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A pie por Chile
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Libro electrónico327 páginas7 horas

A pie por Chile

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Información de este libro electrónico

Como infatigable andinista, caminante y atento observador de la naturaleza, Manuel Rojas conocía de árboles, pájaros, flores e insectos, así como del relieve de la costa y el cielo de Chile. En sus silenciosas excursiones y caminatas, solo o acompañado, aprendió el ruido del bosque y la soledad de las montañas de Los Andes por las cuales tenía especial predilección porque eran, para él, una inagotable fuente de riqueza emocional.

Esta nueva edición de A pie por Chile -ilustrada con fotografías y mapas- reúne artículos originales e inéditos que Manuel Rojas escribió durante cerca de 50 años. Sus vagabundas crónicas, que aparecieron en un principio en diarios y revistas chilenos y argentinos, relatan las numerosas excursiones que el autor realizó motivado por su intensa pasión de conocer la geografía humana y original de su país. A pie por Chile, en palabras de Manuel Rojas, puede inspirar al lector "el deseo de caminar su tierra y conocerla con detención, conocer las cosas, los seres y los hechos pequeños... porque representa un hábito mío y quizá de otros: el de pensar y sentir mientras hago algo, en este caso, caminar por las montañas y las playas de mi país".

SOBRE EL AUTOR:

Manuel Rojas Sepúlveda nació en Buenos Aires en 1896 y murió en Santiago de Chile en 1973. Su obra abarca más de una veintena de libros que van desde novela hasta poemarios, ensayos y cuentos. La más difundida, Hijo de Ladrón (1951) se considera como la mejor novela chilena del siglo XX. Durante su vida realizó trabajos de diversa índole, desde pintor o electricista hasta peón de Ferrocarril y actor teatral. Durante los últimos años de su vida dictó cátedras sobre Literatura chilena y americana en universidades de Estados Unidos y fue profesor en la Universidad de Chile. En 1957 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura. Entre sus libros más concidos están Lanchas en la bahía (1932); La oscura vida radiante, (1971) y El vaso de leche y sus mejores cuentos (1959).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2017
ISBN9789563244748
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    A pie por Chile - Rojas

    Notas

    A PIE POR CHILE 

    MANUEL ROJAS

    Caminar es conocer…

    Manuel Rojas

    NOTA DE LOS EDITORES

    Como el propio Manuel Rojas lo sugiriera en el prólogo a la primera edición de este libro —que se presenta a continuación—, el lector tiene entre sus manos una nueva versión aumentada e ilustrada de A pie por Chile.

    A los 65 artículos originales escogidos por el autor, se agregaron otros 27. Los nuevos relatos fueron seleccionados con los mismos criterios que Rojas usara para hacer su primera elección: todos invitan a caminar su tierra. Además, en todas sus narraciones Rojas es el protagonista y testigo principal, pues es él mismo el que viaja, camina y se detiene a conocer en profundidad la geografía humana y original de su país.

    La presente edición de A pie por Chile, incluye crónicas escritas durante cerca de cincuenta años: las primeras aparecieron en los años veinte y las últimas datan de 1972, solo algunos meses antes de que Rojas falleciera, en marzo de 1973. Las fuentes de sus artículos son los diarios Los Tiempos, periódico vespertino aparecido en Santiago entre los años 1923 y 1934; La Prensa de Buenos Aires, diario fundado en 1869 y uno de los más importantes de Argentina durante la primera mitad del siglo XX; Las Últimas Noticias, periódico en el que Rojas trabajó como cronista desde 1939 hasta 1945; el Clarín, diario publicado entre 1954 y 1973, año en que fue cerrado por la dictadura: su eslogan era Firme junto al pueblo; y las revistas En Viaje, medio de difusión de la Empresa de Ferrocarriles del Estado, que circuló durante cuarenta años, entre 1933 y 1973; y Zig-Zag, revista publicada por la editorial homónima y considerada en su época como una de las más avanzadas de Latinoamérica, apareció entre los años 1905 y 1964.

