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Me piden una receta de cocina y otros cuentos
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Me piden una receta de cocina y otros cuentos
Libro electrónico189 páginas2 horas

Me piden una receta de cocina y otros cuentos

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Información de este libro electrónico

«Fuimos hijos de la última generación que aceptó órdenes y hoy, somos los primeros padres que no las podemos dar.»

Con humor y melancolía, el autor lo invita a divertirse, emocionarse y pensar sobre el universo que lo rodea.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2020
ISBN9788418104770
Me piden una receta de cocina y otros cuentos
Autor

Claudio Montoro

Claudio Montoro Heguerte nació en 1961 en Montevideo (Uruguay), ciudad donde reside, trabaja y escribe. Es abogado y notario. Jorge Luis Borges y el fútbol son sus pasiones contradictorias que conviven en armonía en su mundo interior.

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    Me piden una receta de cocina y otros cuentos - Claudio Montoro

    Me piden una receta de cocina

    Claudio Montoro

    Me piden una receta de cocina

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418104336

    ISBN eBook: 9788418104770

    © del texto:

    Claudio Montoro

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Si mi Panchita se fuera con otro, la seguiría por tierra o por mar. Si por mar, en un buque de guerra, si por tierra, en un tren militar. Estas líneas son una prueba de ello».

    Claudio Montoro

    Prólogo

    Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Acto continuo, censuró la prologomanía de la que hizo mofa en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios. Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago.

    Jorge Luis Borges

    ,

    Obras completas, tomo 1, p. 925

    «Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw».

    Jorge Luis Borges

    ,

    Obras completas, tomo 2, p. 429

    Fuego en su mirada

    ¹

    Anselmo tenía dos ojos. Uno era de vidrio. Más indecoroso que esta ausencia o presencia, según sea la mirada, eran las circunstancias en las que se había causado el infortunio. Miraba por la cerradura al interior del baño de mujeres del club donde se disputaba el torneo de bridge de la Asociación de Protección del Animal Desamparado cuando la puerta del baño que inopinadamente abría para afuera, empujada por la señora de Sotomayor, lo embistió o, mejor dicho, el pestillo de bronce de la puerta impactó su ojo derecho con consecuencias irreparables.

    Es cierto que su conducta no era apropiada, pero el castigo involuntario excedía cualquier idea de proporcionalidad. La señora de Sotomayor debe haber participado de este criterio, porque, sorprendida con el resultado de su acción, mudaba sin pausa entre la asistencia y el reproche. En un gesto que tenía más de curiosidad que de ayuda y del que se arrepentiría de por vida, llegó a retirar la mano que cubría la zona afectada para encontrar un rostro con un cuenco vacío que nunca olvidaría.

    Disminuido sin remedio, Anselmo no entendió o no quiso entender que era falaz razonar que para siempre vería la mitad de las cosas. Este sería el origen de la desventura que viene a narrarse.

    Todas las noches antes de acostarse, retiraba el ojo de vidrio que usurpaba el lugar de su ojo derecho y lo depositaba en un vaso de agua apoyado en su mesa de luz como única compañía y donde reposaba hasta la mañana siguiente. Acostado, cerraba sus párpados y sentía que recuperaba la visión de todas las cosas y soñaba desaforadamente aquello que en la vigilia solo podía ver por la mitad y a escondidas.

    Una noche de verano, los sueños se encontraron con la humedad y el calor en su habitación. Anselmo soñó con un edificio en llamas, selvas y pantanos, caballos sudados, el infierno de Dante en la edición Austral, un camello en el desierto, dunas de arena y arena, Steve McQueen y otras imágenes que no pudo recordar cuando, sobresaltado, transpirado, se encontró despierto, sentado en la cama con la necesidad impostergable de calmar su sed. Solo tenía conciencia de su sed y su angustia. Desesperado, sospechó agua en la penumbra y no dudó. El trago que vació el vaso fue rápido.

    Anselmo entendió los hechos a la mañana siguiente. El ojo de vidrio había reingresado a su cuerpo, pero ahora invadiendo otras partes. En un principio, y me refiero a la ingesta, no había sentido nada en especial, de hecho, había vuelto a dormir sin experimentar molestia ni cambio alguno y sin volver a soñar.

    Pero la conciencia del mal es peor que el mal o su inicio. A media mañana, comenzó a sentir un cosquilleo en el abdomen que para el mediodía ya era una punzada que se desplazaba por su interior: el ojo espiando en el laberinto de sus entrañas. Se imaginó observado por todos los habitantes del mundo. Pensó si no debía consultar a un médico.

