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En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades
En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades
En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades
Libro electrónico211 páginas3 horas

En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades

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Es la época napoleónica y Fouché está a punto de delatar a Napoleón ante Gohier, el presidente del Directorio, de conspirar contra el gobierno de Francia para asumir el poder. Pero hay también presentes fuerzas maléficas dispuestas a sembrar mayor caos, a las que han de oponerse espíritus iluminados. Entre la gran maraña de sucesos aterradores, históricos y fantásticos, se desarrolla una historia de amor que va más allá del tiempo. Y a su vez, el amor en todas sus vertientes se bifurca en el laberinto infinito de las posibilidades.
Dos personajes principales de esta novela de ficción histórica son Goethe y Napoleón, de quienes se citan frases que reamente dijeron, y en cuanto al gran escritor alemán, se incluyen hechos sobrenaturales que él mismo refirió.

Mi libro surge del quiebre en mi mente de la idea de unicidad. Se ha vuelto común dudar de que el individuo realmente sea indivisible. Se habla de que todos tenemos un doble y que sentimos como él, de la conexión entre gemelos y del don de la ubicuidad, así como de que existimos al mismo tiempo en otros universos, es decir, que tenemos un alter ego en cada dimensión o mundo del multiverso, cada uno desarrollando una posibilidad de nuestro ser. Y los religiosos nos dicen que somos uno con Dios (Spinoza llegó a aseverar que somos Dios) y que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una misma persona, que cuando morimos nos fundimos de nuevo con Dios, que Él no está en los cielos, sino en nosotros. ¡Uf!, se dicen tantas cosas.
Y en cuanto al amor de pareja se habla del ser andrógino, de dos que son uno mismo, y este tipo de amor a veces se considera indestructible, al grado de que hay la convicción popular de que trasciende a la misma muerte.
Respecto a todo esto, una experiencia me ha dejado seriamente intrigado: luego de tener que sepa-rarme de mi esposa y de mis hijos, que amo, vino a mí la mujer de la que me había enamorado. Teníamos sólo una llave para entrar a casa y un día ella salió a ver a su madre y me preguntó si permanecería ahí o iría a ver a mis hijos, pues no sabía a qué hora regresaría y no quería esperarme afuera. Finalmente me pidió que decidiéramos quién tendría la llave. Murmuré algunas cosas y me entregué al trabajo en la PC.
Me quedé con la idea de que ella se había llevado la llave pero horas después vi ésta tirada junto a mi pie. La levanté y la puse sobre mi escritorio, diciéndome que ahora no podría salir, pues tendría que abrirle la puerta en cuanto llegara. Me volví a concentrar en mis labores y, cuando llegó mi pareja, entró sin que yo me despegara de la computadora. Nos saludamos y tardé en reaccionar al hecho; en una pau-sa le pregunté: “Oye, ¿cómo abriste?” Ella entonces tomó la llave que yo había dejado en el escritorio: “Pues con esta llave”, respondió. “Pero si no te la llevaste”, repliqué. “¿Cómo que no me la llevé? Si hasta se la enseñé a mi mamá”. Éste fue sólo uno más de los hechos extraños que me decían que ella y yo debíamos mantenernos juntos, lo que por cierto, ayudó a disminuir el dolor que a diario siento por ya no vivir con mis hijos. Había una razón para corregir el rumbo de mi vida.
Sobre la música de Dios de que hablo en esta novela, debo referir que me baso en una experiencia que viví con mi hermano mayor. Teníamos 8 y 10 años y un anochecer, luego de corretear por la casa a solas, nos detuvimos a contemplar el Nacimiento que mi padre estaba instalando sobre el tocador. De pronto comenzó una música como de campanas en el aire justo por encima de la silla de madera donde se pondría al Niño Jesús, a poco menos de un metro de altura. Los dos nos quedamos pasmados ante el hecho. El fenómeno debió durar varios minutos, como para descartar la idea de que a ambos nos hubieran engañado los sentidos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2022
ISBN9781005330675
En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades
Autor

