Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Respirando agua
Respirando agua
Respirando agua
Libro electrónico595 páginas7 horas

Respirando agua

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Historia real, retrato de una búsqueda de la que nadie, en algún punto, escapará. La autora, como parte de una familia que reajustó rutinas y costumbres para no desmoronarse después del accidente automovilístico que dejó al menor de los hermanos con una discapacidad severa, centra su narración en lo que ahora implica afrontar la súbita muerte del padre. Sostenida y confrontada por los amores de su vida, Eliza Puente descubrió que al hablar de lo que sólo su padre escuchó en la desesperación de su duelo -por medio de íntimas cartas que permanecieron inicialmente como refugio de una hija experimentando la orfandad-, escribió un libro en el que de forma irreverente y auténtica cuestiona lo que nuestra cultura postula adecuado para resignificar vida y muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2017
ISBN9786078409143
Respirando agua

Relacionado con Respirando agua

Libros electrónicos relacionados

Mujeres contemporáneas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Respirando agua

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Respirando agua - Eliza Puente

    RESPIRANDO AGUA

    ELIZA PUENTE

    RESPIRANDO AGUA

    D.R. © Libros del Marqués, 2016.

    D.R. © Eliza Puente, 2016.

    D.R. © Diseño de forros Ileana Hierro del Valle, 2016.

    D.R. © Diseño interiores Textofilia SC.

    Libros del Marqués

    Paseo Lomas Verdes No. 151,

    Colonia Lomas Verdes 4a secc.,

    C.P. 53125, Naucalpan, Estado de México.

    Tel. 55 75 89 64

    www.librosdelmarques.com

    librosdelmarques@gmail.com

    Primera edición

    ISBN: 978-607-8409-14-3

    ISBN Digital: 978-607-8409-28-0

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de los editores o el autor.

    A mi padre, por ti, el más bravo de mis mares, quien me enseñó a torear cualquier oleaje.

    A mi valiente madre, quien, a pesar de todo, nunca se ha dejado ahogar.

    A ti Alfredo, porque jamás pude abrigarme en mejor puerto. ¡Gracias, amor!

    A Memo, Mónica, Rosa, Emma e Israel, que me saben las debilidades, se burlan sin aprovecharse de ellas y, aunque las padecen, dicen que me aman. Moni, gracias por las varias leídas, sé lo que dejaste en ellas.

    A Alejandra, Claudia y Male, porque me rescatan de los naufragios que me organizo y sonriendo me acompañan las tempestades. Ale y Claudia, este libro les debe la fe que yo no le tenía. Male, aquí el ahijado que no te di.

    Gugui, Nina y Nico, más les vale que algún día lo lean. Los amo.

    Para Diego, pues tú sí que me has hecho respirar agua y caminar sobre las olas.

    Se te acabó la vida, pero a mí me sobraban palabras.

    2 de enero, 2012

    Todavía faltan tres días para que se cumpla el mes, por llamar de algún modo este tiempo transcurrido entre lágrimas, preguntas, vacíos y mutilación que sólo puedo describir como una eternidad de no tenerte. Hay una parte de mí que no sobrelleva bien este dolor, que se resiste entre sollozos a creerlo.

    He tenido mucha necesidad de escribir, de escribirte, pero no encontraba el coraje para enfrentarme a ello. Sabía que ocurriría lo que ahora me está pasando, hilo tres palabras y me inundo en llanto, empiezo a teclear, paro de nuevo, en mis ojos llueve, las tempestades que tengo adentro parecen no hallar otra salida, me empañan la mirada, no puedo enfocar nada. Ideas y sentimientos me azotan la cabeza y el pecho sin ton ni son; las imágenes de tus últimos momentos nublan mi coherencia, no encuentro las palabras, ni las letras que van unas con otras, sólo puedo seguir llorando.

    Hoy estuve viendo nuestras fotos. Tus ojos, tu piel morena marcada con las historias que me contaban tus arrugas; tu boca de labios delgados escondiendo esos dientes tuyos tan pequeños, que rara vez se asomaban: tu frente amplia, las canas que se colaron incluso en tus pobladas cejas; tus manos fuertes, y el sello que en ti todo lo distinguía: tus rudas expresiones tiernas. Ese universo que amé tanto y no entiendo, ni perdono que me hayan quitado. Me parece una maldita burla, una traición de la Vida, un juego alevoso y enfermo que ahora sólo pueda ver con perfecta claridad tu cuerpo y tus gestos porque están impresos en un pedazo de papel, porque quedaron dibujados en una imagen plana, inanimada, que no me devuelve ni tu calor, ni tu abrazo, ni el sonido de tu voz. Quiero, necesito, pero ya no puedo seguir escribiéndote… duele demasiado.

    3 de enero, 2012

    Cada día desde tu muerte, he estado en tu casa, en nuestra casa, con mamá y mis hermanos hechos bola, dándonos amor, platicando, consolándonos. Comemos juntos, revisamos papeles y pendientes. Hay mucho que resolver. Luego nos hacemos tontos, inventamos algo, más tarde nos volvemos a dar fuerza y enfrentamos. Me escapé a tu clóset y quité la bolsa de plástico que resguarda el suéter que usaste poco antes de morir; mamá lo tapó para conservar tu olor, está impregnado de tu humor mezclado con tabaco y cítricos. Tus pants ya no colgaban en el perchero del baño, esos también olían a ti, no sé quién los quitó de ahí, tampoco pregunté.

    La casa se ha ido vaciando de las visitas de tantos, que no dejaron de hacerse presentes. Hemos estado rodeados por las personas que te quieren, que nos quieren, han venido convertidos en amor para hacernos compañía, muchos desde Mazatlán, Monterrey, Culiacán y Guadalajara. Mañana regresan Memo y Emma a Cancún, los vamos a extrañar muchísimo. Todo nos empuja a retomar rutinas, a entrar en la trayectoria del día a día que sigue llegando puntual con sus pormenores, sus requerimientos, sus quehaceres. ¡Cómo quisiera que nada se moviera! Quisiera pararlo, estoy llena de espirales que no se aquietan, que agitan, me extenúan. Nada se acomoda, todo está revuelto, cada cambio, cada decisión, cada acción por ejecutar me parece una exigencia absurda: comer, vestirme, pagar cuentas, organizar horarios, comprar lo que hace falta, contestar el teléfono, ordenar papeles, retomar la vida… ¡Qué ironía!... Que estúpida ironía.

    Quiero soñarte y no puedo, estoy bloqueada. En el fondo, desde las entrañas, estoy entrampada, emparedada entre rebeldía y dolor.

