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Blanca Elena
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Libro electrónico260 páginas3 horas

Blanca Elena

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A comienzos del siglo veinte, la joven y hermosa Blanca Elena Vergara se yergue como la descendiente más flamante de la familia aristocrática chilena que habita el Palacio de la Quinta Vergara en Viña del Mar, donde la alta alcurnia nacional, importantes empresarios extranjeros y políticos locales e internacionales se dan cita en bullados eventos sociales. Pretendida por varios hombres ligados a los negocios, la política y las artes, esta mujer elige como esposo al norteamericano John Longer De Saulles, jugador de polo y especulador vinculado al comercio de armas y caballos de guerra. Debido a su condición de eximio seductor de la socialité neoyorquina y cónyuge déspota en la intimidad, los problemas matrimoniales no tardan en llegar. Luego de una fuerte discusión y bajo una ira incontenible, Blanca Elena abre fuego contra su marido, matándolo en el acto. Con prohibición de ver a su hijo, la protagonista es encerrada en la cárcel de Mineóla a la espera de un juicio en el que su defensor será Henry Uterhart, un sagaz abogado quien con la ayuda del periodista Nick Eskol llevará adelante un desafío tenaz para conseguir la libertad de la joven, cuya tragedia se ha esparcido por los titulares de diarios como el New York Times, provocando a la opinión pública y suscitando además la reivindicación feminista que toma el caso de la chilena como bandera de lucha. Relato deslumbrante, basado en hechos reales, este libro y sus personajes se desenvuelven al compás de una guerra sangrienta que golpea a todas las esferas de la sociedad de la época, evidenciando cómo la vida privada de la aristocracia y un crimen de sangre en sus dominios es capaz de hacer tambalear paradigmas y mover influencias en dos países separados por miles de kilómetros de distancia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 mar 2014
ISBN9789563242683
Blanca Elena

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    Blanca Elena - Luz Larraín

    Brügmann

    El acoso

    El silencio irrumpe en el desfiladero, se desliza entre los muros de piedra, aplaca el batir de los postigos. En la casa de arcos ojivales frente al mar, Blanca Elena experimenta nuevamente el acoso del pasado en el momento más temido del día domingo. Las imágenes del crimen se presentan nítidas; desde aquella noche son el Vía Crucis por el cual camina sin descanso, sin otra visión que la repetición constante de los hechos. Puede ver el gesto agonizante de John Longer De Saulles, su esposo, herido por su mano y yaciendo frente a ella, mientras el cuerpo se apacigua lentamente bajo la mano de la muerte. El estampido de los disparos, uno, dos, tres, cuatro, luego ese vacío absoluto, la justicia apresurada en pedir cuentas. Las paredes sucias de la cárcel de Mineóla.

     —Blanca Elena, ya has expiado bastante.

    ¿Insuficientes las palabras de su hermana Amelia?

    Revive los pasos de su permanencia en Nueva York, la ciudad que la devoró desde el primer instante. La aflicción de estar lejos de su mundo, el menosprecio de esa otra sociedad que la forzó a competir en cada paso. Quienes la rodeaban estaban impedidos en establecer lazos amigables, su familia política permanecía más interesada en figurar en la prensa y los salones que acogerla como una más 

    El oleaje del mar, abajo, la perturba. Recuerda el ulular de las sirenas; la gente agolpada frente a los tabloides ensombrecidos por las noticias. La guerra nos hundirá a todos, exclamaban los agoreros en los círculos que ella frecuentaba en su país de adopción. La lucha de trincheras era cruel, pero parecía imposible que llegara hasta esa tierra de promisión, y mucho menos a su hogar de Free Port. No en vano se hallaba bajo la protección de una familia donde el ejercicio del poder era una práctica permanente. Pero no dejó de sentir desazón cuando, para anunciar la declaración de guerra, el propio presidente Widrow Wilson habló por radio. Ella sabía bien que los intereses de su marido corrían a la par del conflicto bélico. Al pasar de los días cayó en cuenta: la tragedia no los tocaría; no tendrían deudos que llorar, ni parientes prisioneros. El dinero compraba el sosiego, y las desventuras de la guerra las sufrirían otros.

