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Barragán
Barragán
Barragán
Libro electrónico469 páginas6 horas

Barragán

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"Ha sido calificado como “bandolero” y “vengador”, pero la historiografía poco y nada sabe de él. Sin embargo, aquí está el Barragán mítico que, movido por su odio hacia los colonos blancos, lleva una vida de fugitivo; por su pasión y humanidad nos hace recordar a ese Julián Soriel, cuyas ansias de venganza lo arrastran por innumerables aventuras.
Barragán también es del siglo XIX, su venganza no es de tipo social o de clases: él es de Tierra del Fuego y su odio proviene de la usurpación y abolición, tanto territorial como cultural de los extranjeros.
"
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 mar 2009
ISBN9789560001221
Barragán

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    Barragán - Pavel Oyarzún Díaz

    Voznesensky

    1

    El hombre sentía que sus pies se hundían por completo en la arena, que pronto no podría dar un paso más. Aquella arena era gruesa y profunda; más bien un manto de guijarros oscuros. No parecía un arenal común y corriente. Eso era un verdadero calvario. Pensaba en sus pulmones a punto de estallar, en el aire que faltaba, en dejarse caer. Su cabeza era un revoltijo.

    Intentaba avanzar por aquella franja movediza, flanqueada por un oleaje encabritado y un murallón de árboles compacto, impenetrable.

    Nunca había sentido tanto miedo de morir.

    Los tres soldados que lo acompañaban tampoco lo hacían mal en eso de sufrir. También iban exhaustos, aterrorizados. No podía verles los rostros, pero sí las sombras que proyectaban, junto a la suya, sobre la arena, bajo el sol frío de aquella isla desconocida. Podía oír, con una claridad espeluznante, sus jadeos convulsos, prontos a convertirse en llantos o alaridos.

    A unos cincuenta metros de ellos, una horda de salvajes, semidesnudos, los seguían con sus arpones en alto, con puñales de hueso, con piedras en cada mano. Aullaban como bestias y eran muy veloces. Acortaban distancia.

    Se detuvo, volteó y disparó un tiro ciego, casi al aire. Quería ganar un poco de tiempo, pero esta vez la horda no se detuvo ante el estampido de su revólver. Continuó la persecución.

    Cuando alcanzaron aquella pequeña punta de playa vio, como si fuera un milagro, el bote con el que habían arribado a la isla. Y aquella imagen le infundió nuevos bríos a sus piernas. Y algo dijo, para darles ánimo a sus muchachos. Entonces sintió que avanzaba de verdad, que iba algo más rápido. Más allá, la silueta de un barco se dibujaba contra un horizonte cerrado, brumoso, aunque lo importante era ese bote. Ya estaban a punto de llegar. Veinte metros. Era la salvación.

    Por fin lo alcanzaron y comenzaron a empujar. O intentaban hacerlo. Las piernas se les doblaban hasta quedar de rodillas en el agua. Sentía el estómago en la garganta. Los cuatro eran un solo coro de toses, jadeos y arcadas.

    El aullido de esos salvajes parecía un muro que les caía encima. Era ensordecedor. Ordenó a uno de los muchachos que abordara y que de allí los contuviera. El muchacho logró subir en el bote, pero por algún motivo no podía disparar. Manoteaba. Daba golpes frenéticos al arma para destrabarla, o sufría de un ataque de nervios, o no sabía usar un fusil. Por alguna razón no abría fuego.

    Luego, la pequeña embarcación ya estaba en el agua. Los otros dos subieron en ella. Él estaba a punto de hacerlo, cuando algo golpeó su cabeza. Sintió la fuerza del impacto. Sin embargo, no cayó. Todo le daba vueltas. Un instante después sintió una punción en la espalda, al costado izquierdo, a la altura del pulmón. Aun así logró abordar. Quedó de bruces sobre el fondo y escuchó que uno de los soldados dijo a otro que sacara ese arpón. Tras un instante, entre aullidos y disparos de fusil, sintió el vaivén del mar, mientras ese muchacho tiraba del arpón, tres o cuatro veces, quizás cinco, hasta que por fin logró arrancarlo. No le dolió gran cosa. Su problema era respirar. Abría la boca cuanto podía. Algo le obstruía la garganta. Tal vez era sangre o espuma, o ambas. Vio caer, a un palmo de su cara, aquel proyectil de hueso aserrado con regueros de sangre. Solo pudo verlo por un par de segundos, porque tuvo que levantar la cabeza para tragar un poco de aire. Realmente le costaba hacerlo. Estiró el brazo derecho y abrió la mano. Quería que alguien le ayudara…

    Felipe Barragán se vio de pronto con el brazo derecho en alto y la mano abierta al máximo. De inmediato se sentó en la cama. Estaba agitado. Se llevó las manos a la cara y restregó los párpados, las mejillas. Sintió las palmas empapadas de sudor. Luego dejó los ojos abiertos, clavados en un punto de la pared de enfrente que apenas adivinaba. Parpadeaba rápido. Trataba de ordenar las ideas.