    La gente felicita a la gente por otro año, yo no tengo qué festejar. Es la primera vez en mi vida que no siento ningún entusiasmo por el inicio del año, incluso me ofende que lo celebren. La entrada del nuevo año sin ti, sin tu poderoso abrazo a las 12:05, sin el irremplazable te amo que nacía de tu voz ronca y tus labios depositaban en mi oído, desde donde viajaba rápido a llenarme el corazón, me hace hueca, amargada, envidiosa de las hijas que tienen padre. Se oye horrible. Efectivamente, es horrible. ¿Por qué tú? ¿Por qué no todos? Que el año nuevo, la gente, el mundo entero… ¡Que todo se vaya a la chingada!

    4 de enero, 2012

    Hago muchas cosas y no hago nada. Avanzo los días estancada en el resentimiento, sí, en el resentimiento, porque la misma conmoción me visita a diario, el día entero, por horas, por momentos, cuando me levanto o cuando me voy a dormir. Vuelvo a sentir lo mismo una y otra vez, re-siento dolor, abandono, zozobra, enojo, confusión, tristeza, melancolía, desesperación. Soy resentimientos. Me regresan las ganas de gritar, patear, de arañarle la cara a la Vida y exigirle, mientras le clavo las uñas, que me devuelva a mi padre; quiero increparla a voz en cuello para decirle que no me importan sus reglas, me importan una chingada sus ciclos. ¡Que me devuelva a mi padre! Que no me venga a ofrecer con el tiempo consuelo ni resignación, que se guarde sus miserias para Ella, con las mías tengo suficiente. ¡Que me devuelva a mi padre!

    Esta terrible sensación de intangibilidad que se interpone entre nosotros y que se supone tengo que empezar a aceptar, me parte el alma. Algo dentro de mí se confunde entre el desasosiego, la impotencia y la pena de saberte etéreo, sutil, impalpable. El disturbio de experimentarte muy dentro de mí, presente y a la vez lejano, inalcanzable, devasta mi entereza, golpea mi fe y arremete derrumbando cualquier intento de bienestar.

    Me anega la tristeza al irme dando cuenta de que al paso de los días te pierdo un poquito más, y otro poquito más. Busco en mi memoria el color exacto de tus ojos cuando me mirabas, la tibieza del tacto áspero de tus manos o el de tu mejilla rasposa contra la mía cuando me estrujabas para besarme. Y sí, los encuentro, pero ¡maldita sea esta realidad de mierda! Cada vez tienen menos proximidad, menos nitidez, como si mi memoria, para defenderme de mí misma, les fuera echando polvo.

    Todavía hace una semana seguían pintadas en la piel de mi brazo, muy cerca de mi muñeca, las huellas amoratadas que tus dedos dejaron por el esfuerzo con el que te aferraste a mí esa última hora. Ya no están. Hoy que no las encuentro, pienso que si hubiera seguido apretando un poco todos los días, quizá las hubiera podido conservar más tiempo. No se me ocurrió. Las acariciaba en el silencio de mis noches, presionándolas ligeramente con la punta de mis dedos porque respondían inmediatamente con una punzada que venía por debajo de mi piel entumecida, recordándome el brío con el que nos acostumbramos a afianzarnos el uno al otro.

    Te repaso una y otra vez, recuerdo nuestra historia. Me la cuento y retomo episodios llenándolos de colores, de voces, de luces, de aromas, de sensaciones, de nuestras cosas.

    Hombre fuerte, complicado, solidario, egoísta. Hombre bueno, incongruente, soberbio, indómito. Hombre necio, entregado, traicionero, injusto. Hombre amoroso, comprensivo, vulnerable, imposible…

    Hombre grande porque hace nueve años, cuando te dije que me habías defraudado totalmente como hija, como mujer y como ser humano; cuando cruzaste los límites del respeto a mi madre, a tu casa, a tu familia y traicionaste los valores que tú mismo te empeñaste en sembrar en mí; cuando me hiciste ver la parte más negra que te componía y reparé en que ya nada podría esperar de ti, me juraste con esa enérgica brusquedad que te era tan propia, con lágrimas en los ojos, que en esa época te eran tan poco habituales, y con voz entrecortada por tu desesperada convicción, que recompondrías cada segmento de mi confianza desgajada y de mi amor descosido.

    Hombre grande porque a puro amor lo cumpliste. Me mostraste la hazaña más hermosa que puede realizar un ser humano: pasaste por encima de tus múltiples defectos, de tus contradicciones, te vi reconciliarte con tu esencia, con tus dolores, frustraciones y debilidades. Te fui descubriendo frágil. Vi al león de tu orgullo agacharse lentamente, silencioso reconocía cicatrices y llagas, tanto las cerradas, como las abiertas y las purulentas, fui testigo de tus faenas concienzudas para limpiarlas, para intentar sanarlas. Vi cómo te remontaste.

    Hombre grande porque venciste al enemigo más encarnizado: tú mismo. No sólo resanaste mi corazón y recuperaste mi confianza, sino que me diste la mejor versión de mi padre, ésa que hablando de ti, siempre fue mi más anhelado sueño. ¡Qué regalo, papá! A pesar de haber sido durante la primera mitad de mi vida, la pared en la que invariablemente acabé estrellada, estremecida entre la confusión de tus maneras y la incoherencia de tu actuar, asumiste el reto de derrumbar con tus puños ese muro de mis lamentos; con las mismas piedras que tiraste al demolerlo, te diste a la tarea de construirme un puente amplio y seguro que me permitió cruzar de nuevo a tu orilla, para compartir sonrisas francas, abrazos poderosos, palabras hondas, llantos consoladores, un infinito, renovado y muy profundo amor.

    ¿Sabes? Fue para mí tan perfecta la manera en la que cumpliste tu promesa, que al irla ejecutando, su efecto me liberó de resabios, de los sinsabores, de la mismísima traición. En estos últimos años de nuestra vida juntos, fuimos con tal honestidad, que hoy tengo la certeza de que no me quedó pendiente ni un solo cariño, ni un solo te amo, ni una sola carcajada, tampoco lágrimas por compartir. No dejé pasar ninguna oportunidad de verte, de estar, además de con mi padre, con la maravillosa persona que se me reveló para acompañarme la vida. Mientras nos tuvimos aquí, yo no volví a guardarme nada… esto es lo único que me da sensación de alivio y me repone por instantes la paz.

    Hombre grande porque nunca escuché de tus labios un ya no puedo, sino hasta el día que la vida, Dios, el destino, tú, o quien sea que tenga el poder para disponerlo, decidió que era el último; cuando por todas las razones sensatas y sensibles que ahora rechazo, repudio y maldigo, tus arterias se cerraron y tu corazón paró.