    —¡Será lo último que harás! —blasfemó John De Saulles cuando ella sugirió enviar el niño a Chile, un lugar infinitamente lejos de los combates. En la Quinta Vergara estaría protegido por sus abuelos, Guillermo Errázuriz y Blanca Vergara. 

    Las relaciones entre la pareja De Saulles se desgastaban con pasos agigantados. Agregado a eso, el fruto de su alcoholismo lo hacía caer en estados demenciales próximos al delirio. Se autoproclamó Emperador del Sahara. Con sus excentricidades enroló a varios combatientes entre sus empleados, formando una expedición armada, con uniformes y armas, para defender varias millas del bordemar de África, Cabo Bojador y Cabo Juby, territorios que pertenecían a España en esa época y de los cuales declaró que eran tierras para su uso personal

    Ante la sola idea que Blanca, su mujer, volviera a insinuarle que el niño debía estar en el Palacio Vergara de Viña del Mar, John se puso fuera de sí. El niño no se movería de su hogar y menos a países vulnerables a cualquier ataque.

    —Esta es su patria. Nosotros, los norteamericanos, jamás perderemos una guerra.

    En ocasiones él disfrutaba dejando caer comentarios hirientes, como las desventajas de un pueblo con sangre indígena, como el tuyo. Eso sí: las consideraciones estaban mezcladas por el temor de tener que alternar con ellos. El país de su mujer le inspiraba un rechazo que a ratos no lograba ocultar. 

    No fue así, años antes, cuando cegado por la belleza de la chilena intentó la conquista, a pesar de la diferencia de edad entre ellos. Blanca Elena era casi una adolescente y él un hombre maduro que ya había corrido un largo trecho como reconocido playboy.

    La vida fluye

    En la Quinta Vergara el clima era diferente al del país del norte. Los ecos de la guerra eran atenuados a través del cable, sin detalles de los avances de las tropas. En las reuniones era fácil dialogar sobre un presente ameno, la diversión fluctuaba entre las contingencias locales y los logros de los políticos, con esto opacaban los horrores de la guerra. Los Errázuriz Vergara giraban en torno a ellos mismos, con padres amantes, esmerados tutores para ejercer una adecuada protección a sus cinco hijos. 

    Cuando llegaban noticias de Blanca Elena desde Nueva York, las reacciones eran inmediatas, su madre los hacía cómplices de la selecta vida social que compartía con los altos estratos sociales. Ella se guardaba la estricta verdad de sus sentimientos internos. ¿Era feliz en esos ambientes con costumbres diversas a las que vivió en Chile? Para la familia toda, era una hija y hermana a la cual se añora, las conjeturas de los hermanos eran siempre las mismas: estaba inmersa en una vorágine envidiable y al resguardo de un hombre exitoso. 

    Blanca Vergara, la madre, era una mujer de carácter y decisiones inmediatas. Para ella nada era imposible, solo brindar a sus hijos el aval de su posición privilegiada. Ella ejercía un poder incuestionable en su medio y así lo percibió Blanca Elena, su hija mayor, desde sus primeros años.

    La figura imponente de su abuelo José Francisco tuvo siempre una importancia mayor. Colgado del muro del salón principal, el cuadro de tamaño natural exhibía su figura de hombre de armas uniformado en su rol de ministro de Guerra. Héroe en la guerra de 1879. El gesto altivo era el reflejo de una personalidad siempre en acción. 

    Tras la muerte de José Francisco Vergara, doña Blanca, su hija, quiso dejar atrás ese tiempo de glorias guerreras y reemplazarlo por el esplendor de una vida extraordinariamente activa. Nadie que no tuviera una absoluta y real importancia como ente social, intelectual o político iba a frecuentar sus reuniones selectas. A ellas se iba a un intercambio de materias que al día siguiente aparecían en la prensa. Nuevos estilos de refinamiento enriquecían el manual de las reglas que algunos invitados, a su vez, practicaban como el más serio de los juegos.

    Las señoras preocupadas de su apariencia apuraban los últimos dictados de París. Turnaban las citas con el peluquero de moda. 

    —¿Han visto los "aigrettes" que llegaron donde Madame Libille? 

