El contagio de la locura
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El contagio de la locura - Juan Mihovilovich
Rojas,
1
Fue un cinco de mayo. El juez alzó el mallete para golpear el trozo de madera, y al levantar la vista, vio que el condenado era un colibrí. Sacudió dos o tres veces la cabeza. No era posible. Cerró los ojos como si ahuyentara un pensamiento indeseable. Luego fue abriendo los párpados con lentitud. Antes de distenderlos por completo insinuó una sonrisa. Aquello había sido un lapsus, una especie de laguna mental: desaparecería como había llegado. A esa hora su cansancio era evidente: toda la mañana había lidiado con seres molestos y desagradables. Ese cansancio le había jugado una mala pasada. Pensó en la lectura de un libro por la tarde y en tomar algunas fotografías a los desnudos árboles otoñales. Abrió los ojos del todo.
–¡Dios mío! –exclamó –¡Aún está allí!–.
Era, sin duda, un colibrí, agitando sus alas enormes sobre el escritorio destinado a la defensa. Inclinaba ceremonioso el pescuezo como si intentara escuchar lo qué pretendía decirle su abogado. El juez vio que el público no se movía de las bancas y que los gendarmes que vigilaban la
entrada continuaban mirando un punto fijo en la distancia. Sus apariencias inmóviles y los músculos tensos le comprobaron que nada era anormal. Pero los asistentes comenzaron a observarlo con indisimulada ironía. Entonces sintió que una suerte de rubor incontrolable envolvía sus mejillas. Tosió, como si las palabras tardaran demasiado en salir por su garganta y dirigió de nuevo la mirada al colibrí. Intentó decirle que dejara de agitar sus alas de manera tan ruidosa. Sin embargo, las frases se negaban a salir. Carraspeó varias veces. Sintió que el rubor se transformaba en un calor insoportable. Se vio obligado a desabotonarse el cuello de la camisa y a aflojarse el nudo de la corbata. Inspiró en un acto profundo y miró los cuadros que adornaban sutilmente las paredes. La imagen de la vía láctea se desdibujaba por los suaves destellos solares que ingresaban por las ventanas entornadas. Recordó que esa fotografía de inusual colorido lo había extasiado, sintiéndose empequeñecido por la inmensidad del cosmos. Si las estrellas brillaban de ese modo, el planeta le resultaba un minúsculo resplandor extinguiéndose sin remedio en la periferia de una galaxia diminuta. En fracción de segundos vislumbró también el retrato de un monje tibetano vestido con una túnica dorada: desde el estrado le parecía que se elevaba sobre la cumbre de una montaña. Observó luego cómo en el fondo de la sala las aspas del reloj de pared giraban en sentido inverso.
–Se está oscureciendo la mañana –expresó en voz baja, temiendo ser oído–. La noche desciende hacia esta sala y su negrura amenaza con tragarnos. Eso es: nos tragará a todos –repitió, como si ahora fuera escuchado.
No obstante, reparó en que el público permanecía inmóvil y un silencio sepulcral seguía esperándolo.
–¿Qué esperan? –se preguntó–. ¿Qué hacen allí expectantes como asistiendo al final de una tragedia?
Se dijo que no era una desventura dictar una nueva condena, sino algo usual y cotidiano. En cualquier parte y quizás a esa misma hora, se cumplía un rito semejante. ¿Qué tenía de novedoso condenar a un hombre? La historia humana se había escrito con millones de sentencias sobre las cabezas de inocentes asesinos y con reiteradas absoluciones de quienes sí eran culpables. Pero, ¿culpables de qué? Solo era cuestión de perspectivas. Estaban allí por esa malsana curiosidad de solazarse con la desgracia ajena. Siempre habría que culpar a otros de los propios errores. Era imprescindible que uno de ellos fuera, de modo invariable, el objeto culpable de las obsesiones personales, de los deseos insatisfechos, de las perversiones ocultas. Todos eran criminales en potencia y, por serlo, ninguno era inocente. De alguna forma estaban allí porque el condenado era uno de ellos.
–Yo mismo –pensó el juez–. Soy yo mismo quien está siendo condenado con mi sentencia.
¿Cómo era posible que no lo advirtieran, que fueran incapaces de representarse la vida humana como una comedia trágica donde todos eran actores de primera importancia? Ninguno podía ni debía escudarse en la ignorancia.
–Ah, necios felices –razonó–. Se distraen con el mundo como si el mundo no les perteneciera. Hombres y mujeres han asistido esta mañana a ver su propia caída y ni siquiera lo han advertido. Oh sí, lo han notado, pero eluden su responsabilidad.