    En la tarde, la urgencia había ocupado todos sus rincones. No podía pensar ni sentir otra cosa. Ríos turbulentos. Un latigazo intestinal le recordaba cada pocos minutos la intrusión inaceptable. Puertas sin aceitar chillaban en su vientre, ranas croando en noches de verano y hasta un gato y un ratón se perseguían entre sus vericuetos. Su interior era un universo sonoro que se expandía y contraía. Su cuerpo se indignaba y elevaba su queja, vociferando en la plaza frente a un monarca viejo, cansado y ajeno.

    Cerca del final de la tarde no soportó más. Salió de su trabajo y caminó sin rumbo ni itinerario. Deambuló por las calles que parecían disgustar menos a sus intestinos. La ciudad pasaba sin detenerse frente a su ojo con lentes oscuros, hasta que, en una puerta de un barrio en sombras, leyó una chapa metálica: «CASIMIRO LAVISTA. MÉDICO GASTROENTERÓLOGO».

    El médico era un viejo de arrugas con la cara borrada, pelo gris, escaso y peinado para atrás. Lo envolvía una túnica blanca con sus letras en azul en el bolsillo a la altura del corazón. Lo hizo acostar semidesnudo en la camilla. Las manchas de piel de las manos del doctor lo recorrían sin explicación ni diagnóstico. Las preguntas no eran muchas, pero las respuestas no permitían avances significativos. Anselmo no había comido nada especial, no recordaba ningún hecho importante, no sufría de problemas estomacales, no tenía antecedentes familiares, había ido al baño con normalidad, nada de su historial aportaba datos para esclarecer su dolencia.

    Sin embargo, nada parecía estar en su lugar. El Dr. Lavista apostó a una última comprobación. Le pidió al paciente que se quitara el calzoncillo y se parara con las piernas abiertas sobre el banco que estaba al lado de la camilla. Anselmo obedeció como un escolar dócil y expeditivo.

    La cara borrada se aproximó a las nalgas, como quien se mira a un espejo. Luego de hurgar algunos segundos, Anselmo sintió un grito de espanto y, al girar, vio al doctor con la cara transfigurada en espanto y pensó lo peor.

    —Doctor, ¿nunca ha visto un culo?

    —Miles y miles, don Anselmo, pero es la primera vez que un culo me mira a mí.


    1 Sobre un cuento popular.

    Qué he hecho de mi vida

    Qué he hecho

    Augusto Robles mira el cuadro sin poder apartar la mirada. Detrás de la vidriera, desde el óleo, la mujer retratada también lo mira y él se emociona como la primera vez. «No puede existir más belleza —se congratula Augusto— que ese rostro», ni más emoción, pienso yo, que la de ese hombre detenido por el azar en esa calle peatonal, frente a la galería de arte, donde al fin la ha reencontrado.

    Desde el atril, llena de vida, Magela vende la misma luz que alguna vez Augusto había comprado con lágrimas. La imagen en el vidrio aparece y desaparece por las sombras provocadas por los transeúntes a sus espaldas. Y en esos mínimos intervalos, la vidriera es espejo de la tristeza de su rostro, que casi enseguida y en sucesión, se ilumina y apaga en la contemplación.

    ¿Cómo describir lo que ve Augusto Robles? Ese cuadro recupera la imperfección de su rostro en trazos breves, discontinuos, que descubren la sonrisa mágica, la dulzura sin fin de sus ojos color miel, sus rasgos afilados. Las orejas pequeñas —quizás demasiado— no son fieles al original y se descubren apenas visibles detrás del pelo descuidado que cae sobre sus hombros. Es el conjunto y no sus partes los que consuma la fijación hipnótica que cualquier ser sensible, piensa, experimentaría bajo el influjo irresistible de esa mujer.

    En alguna tarde hace mucho tiempo, Magela había posado entre risas y descuidos y el pintor se había enamorado y por única vez había tocado su esencia. La volvía a encontrar en una vidriera, expuesta sin piedad a esta gente apurada que no atiende su belleza. Y ahora están solos, corroídos por el tiempo, pero solos de nuevo. Debe recuperar ese cuadro, porque él es el pintor y Magela era su amor.

    De

    Magela sabe el final de todas las cosas porque en su mirada están, sin confundirse, todos los lugares del universo.