    Hombre grande porque incluso en ese par de horas antes de que finalmente te fueras, luchaste. La impotencia de no alcanzar a liberarte del malestar que te atenazaba, te forzó a repetir varias veces que ya no podías, quizá para convencerte y convencerme de que esta vez sí iba más allá de ti, que en realidad, no se podría más. Y a pesar de ello, con asombrosa voluntad lo intentabas. Me ordenaste que te jalara, que te sentara; empuñabas las manos contra la cama, me sujetabas con violencia las muñecas y me clavabas la mirada urgente para darme prueba de que aún en esos momentos tratarías de seguir, pero tú y yo hacía tiempo que nos hablábamos sin tapujos. Te viste obligado a repetir: ya no puedo. Te amo, te honro y te prometo que no voy a pronunciar esas tres palabras, sino hasta el día en que sepa que me voy de aquí para reencontrarme contigo.

    5 de enero, 2012

    Un mes…

    ¿Por qué? ¿Para qué?... ¿Por qué? ¿Para qué?... De esas preguntas, de las que de antemano sé que no voy a obtener respuesta suficiente, siguen llenos mis días. Son inútiles, pero no dejan de brotar intermitentemente de mi cabeza y de mi corazón.

    ¿Por qué no? Sí, también lo escucho. La parte equilibrada y esclarecida de mí que parece coexistir por momentos con el animal herido que me habita de lleno, susurra ¿por qué no?. Tiene razón, cada segundo mucha gente muere: bebés, niños, jóvenes, viejos. Casi todos moriremos dejando atrás amores, proyectos, sueños. Hay miles que mueren en indecible agonía, en tribulación o incluso bajo el terror de la tortura. Hay miles que viven muertos.

    Mi parte sensata tiene razón y derecho de hacerme reflexionar, de regresarme a ser agradecida porque tuviste muerte de justo; porque no convaleciste marchitándote de a poco; porque aún después del recuento de los daños, el saldo que dejas con tu amor, tu entrega y tu existencia es por mucho a favor; porque tuve la oportunidad de conocer todas tus caras y para mí, resolviste cada punto, comprendí, mucho antes de que partieras, los motivos por los que fuiste mi padre, por los que soy tu hija.

    Hay razón y derecho de insistir en el ¿por qué no?… la misma justa razón y el mismo justo derecho que encuentro para repreguntar: ¿Y por qué no después?. No, no me da vergüenza. No, no voy a ser prudente.

    Soy una mujer de fe, pero hoy no la encuentro y no tengo ganas ni siento impulso para buscarla. La mujer segura, ésa que conocen más por su madurez, por su temple y fuerza interna, ésa no vino, no tiene hoy ni voz, ni voto, ni veto. La exilié. La corrí con todo y sus pertrechos porque no le voy a permitir que me haga otro disfraz, le tiré por la ventana el escudo de discreción, la armadura de fe y el casco de entereza. Siento la necesidad de hablarte y hablarme desde mi desgracia, mi carencia y mi vacío; voy a respetarlos, reconocerlos, darles palabra porque ellos existen en mí exacerbados, desesperados, vivos desde hace treinta y un días.

    Aunque algo se me estremece adentro al pensar que te puedo decepcionar, a ti, mi luchador incansable, a mis grandes amores: mi esposo, mi madre, mis hermanos, mis amigas, a Dios mismo, hoy es más enérgico el compromiso que siento para reconocer mi vacuidad, la necesidad de darle lugar a mi tristeza, a ese animal herido que también soy, que aúlla y no para de dar vueltas desahuciado dentro de mí, a ése al que en los momentos difíciles proscribo por temor a defraudar a los demás y principalmente, por temor a defraudar las expectativas que me impongo a mí misma.

    Sé que tú, que me enseñaste a tocar los fondos, comprenderás. Sé que tú podrás esperar a que me reconstruya y, de la manera que te sea posible, me asistirás sin juicios, deseo también que sin angustias, mientras me derroto ante mi orfandad. Necesito hacerlo.

    A mi madre le ofrezco la disculpa más sincera, porque al reconocer mi dolor, vislumbro la dimensión del suyo y me quedo sin aliento, me ahogo en llanto, mis manos no atinan más que a cubrirme ojos y boca resguardándolos en un vano intento de contener mis emociones descompuestas. Soy consciente de que su sufrimiento es considerablemente mayor en muchos sentidos, que si mis pedazos están rotos, los suyos son añicos que no sabemos cómo ni cuándo reacomodará. Reparo en esto y dudo del derecho que creo tener para darle total espacio a mi desconsuelo, para escupir mi desolación sin recato, para sublevarme, retorcerme, quedar exhausta y así poder enfrentar otro día.

    Y luego lo pienso mejor: el dolor de mi madre viuda me punza hondo, vilmente, tanto como tu ausencia, tanto como mi orfandad. ¡Y encuentro todas las razones del mundo para enredarme a mentadas de madre contra la Vida! Para eso y más.

    ¿Que si no me da pena renegar de mi orfandad a los cuarenta años? ¿Es que acaso no pienso en tantos niños que perdieron a su padre en edades tiernas, quedándose realmente desamparados; los que en mil aspectos son más vulnerables que una cuarentona hecha y derecha? Claro que me da pena, pero por empatía con ellos. ¿Vergüenza? No.

    Ante esto no soy fuerte. ¿Por qué tengo que serlo? Si finjo que no pasa nada, sólo engaño. Por primera vez y como nunca antes me voy a dar la oportunidad de reconocer ante mí misma que mi duelo, por ser mío, es tan válido como cualquier otro. No puedo atisbar la dimensión del dolor de otros si no tengo compasión para el mío. Eso lo distingo hoy, pues con mis amigas Claudia y Erika, que adoro, no pude dar ni la mitad de lo que necesitaban de mí cuando perdieron a sus padres, no comprendí su dolor como lo comprendo ahora que lo vivo.

    ¿Cómo hacerlo por los demás si no lo hago por mí? Uno puede esconder los sentimientos, pero no por eso desaparecen, al contrario, se enquistan, se encarnan. Yo de eso sí sé, he sido una experta acallándolos y como tal, pagué el precio. Ya no estoy dispuesta a volver a pagar por eso. Si he de pagar por algo, que ahora sea por haberme atrevido a sacarlos, a desenterrarlos, a decirlos.

    No se trata de victimizarme, se trata de que tu muerte es el espejo en el que me veo, pero no me encuentro. Se trata de descubrir quién soy ahora, porque no soy la misma, una parte de mí se fue de aquí cuando tú lo hiciste. Se trata de encarar que toda mi vida ha cambiado. Se trata de hallar la manera de encontrarte a ti y a mí, después de ti. Así están las cosas, para qué disimular y menos contigo.