    Segundos más tarde cayó en la cuenta. Era otra vez aquella pesadilla. Una buena mierda, pero le metía miedo. Todo muy verídico. O al menos eso parecía. Aunque ya habían pasado algunos años desde la última vez que soñó con esa persecución en aquella playa desconocida en el fin del mundo. Porque eso era el fin del mundo: un peñón perdido, castigado por el mar y el viento más fríos que alguien se pueda imaginar.

    Sin embargo, sí que sabía cuál era esa isla. Conocía su nombre perfectamente y la ubicación exacta donde ocurrieron los hechos. Extremo oriental de la Isla Carlos III, Estrecho de Magallanes. Y sabía quién era ese hombre que corría desaforado por aquella lengua de arena gruesa, perseguido de cerca por esos salvajes. No era él, claro que no. Acababa de soñar con su padre y con su muerte. O más bien, con los primeros instantes de su fin. El preludio de su larga agonía.

    Le costó un par de minutos volver a este mundo. Apoyó la cabeza sobre la almohada y tomó aire por la nariz. Quería olvidarse de la pesadilla, pero no pudo. Continuó pensando en esas imágenes. En la desesperación del hombre, en el arpón incrustado en su espalda, en lo que cuesta respirar con un pulmón perforado.

    Buscó a tientas un cigarrillo. Dio con uno, después de palpar la superficie de madera cruda que tenía junto a la cabecera. Sintió alivio al encontrar aquel cigarrillo. No estaba seguro de haber dejado uno allí. Luego dio con una caja de fósforos. Doble alivio. Encendió el cigarrillo y aspiró el humo como si fuera una bocanada de aire puro, reconfortante. El solo hecho de fumar a oscuras –y con el frío que hacía– le trajo un poco de calma. O la calma suficiente para pensar en otra cosa. Decidió olvidarse de la pesadilla, no dar más vueltas al asunto. Eso no era una señal ni nada por el estilo. Él no creía en esas cosas. Era un mestizo, mas no un supersticioso. Solo le perturbaba despertar de ese modo, con el corazón a mil, envuelto en sudor, como un conejo en la trampa. Padecer de pesadillas cuando era un crío estaba bien, era algo normal; pero a su edad, a los cuarenta y monedas, era una vergüenza. Los hombres no sueñan con pendejadas de ese tipo. Eso pensó.

    El cigarrillo estaba a punto de apagarse y decidió verlo morir entre los dedos. Luego intentaría dormir un poco, aunque no estaba seguro de conseguirlo.

    2

    Esa chica de verdad que lo traía de cabeza, muerto de amor, enfebrecido.

    Fue automático. Desde que la vio por primera vez. Era toda una belleza, delgada y cobriza. Y no era algo que solo le ocurriera a él, porque hasta los blancos se volteaban para mirarla en la calle. Por eso aquella mañana le seguía los pasos de cerca. Y era una mañana de sol acorde con su ánimo. Pura esperanza. En cuanto sus ojos la localizaron a mitad de cuadra cruzando la calzada, se lanzó tras ella. No es que oyera campanas ni nada por el estilo, pero bien podría jugarse una carta, una última mano, se dijo. Esta vez no esperaría que desapareciera de su vista tras la primera esquina. No perdería la oportunidad.

    La muchacha se percató de que la seguía, pero no apuró el paso ni cruzó hacia la acera de enfrente. Al parecer, le gustaba ese juego. Cada tanto volvía un poco la cabeza para verificar la distancia. O eso aparentaba. Él imploraba al cielo o lo que fuera porque a ella le gustara ese juego. Corre que te pillo.

    La muchacha traspuso la bocacalle. Él se juró que antes de cubrir esa cuadra le daría alcance. Iba a apurar la marcha, cuando se acordó de que no estaban solos en el mundo. No podía ser tan evidente. Después de todo era apenas una muchacha, de unos dieciséis; y él era un toro viejo, con toneladas de años en el lomo. Sintió un poco de vergüenza. Se detuvo y miró hacia la acera de enfrente; luego hacia atrás. Creyó adivinar, en la expresión de algunos transeúntes, un dejo de malicia, un desvío apresurado de ojos, asomos de sonrisas. Aunque, a decir verdad, esa calle no era un enjambre, precisamente. Por el contrario, los intrusos eran solo cuatro o cinco, y dos de ellos ya se habían perdido tras una esquina cualquiera o se habían desintegrado en el aire. Daba igual.

