Krumiro
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Krumiro - Pavel Oyarzún Díaz
Pavel Oyarzún Díaz
Krumiro
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2016
ISBN: 978-956-00-0646-2
ISBN Digital: 978-956-00-0807-7
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
Soy más mortal que mi cuerpo.
Vladimir Holan.
1
Igarzábal
Nada ni nadie influyó más en mi vida que Igarzábal. Ni mis padres. Ni el Partido Comunista. Ni la literatura. Debido a Igarzábal me convertí en un krumiro; vale decir, en todo un hijo de puta.
Soy de los que creen que el buen destino de algunos hombres cambia de rumbo por el hecho más pueril que alguien pueda imaginar. Aunque esos hombres estén llamados a ser grandes tipos, llenos de virtudes, es un asunto de buena o mala fortuna. Baste que se cruce en tu camino un cabrón de menor cuantía, como Igarzábal, para que tu genio personal se hunda en el fango. Así de simple.
Ahora, y sin más preámbulo, intentaré contar, paso a paso, el largo camino de mi degradación:
Tenía catorce años y me aburría sentado a una mesa, en una sala de clases asfixiante, carcelaria. En realidad, todo ese edificio se me antojaba como un presidio. Desde que por primera vez puse un pie en el liceo Luis Alberto Barrera, sobre todo en su patio interior, lo relacioné con el castillo de Colditz.
Una tarde cualquiera, de mediados de mayo de 1977, mientras mascaba mi tedio y respiraba el aire tan frío como viciado de aquella celda, junto a otros cuarenta cachorros más o menos de mi edad, algo cayó sobre mi mesa. Hizo un ruido seco y corto, como el que produce una bofetada.
Bajé los ojos y enfoqué hacia aquel pequeño bulto envuelto en hojas de periódico. Enseguida lo quité de encima y lo oculté bajo la mesa, sobre mis piernas. Fui muy rápido en hacerlo. Estaba asustado, con el pulso a mil. No me atrevía a levantar los ojos. Tras unos segundos, quizás un minuto entero, logré mirar al profesor. La cara de ese viejo lagarto me tranquilizó. Se mantenía tal cual, con los ojos clavados en un libro que leía o simulaba leer. Con él nunca se sabía. Tenía la facultad de dormir con los ojos abierto. Era un prodigio.
Sentí que alguien, desde el costado, insistía en mirarme. Resistí esa mirada. No moví un músculo. Me esforcé al máximo. Sabía muy bien quién era ese alguien que me llamaba con los ojos. No quería voltear hacia él. Por Dios que no quería. Sin embargo, le temía a ese cabrón, como todo el resto de la manada. Y en esa época apreciaba tanto mi honor como mis dientes. Entonces volteé.
Igarzábal sonreía. Aunque en su caso hablar de sonrisa es un error. Los tipos como Igarzábal no sonríen: se relamen como fieras.
Allí tenía a ese australopithecus mirándome directo, con ojos de vidrio, con las cejas alzadas, burlándose. Al cabrón le divertía verme asustado. De eso vivía. Comía miedo.
Desvié la vista, pero no dejé de verle. Tenía su cara grabada en el cráneo.
Su ficha decía que tenía dieciséis años. Aparentaba veinticinco. Portaba un rostro curtido por la perversión. De un tono oliváceo, mofletudo, pómulos pronunciados, boca ancha, mentón anguloso y fuerte. Ojos achinados. Crin negra y gruesa, peinado con la partidura al medio. No se le veía un milímetro de cuello. De ahí para abajo hombros anchos, manos de calderero. Piernas cortas. Era un acorazado de bolsillo. Caminaba al estilo Pedro Navaja. Y exageraba ese bamboleo cuando pasaba entre nosotros, porque sabía que lo hacía en un gallinero.
No soporté la presión. Tuve que volver a mirarlo. ¿Qué podía hacer? Yo era un alfeñique de un metro sesenta; cincuenta y tres kilos de peso. No tenía alternativa.
Igarzábal me apuntaba con un gesto burlón, calibre 9 mm. No era necesario que hiciera nada más. Con eso le bastaba, porque sabía que me tenía en un puño. Sólo debía esperar algunos segundos. Cinco o seis.
Tomé el bulto que estaba sobre mis piernas y lo palpé con manos de humo. Luego eché la silla hacia atrás, tratando de no hacer ruido. Aun así, tenía un consuelo: mi compañero de banco dormía con la cara apoyada en un antebrazo y vuelta hacia la pared. Eché un vistazo alrededor. El resto de mis compañeros estaba clavado a sus sillas, con actitud de zombi. Nadie estaba pendiente de lo que me sucedía. Nadie, excepto Igarzábal.
Comencé a abrir el envoltorio. Lo hice con sumo cuidado, como si estuviera manipulando TNT o algo así. Por fin el contenido quedó a la vista. Eso parecía ser un libro, con una cubierta de cartulina azul que no me decía nada. Quedé pegado en aquel bulto. Mientras tanto podía sentir la mirada de Igarzábal, como si me tocara, pero esta vez no volteé hacia él. Me mantuve así por unos segundos, bajo hipnosis.
No obstante, lo que parecía ser un libro cualquiera no lo era. Claro que no. Al abrirlo, en una página al azar, me saltó la imagen de un coño lampiño, penetrado por un enorme falo, que parecía no caber entero en esa herida. Porque ese coño se me antojó como una herida fresca, un tajo profundo. Era una fotografía tomada de muy cerca, a centímetros del empalme; o bien tomada con un zoom caza-vaginas de gran potencia. Pude distinguir hasta vasos capilares.
Cerré la revista de inmediato. En realidad, era una colección de diez o doce números de la revista argentina Graphic 69. Porno duro. Para estómagos fuertes.