    Por mi madre antes que nadie, por todos aquellos que sienten la desesperanza que hoy experimento, por ti, porque soy hija de mi padre, por mi marido que no me suelta, por cada uno de los que integramos esta familia que no deja de generar amor, entrega y apoyo incondicional, voy a seguir tu ejemplo papá, para remontarme, para vencerme. Voy a derrumbar con los puños el muro de desolación que tengo levantado, que me cerca. Tenderé puentes para que tú, mis amores y yo sigamos llegando a la otra orilla.

    Sin embargo, hoy he de hablarte a ti de mí, desnuda de pretensiones, desnuda de defensas. Sí, me lo voy a permitir: reconozco abiertamente que en estos momentos me superan mi finitud, mis limitaciones y mi egoísmo. Me gana la falta de ti, papá. No me consuela saberte en otro plano, aunque sea mágico, perfecto y lleno de paz. No, no, no, ¡no me consuela! ¿Cuál era la maldita prisa? ¡Qué le costaba a la Vida dejarte conmigo unos años más? Estaba disfrutándote en tu mejor época. Te gozaba tanto, tanto, tanto.

    Que la Vida tiene sus ciclos y hay que respetarlos… ¡Pues yo también y no le importó! En este momento reconozco mi vileza y con ella el hecho de que si la Vida, la Muerte, Dios mismo o quien quiera que se atribuya el poder de haberte hecho partir se me apareciera enfrente, le arrancaría los ojos con mis propios dedos… No acabo de escribir esto y tengo el impulso de borrarlo. Dije sin disimulos. Es crudo, hasta cobarde, pero tal cual lo he sentido varias veces durante estos días y, lo acabo de volver a sentir: les arrancaría los ojos, hundiría mis dedos hasta topar con el vacío de sus cuencas y los estrujaría en mis puños cerrados. No me lo voy a quedar, no veo cómo transitar por este duelo si no reconozco todo lo que me provoca. El compromiso que lleva lo que te escribo, papá, es el de ser sincera, no el de decir lo que se espera de mí.

    ¿Por qué llevarte cuando eras más animoso, amoroso y perfecto que muchos otros más jóvenes o más viejos que tú? Por qué cuando habías alcanzado el esplendor del hombre-niño, cuando te habías vuelto transparente y, a pesar de que el viejo papá quería encubrirte, se te escapaban la sensibilidad, la risa, la alegría o la tristeza a compartir con nosotros.

    Eras un hombre entero. Los setenta años se te veían, pero tu paso era firme, tu mente más clara, tus silencios compasivos, tu palabra más juiciosa, más sabia. Todas tus maneras más juguetonas, de sonrisas y lágrimas fáciles. Eras sin recelos tu mejor versión.

    Te quería más tiempo conmigo, merecíamos más tiempo, necesitaba más de ti todavía. Que si estoy rodeada de amor de la gente que nos apoya y nos cuida. Que si eres un ángel que me protege y estás conmigo en cada instante… una parte de mí lo reconoce, pero lo digo clara y explícitamente: NO me consuela, NO te devuelve.

    Renuevo fracciones de fe, de la nobleza de mis sentimientos en los momentos de calma, en los que a pesar de tu ausencia tan reciente he podido reír o he vuelto a sentirme agradecida por algo, pero ese animal agraviado que se asila en mí vuelve a rugir, su desconsuelo eclipsa los destellos de paz y a veces los oscurece con sombras de culpa cuando una sonrisa quiere asomar.

    Sólo experimento verdadera energía y voluntad para renegar de la realidad, para rebelarme. Lo demás lo vengo haciendo en alientos de inercia, empujada y socorrida por el amor de los que quiero y me quieren; por la consciencia de que existen los que sufren más que yo.

    De repente me vienen intentos de entusiasmo, momentos en los que se me confunde la sensación, en los que mi mente inventa que andas ocupado por ahí, haciendo tus cosas, que te veré luego, pero pasan los días y la realidad se impone.

    Desde que te fuiste, los ratos que tengo cabeza, hurgo en tus cosas, registro tus archivos, sigo tus instrucciones, me como con la mirada cada papel que contiene tu letra precisa, larga, inclinada, estampada con el ímpetu de tus pensamientos, de tus sentires, de tus pendientes. Acaricio tus cosas, simulo que las toco como tú las tocabas. Siento que obedezco y cumplo tus encargos, pero también que te invado, que te usurpo. Te extraño de una manera que simplemente no alcanzo a expresar. Mamá está inconsolable, ya te habrás dado cuenta.

    6 de enero, 2012

    Ya fui y ya vine, hago, digo, pienso, como, leo, duermo, lloro, me desespero, encuentro un poco de paz, sonrío, desprecio… voy y vengo y sigo atascada en lo mismo.

    Vuelvo a cuestionar a la Vida que se llevó a mi abuelo Rafael como te llevó a ti, en horas, de un día para otro, a pesar de ser todavía un hombre fuerte, entero y vital como lo eras tú. Me lo quitó cuando a mis nueve años era el amor de mis amores, mi refugio, él era mi grandioso faro, y yo, un pequeño barquito que, al acercársele, se sabía protegido en puerto seguro. Y todavía tuvo el detalle de avisarme en sueños que me dejaría sin él. Algunos dicen que eso es un don, no me lo parece.

    Tardé muchos años, tantos y más de los que tenía cuando me quedé sin mi abuelo para reponerme de su ausencia, para lograr recordarlo sin evocar desolación y luego pesadumbre, para superar la pena renunciando a saber por qué si había tanta gente dispensable en mi entorno, ¡en el mundo!, se tuvieron que llevar a alguien tan imprescindible para mí.

    Esa mañana del 24 de diciembre de 1980 estaba sentada en las escaleras de la entrada de la casa de Mazatlán esperando a que llegara mi abuelo, habíamos quedado en ir a ver la niñito Jesús para llevarle su regalo de Navidad. Ese día me ciñó por vez primera el frío absoluto que provoca la pérdida irremediable, experimenté el paso de la muerte rozando mi cuerpo, entrando a mi casa, allanando mi existencia. Sentada en las escaleras, te vi papá, saliste a recibir a alguien que yo no conocía, te pusiste pálido, turbado me pasaste por un lado, ordenándome que no me moviera de ahí. Buscabas a mamá. No te obedecí, te iba siguiendo sin que lo notaras. La encontraste en su cuarto y se encerraron. De lejos alcancé a escuchar los gritos, los lamentos de mi madre.