    El orden de presentación de los relatos no es cronológico, sino más bien geográfico: el lector recorre junto a Rojas el país, desde los desiertos del norte hasta los bosques y lagos del sur de Chile. Además, cada artículo está acompañado por fotografías de los archivos de la Fundación Manuel Rojas y del Museo Histórico Nacional, y por un mapa ilustrado por el artista Rafael Edwards, donde se destacan los recorridos más relevantes.

    Finalmente, esta edición propone notas a pie de página que quieren ser una ayuda y un complemento a la lectura. Las anotaciones entregan información bibliográfica sobre los libros que Rojas consultó y presentan una breve biografía de los personajes nombrados por el escritor, entre los que destacan andinistas, geógrafos, botánicos y arqueólogos, pero también escritores y poetas —argentinos y chilenos— tales como Federico Reichert, Carlos Muñoz Pizarro, Eric Boman, González Vera y Pedro Prado.

    Daniel Muñoz y Gabriel Romero

    Fundación Manuel Rojas

    PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN

    UNAS PALABRAS

    Los artículos reunidos en este libro fueron publicados, en su tiempo, desde 1929 adelante, en diarios de Santiago: la serie que se titula Andando apareció en el vespertino Los Tiempos, firmada con el seudónimo de Pedro Norte; los otros, desde 1939 adelante, en Las Últimas Noticias. En cuanto a Agua que corre, fue publicado en La Prensa de Buenos Aires, en septiembre de 1961; De Laguna Verde a Mirasol es inédito. Los de los dos primeros diarios, así como los publicados en Zig-Zag y en el diario bonaerense, no son los únicos que he escrito y publicado. He escrito y publicado muchos más, más largos o más cortos, en aquellos mismos diarios y en esa misma revista y en otras.

    Los que forman este volumen tienen unidad, una unidad que me agrada por dos razones, porque sus temas pueden inspirar, a un niño o a un adolescente, el deseo de caminar su tierra y conocerla con detención, conocer las cosas, los seres y los hechos pequeños, y porque representan un hábito mío y quizá de otros: el de pensar y sentir mientras hago algo, en este caso, caminar por las montañas y las playas.

    A raíz de la publicación de los primeros artículos de la serie Andando, recibí, en aquel tiempo, una carta firmada por Carlos Valdivieso, entonces uno de los directores del Club Deportivo Nacional, carta en que invitaban a mí y a mi compañero de paseos, Eduardo Tischell, a participar en sus excursiones. A las ocho de una mañana de primavera nos encontramos en Vicuña Mackenna y 10 de Julio, y desde ese día en adelante y durante muchos años después, ya miembro del Club Andino de Chile, los viajes a la cordillera fueron un precioso y muy agradable solaz y entretenimiento para mi cuerpo y mi mente.

    Tuve innumerables compañeros y algunos de ellos están nombrados en estos artículos. Pasamos días enteros, tres o cuatro, metidos en las quebradas y valles de la pre y de la alta cordillera, y aunque sobre algunas de esas excursiones no escribí nada, sus hechos, sus paisajes, las fogatas en la noche, los esteros, mis camaradas, permanecen indelebles en mi memoria.

    Nunca, en ninguna parte, he experimentado la paz y la alegría y la fuerza y la resistencia que sentí en aquellas excursiones, y si alguna vez estuve muy cansado, con frío y con hambre, perdido en la nieve y la oscuridad, temeroso ya de la muerte, eso no hizo más que acrecentar mi pasión por la soledad y el aire y el agua y el silencio de nuestras queridas montañas.

    Entre los demás artículos habrá, sin duda, otros que presenten también una unidad cualquiera, y puede ocurrir que en el futuro alguien, o yo mismo, seleccione otros que hablarán ya no de caminar sino de opinar y juzgar y contar lo que se ha sentido ante hechos, seres y cosas.