    Aquel sol desnudo era un verdadero milagro en esa época del año. El otoño se despachaba un día claro, tras semanas de toldos opacos y brumosos. Por eso, y a pesar de la distancia, pudo ver con toda claridad que ahora la muchacha caminaba más lento y pudo ver el perfil de su rostro vigilante. Le ofrecía una oportunidad. Debía tomarla o le faltaría vida para arrepentirse.

    La chica ya estaba con un pie en la esquina. Él echó a andar, alargando los pasos. Ella parecía detenida en ese punto. Él, con el pulso agitado. Y ella ahí, vestida como una muchacha blanca, de buena familia, con un faldón de raso azul oscuro, una chaquetilla del mismo tono, ceñida a la cintura, un sombrerito negro con cintas anudadas bajo la barbilla, más unos botines de cuero fino, color ámbar, puntiagudos, de taco bajo, completaban la pintura. Hasta ahí todo normal. Pero cuando la muchacha giró el rostro, hasta quedar mirándolo casi de frente, supo que no podría apartar los ojos de ella aunque quisiera. Allí la tenía, mirándolo con esos ojos rasgados, con esos pómulos ligeramente altos, con esa boca estrecha, de labios delgados, insinuando algo. Podría ser una sonrisa. En fin, con esa piel cobriza y tersa encendida por el sol de la mañana. Una iluminación. Tal cual.

    Si hubiese sido por él, habría estirado los brazos para tomarla. Pero aún le faltaban algunos pasos para llegar. Quince, tal vez. En ese instante, la muchacha dobló la esquina, con el rostro vuelto hacia él, hasta perderse tras un muro de ladrillos. Él corrió esos últimos metros para alcanzar la bendita esquina.

    Un carro tirado por un caballo escuálido, bajo las riendas de un bribón de sombrero de fieltro blando y abrigo grueso, rompió con su arrobamiento. El tipo lo atizaba con la fusta como si le pagaran por cada golpe. Daba lástima ver a ese jamelgo. Todo un desaguisado. Una escena tan sombría como rápida.

    Realmente lo sobresaltó el paso de aquel carro y el rechinar de las ruedas sobre la calzada. A éste parece que lo viniera persiguiendo alguien, pensó. Sin embargo, muy pronto aquel bribón, el caballo y el carro pasaron al olvido. Se quedó pegado en la muchacha. Estaba a unos diez metros, un tanto inclinada hacia la vidriera de una pequeña y derruida tienda. Un simulacro. No despegaba la cara de esa vidriera, pero sabía lo que ocurriría en un instante. Era un hecho.

    –¿Por qué huyes de mí, Covadonga? –dijo el hombre apenas estuvo junto a ella, no sin antes quitarse el sombrero y dejarlo a la altura del pecho, sostenido por una mano inquieta, de dedos largos, más bien finos. Un leve temblor se coló en su voz. No pudo evitarlo.

    La muchacha se irguió y lo miró de frente. Casi al mismo tiempo se llevó una mano a la boca. Sonrió. Al parecer algo había en el hombre que le causaba gracia. Él se mostró un tanto turbado y movió los ojos en zigzag. Luego los bajó con tal prisa que cualquiera diría que buscaba hundirlos en la calle. Sintió que las mejillas le ardían. Su cara era un incendio declarado. Aun así se sobrepuso. No tardó más de un par de segundos. Y le devolvió la mirada.

    –¿Qué haces aquí, Felipe? –dijo la chica, sin borrar la sonrisa de sus labios. De toda la cara.

    –¿De qué te ríes? –respondió el hombre, con la seriedad de un sepulturero.

    –No te enojes. Es que nunca te había visto de esa forma. Quiero decir, tan elegante.

    –Siempre he sido elegante, lo que no tenía era ropa.

    La muchacha quiso reír, pero se contuvo. Barragán la miraba con un rostro de piedra. Entonces miró hacia la izquierda, luego a la derecha, para comprobar que en esa calle no había un alma aparte de ellos. Ella, con su trajecito de niña buena; él, despachándose el gesto más serio del que era capaz su rostro alargado, de ojos equinos, nariz afilada, lampiño, de mentón un tanto cuadrado, y todo eso marcado por un tono de piel opaco. El resto de la tarea lo hacía su aire juvenil, a pesar de sus cuarenta y seis años. Delgado, casi enjuto, un metro setenta y cinco, enfundado en un abrigo de paño azul marino, que le caía hasta las rodillas, pantalones café oscuro casi marrón, zapatos negros bien lustrados. El sombrero en la mano dejaba al descubierto un cabello grueso, renegrido, peinado hacia atrás.

    –¿Por qué crees que estoy huyendo de ti? –dijo por fin Covadonga, dándole a sus palabras la intención de un susurro.

    Barragán no necesitó que le repitiera la pregunta. En ese momento era capaz hasta de leerle los labios.