    Después todo fue confusión, llantos y ropas negras. Durante el día no me llevaron a la funeraria. Me concentré en no soltar a mi hermano Memo. Mónica de dos años y Diego de meses, eran unos bebés, pensé que no se darían cuenta de nada. A Memo, que ya tenía siete años, lo mantuve junto a mí todo el tiempo, estaba asustado y no quería que se diera cuenta de lo que descubrí en la noche: no volveríamos a ver al abuelo y Santa no existía, ya ninguno de los dos existían. Entre el desconcierto de los adultos olvidaron esconder parte de los juguetes que quedaron a medio envolver en el cuarto de ustedes, creo que mamá estaba en eso cuando le diste la noticia. Al día siguiente me llevaron a la funeraria. La realidad me apaleó de lleno llevándose con ella la magia en la que podía creer una niña de nueve años.

    Con las implacables marchas del tiempo, la tristeza se me cansó y terminó por ser arrollada al paso de otras experiencias, por la avalancha de emociones que llegaron colmadas de energía para sacarme de la niñez y aventarme a la adolescencia. Después volví a encontrar a mi abuelo, no como el hombre altísimo y fuerte que me hacía invencible si me cargaba y yo me pescaba de su cuello, ya no con esa sonrisa que alumbraba todo mi mundo. Él se las ingenió para seguir siendo mi guardián, lo encontré siglos después en la segunda piel de mi espalda, se transformó en una coraza que me ha socorrido amortiguando los embates y embestidas que me han tocado.

    Hoy, treinta y dos años más tarde, he de serte sincera, no me duele su ausencia como antes, pero tampoco resuelvo el apremio que la Vida tuvo para dejarme tan pronto sin él, cuando era el contrafuerte más importante en mi vida. No resuelvo por qué llevárselo de esa forma tan abrupta que arrasó con el candor y la simplicidad de mi infancia, además en esa fecha que para los dos era tan especial.

    Cuestiono a la Vida que en muchos sentidos se llevó a mi hermano Diego, de un día para otro, a pesar de tener sólo catorce años. Que lo arrebató de su increíble vitalidad que a todos dejaba exhaustos, para sentenciar que el curso de su destino sería de inenarrables limitaciones físicas, de postración en cama.

    Y todavía tuvo el cinismo de avisarme con atormentados presentimientos que algo así ocurriría. Supe incluso el día en el que iba a suceder la desgracia, lo presentí con todo el poder de mi intuición, sin lograr descifrar exactamente de qué se trataba. Sería alguien de la familia, sería algo terrible y nada podía hacer para evitarlo. Muchos insisten en que tener este tipo de premoniciones es un don, entenderían que no hay regalo cuando sientes y ves venir, durante cuarenta días, como se aproxima una enorme adversidad que amenaza lo que más quieres, sin tener posibilidad de remediarla, ni siquiera de mitigarla un poco, hasta que finalmente ocurre, dejándote doblemente abatida, completamente anulada.

    He tardado muchos años en encontrarle sentido a esta pugna entre el cuerpo y el espíritu, en incursionar los laberintos que implica asumir mi parte en la misión de Diego, en doblegarme para aceptar el quebranto de casi todo lo que se entiende como bueno, deseable o mínimo indispensable para mantener una existencia decorosa. En aceptar el acto de contrición: postrarme para reconocer que sólo declinando ser la hermana mayor de ese mi hermano el más pequeño, sólo dejando de lado mi afanoso instinto de recuperarlo de su invalidez para centrarme en la parte espiritual, sólo aceptando sin reticencias el viacrucis de mis padres respecto a su hijo impedido en prácticamente todos los aspectos, puedo recibir a mi hermano El Mayor, al Maestro, ése que desde su incapacidad física es mucho más diestro que yo y que todas las personas que conozco para comprender el curso de las cosas, para mantenerse en paz, en armonía y no dejar de sonreír mientras nos da el ejemplo.

    ¿Que si lo he superado después de tantos años? Por supuesto que no. He aprendido a vivir con esto, agarrándome de lo que enseña, de lo que me hace mejor persona o de lo que me orilla a seguir el modelo de templanza que es Diego. Superarlo, creo que jamás.

    Releo lo que acabo de escribir sobre Diego. Aparentemente al cuestionar a la Vida, ella responde algunos de los ¿para qué?. Aparentemente así es.

    Y quizá si mi abuelo Rafael no hubiera muerto cuando era el hombre al que más admiraba y más amaba, a la larga me habría decepcionado de él porque a mis nueve años no conocía sus defectos ni flaquezas, a esa edad no me había defraudado o herido una sola vez.

    Y quizá si mi hermano Diego no se hubiera convertido en ese ser de Luz atorado en la tierra, mi familia no sería ni la mitad de amorosa, de sólida y estupenda que hoy es; y quizá, tú, papá, no habrías logrado nunca domar tus debilidades ni vencerte de la forma tan majestuosa en que lo hiciste.

    No quiero convertirme en una ciega mal agradecida, no lo he sido, pero que la Vida entienda que hablo de hubieras y de quizás. Que la Vida reconozca que he tratado, que me pliego intentado comprenderla, para ajustarme, para aprender, pero que en muchas ocasiones simplemente NO me es fácil. Hoy me parece que a Ella no le importa entenderme a mí. Puede ser que no tenga por qué molestarse en hacerlo, puede ser que ésa no sea su tarea sino la mía, con la misma me vale madre, necesito cuestionarla y por primera vez le voy a discutir sin excepción todo lo que estimo reprochable.

    Más aún cuando desde finales de octubre, después de estar contigo, papá, al decirnos adiós, nos vemos mañana, sentía en mi corazón que algo se apretaba, el desasosiego me atizaba y se me hacía un nudo en la garganta, como si cada vez te despidiera para un viaje muy largo. No quise darle forma ni quise atender, sólo le decía a la Vida que por piedad me diera la oportunidad de gozarte, de seguir viviendo ese proceso maravilloso en el que mientras envejecías te tornabas más entrañable. No le pedí eternidades ni milagros, sólo unos pocos años más. ¿A quién le hacía daño con eso? ¿Qué tanto podía echarle a perder sus planes y sus implacables ciclos? ¡¿Qué le quitaba si me lo concedía?!

    Creí que me estaba escuchando, aposté por Ella, confié en Ella porque se lo pedí con toda la fe, con toda la fuerza de la que era capaz. Pero no sirvió, la Vida decidió que se acababa y te llevaron sólo un mes después, de un tajo te arrancaron de mí, de mi madre, de mis hermanos, de nuestra existencia.