    Como estos artículos explican todo mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, solo me resta agradecer a la Editora Santiago el interés que se ha tomado en publicarlos.

    Manuel Rojas, 

    Santiago de Chile, 1967


    COLORES DEL NORTE

    FRUTA

    Cuando alguien dice: frutas..., yo recuerdo a La Serena. Así como cuando alguien dice sardinas..., yo recuerdo a Taltal.

    Cada pueblo tiene su sabor, su color, su olor, pero, además, tiene sus productos, naturales o mecánicos, que los fijan en el recuerdo del viajero. Cuando se nombra un pueblo, antes que sus calles, antes que sus hombres, antes que nada, surge en el espíritu una imagen de su color, un recuerdo de su sabor y un rastro de su olor. Y si eso falta, aparece entonces el recuerdo de sus productos; de lo que se vendía en las calles, de lo que maduraba en sus campos, o de lo que se sacaba, a puño limpio, de las entrañas de sus cerros o de sus pampas.

    Para mí, el norte está representado así, en color, en sabor, en olor, en productos.

    Tacna: granadas; color de tierra; olor a vejez. Arica: naranjas de Azapa; guayabas; color verde. Iquique: color y olor de puerto asiático; naranjas de Pica; albacora. Tocopilla: color blanco; salitre; fuerza eléctrica. Antofagasta: color blanco dorado; olor a tabaco gringo y a petróleo. Chuqui: color rojo y verde; olor a moneda extranjera; barras de cobre. Taltal: color oscuro; olor a moho; sardinas, lobos, gaviotas. Barquito: otra vez olor a tabaco Virginia y a petróleo; ruido de cables tirantes; tejos de cobre. Chañaral: olor a muerto; color verde y rojo; productos: lagartijas negras y congrios. Ovalle: color azul y oro; higos a diez centavos la docena; olor a mina abandonada. Coquimbo: color de barro; olor a empanadas fritas; pepinos, lobos, hierro. La Serena: color blanco y celeste; olor a claveles y a membrillo; ruido de campanas.

    Pero, sobre todo, frutas. Va uno caminando por La Serena y se aboca con una calle aparentemente desierta; avanza y, de repente, desde el fondo de una piezuca oscura, salta violentamente a los ojos, a la nariz, a la boca, el color, el olor, el sabor de la fruta de los valles cercanos. Paltas, lúcumas, membrillos, pepinos, granadas, kakis, papayas, chirimoyas, uva, limones, toda la gama del color y del olor. ¡Qué bendición! Y encima de todo eso, docenas de canarios cantores, repiqueteando como tamboriles de cristal.

    —Paltas de Paihuano.

    —Uvas de Elqui.

    —Peras y manzanas de Salamanca.

    —Un canarito, patrón. Son recantores.

    Las calles están llenas de fruterías; los caminos llenos de carretas cargadas con frutas; los campos, los árboles, las cercas, llenos de frutas.

    Cuando Gabriela Mistral hablaba de las maravillas frutícolas de su valle de Elqui, los que escuchábamos sonreíamos incrédulos. Hasta que una vez, en La Serena, una hermana de ella nos sirvió como postre un racimo de uva de Elqui. Era un racimo con el cual no se hubiera atrevido ni el mismo don Ismael Valdés Alfonso: le faltaban cien gramos para los dos kilos.

    Por eso es que cuando alguien dice: frutas... yo recuerdo a La Serena.

    Así es la tierra por allá, y por acá. No dice nada, no promete nada, pero todos los años llena los canastos y las carretas con sus frutas brillantes y perfumadas.

    Es lo que nos hace falta a nosotros. Prometer poco, hablar menos, podar las ramas de las buenas intenciones y echar el fruto apretado y dulce.

    Frutecer.