    Frases cursis que iban de voz en voz en las reuniones. Era imperioso adentrarse en los códigos sociales, era impensable quedar afuera. A ellas no les interesaba el círculo intelectual de mujeres de esfuerzo que no convivían con ese lenguaje liviano. Sin embargo, doña Blanca solía concurrir a reservadas reuniones: allí donde el tema versaba sobre la mujer moderna y sus conflictos. Era un espacio indispensable constatar esas consideraciones, del estatus que fuera pues la obligaban a ampliar el horizonte.

    Fue toda una revolución el acontecimiento de construir una nueva casa que pusiera el pie encima a la que destruyera el terremoto de 1906. Ella estuvo a la cabeza del proyecto con toda la pasión y las energías de su temperamento.

    Fueron tres mil metros cuadrados edificados. El arquitecto, Ettore Di Petri, confeccionó los planos apoyándose en un diseño de estilo veneciano. El mobiliario se importó desde Europa sin medir los montos en dinero que significaba traerlos.

    Al acercarse la fecha de la presentación del nuevo inmueble, un modisto francés viajó expresamente a Viña del Mar para ayudar en la preparación del acontecimiento, un juez selecto, al decir de la gente. 

    —Medio Santiago está esperando trasladarse para la inauguración del nuevo palacio que está construyendo Blanca Vergara. Todo es importado, hasta las griferías de la servidumbre. ¡Qué puede importarle un temblorcito más o menos! Si tiene todos los nortes, ponientes y orientes del balneario. Será con bendiciones de obispos, como hace la gente. Y eso que ella no tiene la escalera política. Los siúticos se van a quedar con los cuellos almidonados —los comentarios iban y venían en los hogares de las amistades de doña Blanca.

    En la casa de la calle Viana, donde viven desde el terremoto, ella, dueña y señora del predio viñamarino, entierra la nariz en su escritorio revisando liquidaciones e inventarios. A los agentes de aduana les cancela de golpe y porrazo las sumas exigidas. Ellos están encargados de recibir y despachar desde alejados lugares: mampostería, muebles de Maple, las sedas, los cristales de Bohemia.

    —Estos pensarán que vengo bajando de las chacras —dice poniendo un signo de interrogación a los cobros desmedidos. La suma por doce pies de ónix destinados a sostener las esculturas en mármol de Carrara del escritorio la juzga exorbitante.

    —El palacio tiene que estar terminado el próximo mes. —Doña Blanca exhibe el orgullo de su empresa. Ella sabe que la construcción perfecta no puede desplomarse como un tinglado de juguete.

    Corre el año 1908.

    Para instalar la mesa con cubierta de mayólica y el oratorio que perteneciera al rey Felipe de Francia, el arquitecto Di Petri estudió los cambios de luz en el salón de las Grandes Pinturas. No fue de la idea de construir una claraboya allí, precisamente donde el sol del norte hacía estallar luminosidades sin control, pero doña Blanca imponía sus ideas de diseños propios. El arquitecto aceptaba de buena manera estos arrebatos extravagantes y pretenciosos.

    —No olvide usted que en mis viajes no dejo pasar la ocasión de observar y aprender para nutrir mi intuición artística, heredada de mi padre —argumenta con orgullo. En esos momentos la acompaña Blanca Elena, aún adolescente. 

    —Las cualidades se heredan, hija, pero los refinamientos se aprenden día a día. —Ella no tropezará con un error el día de mañana. Se refiere a su hija con gran dulzura, como si no quisiera herirla por nada del mundo. 

    Desde temprano comprueba los adelantos de la construcción acompañada del arquitecto. 

    —Ettore, me gusta el mármol en las escaleras. Hay que combinar en los accesos. ¿No crees, Blanca Elena? Mire usted las cosas, si apenas tiene quince años y ya le exijo que vigile a mi lado. A fin de cuentas, es ella la que va a estrenar esta casa con un baile para su cumpleaños. —Se detiene frente a un espejo—. Al día siguiente partimos a Europa, entonces usted podrá completar los exteriores, el proyecto de una nueva glorieta. ¡Cuando pienso que esto me ha robado horas de sueño! ¿Sabe que mis amigos han comenzado a copiar el estilo veneciano? No olvide los leones, las esculturas de la entrada. Esas enormes fieras con sus enormes hocicos resguardarán la tranquilidad de mi familia. No pensemos que un nuevo terremoto venga a perturbar el remanso que será este lugar. Imbatible, refugio seguro, albergando a hijos y amigos. Si rugieron ayer muros y techos cayendo entre nubes de polvo, ahora tendremos una fortaleza moderna concebida por Ettore de Petri. ¡Ya vendrá el brindis a su debido tiempo! —Con una palmada en el aire concluye el monólogo.