    Es una impotencia brutal. Pero me explican que es la Ley de la Vida. Pues le deseo a la Vida que haya tenido un padre y que se lo hayan quitado como a mí para que puesta en los zapatos de alguien que vive lo que yo, o cosas peores, verifique la pertinencia de sus pinches leyes. Por mí, bien puede la Vida agarrar todas sus malditas reglas e irse cargando con ellas mucho al demonio.

    Pero me dicen que era la Voluntad de Dios. No puede ser. Quiero negarme a aceptar que Dios sea tan absurdamente intransigente, y si lo es, entonces que se asome a mi corazón, que vea con sus propios ojos, con los mismos que le arrancaría, el reproche que no le puedo hacer con simples palabras, porque no existen las que expresen la inmensa decepción que tendría de Él.

    ¿Que eso era lo que tenía que pasar? ¡Según quién! ¡Para qué! para que crezcas espiritualmente…, pues que poquísimo talento no encontrar otra forma de enseñar crecimiento espiritual, que poca madre que lo hagan de esa manera.

    Nada me da el más mínimo pretexto, un motivo que me ayude a comprender tu pérdida, nada. ¿Cómo me lo explico? ¿Cómo renuevo todo lo que ya no tengo? ¿Cómo te recupero? ¿Cómo, con qué me consuelo?

    Dicen que al que toca, se le abre; a quien llama se le responde; al que pide se le concede… Pues toqué, llamé, pedí y fui completamente ignorada. ¿Cómo carajos recupero la esperanza?

    Qué le costaba a la Vida permitirme verte partir como a mi abuela China, le pedí que me concediera eso, se lo rogué como sólo he implorado por la recuperación de Diego.

    Mi China se fue el día que ella quiso, justo cuando sus setenta y seis años en verdad le pesaban en el cuerpo y en el alma, cuando de alguna parte le venía el conocimiento de que su viaje había terminado y ella lo admitía así. Nos dijo que había tenido una vida plena, que ya no tenía ganas de seguir. La forma, tiempo y proceso de su partida me dejo el infinito consuelo de sentir que se fue sin dejar nada inconcluso, la certeza de que surcó con suavidad su cuerpo porque ya sólo la contenía levemente. Se fue sin sufrimientos, en un trance pacífico de pocos días que le dio la oportunidad de despedirse y a nosotros, de despedirla en paz, en su casa, en su cama. Claro que la lloré, por supuesto que me dolió desprenderme de ella, pero una partida así se puede encarar con aceptación, con dignidad, con comprensión del término de un ciclo, eso no tiene nada que ver con la brutalidad de lo que pasó contigo.

    Respecto a la muerte de mi abuelo Rafael y la tuya, no hay consuelo que quepa ni credo que explique. Tengo la convicción de que a mi abuelo y a ti, papá les faltaron años por vivir, montón de cosas por hacer y concluir. Ambos tenían proyectos y ganas de continuar, ambos nos eran en muchos sentidos necesarios, hasta indispensables. Eran plenos en energía, en voluntad, estaban comprometidos en sus búsquedas, inmersos en esta marcha que recorríamos juntos apoyándonos, enseñándonos, amándonos. Creo que ambos habrían pedido más tiempo. Me inquieta pensar que se los llevaron, arrancándolos de aquí, porque de otro modo, simplemente no se hubieran ido.

    Papá, son tantos los espacios vacíos, en lo sentimental, en lo físico, en lo cotidiano, en lo urgente, en lo trivial, en lo trascendental. Dicen que nadie es imprescindible, puede que tengan razón, nomás que no veo cómo, o quién podrá llenar ni medianamente las vacantes que tú dejaste. Podremos suplir muchas de las tareas que tú hacías, de lo que te ocupabas. Podremos llegar a recuperar el sosiego, recordarte y vivir tu recuerdo sin que lo obscurezca la intensidad de este duelo que perfora mi alegría. Podremos encauzar las semanas, los meses y los años sin ti, para que se sucedan y ocurran con nuevas rutinas que nos lleven por los caminos que tenemos que andar. Pero en mi corazón, en mis cariños, en mi necesidad de tu abrazo, de tu mano recia apretando la mía, en eso, papá, eres y seguirás siendo absolutamente imprescindible. No creo que jamás la Vida, ni Dios, nadie pueda nunca responder sobre tu prematura partida.

    Pienso otra vez en Diego que ha dado durante diecisiete años ejemplo indiscutible de amor, de aceptación, de fe, y de alguna manera más precaria o inestable, pero no por ello menos substancial, todos nosotros con él. ¿Por qué entonces no concederle y concedernos un poco de alivio? La recuperación de cualquiera de sus limitaciones físicas, que tanto hemos pedido. La Vida puede darse el lujo de escoger: devolverle la vista, permitirle hablar o deglutir alimentos, concederle sostener la cabeza o la espalda para que no necesite de traqueotomía, darle oportunidad de un movimiento coordinado para que se pueda rascar si siente comezón o tallarse un ojo si le pica… en fin, se la pongo barata, ni siquiera le digo que todas, o que tres, o que cinco, ¡una sola! La Vida ni se inmuta. Ni Ella ni Dios, nadie nada responde, y han pasado diecisiete años.

    ¡Qué te digo, papá! Es probable que desde donde ahora estás, entiendas con vasta claridad los motivos de todo lo que desde mi mundana existencia repudio.

    Quiero imaginarme que las cosas son como son y no ocurren como yo quiero para que se pueda llevar a cabo la misión y aprendizaje que cada uno venimos a conseguir. Quiero pensar que hoy, porque hablo desde mi egoísmo, desde lo que a mí me gustaría que pasara, desde lo que yo ansío o creo bueno, mis reclamos no son ni los justos ni los idóneos para Diego, o para ti, que únicamente son la frívola consecuencia de mis afanes terrenales.

    Papá, debes poder comprenderme, porque no hace mucho tú también te cuestionabas lo mismo, yo lo sé. Desde este plano en donde me quedé, experiencias como las de Diego no son sencillas de tomar con ecuanimidad todo el tiempo. Hay momentos, varios, en los que el espíritu se desintegra, pues la escena consume, cansa, duele… y ahora, además hay que asumirla sin ti, sin tu empuje, sin tu fuerza, sin tu presencia.

    ¿Sabes? Al pedirle a la Vida, a Dios por Diego, pedía que no te fueran a llevar antes, deseaba que por tu entereza y entrega, te dieran el regalo de verlo mejorar en el aspecto físico. Yo conocía la impotencia que te quemaba al no poder hacer más por él; conocía tu tristeza, ésa que era provocada por la abusiva condena de presenciar el acentuado deterioro de su cuerpo porque no camina ni se mueve; de lo agotador que a veces resulta proveerle lo que necesita para asegurarle un mínimo de bienestar, y tratar de protegerlo hasta donde alcanza la mano; de la ansiedad que desgarra, porque al final, cualquier intento queda corto.