    –Porque eso parecías hacer hasta hace un momento. Me mirabas y huías –respondió con un tono crispado, o mejor, alegre. Al hacerlo, no pudo apartar los ojos de la boca de Covadonga.

    –No te vi. Te lo juro.

    –No te creo nada. Ni una palabra.

    –¿Y qué quieres, que lo firme con mi sangre?

    –Dejémoslo así. No voy a perder el tiempo discutiendo si acaso me viste o no. Cada cual sabe cuándo dice la verdad y cuándo no.

    Covadonga echó el rostro hacia atrás. Arrugó el entrecejo y liquidó la sonrisa de su rostro.

    –Así es. Y yo no tengo toda la mañana –lanzó en palabras rápidas.

    La chica hizo un ademán brusco con la mano, para dar por terminada la charla y largarse de allí.

    –Espera. No te enojes, Covadonga. Quiero hablar contigo –pidió Barragán, tomándole de un brazo. Puso cara de perro asustado. De conejo. Y qué decir de su tono de voz; ya no era de metal, sino quebradizo, meloso, como el empleado en una plegaria.

    Covadonga apretó los labios y bajó la mirada. Quedó inmóvil.

    –¿Me perdonas? –atacó él, mirando el perfil de la muchacha, como queriendo adivinar algún indicio en aquel costado inclinado, filoso.

    –¿Me perdonas? –insistió.

    –¿No sé qué tendría que perdonarte? –respondió, siempre con los ojos clavados en el suelo.

    –Eso que dije, que no tengo tiempo para discutir o lo que fuera. Lo único que quiero es estar contigo, aunque sea solo por un momento. Por eso te seguí. Por eso te vengo siguiendo hace tiempo. Tú lo sabes. O por lo menos lo adivinas, ¿o no? –dijo Felipe, ahora permitiéndose la licencia de sonreír. Aunque eso más bien parecía una mueca.

    –¿Y qué ves en mí para que me sigas por las calles? –soltó la chica, girando el rostro y mirándolo a los ojos.

    Felipe Barragán guardó silencio, mientras clavaba la vista en los ojos rasgados de Covadonga, ladeando la cabeza y apretando una sonrisa en sus labios como diciendo, ¡qué pregunta!

    –Tengo muchas razones para seguirte, te lo aseguro. Ni te imaginas. Pero no puedo decírtelas aquí, en la calle.

    –Pero al menos me podrías decir una, o dos. No creo que sea tan difícil para ti.

    Felipe respiró hondo. Miró hacia los lados. Después miró hacia el final de la calle. De pronto le pareció que La Colonia despertaba, en ese preciso instante, de un largo bostezo otoñal. Que todo se ponía en marcha en el peor momento. Vio un par de carromatos a lo lejos, y hombres que salían de alguna parte para cubrir las aceras, cruzar las calzadas. Se le antojó que las chimeneas, como nunca, lanzaban un buen humo. Que no solo Covadonga y él eran los únicos seres vivientes de La Colonia. Y también se acordó que hacía frío esa mañana. Que el sol en el fin del mundo era un sol inútil. Que era un día de rutina. Todo normal, si no fuera porque tenía enfrente a Covadonga. Aquel rostro pequeño, ovalado, de cobre, metal precioso, y un cuerpo que adivinaba bajo el raso y telas íntimas, profundas, como un reguero de pólvora, o un caldero donde hierve la sangre.

    Covadonga alisó los pliegues de su falda. Luego alzó el rostro de nuevo.

    –Felipe, todavía estoy esperando una respuesta –dijo, volviéndolo a este mundo de súbito, como de una bofetada.

    –No creas que es tan fácil –respondió Barragán en voz baja, aunque recuperando su aire de ídolo de piedra.

    –A tu edad no tendría que resultar tan difícil decir por qué me sigues, ¿o no?

    –¿Y qué edad crees que tengo?

    –Sesenta y cinco. No, sesenta.

    –¿Quieres hacerme llorar?

    –Es una broma, Felipe. Yo sé tu edad.

    –¿Cómo la sabes?

    –Aquí todo se sabe.

    –Entonces, ¿qué edad tengo?

    –Cuarenta y seis.

    –¿Y cuánto aparento?

    –Cuarenta y cinco.

    –Muchas gracias.

    –Es una broma.

    –¿Y tú?

    –¿Yo, qué?

    –¿Cuántos años tienes, niñita?

    –Veinte. Como ves, no soy una niñita como tú dices.

    –¡Veinte! Imposible.

    –Como quieras. Pero tengo veinte.

    –Aparentas menos.

    –¿Cuántos?

    –Quince.

    –¡Qué diferencia!

    –Como sea, eres muy joven. Y hermosa, además.

    –¿Te me estás declarando?

    –¿Y si así fuera?

