La mordiente
Por Karla Sterloff
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La mordiente - Karla Sterloff
Plath
I.
"Trato de escribir en la oscuridad tu nombre.
Trato de decir a oscuras todo esto".
Jaime Sabines
Campo de algodones
«Las mujeres que tienen vida nocturna,
salen a altas horas de la noche y entran en contacto con bebedores,
están en riesgo. Es difícil salir a la calle y no mojarse.»
Arturo González Rascón, ex procurador
de Justicia del Estado, febrero de 1999.
El Diario de Juárez, 24 de febrero de 1999.
Ya no puedo esperar más. Ahora solo resta la descomposición de mi cuerpo, la masa bizarra y uniforme de mis carnes camino a ser un líquido viscoso y mal oliente. El aire se envicia con el paso de los días. La cabeza sigue dando vueltas buscando la forma de dejar entrar un soplo de oxígeno por alguno de los bordes de la nariz, por algún poro.
La vez que pasé por la esquina donde los carros estacionados con las puertas abiertas me llamaban, les dije mi nombre, coqueteé un poco con ellos. Pero luego no lloré, no abrí las piernas. No acudí, ¿habré caminado junto a ellos? Los recuerdos plagados de miedo son recuerdos exacerbados e inexactos, así que tal vez acepté una cerveza.
—¡Bonita tu blusa, mujer! –sonrisa.
—¡Guapa! –otra vez sonrisa.
Volví la cabeza para sonreír también.
Me inquietaban aquellos hombres, tenía curiosidad, ganas, ese revoloteo en el cuerpo que me hace juntar las piernas y apretarlas con tironcitos pequeños.
Guapa
, es una linda palabra, un imán para darme vuelta y fingir timidez cuando me aparto el pelo. Voltear esta trama errada parece sarcástico. No, más sarcástico que la cabeza siga el remolino de las horas y de los días que pasan como un coletazo de reptil hasta convertirme en esta osamenta en medio del polvo.
Terminaba el turno de las dos y caminé a la próxima parada del autobús. El calor a esta hora es un puñado de piedras en la espalda: seco, árido, grave. Suena.
Todo se escucha con eco, el calor cayendo en diminutos granos de arena sobre el camino, la música de la camioneta saliendo estrepitosamente por la puerta abierta como una bofetada, los hombres con sombrero y los haces de luz de las botellas de cerveza en las manos.
Veo la hebilla plateada. La figura metálica con las fauces abiertas en la cintura, los ojos incrustados como piedras rojas y la correa gruesa y negra al borde del pantalón. Escucho las risas y luego los gimoteos. No es cierto que la muerte sea el final. Lo lamento por todo lo que nos enseñaron, por la vida vivida, por la tía Sara que dejó de buscar al vecino cuando volvió de la iglesia arrastrando aquel sermón y por mi madre. Me río de la falda en el colegio, una cuarta más abajo de la rodilla y del miedo al mar, a la noche, a los espantos y al fuego. No hay una luz en este espacio, ni un río, no hay ángeles que te encaminen a dios o al infierno. No hay santos, ni están los conejos que criaba mi madre, como pensé.
Los conejos. Mamá pasó toda la vida criando a estos animales, que pronto yo adoptaba como mascotas para después llorarlos, uno a uno, con la misma devoción con que mamá lavaba los zapatos ensangrentados. Imploro la vida de este conejo delante de mamá, esa es mamá que encoge los hombros con la mirada vacía y me da la espalda mientras se curten las pieles al sol y yo construyo la idea de un cielo blanco plagado de conejos.
Oiga usted el chillido del animal amplificado, vea su nariz rosada palidecer, los ojillos rojos dilatándose hasta la inmovilidad del resoplo. Vuelve el chillido del animal encerrado en mi pecho. Mi diafragma es pequeño pero me he vuelto sonora, asmática, acústica, acústica, acústica...
Un coyote ulula detrás de la montaña. Cuando calla, me percato de que no nací aquí. Esta tierra que me contiene, no es mi tierra. Tengo la vaga imagen de un tiquete de autobús y una fila interminable de personas con maletas y bolsas de fibra plástica. Pongamos que fue un catorce, el día catorce que huí de casa alentada por un programa de radio. Era un programa infantil donde narraban una leyenda del sur. Radio Musicalito, efe eme, paratantantantán. Bríncate el círculo de baba, Lorena
, me decía la caja aún estando apagada. Yo era la serpiente que murió de hambre y sed al creerse atrapada en la circunferencia de baba que el sapo había trazado. Él se llamaba Francisco. El primer año juntos fue bueno, luego vino el otro y los demás, y el círculo era cada vez más estrecho. Me sentía asfixiada. Sí, esa soy yo escuchando la radio. Asustada y de parchones, con interferencia y efecto moiré. Lo planeé seis meses, el dinero, los papeles, salir sin dejar dirección ni contactos. Dicen que al norte hay trabajo.
Subo al autobús esquivando la bolsa de la mujer gorda con várices en sus piernas. Ahora todo es vaporoso, la nube hacia la escalinata que lleva a la puerta parece estrecharse a su paso. Recuerdo a la mujer gorda porque la enagua de flores rosa que viste, parece terminar en las várices que se extienden hasta los tobillos, como los tallos de las flores sembradas en el jardín de casa. A cierta edad las piernas acaban siendo dos vástagos de superficie irregular. Así hubieran sido las mías en treinta años más.
El hecho es que la bolsa de plástico luce pesada, casi tan pesada como ella y cada vez que la mueve para avanzar en la fila, termina por rozar de alguna manera conmigo. Ahora ambas somos pasajeras.
La experiencia desde la ventanilla resulta alucinante. Adentro tengo una sensación que ahora podría describir como visceral. Se me seca la boca y las náuseas son un gancho prensado en el estómago. Fui saliendo de un hormiguero de gentes y automóviles y del silbido frío de la madrugada hacia paisajes donde el autobús se convierte en el único acompañante de su sombra. Son doce horas de maldito desierto. Maldito calor y frío extenuante que llevan hasta la frontera. Si alguna vez hubo camino, hoy lo cubrió el viento con su frazada de polvo y nubes y lejos de admirar el paisaje, cierro los ojos para que el sol no los queme. Treinta