía límites y más siendo usted el promotor de cuantos detalles adornaban nuestros días de melancólica espera. Aunque, pese a la acogida tan grata e inesperada, yo no las tenía todas conmigo, ya que aún inadvertido por los demás y tal vez por falta de espacio, usted no caminaba con la presteza de otros viajes. Esta idea empezó a tomar fuerza en mi magín al reconocer sus repetidos descansos cuando desde la encina hasta el pozo y de este al umbral de la casa se detuvo dos veces, fingiendo arreglarse el pantalón y luego, aquel juego de puños intentando buscar mis cosquillas para que, alborotados, irrumpiésemos en la cocina y estableciéramos una corriente de felicidad.

    Posiblemente, con los viajes intermitentes de mis tíos, el juego de los pequeños, que empleaban los potes cual tren sin atreverse a moverlos, la modorra de mi abuela y las explicaciones de mi madre al reconocer que su descanso era harto merecido, por ello, mis tíos le obligaron a permanecer sentado… Yo no dejé de observar con mayor atención, según que movimientos o gestos hacía y cómo cambiaba el rictus de su cara, con aquel leve intento de modificar su postura, que usted disimulaba, aniñado, al ver cómo yo lo miraba atentamente. Para que mi opinión cambiase, gesticulaba con cómicas y expresivas miradas, hasta que mi hermana y primo le rodearon para imitarle, como si aquel fuese un divertimento inexcusable, un modo de jugar entonces.

    Esto me da paso para justificar el dolor de mis posaderas, que aun sentada sobre un mullido y deslizante cojín, no por ello dejan de dolerme cuando, cansadas de tanto tiempo permaneciendo en la misma posición, largas horas escribiendo y escribiendo, puesto que llevo con este cometido desde el año 1998, entre iniciar estas misivas, repasarlas, corregirlas y aumentarlas, como si un jurado celestial tuviese que censurar o admitir. Aunque nada de esto me compensa ante nada ni nadie, me basta con haber superado la barrera de mis propósitos. También, en tan encomiable labor, la irritación de mis ojos fijos en la pantalla se restablece con leves parpadeos o pasear la mirada por el verde de los campos y el azul del cielo.

    Mas por encima de estos inconvenientes, debo agradecer a mi sobrino, Mario Julio, tan especial y conveniente regalo. ¡Gracias, cariño! Gracias por haberme solventado no tener que usar el típex a cada momento y poder arreglar todos los errores sin necesidad de dar comienzo a nuevas páginas, aunque hoy, pese a tanto adelanto, no puedo evitar el cansancio de tantas horas, ni la conformidad de haber superado mi desarrollo intelectual por muchas ventajas que este mágico invento conlleva. De todas las formas, papá querido, si usted viese los progresos hechos por la inteligencia de los hombres en el transcurso de los años que usted abandonó este mundo, le parecería imposible llegar a esta superación «mágica» hasta el punto de llevar en el bolsillo un teléfono, con instantáneas fotografías hechas al momento y poder consultar a través de internet toda la historia mundial… ¡Maravilloso don si se supiera dosificar en bien de la humanidad y nosotros agradecer…!

    Solo deseo que mi sobrino llegue a mi edad con la misma entereza y predisposición de la que yo gozo a estas alturas, muchos años vividos en soledad obligada por el deceso de mi compañero cuando, metida de lleno, paso las horas sin darme cuenta, e incluso sin comer, hasta que el atardecer se impone y a la fuerza debo cambiar mis recuerdos vividos por la recuperación de mis fuerzas vitales, gastadas durante horas y seguir la vida para llegar a mañana, correr en busca del pasado y, unidos, proseguir por este hoy, ahora instante convertido en ayer y mañana en un «¡Dios dirá!». Un paquete de tiempos necesario para completar el curso de una existencia escrita con todo lo bueno que he gozado y algo de lo malo, por lo cual he llorado arrepentida y, convencida, ruego encontrarnos en la antesala del cielo. A partir de entonces, todo será un eterno instante para restablecernos sin días, fechas, risas ni llantos. Una eterna aceptación, consuelo de los mortales, sin empañar de tristeza los ánimos. Ya que si bien pensado creo, llegaremos a regocijarnos con la liberación de todo cuanto amarga nuestra existencia temporal: unos por bienes materiales acaparados para sembrar el desacuerdo entre los beneficiados, otros por codiciar lo inalcanzable, mucho por satisfacción pasional; la mayoría, afanados por multiplicar sus bienes y llegar a ser los más rico del cementerio y más pobre en su forma de vivir y compartir… y si por encima de todo esto, aun nos entregarnos desmedidos a todos los pecados capitales y obrar con el absurdo convencimiento de dar al cuerpo todo lo que este pide, llegaremos al final de nuestro tiempo sin habernos dignificado, ya que solo alcanzamos el desmerecimiento insensatamente cosechado por banales procedimientos arraigados sin reparar en de qué modo lo hemos logrado.

    Ante la obviedad de tan dispares razonamientos, solo me atengo a las reflexiones inculcadas por teólogos, cuyo misticismo envidio, y más cuando leo la vida de muchos santos a los que quisiera imitar tal vez por estar más cerca del fin de mi vida. Siento miedo de subir a la eternidad sin nada loable que me allane el camino. Muchos incrédulos han intentado persuadirme de que todo acaba con la muerte; más un instinto persuasivo me detiene mucho tiempo en la contemplación de esta creación admirada y atraída de todo cuanto me rodea, me pregunto: ¿qué mano humana ha creado el cielo y la tierra?

    Solo de pensarlo me estremezco por ser yo una más en confundir mi deambular, acompañada o en soledad, como me toca seguir esta, mi actual vida. Después de muchos vagar por ella, me acojo a la esperanza, aunque solo me sirva de consuelo, de poder terminar estas misivas, para mi propia satisfacción y la de mis seres queridos, que finalmente han estado pendientes de mi salud y llegan a complacerme casi todos los viernes para dedicarme unas horas y llevarme a comer al restaurante… Mi corazón es el de una niña feliz, llena de gratitud y, por desmedida generosidad, no sé qué hacer para compensar tan esenciales momentos, puesto que de comer aún me sobra, a Dios gracias, mientras que la compañía y solicitud no tiene precio, lugar, ni pérdida de tiempo, ya que embriagada de felicidad. Estos últimos años perduran semanalmente cual flor delicada, precisada de este riego.

    No obstante, ahora me detengo a pensar que, al igual que al reverso de una medalla que solo expone el lado frío del metal, una vez mis hermanos se han ido, me enfrento con la resaca que me devuelve a la realidad… Nadie, nadie, ni aun yo misma, puedo ensimismarme en una dicha tan pasajera y concluyente para luego decaer en una tristeza sin límites y mi mal no tiene remedio, continuaré con el mejor de mis antídotos: ¡escribir!

    Mas hoy, como la tarde languidece, no creo que me dé tiempo para mucho y para acabar de aprovechar unos minutos, aunque sea deprisa y corriendo, quiero manifestarles el más sincero cariño y gratitud por los momentos que nuestra felicidad nos mantuvo fieles y sinceros en todos los trances, por amargos que estos fuesen. Su hija,

    Angelita

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