    LA PUNA DE ATACAMA

    Con el nombre de Puna de Atacama se conoce una región que se extiende entre la cadena principal de los Andes del norte de Chile y la muralla montañosa que domina el valle Calchaquí y las cuencas de Catamarca y Fiambalá, en Argentina. Este territorio, que perteneció originalmente a Bolivia, pasó a poder de Chile después de la guerra del Pacífico y a manos de Argentina en 1900.

    Es la región más seca del mundo y una de las menos habitadas; la población de sus tres principales caseríos, el más bajo de los cuales está 3450 metros sobre el nivel del mar, alcanzaba, hace pocos años, a un total de 1450 almas. Su clima es severísimo. En sus altas mesetas sopla durante todo el día y a gran velocidad un viento que levanta enormes columnas de polvo y tan frío que alcanza una temperatura de 18° bajo cero. Si no hubiese allí la sequedad que hay, la Puna sería intransitable; la nieve la cubriría casi eternamente.

    Tres senderos principales cruzan esta región y los tres terminan en Chile; uno de ellos, el más importante y el más transitado en otras épocas, llega hasta Copiapó; otro se pierde en ramales en el desierto salitrero de Taltal y Chañaral, y el último, que parte de Antofagasta de la Sierra y que es el que se utiliza para los arreos de animales desde Salta a Chile, muere en San Pedro de Atacama.

    La Puna está habitada principalmente por indígenas, pastores en su mayoría, gente de creencias y costumbres curiosas. Creen en todos los principales santos del calendario e incluso tienen a algunos como patronos de sus animales (San Juan, de las ovejas; San Antonio, de las llamas; San Raimundo, de los asnos; San Bartolomé, de las cabras). En sus invocaciones religiosas, sin embargo, jamás olvidan a Pachamama, dios incaico, cuyo nombre juntan, con mucha soltura, a los de los santos cristianos. Temen a todos los forasteros y les niegan toda clase de atenciones o auxilio. A un agente de policía que tuvo cierta vez la ocurrencia de visitar uno de sus caseríos le dieron dos o tres ovejas y luego desaparecieron en masa, dejándole solo, sin más alimento que aquel y sin forraje para sus mulas. Después de esperar vanamente, el pobre hombre hubo de retirarse.

    Muchos de los caseríos de la Puna están habitados nada más que en ciertas épocas del año y en esas épocas solo durante algunas horas de la semana. Cuando Eric Boman¹, sabio arqueólogo, llegó en 1903 a la aldea de Susques, la encontró casi desierta. Recorrió las chozas una por una y no encontró alma humana viviente. Después supo que los indios no venían a la aldea sino los días de fiesta.

    CHAÑARAL

    Yo no recuerdo haber visto un pueblo más triste y más abandonado que Chañaral. Ni las aldeas de las islas chilotas, a pesar de las lluvias interminables que sobre ellas caen, me dejaron en las pupilas una impresión tan oscura y penosa. Cuando salí de allí, después de una permanencia de dos semanas, inmovilizado por los temporales de Coquimbo, que no dejaban partir a Valparaíso los barcos caleteros, dije, mientras subía la escala del Taltal:

    —Chañaral llegará a ser, como Cobija, un pueblo muerto.

    Cuando llegamos, a las nueve de la noche, no había nadie que nos esperara; ni un hotelero, ni un guardián, ni siquiera uno de esos vagos que nunca faltan a la llegada de los trenes. El dueño del Hotel Inglés, un catalán pequeño y trashumante, nos dijo:

    —No, no te extrañes, no había nadie en la estación (no había estación, el tren paraba en medio de la calle) porque el tren no llega nunca a horario, como hoy, siempre llega al día siguiente.

    A esa hora, la única luz de alumbrado público era una a carburo, que se encendía poco después de anochecido y que ardía hasta que el carbón se lo permitía. El pueblo era como boca de lobo, silencioso; apenas si en la noche se oía el canto exótico de algún marinero de los barcos yanquis anclados en Barquito, rebosante de vino y de tabaco Virginia.