    La Quinta renace

    Blanca Elena ya conocía todos los pasos imprescindibles para convertirse en la más seductora de las mujeres. Intelectual y altanera en sus juicios, no temía, sin embargo, desdecirse con tal de no herir profundamente a alguien. Ahora que escuchaba a su madre atronando el espacio con sus comentarios, pensó en lo conveniente del viaje. Doña Blanca estaba demasiado agitada y malgastaba sus energías subiendo, bajando, destapando baúles y cerrándolos otra vez. En la noche, cuando regresaban a la casa de la calle Viana, donde vivían mientras se construía el Palacio Vergara, volvía al ataque:

    —Las invitaciones para el embajador de los Países Bajos al almuerzo de este domingo... ¡Ah, y el señor arzobispo quiere que nosotros presidamos la ceremonia de bendición de la nueva casa parroquial! —De pronto arrugaba el entrecejo—. ¡Niños, dejen ya de gritar! 

    Sobre los muros, los motivos de Fragonard parecían aquietar el espíritu de Blanca. Entornando sus ojos comenzaba el juego de imaginarlos con ella. A través de sus párpados las figuras iban y venían, recogiendo las melenas, encadenando rondas, y a través de abanicos aparecía la flauta dulce, mientras ella bebía un aromático té chino de Wing Ong Chong.

    Había que encargar la decoración del baile al artista japonés de moda: propuso ubicar varias pagodas en el parque. Jaulas doradas con pájaros cantando. La comida oriental ingerida con palillos. Cojines de seda y taburetes de laca roja. No. Imitar lo de otros palacios le pareció una aberración. La fantasía no estaba hecha para todos. Imaginó a sus amigas prendidas dentro de los quimonos, sus cabezas reblandecidas bajo las agujas que sostenían los pesados moños.

    —Pensé que dormías, madre —acotó su hija.

    —Solo pensaba en todo lo que está pendiente. No importa cuánto cueste traer al régisseur que nos insinuará el programa. Tal vez un número de ballet. Averigüemos con Lucienne, la embajadora, a ver qué nos recomienda. ¡El chef del Ritz! Los va a pasmar a todos —rio.

    Años atrás le había prometido a su padre que casaría a Blanca Elena con un noble. Un vizconde como Finley no sería buen partido, aseguró don José Francisco. Los tres días que aquel pasó en la Quinta bastaron para devolverlo borracho a su tierra natal.

    Las humoradas de Blanca Vergara no la hacían menos exigente. La elegancia era el código definitivo para quien deseara embarcarse en diversiones y excentricidades.

    —Todos seguimos a la mamá, no importa cómo. —Willy, su hijo mayor, estaba de acuerdo en casi todo lo que no dañara intrínsecamente su modo de vida. Ella perseguía un fin valedero para todos: conservar el poderío de los dueños de gran parte del balneario de Viña del Mar.

    —¡Aquí nadie se duerme antes de medianoche!

    Batía palmas ante los amigos para integrarlos a las diversiones que era la primera en programar. Y sus hijos eran activos participantes, según la edad. A veces se escapaba algún exabrupto entre los mayores. Ella se las arreglaba, y con un váyanse a acostar, que ya es tarde daba la señal. Los invitados comenzaban a achisparse y eso no era cosa para los niños.

    No fue el temor a perder su primacía social lo que la llevó a construir nuevamente sobre las ruinas. Aún bramaba en los oídos de todos la furia de la destrucción. El terremoto de 1906 no dejó títere con cabeza, y no solo en la casa de la Quinta. La región entera fue arrasada como una caja de fósforos bajo la pata de un elefante. 