Sergio Gaspar Mosqueda

Nací en la Ciudad de México en 1967 y estudié la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde obtuve la medalla Gabino Barreda. En el año 2000, creé y dirigí el proyecto de revista cultural El Perfil de la Raza, en cuyo consejo editorial figuraba Miguel León Portilla, entonces presidente de la Academia Mexicana de la Historia. Trabajo para diversas editoriales y he publicado 31 obras en papel con varias editoriales y 46 en Amazon, entre las que se hallan dos novelas, varios volúmenes de cuentos, leyendas, un poemario, biografías de músicos de rock, diversos libros sobre historia de México y cuadernos de trabajo de varias materias.Mi primer libro, la novela Una generación perdida, se publicó en la colección Voces de México, en la que figuraron autores mexicanos destacados, como Vicente Leñero, Emilio Carballido, Alejandro Licona, Luisa Josefina Hernández, Víctor Hugo Rascón Banda y Eusebio Ruvalcaba. El reconocido autor Juan Sánchez Andraka afirma en el prólogo de la primera edición: “Yo leí este libro. Más bien debo decir: Yo viví este libro. Debo agregar: Lo viví intensamente".Uno de mis libros más vendidos es Cuentos mexicanos de horror y misterio. Próximamente aparecerán en papel mis libros sobre 50 figuras del rock clásico, 50 importantes músicos del metal gótico y 50 figuras del K-pop.

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    En El Laberinto. El Amor Eterno En El Laberinto Infinito De Las Posibilidades - Sergio Gaspar Mosqueda

    ¿Por qué nos llaman la atención ciertas personas y no otras? La empatía hacia ciertos seres surge de que nos identificamos con ellos, sentimos como ellos e, incluso, nos sentimos ellos, como es el caso de un joven que se viste, habla y actúa como su ídolo, y se imagina ser él hasta rayar en la locura y el ridículo.

    Mi libro surge del quiebre en mi mente de la idea de unicidad. Se ha vuelto común dudar de que el individuo realmente sea indivisible. Se habla de que todos tenemos un doble y que sentimos como él, de la conexión entre gemelos y del don de la ubicuidad, así como de que existimos al mismo tiempo en otros universos, es decir, que tenemos un alter ego en cada dimensión o mundo del multiverso, cada uno desarrollando una posibilidad de nuestro ser. Y los religiosos nos dicen que somos uno con Dios (Spinoza llegó a aseverar que somos Dios) y que Padre, Hijo y Espíritu Santo son una misma persona, que cuando morimos nos fundimos de nuevo con Dios, que Él no está en los cielos, sino en nosotros. ¡Uf!, se dicen tantas cosas.

    Y en cuanto al amor de pareja se habla del ser andrógino, de dos que son uno mismo, y este tipo de amor a veces se considera indestructible, al grado de que hay la convicción popular de que trasciende a la misma muerte.

    Respecto a todo esto, una experiencia me ha dejado seriamente intrigado: luego de tener que separarme de mi esposa y de mis hijos, que amo, vino a mí la mujer de la que me había enamorado. Teníamos sólo una llave para entrar a casa y un día ella salió a ver a su madre y me preguntó si permanecería ahí o iría a ver a mis hijos, pues no sabía a qué hora regresaría y no quería esperarme afuera. Finalmente me pidió que decidiéramos quién tendría la llave. Murmuré algunas cosas y me entregué al trabajo en la PC.

    Me quedé con la idea de que ella se había llevado la llave pero horas después vi ésta tirada junto a mi pie. La levanté y la puse sobre mi escritorio, diciéndome que ahora no podría salir, pues tendría que abrirle la puerta en cuanto llegara. Me volví a concentrar en mis labores y, cuando llegó mi pareja, entró sin que yo me despegara de la computadora. Nos saludamos y tardé en reaccionar al hecho; en una pausa le pregunté: Oye, ¿cómo abriste? Ella entonces tomó la llave que yo había dejado en el escritorio: Pues con esta llave, respondió. Pero si no te la llevaste, repliqué. ¿Cómo que no me la llevé? Si hasta se la enseñé a mi mamá. Éste fue sólo uno más de los hechos extraños que me decían que ella y yo debíamos mantenernos juntos, lo que por cierto, ayudó a disminuir el dolor que a diario siento por ya no vivir con mis hijos. Había una razón para corregir el rumbo de mi vida.