    De día el espectáculo era casi el mismo, pero con luz: silencio, soledad, miseria; los hombres se iban a trabajar a Barquito; las mujeres se encerraban en sus casas de madera; los niños en la escuela o matando lagartijas negras en las rocas blancas de la playa. Ni una industria, el comercio parecía muerto. Un día encontré, vagabundeando por la playa, a un hombre que parecía buscar algo entre las arenas y las rocas. Le pregunté qué buscaba, y me contestó:

    —Algo de lo que se llevó la hinchada (maremoto).

    Porque hasta el mar parecía estar en contra de la vida de Chañaral. La pesca, según me dijeron, era escasa debido a los residuos de los lavados del cobre que arrastraba un río que desemboca por allí.

    A la salida del pueblo se veían ruinas de fundiciones florecientes en otra época, porque Chañaral, lo mismo que Caldera, lo mismo que Copiapó, fue en otra época riquísimo. Allí llegaban, en carretas, los productos de las minas de plata del desierto de Atacama y los de los minerales de cobre del interior. Corría el dinero y la gente voltaria y rumbosa. Hoy día...

    Pero los pueblos no mueren porque un viajero del Taltal lo pronostique, y mi sorpresa ha sido grande cuando he sabido que el pueblo oscuro y triste que yo conocí hace dos años progresa y da señales de vida, que seguramente no se convertirán en estertores de muerte, como sucede en algunos casos. Chañaral tiene, desde hace pocos días, alcantarillado flamante y alumbrado público eficiente. Alienta aún sobre sus ruinas de grandeza, y parece que el ejemplo de Barquito, pueblo que los yanquis han levantado y que está lleno de vida y de trabajo, lo ha contagiado.

    Lo cierto es que los pueblos no mueren sino cuando muere el espíritu de los hombres que lo habitan. He de reconocer alegremente esta verdad, a pesar de que ella desmorona y deja en ridículo la profecía que hice mientras subía la escala del Taltal.

    SAN PEDRO

    Pedro y Andrés eran pescadores de la mar de Galilea. Una tarde, cuando después de una redada infructuosa se encontraban cerca de la orilla remendando sus redes, pasó por allí Jesús, que empezaba a vivir su vida ardiente. Embarcose en la barca de ellos, y dijo:

    —Tirad a alta mar, y echad vuestras redes para pescar.

    Y habiéndolo hecho, encerraron gran cantidad de pescado, que su red se rompía. Lo cual, viendo Pedro, se arrodilló delante de Jesús, diciendo:

    —Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador.

    Y Jesús dijo a Pedro:

    —No temas; desde ahora pescarás hombres.

    Y Pedro y Andrés, abandonándolo todo, le siguieron.

    Por este hecho, de ser Pedro el primer discípulo de Jesús, y de oficio pescador, los pescadores lo han elegido como patrono, aunque jamás han tenido la suerte de encontrarse con Jesús en un día de pesca infructuosa, como la tuvo Pedro. Además, si el hecho se repitiera, perdería su valor espiritual y su belleza. Hay hechos que no deben suceder más de una vez.

    Los pescadores son el único gremio que celebra con todo entusiasmo y regularidad el día de su patrono bíblico. En el fondo, y para los hombres descreídos, esa costumbre es una tontería. Pero tiene su pequeña belleza, seguramente no una belleza religiosa, sino popular, de tradición, una belleza de costumbre sencilla y humilde.

    Los pescadores engalanan sus botes con faroles chinescos de colores vivos; meten dentro de cada uno de ellos un acordeón, seguramente también una damajuana de vino, y colocándose en fila recorren las grandes bahías de los puertos chilenos, metiendo una bulla de los diablos. Cantan cuecas, tonadas, lo que se les ocurra, chivatean de lo lindo, al son del acordeón, hasta quedar rendidos.

    Ignoramos si dentro de la fiesta se realizan actos relacionados con el patrono; seguramente sí.