Quedé rígido, con la vista fija en un punto x del pizarrón. No sabía qué hacer. Sólo sabía que no quería volver a abrir esa porquería. Pero Igarzábal no me soltaba el cuello. Continuaba mirándome. Doblé la cerviz. Le obedecí.
De las siguientes ojeadas casi no tengo recuerdos. Digamos que no al nivel de esa primera imagen estereoscópica. Sólo retengo un pandemónium de culos, piernas, falos-mástiles, coños abiertos al límite, músculos en tensión, esperma gruesa. No recuerdo un solo rostro completo; sólo labios y lenguas. Y ojos en blanco. O cerrados. Y aullidos congelados. Boquitas pintadas.
Me puse blanco. Lo sé porque sentí un golpe de frío en la cara. Sentí que mi estómago flotaba. Estuve a punto de vomitar el desayuno. Pero resistí. Continué echando un vistazo a ese infierno que tenía sobre mis piernas.
Aclaro que no era la primera vez que veía pornografía. Un par de años antes, en la escuela primaria, compartí con cinco o seis chicos algunas fotografías sueltas, todas en blanco y negro. Eran poca cosa, de baja resolución. Porno suave. Una felatio a lo más. Un 69 algo difuso, tras los pliegues de un visillo. En una de ellas, la única que llamó mi atención, aparecía una monja de pie, con el faldón subido hasta la cintura, siendo cogida por un cura, de sotana y sin rostro, dentro de un confesionario. No se veían otros detalles, salvo las piernas y las nalgas níveas de la hermana, más la expresión de su rostro, también níveo, con los ojos en alto, en éxtasis, tal como si estuviera entonando un Ave María. Las otras fotos eran aun de menor resolución. En fin, me impactaron tanto como la pareja de milicos que montaba guardia en la escuela todos los santos días. Nada del otro mundo.
No había comparación posible. Las imágenes de Graphic 69 tuvieron el efecto de una bala dum-dum en mi cerebrito de adolescente idealista, pre-revolucionario. Me astillaron el cráneo. Y me dejaron en el infierno. Posé mi planta sobre la horrenda ribera del Aqueronte. Y ya no volví a salir de allí. Por lo menos, no del todo. Un cincuenta por ciento de mí quedó en esa laguna Estigia, enfangado hasta el cuello. A perpetuidad.
Pero, en aquel momento, no pensaba en otra cosa que en salir del atolladero. Mantenerme con vida. Luché con todas mis fuerzas, hasta que logré superar la parálisis que me afectaba, y volví a abrir la biblia de Igarzábal. Esta vez, miré todo con más pausa. O eso fingí, para no exaltar el ánimo de ese orangután. Me sentía un poco mejor; quiero decir, sin tanta náusea. Podía sentir el suelo bajo mis pies. Podía controlar el temblor de mis manos. Ordené un poco mis ideas.
Miré a Igarzábal. Le pregunté, con un gesto, si acaso ya le podía devolver su biblia porno. Me respondió, con otro gesto, que podía quedármela. Era la peor respuesta que esperaba recibir. Esa bendita carga me quemaba las manos. Además, de pronto, mi compañero de banco despertó. Entonces la envolví a toda prisa y la metí en el bolso que tenía pegado al respaldo. Un minuto después, el profesor se puso de pie y vino directo hacia mí. Quedé inerte, en estado de shock. Me delataba. O eso creía. Sin embargo, pasó junto a mi mesa, sin mirarme. En realidad no miró a nadie. Sólo dio un paseo por la sala, hasta que por fin regresó a su escritorio. Al parecer, ese viejo lagarto también era sonámbulo.
El timbre del recreo casi me arrojó de la silla. No quería salir al patio, pero tuve que hacerlo. Una vez allí, donde el cielo que veíamos no era más que un trozo de toldo gris, como diría Wilde, a propósito de cárceles, me reuní con Igarzábal y un par de cachorros más. No fue necesario que Igarzábal ni nadie me arrastrara hasta allí, porque partí tras ellos como un autómata.
Igarzábal fumaba un cigarrillo sin filtro. Era un privilegiado. En el patio del liceo sólo fumaban los matarifes como él. Los inspectores hacían la vista gorda.
–¿Te gustó, pollito? –me largó en cuanto me tuvo a mano.
Le respondí que sí con la cabeza.
–Es tuya. Te la regalo.
El cabrón me miró de arriba abajo. Luego sonrió en su estilo; mitad que podía romperme la cara, mitad que podía violarme. En su máscara campeaba esa expresión brutal que tienen los torturadores: lascivia y crueldad al mismo tiempo.
–Tengo mejores, pollito. Aparecen pendejitas de la edad de tu hermana –dijo, soltando la risa–. Y minas que afilan con perros y monos –agregó.
Asentí en silencio y con una sonrisita estúpida incrustada en la cara. Cuando habló de monos, me pregunté a cuál familia de primates pertenecería él. No se me ocurrió ninguna. Los otros dos subnormales, de los que no recuerdo ni sus nombres, no hacían más que reírse entre ellos. No sé si yo les causaba gracia o le hacían fiesta a su macho. Una de dos. O ambas.
Para mi fortuna, alguien llamó a Igarzábal desde el otro extremo del patio. Partió hacia allá. Tras él, partieron también sus dos fellahs. Me quedé en el lugar mirando hacia quizás dónde, con un revoltijo en la cabeza. No sé si mantuve mi sonrisita estúpida incrustada en la cara. Creo que sí. Podría apostar a que sí.
Cualquiera diría que exagero la nota. Pero había que ver lo que provocaba en esos días en la cabeza de un polluelo un