    –Eres muy rápido, ¿no crees?

    –No tengo tanto tiempo como tú. Tú te puedes dar ciertos lujos, pero yo no. En otras épocas los hombres de mi edad ya estaban convertidos en pasto. Por eso no pienso irme de este mundo sin decirte lo que tengo que decir, tengas veinte o quince. No acostumbro a correr detrás de una mujer.

    –Bueno, sigo esperando.

    –Tú eres más rápida que yo.

    –Si tú lo dices.

    Cuando la muchacha dijo esto, en un tono cortante, quizás impaciente, Felipe supo que ya no podría continuar con ese juego, que debía tomar la iniciativa y largarle todo el cuento. Tomó un poco de aire. Si no se conociera, habría creído que le temblaban las piernas.

    –Quiero que nos veamos. Que estemos juntos, ¿me entiendes?

    –¿Cuándo?

    –Todas las veces que sean necesarias. Quiero que seas mi mujer –dijo de una vez. Tras pronunciar la última sílaba, alzó la barbilla, sin poderse creer lo que había dicho. Le parecía que otro tipo habló por él.

    La muchacha lo miró como si no lo viera. Ausente. Luego bajó los ojos. Ya no parecía tan alegre. No sonreía. Se le olvidaron todas las bromas. Hasta podría agregarse que sus ojos rasgados se llenaron de lágrimas.

    –¿Qué me dices, Covadonga? –preguntó Felipe, cerrándole las salidas.

    –No sé qué decirte. De verdad que no sé –balbuceó–. Y un leve temblor se posó en su boca. Eso ya no era un juego.

    Felipe se pasó una mano por el pelo. Desvió la vista hacia la vidriera y contempló, por un momento, el reflejo difuso de sus siluetas recortadas en el cristal. Le dio un tiempo a la muchacha para que recuperara un poco de aliento, de sosiego.

    Esperó unos segundos. Diez o quince. Suficiente.

    –No tienes por qué contestarme ahora. Solo quiero que lo sepas. Si no te lo dije antes fue porque no me atrevía a hacerlo. Al parecer, no soy tan valiente.

    –Está bien. Gracias por decírmelo.

    –No te molestó oírlo, ¿verdad?

    –No.

    –¿O sea que puedo tener esperanza, entonces?

    –No sé. Tengo que pensarlo.

    –¿Y qué tendrías que pensar tanto?

    –Todo. No me gustaría compartir a un hombre. Porque tu tienes mujer, ¿o no? O varias. Sé que hay algunas blancas por ahí.

    –No es lo mismo, Covadonga. Esa es una vieja historia. Además, un hombre tiene que tener una mujer, aunque solo sea por un par de días, ¿me entiendes? Pero no es nada serio. Si estuviera contigo, me olvido de todo. Te lo juro.

    –Bueno, supongamos que te creo. Pero tengo que pensarlo.

    –No te demores mucho. Recuerda que soy un anciano.

    10:30 de la mañana. En las calles cada vez más intrusos. Y allí todo el mundo se conocía hasta los pensamientos. Eso pensó Felipe, en cuanto seis o siete sujetos pasaron junto a ellos. Todos mirando de soslayo, según él. Unos cabrones emboscados. No era necesario exponerla tanto, si no quería que pronto Covadonga anduviera de boca en boca. Bocas sucias, pringosas, terminales. Que la violaran con las miradas, en ese infierno de quince cuadras por diez.

    –Vamos, te acompaño hasta la esquina –dijo en un tono perentorio, tomándola del brazo.

    –Sí, ya es muy tarde. Debería estar en casa.

    –¿Y cómo te trata el viejo Stuben?

    –Stubenrauch, se llama Stubenrauch.

    –Lo sé. Pero así le llamamos sus amigos íntimos.

    –Él no tiene ese tipo de amigos.

    –Tienes razón. Podría jurarlo. Y menos a alguien como yo. Si algo odia el viejo Stuben es a los indios. No sé cómo te tiene en su casa.

    –Pero tú no eres indio, Felipe. Eres Barragán. Estás mezclado.

    –Soy más indio que tú y todos los onas y tehuelches juntos. O los que quedan.

    –No lo creo.

    –Ya lo verás.

    –¿Qué quieres decir?

    –Todo a su tiempo. Por ahora te dejo aquí, para que el viejo Stuben no te dé de latigazos.

    –Él no hace eso, Felipe.

    Barragán se despidió de la chica alzando la mano. No se atrevió a más. Después de hacerlo, y mientras ella aún no volteaba, se llevó el sombrero a la cabeza.

    –Te queda chico –dijo ella sonriendo, y volteó.

    Barragán la siguió con la mirada. Al caminar, esa chica ondulaba como una brizna.