    Quizás ahora tú ya no te preocupas por esto, porque desde donde estás comprendes lo que no entiendo, y sólo soy yo la que anda rumiando sus frustraciones disfrazadas de peticiones para otros. Quizás es que estoy tan herida, que la única verdadera desgracia soy yo y mis anhelos malogrados.

    En estos días todo se me hace bolas, y ya no sé qué es lo realmente justo. De una cosa si no me queda la más mínima duda: si estuvieras aquí en carne y hueso como yo, reconocerías que ése que pedía para ti, habría sido el mejor de los regalos.

    9 de enero, 2012

    Tuve un fin de semana bastante más aceptable, me sentí muy triste, pero se me calmó la rabia, la exigencia de ventilar la herida. Me aferré a los pequeños detalles. Pretendí normalidad, me ocupé en las cosas chiquitas que se hacen cualquier fin de semana, me atreví a llenar espacios con las actividades que usualmente me estimulan la alegría. Tuve ganas de ir a pasear a los perros a la Condesa, y Moni también, eso fue muy bueno porque me hizo sentir algo ligera, me ayudó a rescatar la punta de los hilos que me jalan el gozo.

    La Lola y el Güero me han acompañado en este trance con una paciencia y amor increíbles. Los tengo medio abandonados porque desde que te fuiste me he pasado la mayor parte de tiempo en tu casa, con mamá y mis hermanos, o hecha una nulidad que sólo llora. No he tenido energía para hacer ejercicio ni para sacarlos a pasear por las mañanas, esperan ansiosos a que regrese y me reciben como si no me hubieran visto en meses, brincándome encima, moviendo sus colas con un entusiasmo frenético que quién sabe de dónde me rescata la sonrisa. Lloriqueo todas las noches y ahora peor desde que te escribo, el Güero y la Lola no se me despegan, buscan cómo acercarse mucho para recostar sus caritas en mis piernas mientras tecleo y lloro, mientras lloro y tecleo.

    Cuando el llanto es muy intenso y se escuchan mis gemidos, ellos se me recargan con más fuerza, con sus hocicos tratan de empujarme las manos que me cubren la cara. No sé por qué cuando el llorar se me convierte en esa ofuscación, no puedo poner las manos en otro lado. Al tiempo que logro calmarme, observo sus miradas compasivas y recobro trozos de gratitud. Amo a los perros por su inocencia y sobre todo por su inigualable capacidad de vivir el momento, capacidad que hoy admiro aún más, pues a mí el aquí y el ahora se me enredan con el pasado lejano, se me envenenan con el pasado inmediato y se me apesadumbran con un futuro falto de ti.

    La Lorenza hace lo mismo con mamá. No se le despega. Esa perrita del tamaño de un conejo pequeño, le da a mamá más consuelo y compañía que una multitud. Y tú que no querías otro perro en la casa. ¿Ves? La Lorenza todavía te busca, papá. Sube a tu despacho y se queda mirando paradita en la puerta. No te encuentra. Baja despacio las escaleras y se va a su cama. También la contraría tu ausencia.

    El Tomás, tu perro, que en realidad siempre ha sido más el otro perro de Moni, ha estado triste. Primero se le fue su papá y compañero, el Sr. Mateo, y ahora tú. Se emociona mucho cuando ve a Moni, pero Moni escurre tristeza igual que los demás, y los perros son esponjitas que absorben sin filtros lo que emana de nosotros. Pobres de nuestros perros.

    Moni me compartió hace meses la frase maravillosa de una mujer que, como nosotras, conoce de la bendición de amar y ser amada por un perro, era algo así como: Mi meta es acercarme a ser la persona que mi perro cree que soy, qué bueno que la Lola y el Güero no pueden leer lo que te he escrito.

    ¿Te acuerdas que a veces me decías perrita? Te reías de mí porque lo hacías para reprenderme cuando me ponía rabiosa, pero al mismo tiempo sabías que me encantaba, yo sólo te respondía sacándote la lengua o con una sonrisa. Sabías que para mí no había piropo mejor, que para mí no hay seres más nobles, leales y amorosos que los perros; ellos, con cuatro meneos de cola, con una de sus miradas tiernas, dicen y hacen más que cualquier humano enfrascado en sus inacabables intentos.

    Y que todas las bendiciones le sean concedidas a mi marido, porque a él también le he dicho lo que siento, así como a ti, con toda la degradación con la que lo experimento; a él también lo traigo medio abandonado; él ya ha sido el blanco en donde se descarga mi coraje, pero sigue dándome su amor, abrazándome fuerte para contenerme, para resarcirme, estoico respeta el regadero de mierda que ando haciendo. Tiene en parte alma de perro, es una de las razones por las que lo amo y admiro tanto.

    Ni sábado ni domingo quise escribirte, pues para hacerlo debo estar brutalmente dispuesta a dejarme llevar a donde tenga que ir y eso es en muchos sentidos demoledor. No es lo mismo limitarse a pensar en las miserias de uno, que decidirse a sacarlas de la niebla de la inmaterialidad y dar el paso de proporcionarles cuerpo, hacerlas tangibles y cederles un espacio concreto, eso obliga a tocarlas, a experimentar la indigencia que escondemos.

    Fue más fácil distraerme porque la señora Martha está con mamá desde el jueves pasado. Se acompañan muy bien, ha sido un consuelo que pudieran pasar unos días juntas, nadie como ella para comprender a mamá en estos momentos. No cabe duda que no se puede entender bien, más que lo vivido. Son amigas desde hace tanto tiempo, Martha enviudó sólo tres años antes, prácticamente en iguales circunstancias, es la compañía idónea.

    El jueves pasado, justo a un mes de tu partida, mamá se contuvo por horas, la verdad estaba inconsolable pero se empeñó en aparentar tranquilidad. En la tarde reventó, la alentamos a que diera rienda suelta a todo lo que ya se le desbordaba, finalmente lo hizo. Nos pidió a Moni y a mí que fuéramos a recoger a Martha porque ella no podía más, se quedó en casa, necesitaba espacio en soledad para desahogarse.

    Al regresar, Martha y ella estuvieron en tu cuarto hablando. Moni y yo las dejamos solas. Tardaron bastante, cuando salieron, ambas tenían los ojos rojos, hinchados, pero una sonrisa anunciando paz les adornaba las caras. Les servimos la comida china que compramos para que cenaran rico, Martha sacó de su maleta una botella de tinto, fue como cuando Mary Poppins hace magia con las cosas que carga en su bolsa. Ahí estaban las dos compartiendo, recordándote a ti y al señor Antonio, brindando por sus prietos.