    Aquella vez, él la había querido pintar de cuerpo entero, a medio vestir, con las sandalias de cuero rústico en las manos. Ella se quería ir. Se aburría. Reía, cantaba, conversaba. Imposible detenerla, pedirle que permaneciera quieta. Amenazaba con su partida. Cautivado con ese rostro, Augusto dibujaba trazos apurados en líneas básicas. Y antes que nada y para siempre, fijó la mirada que hoy lo mira. El tiempo no ha pasado, vuelven a estar juntos, otra vez en la habitación el ruido del mar y el sol que la envuelve con luminosidad única.

    Apenas reconocible, como un rezo, lo siento murmurar, sin voluntad ni conciencia de hacerlo:

    —Magela, Magela María, Magela María Ruiz, Magela, querida, Magela perdida para siempre, soy yo, Robles. Magela, ¿dónde estás?, te estoy esperando, no puedo vivir sin ti.

    El cuadro le pertenece. El usurpador debe devolverlo. ¿Cuánto pide el mercenario? Todo tiene precio. Pero el cuadro de Magela, en el centro de la exposición al público, el único iluminado con luz cenital entre paisajes marinos, formas irreconocibles y una orquesta de hombres sin rostro en blanco y negro, es el único que no tiene precio.

    Mi vida

    No tiene dinero. Está cansado y no sabe lo que va a decir cuando ingresa con paso lento a la galería, entre figuras en mármol de mitología griega que le parecen más aburridas que nunca. Una mujer muy joven, apenas adolescente, lo atiende con una sonrisa de compromiso. Augusto no tiene aspecto de comprador de cuadros caros. Y nadie sabe que viene a llevarse lo que le pertenece. ¿Cómo explicarle a esta niña que lo han robado, que ellos tienen la única cosa que lo justifica como persona y como artista?

    Titubea, sus palabras son inaudibles, pero cuando la cara de la empleada se pliega en un ademán de incomprensión, aclara su voz y casi gritando dice que quiere comprar el cuadro de la mujer que guía al mundo.

    La vendedora sonríe compasiva. Contesta que ese cuadro de Robles no está a la venta. Augusto se sorprende e insiste. Levanta la voz. Todo tiene precio. ¿Cuánto vale? La empleada abandona su aire condescendiente y repite en tono profesional que esa obra no está a la venta. Augusto no se doblega y, desaforado, perentorio, dice que se llevará el cuadro por las buenas o por las malas. La empleada es ahora una niña asustada que no sabe qué hacer. Augusto Robles gira y se dirige al frente del local para cumplir su amenaza y ella, en un acto reflejo, se interpone. Augusto la embiste y los cuerpos se abalanzan sobre otros cuerpos de mármol blanco, un pastor y una oveja que derriban la cristalería que adorna una mesa de caoba y después otras esculturas de yeso blanco que se despedazan. La niña grita y su alarido se suma al estruendo. Un escándalo. Pero a Augusto Robles no le importa. Vidrios, una figura descabezada, objetos sin dignidad tapizan el piso.

    Del fondo del salón, convocado por el incidente, emerge un hombre mayor, canoso, que mira por encima de los lentes, menos enojado que sorprendido interroga moviendo su cabeza, queriendo respuestas sin preguntar. Su asombro se interrumpe cuando afina la mirada y exclama:

    —¿Es usted Augusto Robles?, ¿qué hace por aquí?

    Augusto no conoce a ese hombre, pero exaltado por el reconocimiento, contesta:

    —Quiero mi cuadro. Se lo pagaré, le pintaré otro, haré lo que usted me pida. Es la única manera de recuperar a Magela. Ella me perdonará. Y si no me perdona, igual la tendré conmigo.

    El hombre se quita los lentes, con el dorso de su mano derecha despeja su vista y con palabras que parecen aprendidas con dolor contesta:

    —No puedo. Magela ya no está con nosotros. Falleció hace trece meses. Yo tampoco puedo vivir sin ella. Pero el sol tiene que volver a salir todas las mañanas. Es mi deber que ella siga mirando las cosas para que no se apaguen.

    Veo a esos hombres viejos que se abrazan llorando. Ahora los une su recuerdo y la imposibilidad de olvidarla.

    El infierno

    «En Viaje al fin de la noche le escribe a Molly, una prostituta que lo mantuvo y lo quiso en un momento en que vivían juntos en París. Allí le dice: Supongo que estarás fea y vieja, pero no importa, porque yo he guardado tanto amor que alcanza para los dos».

    María Esther Gilio y Carlos María Domínguez,

    Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti

    Buena, admirable Molly, si aún puedes leerme desde un lugar que no conozco, quiero que sepa, sin duda, que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siempre la amaré a mi modo, que puede venir aquí cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún

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