    3

    Calle Peruana, número 57, a diez o doce metros de la esquina con Arauco. Casa baja, con listones de madera desnuda sobrepuestos y algo curvados en los extremos por efectos de la humedad. Puerta angosta, con hendijas a lo largo, y dos ventanas pequeñas, con cruces de varillas. En la ventana izquierda, tras un visillo delgado y raído, palpita la flama de una lámpara de kerosén.

    Dentro, sentado en un pequeño sillón, junto a una mesilla sobre la cual está posada una lámpara, se encuentra Gustave Torez, con la cabeza metida en un libro. En la punta de su nariz sostiene unos anteojos de cristal grueso y redondo, con un aumento del demonio. El hombre prácticamente no se mueve, salvo cuando saca la mano del bolsillo para dar vuelta la página, o cuando cambia de mano para soportar el libro. De unos sesenta o setenta años, difícil saberlo con exactitud, se ve inmerso en ese libro como quien mete la cabeza en un pozo e intenta ver algo en su fondo. Decididamente absorto. Tragado por las páginas. Podría caerle un rayo encima que no se daría por enterado. Una gruesa bufanda de lana blanca, anudada bajo la barbilla, le cubre el cuello por completo. El abrigo que enfunda sus huesos le hace ver algo más corpulento, porque, en verdad, se trata de un hombre delgado, de hombros estrechos. Lo demás, pantalones de casimir grueso, marrón. No lleva zapatos. Tan solo unos calcetines de lana protegen sus pies del frío rasante del suelo. En realidad toda la habitación es un frigorífico. Pero Gustave Torez parece no reparar en la temperatura. Su testa, de frente amplia y continuada por una calvicie resuelta, permanece quieta, en actitud hierática, bañada por la luz exangüe de la lámpara, que hace blanquear sus cabellos ensortijados sobre las orejas, y aquella barba rala, mal cortada, concentrada en el mentón, para volverse más escasa aún bajo las quijadas y las mejillas.

    Felipe Barragán dobló la esquina y tomó la calle Arauco. Caminaba deprisa. Se veía entero y enérgico, a pesar del gasto que hizo en esas dos últimas cuadras de avenida Colón, convertidas en una pista de hielo, y en ascenso. Arauco era la última calle a orillas del Cerro de las Siembras, la parte más alta de La Colonia. En realidad era apenas una loma, que de siembras no tenía nada, porque solo se encontraba coronada por restos de gruesos troncos de roble aserrados o talados con hacha. Ni un solo cultivo en su cúspide.

    Iba con las solapas del abrigo levantadas. Las manos hundidas en los bolsillos. La cabeza descubierta. El rostro un tanto inclinado. El vaho de su respirar, que pronto era disuelto por una brisa cortante, hablaba de un otoño que incubaba un invierno de perros. Y aunque la calle Arauco, envuelta en la noche, se veía más muerta que nunca, no fue capaz de hacer que Barragán arriara su bandera. Su ánimo era una atalaya. Pero decir que se veía entero y enérgico no basta para describirlo en ese momento; es algo mezquino, porque el hombre imprimía a sus pasos cierta soltura, cierta agilidad propia de los que caminan con el corazón en alto. Parecía recién pagado, o portador de una buena nueva.

    Se detuvo ante una casa similar a todas las de esa calle, con ese indeleble aire de rancho estepario, o mejor, de colonia penal. Acercó el rostro a la ventana de la izquierda. De inmediato dio dos golpes en el vidrio. Esperó unos segundos. Treinta o cuarenta segundos. Quizás, un minuto. Tras aquella espera que no logró impacientarle, se abrió la delgada puerta. Allí tenía a Gustave Torez, mirándolo por sobre los anteojos, abrigado como un esquimal, pero descalzo.

    –¿Qué tal, Gustavo? ¿Cómo estás? –dijo Felipe sonriendo, con los ojos encendidos.

    –¡El bueno de Felipe! –exclamó Torez, tras echarle una lenta ojeada de arriba abajo–. El regreso del hijo pródigo. ¡Qué sorpresa! Adelante –agregó con entusiasmo y un acento galo flagrante en su voz raspada. De verdad que era gracioso oírle hablar así. Y todo eso mezclado con su estampa de filósofo loco, o de poeta simbolista, o de fabricante de juguetes y adornos de madera. Podía ser cualquiera de esas alternativas. O todas las anteriores.

    Felipe ingresó, y el golpe de aire frío que le recibió al dar los primeros pasos le hizo pensar que allí dentro estaba más helado que en la calle. Pero no se quedó pegado en aquella impresión, porque le gustaba entrar en esa casa y compartir una buena charla con ese franchute chiflado. En realidad, Torez era el único hombre en toda esa Colonia con quien podía charlar sin pensar que estaba perdiendo el tiempo.