    Sobre la música de Dios de que hablo en esta novela, debo referir que me baso en una experiencia que viví con mi hermano mayor. Teníamos 8 y 10 años y un anochecer, luego de corretear por la casa a solas, nos detuvimos a contemplar el Nacimiento que mi padre estaba instalando sobre el tocador. De pronto comenzó una música como de campanas en el aire justo por encima de la silla de madera donde se pondría al Niño Jesús, a poco menos de un metro de altura. Los dos nos quedamos pasmados ante el hecho, pero yo pronto me molesté. ¡Eso no podía ser! ¿Qué clase de broma era ésa? ¿Por qué dios querría jugar con nuestras mentes infantiles? No, no, no. Ello tenía que ser un truco, y mientras hurgaba yo en los cajones, detrás del mueble, en el otro cuarto e incluso en el patio, mi hermano seguía parado ante el prodigio, en actitud de estar viendo algo en el aire, en el punto del que parecía surgir esa música, así que el fenómeno debió durar varios minutos, quizá cinco, es decir, no fue algo fugaz, como para pensar que a ambos nos habían engañado los sentidos.

    Mi hermano conserva un claro recuerdo de aquello luego de varias décadas, pero nunca me he atrevido a preguntarle qué estaba viendo, pues temo que mi mente se volaría con la revelación. A mis 54 años aún me sigo preguntando por qué nos sucedió aquello. ¿Qué nos quería decir Dios o la entidad que haya sido?, la cual adivino que era buena, por la fecha y el lugar en que se dio aquel prodigio, y por la naturaleza de la música, muy bella y relajada, ejecutada por instrumentos no humanos.

    ¿Algún día me atreveré a preguntarle a mi hermano qué visión tuvo? En cuanto tenga el valor de hacerlo, correré a mi máquina para contarles la respuesta.

    ¡Qué ingenua!

    Adriana mira el lago que tiene enfrente, cuyo azul parece reflejarse en sus ojos. Está apoyada en la ventana de su habitación; gira el rostro a la derecha y ve el muelle donde un pequeño velero compite en albura con las nubes. La servidumbre se afana en el salón para el banquete de mañana, en que será presentada a la sociedad del Valle del Dragón, perdido en la Sierra del Harz. Un par de días después un banquete más en honor de un personaje importante, del que dependía la carrera política de su marido.

    –Será una buena época –le había dicho su esposo, el duque Franz Herz–. El comienzo de la mejor era de la humanidad. Luego del gaudeamus, tendremos una reunión a puerta cerrada.

    Ahora todo esto es de ella y, sin embargo, algo la hace sentirse vana. En su mente retumban los gritos salidos del Hospital de Infantes frente al que pasó ayer en el carruaje de Franz; en su memoria destellan las caras sucias y flacuchas de los chiquillos encerrados en la Casa para Huérfanos de Guerra que encontraron poco antes de entrar en esta campiña; ah, y la gente pedigüeña que colmaba los escalones que llevaban a los templos.

    Adriana siente el día pesaroso; va hacia la cama y la mira en toda su extensión. Está recién casada y no se siente feliz. ¡Qué ingenua! Cómo pudo creer que el simple hecho de casarse la haría sentirse menos miserable a como se sentía al lado de su madre y de su hermana, pese a decirles que las amaba, sobre todo a Fedra. Además, ni siquiera sabía si realmente había amado a Franz desde un principio o se había forzado a amarlo. Algo de placer había, sí, pues, después de todo, Franz le había parecido siempre muy atractivo, pero el desvanecimiento de su ánimo se seguía dando, como desde niña, la niña mimada de papá.

    –Pobre papá.

    El toro de mamá lo había herido de muerte una mañana de cielo enrojecido. Una mañana en que ella misma se sentía malvada y había herido momentos antes a una comadreja con el azadón.