    Agradecí al verlas acompañarse de esa forma. Cuando nos dimos cuenta, les quedaba en la botella solamente para media copa. Bromeamos, les advertimos que lo último que nos faltaba era lidiar con un par de borrachas, así que las encargamos con Diego y su enfermera bajo la prohibición expresa de ni una copa más. Quisieron seguirse con tu cava, papá, pero no las dejamos. Me fui tranquila a mi casa.

    Se la han pasado muy bien, han llorado, reído, se han consolado; se instalan con tequila y cacahuates o café y galletas, no les para la boca. Ya las llevamos de paseo, a comer, a que se oreen; ellas también han organizado sus vueltas, hasta se metieron a las baratas de una tienda, regresaron carcajeándose, no sé cuánto escándalo armaron primero porque mi mamá se la pasaba buscando a gritos a Martha como si fuera una niña extraviada –por chaparrita se le perdía de vista detrás de cada mueble con ropa–; y luego, para que les respetaran los precios más bajos en unas blusas. Hasta amenazaron con ir a la Procuraduría Federal del Consumidor. ¡Imagínate! Cuando me contaron sus peripecias en la tienda, literalmente lagrimeaban de la risa.

    Hoy regresa Martha con su hermana. Pasado mañana llega Lupita, de Mazatlán, viene a visitar a mamá unos días. Hoy me quedo a dormir con mamá, tu casa, tu cama son todavía sitios enormemente vacíos para que mamá los asuma sola. Ella que es una guerrera, que tiene una valentía con la que me ha pasmado en muchas ocasiones, aún requiere compañía para enfrentar tu ausencia. Y yo también.

    10 de enero, 2012

    Mamá y yo amanecimos de atar. No acabamos de desayunar cuando ya estábamos llorando. ¡Cuántos destrozos!

    Me siento agotada, en momentos hasta me mareo, si no fuera porque en noviembre me hice chequeo completo y los resultados indicaron que estoy bien, le hablaba al doctor. Me cuesta mucho trabajo concentrarme, leo y no entiendo, oigo, pero no escucho, no hallo mi lugar.

    Me hablan clientes para retomar los casos y asuntos diferidos por la vacación, por el duelo, los atiendo como de lejos, apuro a medio sacar lo que me pintan inaplazable. Reviso nuestra lista de pendientes, los tuyos y los míos. De los que tengo enumerados, alcanzo a completar uno y medio.

    Mamá está confundida, no entiende cómo puede uno tener un dolor tan grande como el de tu muerte, estar desolada y de repente experimentar los lapsos de risas hilarantes que tuvo con Martha ayer. Se siente culpable. ¡Son tantas las cosas que no tienen sentido!

    No se está bien si la tristeza invade de lleno; no se está bien si hay momentos de alegría; no se está bien si el dolor se vuelve letargo; no se está bien sin ti, todo se torna un cuestionamiento y no se encuentra el sentido ni de una simple sonrisa.

    La muerte es algo tan definitorio, por lo menos en este plano, que ni la fe se escapa de sus sacudidas. El quiebre es demasiado profundo. Todo lo escinde: lo material, lo etéreo, lo bueno, lo malo, lo soportable, lo insufrible, lo frívolo, lo prioritario. Experimento todo fracturado, encuentro veinte razones para agradecer y sigo con veinte para maldecir. Encuentro paz y a la vuelta de la esquina, la tristeza me desploma. Te hallo en mis recuerdos, en mi alma que resuena con la tuya, y te pierdo en mis necesidades, en los espacios hoy deshabitados por ti: los esculco desesperada, los escarbo pero no estás, no por lo menos en la forma en la que todavía siento que te requiero.

    Encuentro un refugio porque los demás que importan están y toman parte en los destrozos: Memo, Mónica, mamá, Alfredo, Gugui, Emma, Israel, Rosa, mis adoradas amigas. Porque Diego, con su paz y ejemplo de serenidad, ilumina las partes más oscuras. Porque de aquellos de los que se podía esperar apoyo y presencia han dado su cariño sin escatimar. Porque de otros, a quienes incluso tú no hubieras pedido asistencia, se han ofrecido, y algunos se convirtieron en apoyos diarios e invaluables, como es el caso de tu hermano Raúl, a quien no comprendiste, quien no te comprendió y que sin embargo, vuelve a dar testimonio de auténtica devoción incondicional, de amor a ti y a los tuyos como poca gente lo ha dado. Aquí ya no lo lograron, pero desde donde estés te pido que te le acerques, que lo bendigas y lo protejas como él lo hace con nosotros. Percibo a Mónica, a Memo y a Diego más enteros y valerosos que yo. ¡Me siento tan orgullosa de ellos! Seguro que tú también.

    Como la hermana mayor, la que cumplió con los requisitos de lo que supuestamente se debe hacer, me han comprado –y también yo me vendí– como la más capaz, la preparada para asumir lo que fuera. Hace mucho tiempo que me convencí de que no es así. Al darle su lugar a mis debilidades y reconocer las fortalezas de mis hermanos, he aprendido que con ellos los engranajes encajan, andan y funcionan, sin ellos sólo genero movimientos bruscos, marchas forzadas.

    Tú y yo siempre nos recargamos más el uno con el otro. Sería porque cuando pequeñita me representabas un reto, el héroe, una meta por alcanzar; o porque de un modo paradójico siempre comprendí una parte de tus contradicciones; o por mi manía de conciliar y manipularlo todo; o por todas las anteriores. No sé bien, pero invariablemente imperó esa conexión extraña que nos hacía entendernos, confrontarnos, desgreñarnos y fundirnos en un fuerte abrazo.

    Con los años me di cuenta que aunque no estuviera de acuerdo contigo, aunque nos desafiáramos, te amara o te maldijera, yo había sido hecha de piedra de tu cantera, estaba cincelada por tu mano, esculpida de una manera en la que el resultado dio que fuéramos a un mismo tiempo tan iguales como diferentes, pero irremediablemente adyacentes el uno del otro, nuestros extremos siempre se tocaron. Algo de mí, hasta en tus peores episodios te acogía, te buscaba una defensa, necesitaba pedirte y ofrecerte abrigo. Por esta alianza peculiar, tú más que nadie te creíste el cuento de que yo era la indicada para desatorar cualquier cosa, para resolver y conducir lo que hiciera falta. Ya habrás notado que más bien nos apapachábamos el ego porque éramos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1