    –Trae una silla para tu culo. Sabes dónde encontrarla –dijo Torez, sin voltear la cabeza, mientras se dirigía hacia el sillón.

    Felipe tomó un pasillo de no más de cuatro metros de largo y entró en una habitación a mano izquierda que permanecía con la puerta abierta. Era la cocina. A oscuras dio con una silla. Sabía dónde encontrar una. Conocía esa casa de memoria. Regresó a la sala. El viejo francés le esperaba sentado en su sillón, con una pierna cruzada sobre la otra, los ojos fijos en algún punto del suelo, y restregándose las manos.

    –Uno de estos días vas a tomar una pulmonía con eso de andar sin zapatos –dijo Felipe al dejar la silla frente a Torez.

    Nada más oír aquello, el viejo Torez comenzó a darse de golpes de puño en las palmas, cambiando de mano, cada dos golpes, como siguiendo un ritmo. Exageraba.

    Felipe sonrió.

    –A tu edad llorando por el frío, Felipe. ¡Qué vergüenza! ¿De que estás hecho? ¿De seda?

    –No me quejo. Lo digo para que te cuides. ¿No sabes la época en que estamos? Y a tus años, con este frío y sin zapatos. Sí que estás loco, Gustavo. Voy a ir a la Gobernación para que te encierren en una casa de orates. ¿Cómo puedes leer así? –dijo, al momento de tomar el libro que el viejo había dejado sobre la mesilla. Miró la cubierta y leyó el título. Luego dejó el libro en el mismo sitio.

    –Es lo único que faltaba; el imberbe discípulo denunciando a su maestro –dijo Torez, llevándose una mano a la nariz y apretándola con la punta los dedos un par de veces.

    –Lo digo en serio, Gustavo. Tienes que cuidarte. No puedes ponerte a leer así, deslazo. ¿Te gusta sufrir?

    –Lo hago adrede, muchacho. El frío me mantiene despierto. Si estoy muy tapado, me da sueño, y ya no puedo leer.

    –Pero por leer no te vas a matar, ¿o sí?

    –Aquí sí que me mataría si no leyera. Sería un buen motivo. ¿Qué haría en esta Colonia sin mis libros? Por eso le temo tanto a la ceguera.

    –Tampoco te cuidas mucho los ojos. Mira esa luz. Pronto no verás ni a una cuarta de tu nariz.

    –¡Qué bueno! El discípulo continúa dándole lecciones al maestro. Sigue. Adelante. Soy todo oídos.

    –Perdóname, Gustavo. Solo te estoy cuidando. No me gustaría ir a verte al cementerio. Piensa un poco en mí. ¿Con quién podría hablar en esta Colonia? No hay nadie tan loco como tú. Y me gustan los locos. Tú lo sabes.

    –Pues bien, entonces ve a la cocina por un poco de aguardiente para que no se te congele la sangre.

    Barragán se puso de pie de inmediato y salió al pasillo. En tres o cuatro zancadas ya estaba en la cocina. Sobre un mesón angosto, había un pequeño aparador de dos puertas pegado a la pared. Del mesón emanaba un fuerte olor a ajos, berros, cebollas, que a Felipe le trajo recuerdos. No solo le debía horas de charla a ese viejo deslenguado, sino que más de algún secreto de cocina. Abrió una de las portezuelas del aparador. Hurgó un poco a tientas hasta que dio con la bendita botella. No necesitaba un plano para hacerlo. Luego tomó un par de vasos y regresó.

    –Buen muchacho. Misión cumplida –dijo Torez al ver a Felipe con la botella entre las manos. Luego agregó que apartara el libro y dejara un espacio para la botella y los vasos en la mesilla, pero que tuviese cuidado de no botar esa lámpara.

    –¡Qué confianza me tienes! –respondió Felipe, sonriendo. Tomó la silla y la acercó.

    Mientras Felipe destapaba la botella y servía los vasos, el viejo Torez no le quitaba los ojos de encima. En el rostro de Felipe, donde ondulaba el claroscuro provocado por la luz de la flama, creyó adivinar un brillo extraño, quizás de azoramiento. También un gesto nervioso en su boca. A mí no me engañas muchacho, pensó Torez.

    –¿Por qué brindamos? –irrumpió, alzando el vaso a la altura de su cara.

    –Por el amor –contestó Felipe.

    –Muy bien, por el amor.

    Ambos bebieron, de un trago, ese aguardiente áspero, casi sin destilar.

    –Sirve más –dijo el viejo, y continuó con eso de escudriñar el rostro de Barragán. Luego se quitó los anteojos y los dejó sobre el libro.

    –Espero que sea una mujer, Felipe. No quiero sorpresas –lanzó, no sin antes carraspear, para aliviar el ardor de la garganta.

    Felipe rió de buena gana. Meneó la cabeza.