    En cuanto su marido la dejó sola, pensó en recorrer toda la casa, de la que apenas conocía una pequeña parte; también le hubiera gustado viajar en el velero; todo lo que tenía que hacer era llamar a ese señor… ¿cuál era su nombre? Tenía uno raro que empezaba con… ¡Cómo demonios iba a aprenderse los nombres de toda la servidumbre que se formó apenas ayer a la entrada de esta enorme propiedad para darle la bienvenida y serle presentada! ¡Eran decenas! Y, la verdad, no sentía fuerza para memorizar… Era este maldito cansancio del alma, este spleen del que tanto hablan los escritores románticos. Ah, más valía que dejara de pensar y se acostara, pero sólo de pensar en quitarse el vestido y ese engorroso corsé, ¡y todo lo demás!; para ello tenía a sus doncellas, pero, en donde ella vivía, las chicas acostumbraban vestirse y desvestirse solas, bañarse solas y, a veces, hasta comer solas. No estaba acostumbrada a las muchedumbres y menos en las tareas íntimas. Intentó soltar los listones de la cintura y la espalda, pero sus dedos le dolieron, se le torció un músculo y terminó por acostarse vestida.

    Estuvo un tiempo intentando relajarse, el sueño venía y se iba como agua bamboleante; no tenía la intención de dormir, sólo de despejar esa bruma que de vez en cuando caía sobre su ánimo… Era tan joven, ¡apenas diecinueve!, y ya le dolía el cuerpo… y el alma. ¡Ay, este dolor indefinible, insufrible, esta desgana de vivir…! ¡Esto es horrible! No puede localizarse su sitio en el cuerpo ni en la mente, es un dolor que lo invade todo y a la vez parece no estar en nada. Si fuera como una comezón, o como un mal que carcome la piel...

    Ah, qué cansancio. O ¿es que estoy aburrida? Pero, si ése fuera el caso, habría que admitir que me aburro profundamente desde niña, pues estos periodos de desgana me han tirado en cama varias veces… Y me han puesto de un humor de los mil diablos, cuando no en un estado de latencia, de muerte en vida. ¡Si no fuera porque soy hermosa! Y qué bueno que se fue Franz, mi dulce y amado señor, el rico heredero de la familia Herz, justo antes de que fuera incapaz de ocultar esta acedía. Así le llaman los monjes a esta desdichada condición del alma que incluye mucho de melancolía. Pero melancolía me parece un término suave, como referido a un mal que hasta cierto punto se disfruta; es la melancolía una tristeza que tiene que ver con una persona, un tiempo y un espacio, con un recuerdo; en cambio, la acedía es quizá el extrañar lo que no existe o la plena conciencia de que no vamos hacia ningún lado, que nuestra vida es un accidente en el universo, que son otras fuerzas las que deciden nuestros rumbos y virajes y no nuestra voluntad. Los ingleses le llaman depresión a todo este infierno y los franceses le dicen el mal del siglo... Y ¡cuántos no se han suicidado ya tras leer el Werther de Goethe!

    Agitó con desgana las cortinas con hilos de oro que cubrían su enorme lecho.

    Ay, ¿hasta qué grado mi voluntad es la que me ha traído a este palacio? ¿En realidad deseaba esto? Ciertamente, ni siquiera al aceptar a mi marido ante el cardenal estaba segura de qué suelo pisaba.

    De pronto tuvo que taparse la boca con ambas manos, con fuerza, pues un alarido había estado a punto de escapársele al ser plenamente consciente de que estaba viviendo a ciegas, a desgana. Ay, muy malo era darse cuenta hasta ahora de que era una impostora, un accidente en la vida de su marido, quien parecía estar muy seguro de lo que hacía, de los porqués y paraqués.

    Trato de poner la mente en blanco, de no pensar, de creer que esto pasaría pronto, creer que al día siguiente todo se le habría olvidado y que, en medio del banquete, empezaría a disfrutar… ¿sólo si bebía, como había visto hacerlo a las damas elegantes que estuvieron en su boda en la casona que su marido heredó en el este de Prusia, cerca de la frontera con Francia, donde tanto alboroto había ahora, tantas guerras y tanta sangre y mucho se hablaba del tal Napoleón?