¿Y la de él? ¿Cuál era su responsabilidad ahora, allí, en ese mismo momento? ¿Acaso también había olvidado su procedencia? ¿Ignoraba quién era y hacia dónde se dirigía? Miró el cielo raso, las luminarias fluorescentes que dibujaban las sombras de los gendarmes creciendo con sus parpadeos. Estaba próximo a hacer descender al fin, el mallete, por largo rato suspendido en al aire. Tuvo la impresión de que la irónica mirada colectiva se posaba de manera exclusiva en ese gesto, que los ojos del mundo se habían concentrado en ese golpe irremediable. Vio miles de cabezas dispersas, cuellos cercenados, multitudes de hombres ciegos, sordos, mudos, cojos, mutilados, alzando con él ese pedazo de madera inerte. Como un aviso escuchó una vocecita viniendo de alguna parte:
–Hazlo –le decía–. Hazlo, como si fuera la primera y última vez en tu vida–.
Y al golpear el mallete sobre el estrado sintió que una especie de aleteo cubría el espacio. Levantó la vista y vio cómo el colibrí huía por una ventana entreabierta.
2
A las siete de la mañana del seis de mayo sale a trotar. Aunque decir hoy que trota lo considera una exageración. Debe prevenir sus dolores lumbares y cuidar su columna. Solo camina a paso regular seguido de sus perros: un collie y un pastor alemán. Por la noche casi no durmió. Los escasos momentos en que logró conciliar el sueño únicamente sirvieron para atormentarlo. Soñó que miles de pájaros desconocidos surcaban un cielo grisáceo y como obedeciendo a una sola voluntad se abalanzaban sobre él. Estaba desnudo y amarrado a unas estacas en una playa desierta. Cada vez que las aves descendían en picada para destrozarlo sin misericordia, pasaban rasantes y volvían a alzar el vuelo. Despertó en varias ocasiones y durmió otras tantas. El sueño se reanudaba sin alteraciones. Así que caminar ahora bajo una leve llovizna le resultaba un bálsamo. Seguía cavilando sobre la audiencia del día anterior, pero, ¿en realidad había sido fruto de su imaginación? Forzaba la voluntad para que así hubiera sido, aun a riesgo de sentir que aquella presencia volátil permanecía viva en su cabeza. En la esquina previa a la salida del pueblo ve al beodo de todas las mañanas. Tiene la sonrisa ligera y tímida de un niño reprendido. Camina con las manos cruzadas en la espalda y parece contar los pastelones de la vereda.
–Cuenta los pastelones como si enumerara los días vividos y los que le restan todavía alrededor de esa manzana infinita –piensa, mientras lo saluda con un tenue movimiento de su mano derecha como quien ejecuta un pase mágico.
Hace frío. La llovizna es dulce y continua. Mira hacia los cerros y confirma que una neblina blanca los abraza. Siempre que está frente a ese hombre se esfuerza en descifrar quién es, e invariablemente el intento se le antoja vano. Junto a una puerta mohosa y clausurada, el beodo se acuclilla esta mañana y canta algo ininteligible, en tanto golpea con una piedra la raíz de un álamo que ha roto la vereda. Luego se yergue y sigue al juez a cierta distancia. Él sabe que es seguido, pero no se devuelve ni una vez. Sabe también que el beodo espera una respuesta y él no sabe qué respuesta darle. Si se devuelve, el beodo lo interpretará como un gesto que él deberá repetir después cada mañana. El beodo cruza la calle y se queda aferrado a un poste de luz. Se baja los pantalones y defeca sin ninguna vergüenza, en tanto ve cómo el juez se aleja calle arriba.
3
A mitad de camino divisa a la mujer gorda sobre la bicicleta. Ella es de formas desproporcionadas, mirada huidiza y gesto primitivo. Lleva en una de sus manos una botella plástica llena con leche. Ha estado en el tribunal más de una vez. Recuerda que un individuo, ya lejano, la embarazó. El fruto de esa relación es un niño de cinco años que se le aferra desde la parrilla de la bicicleta. Pequeño y rechoncho, es un anticipo de la envergadura física materna. Le parecen gemelos alternados, distanciados y repuestos en un tiempo presente. Surgen a una hora precisa por el recodo sur del camino que conduce a los cerros. Los perros los olfatean. Ella lo saluda sin mucha simpatía y acompasa el pedaleo al descenso de la carretera. En sentido contrario distingue a los primeros vehículos de la mañana. En la espesura de la niebla el juez la ve diluirse, como un ser repetido y destinado a otra historia similar. Presiente que los días de esa mujer están preescritos en el hijo y que éste es la prolongación de una cadena necesaria. Desde el angosto sendero que lleva a la cumbre el juez contempla el cielo gris, las calles del pueblo allá lejos, dibujadas como serpentinas difusas, y