    –Así es, amigo mío. Se trata de una mujer y de una idea –contestó, bajando el rostro y apretando las manos entrelazadas sobre las piernas–. En realidad, de una mujer y de un plan, o una especie de plan que tengo en mente. Tú algo sabes de eso. Pero ahora sí quiero hacerlo. Creo que llegó el tiempo.

    –Una mujer y un plan. Es una combinación peligrosa –resolló Torez, tomando los anteojos para calzárselos de nuevo.

    Felipe no agregó una palabra. Torez ya había ganado el centro del ring. Llevaba la iniciativa:

    –No tan rápido, semental. Vamos por parte. Empecemos por la mujer. ¿La conozco?

    –No creo. A lo mejor la has visto en la calle. Es muy joven. Siempre anda de compras por ahí.

    –¿Casada?

    –No.

    –¿Puta?

    –Tampoco.

    –¿Y cuál es el problema, entonces?

    –Es india. Trabaja para Stubenrauch.

    –¿Covadonga?

    –¿La conoces?

    –Claro. Y habría adivinado aunque no me dieras una sola pista. Conozco tus gustos con las mujeres, vampiro.

    –Pues es ella, ¿qué te parece?

    –Que te meterías en un gran lío. De esos que se tapan con tierra, como dicen los chilenos. Tú sabes cómo piensa Stubenrauch en asuntos de indios. Esa muchacha es de su propiedad. Y tú para él eres un indio, aunque no lo seas. Por lo menos, no del todo.

    –Para un blanco es lo mismo. En eso no hacen diferencias. Además, sí que lo soy.

    –Eres un mestizo, Felipe. Y Centurión, tu abuelo indio, ya venía mezclado también. Así es que eres un cuarto de indio –lanzó Torez en un tono bajo–. Y hablando de cantidades, ¿por qué no sirves un poco más de aguardiente? Dicen que morir de sed es una de las muertes más horrendas.

    Felipe sonrió un tanto taciturno. Aunque bien mirado, podría decirse que era una sonrisa triste. En cuanto el viejo francés le recordó aquello de su abuelo indio, extendió ambas manos y se las quedó viendo. Se le vino a la mente el recuerdo del cacique Centurión, padre de su madre, Kalia, de la raza tehuelche, pero de quien no podría decir gran cosa. Tenía una imagen difusa del hombre. Algo así como el recuerdo de una fotografía vista hace años, y solo por un instante. Era muy niño como para conservar una idea exacta. Un hombre alto, moreno, cubierto por pieles de guanaco. Un verdadero jefe indio o algo parecido. Pero nada más. Su vida la hizo lejos de aquel cacique y de las tolderías. El resto fueron los curas, el colegio, la rutina de un niño blanco. Más tarde, el largo exilio en Carmen de Patagones, y siempre entre sotanas. Luego, el regreso. Treinta años, en un abrir y cerrar de ojos.

    –¿Qué piensas del asunto de la chica? –dijo Felipe al cabo de un par de segundos.

    –Ah, por lo visto, me quieres matar de sed. Y de paso inmolarte tú también –respondió el viejo, alargando su vaso.

    –Tú jamás morirás de sed, Gustavo. No, mientras exista el aguardiente en este mundo.

    –Gracias por tratarme de borracho. Lo tomo como un título nobiliario. Bajo la piel de un borracho, duerme un león. El problema es que nunca despierta.

    Los hombres bebieron en ritmos distintos. Torez se metió unos buenos sorbos. Barragán se zampó el aguardiente de un solo trago. Torez le miró y negó con la cabeza. Barragán al verlo, alzó las cejas como preguntándole, ¿y ahora qué, Gustavo?:

    –No seas pendejo, Felipe. El primer vaso se toma de tres tragos. El segundo, de cuatro. El tercero, de cinco. Y así nos vamos. No es necesario llegar al tercero botando las babas y viendo doble. Hay que saber beber. Hay un método. Creo que ya te lo he dicho, cabeza dura.

    –Perdón, lo olvidé. ¿Me perdonas, papá? –respondió Felipe, con una sonrisa que semejaba una daga blanca en su rostro cetrino.

    –Está bien. Por esta vez te la dejo pasar –sentenció Torez, quitándose de nuevo los anteojos y depositándolos sobre el libro–. Cuéntame lo de esa muchacha.

    Felipe se retrepó en la silla. Se ordenó el pelo con ambas manos y tomó un poco de aire:

    –No hay mucho que decir. Solo la he visto unas cuantas veces en la calle –murmuró, mientras tomaba la botella para servir otro trago–. Pero me trae en vilo, te lo juro. No me la puedo quitar de la cabeza. Quiero que sea mi mujer. Quiero llevarla conmigo.

    –¿Y adónde la llevarías?

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