    Le habían convidado un poco de champaña y el mareo le había hecho olvidar esta pesadez del alma. ¡De modo que por esto celebraban tanto el vino los romanos! ¡Alabado sea Baco!, se había dicho a sí misma y a punto había estado de gritarlo. En la casa de su padre, en Creta, era impensable la presencia del vino y ella toda su soltería la vivió sin paliativo alguno de su desgana de vivir. En cambio, gracias al champaña de pronto había sentido vivos deseos de bailar haciendo grandes contorsiones. Su tía Eudora, de no muy pocos lustros, viejísima en una palabra, y además soltera, por poco consigue despojarse de su amplio vestido una vez que el elíxir del dios Baco la había encantado; si no hubiera sido porque la silla en que se subió se vino al piso, ¡Dios mío!, sólo de pensar en el espectáculo. Jaja. Pero, ay, no, qué pena. Con esas piernas flacuchas. ¿Podrá casarse aún, habrá un solo hombre que la pretenda, siendo, como cualquiera lo sabe, que los hombres ante todo pretenden la belleza y la juventud?

    Al final de la fiesta, poco quedaba del porte y la elegancia de los caballeros y del encanto de las damas. Todos tenían las ropas desajustadas, fuera de su sitio. El espectáculo era muy triste. En algún rincón había vómito y algún noble caballero se había mojado los pantalones. Ella no había seguido bebiendo, y al disiparse la leve embriaguez que adquirió, descubrió en todo su esplendor que… que casi todo mundo había vivido fingidamente unas horas, que casi todos, en un grado u otro, estaban buscando el modo de asirse a la vida, a las sensaciones, al carnaval, por vacuos, por perdidos, por… farsantes. Por estar manipulados por una especie de hilos invisibles y sin saber quién demonios los mueve, ni hacia dónde.

    Ahora se preguntaba: ¿Había conocido a Franz por accidente o una fuerza sobrenatural lo había puesto en su camino, así como esa fuerza la había hecho tan bella al grado de que a él poco le importó que no perteneciera a la nobleza, si bien tampoco era una pobre y poco instruida mujer del campo? En su familia había habido importantes funcionarios, hasta un consejero del emperador. Así que él nada tenía que reprocharle en cuanto a finura de trato. No era una salvaje, claro, pero tenía que aprender una serie de costumbres absurdas que imponía la etiqueta. En unas horas, ¡ay, qué fastidio!, con lo cansada que estaba, vendría su instructora de modales, y luego sus profesores de inglés, francés e italiano; su marido quería que ella al menos supiera responder el saludo en tres idiomas, ¡al menos eso!, pues sus amigos provenían de muy diversas partes de Europa. Pero el inglés no se me da para nada. En el instituto jamás pude con esa lengua monosilábica.

    Escuchó pequeños pasos en los peldaños de madera que conducían a su puerta. Se levantó de la cama lo más aprisa que el peso de su espíritu le permitía. No quería que la vieran acostada durante el día. ¿Qué iba a decir la servidumbre?, ¿que la gente de fortuna se aburría? Pobrecitos, ellos que desempeñaban sus duras labores con el consuelo de creer que no todas las personas eran infelices, que las posesiones daban dicha, ¿qué dirían al verla tan abatida? ¡Oh, no! Se sentirían despojados de su único alivio.

    No, yo no puedo permitirme cometer tal crueldad.

    Que soñaran, que siguieran soñando con que los bienes materiales nos hacen sentirnos satisfechos y bien plantados en esta vida. La verdad es que el ser humano resulta una bestia siempre insatisfecha, al contrario de las fieras, que tras satisfacer sus necesidades elementales se mantienen apaciguadas. ¡El ser humano no, él puede conseguir todo lo que anhela y seguir sintiéndose inquieto, ansioso y vacío!

    Llamaron a la puerta.

    –Su almuerzo está preparado –dijo una dulce voz de campesina.

    –Gracias, salgo enseguida.

    Al abrir la puerta, Adriana vio la sombra de su pelo enmarañado sobre la alfombra del pasillo y mientras se pasaba las manos por su largo pelo castaño, trató de poner una sonrisa en su pálido rostro. Al levantar la vista, al conseguir elevar

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