    Quiero una fortaleza, pidió ella. "Un palacio imponente, signora", respondió de Petri. Los planos fueron enriquecidos con la fantasía de ambos. Luego de instalarse en el nuevo hogar, Blanca Elena rehusó caer en exageraciones:

    —Mi abuelo fue un hombre sobrio. ¿Lo imagina rondando por esos tres mil quinientos metros cuadrados de estructura palaciega?

    —Después de ver su casa en ruinas, ¿por qué no?

    —¡No olvidemos que era un radical de principios! No lo imagino pensando a su hija en contubernio con un italiano para convertir esta tierra en una Venecia criolla. 

    —¡Son otros tiempos! Y el dinero está. Creció poderosamente después de su muerte. Las acciones suben y suben. La debacle de los especuladores en la Bolsa no nos tocó. Suben las azucareras de Viña. Bajan las salitreras. Y nosotros, dueños y amos de la tierra, que siempre se valoriza. Habría estado de acuerdo en todo... ¡No perdamos el tiempo ahora con discusiones que nos separan!

    El zumbido de una abeja sobre su cabeza le recordó a Blanca que estaba asomando la primavera.

    Blanca Elena estaba acompañada de amigas que saludaron tímidamente. Ella las guió a la salita contigua. Sus ojos brillaban; sobre la piel más blanca aun que el blusón recogido bajo el cuello. 

    Es más altiva y espigada que su madre a esa edad, pensó Guillermo Errázuriz observando el cuerpo juvenil de su hija. Como esos arroyos correntosos que se descubren bajo un follaje tupido.

    —Sería conveniente acomodar los coches en un nuevo lugar. Ayer vi que les sacudían el polvo. Me parece sentir el chasquido de las fustas y los cascabeles en las tonsuras de los caballos. Muy pronto se guardarán del todo. ¿Sabes que en Santiago hay solo veinte automóviles?

    —Anoche escuché a Willy manejando el cabriolet —dijo Blanca. Supuso que su marido la iba a culpar de darle demasiada autonomía a sus hijos.

    El mozo apareció con las copas de chartreuse y champán. Era la hora en que llegaban los amigos a hacer visitas. Blanca ordenó whisky para Guillermo, el doctor lo había mencionado como un licor más sano. Él apagó su cigarro para evitar reclamos de su mujer. Sintieron On the Ohio, esa melodía cake-walk, con Blanca Elena interpretando en el piano. Ya estaría con sus amigas conversando de los nuevos cambios.

    —En las noches siento el toc-toc de los trenes cruzando hacia el puerto. ¿Qué buenmozo llegaría al Gran Hotel? Sorpresa para todas. —Blanca Elena ajustó el vestido de talle largo, color ámbar como su pelo. Atrajo su atención el ruido del automóvil que cruzó frente al ventanal. Eran sus hermanos Manuela y Willy; él parecía un dandy con sombrero de jipijapa. Saltó desde el auto que arrojaba aún estelas de humo. Recordó entonces haber visto a su hermana Manuela la tarde anterior coqueteando con Jeff, frente a las caballerizas. 

    —Debería saber que es solo un empleado —se dijo.

    Al día siguiente todos se aprontaban para ir a misa. Manuela se negó, pretextando un dolor de estómago. Al regresar, Blanca Elena le hizo una advertencia.

    —Estás en la edad en que debes cuidarte. Si la mamá sabe que sales a escondidas, te va a encerrar. 

    Más tarde le regaló un juego de peinetas y escobillas de carey.

    —¿Qué se cree? —enfatizó Manuela en voz alta cuando esta cerró la puerta.

    Sintió una vez más ese rencor que luego olvidaba. Se sabía fea, envidiosa, arrebatada. Blanca Elena había robado todas las perfecciones para sí. Había visto águilas volando entre los altos de la montaña. Eso era Blanca Elena. Y ella la amaba.

    Comienzos de siglo

    El revuelo en la Quinta Vergara, ese verano, se debía al pacto del A.B.C. entre Argentina, Brasil y Chile. Emisarios especiales, ministros y hasta el propio presidente discutieron en las sobremesas de la generosa anfitriona, Blanca Vergara. Su mayor preocupación, sin embargo, era entronizar a

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