    Las costumbres de los pescadores chilenos son casi desconocidas por nosotros. Siendo uno de los gremios más interesantes, es el más abandonado. ¿Quién ha contado o descrito, por ejemplo, las costumbres de los pescadores del golfo de Arauco, de los pescadores chilotes, o de los pescadores del norte?

    El comentarista recuerda haber presenciado, en uno de los pueblecitos de pescadores de la bahía de Talcahuano, el bautizo de un bote. Puesto este en la orilla, el padrino dijo un pequeño discurso, deseándole al bote pocos temporales y muchas cargas de congrios; después dio un empujón al bote, dentro del cual estaba el patrón del mismo, que salió remando apresuradamente. Le siguieron los demás pescadores alegremente, cantando, tocando acordeones, hasta alcanzar al bautizado, y una vez todos reunidos, se fueron a celebrar la juerga sobre una enorme roca de superficie plana.

    Ahora, en Antofagasta, los pescadores se preparan a celebrar el día de su patrono con toda solemnidad y regocijo. Deseémosles alegría y fortuna. Que los temporales que arrastra el viento sur sean benignos con ellos, y que los congrios y las albacoras no se muestren tan esquivos para con sus remendadas redes.


    ANDANDO

    EL CERRO SAN CRISTÓBAL

    No sé si todos los santiaguinos aprecian como yo el cerro San Cristóbal. Me parece que todos los que han nacido en esta ciudad tienen algún recuerdo unido a sus caminos, a sus senderillos de cabras —sin cabras—, a sus bosquecillos, a sus grutas, a sus canteras. Para muchos, siendo niños, el cerro fue lugar predilecto en las tardes de cimarra, de donde se volvía con tal cual moretón o con los pantalones rotos; luego, siendo jóvenes, el cerro fue teatro de sus primeras y fugitivas pasioncillas sentimentales, llenas de juramentos que ya se han olvidado y de caricias que se recuerdan aún; sitio de estudio para los atrasados en los exámenes; siendo hombres, lugar de ejercicio y de descanso del trabajo de la semana que se iba; para otros, amantes de la soledad, hombres meditativos, artistas o misántropos, campo de sus paseos solitarios y de sus elaboraciones mentales. Por sus caminos transita diversa y distinta gente, cada una llevada por motivo vario. El cerro San Cristóbal es el lugar de reunión de los excursionistas de poco vuelo y de los que no le dan al excursionismo un carácter trágico; del papá o de la mamá que lleva a sus niños a tomar aire; del caballero que ama la naturaleza y sus encantos y va al cerro a admirar los chincoles, las diucas, las flores rústicas que en sus suaves barrancas crecen; de las personas católicas que van a cumplir alguna manda y que suben a pie, fatigosamente, los caminos en zigzag que van a dar frente a la terminación de Bellavista; de los boy-scouts, con sus trajes de color caqui y sus largos báculos con banderitas de colores; y de tantos otros: de los boxeadores que van a hacer training, de los que van a recoger callampas después de las lluvias, de los que van a buscar hierbas medicinales, y de los ociosos, que van a ociosear.

    En antiguos años, durante la estación de las lluvias, el cerro reemplazaba al observatorio de El Salto; servía, y sirve aún a muchos viejos habitantes de la ciudad, para pronosticar el tiempo que haría dentro de un periodo más o menos inmediato. Si el San Cristóbal tenía gorro, es decir, si su parte superior estaba cubierta de nubes, seguramente llovería; si no tenía gorro, no llovería. Durante muchos años el cerro permaneció abandonado, mostrando hacia la ciudad grandes canteras que se lo iban comiendo inexorablemente. Alguien dio la voz de alarma, y desde entonces las autoridades empezaron a preocuparse de él, y poco a poco el cerro ha ido cambiando su aspecto terroso y pétreo de antes por otro más alegre y más propio de él. Hay muchas plantaciones de árboles en sus laderas: los aromos cubren todo su lado occidental, y por el

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