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El vuelo del quetzal
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Libro electrónico191 páginas2 horas

El vuelo del quetzal

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En Guatemala el tirano lanza una brutal ofensiva en el Quiché. La vida del principal líder guerrillero peligra. Se le pide a un costarricense que viaje por tierra hasta allá, haga contacto con el comandante rebelde y se lo lleve a México para salvarle la vida. El vuelo del quetzal es, simultáneamente, el relato de un viaje por una Centroamérica convulsa y desgarrada por conflictos armados que la desangraron en las décadas de los 70 y 80, así como el relato de una jornada profundamente personal en la que la apacible y cómoda vida de un joven de clase media es sacudida cuando experimenta por primera vez el sufrimiento, la miseria y la injusticia en su propio país. Se involucra en las luchas sociales de Costa Rica y con los movimientos que buscan acabar con las dictaduras militares en Latinoamérica. Su vida se trastorna e inicia una búsqueda de lo que es verdaderamente esencial.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jun 2022
ISBN9789930595510
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    El vuelo del quetzal - Miguel Martí

    Miguel Martí

    El vuelo

    del quetzal

    Estimado lector: Muchas gracias por adquirir esta obra

    y con ello, apoyar los esfuerzos creativos de su autor y de la editorial,

    empeñada en la producción y divulgación de bibliodiversidad.

    Su apoyo implica impedir copias no autorizadas de la misma

    y confiamos plenamente en su honestidad y solidaridad.

    logouruk

    Colección Sulayom

    San José, Costa Rica

    Primera edición, 2022.

    © Uruk Editores, S.A.

    © Miguel Martí.

    San José, Costa Rica.

    Teléfono: (506) 2271-6321.

    Correo electrónico: info@urukeditores.com

    Internet: www.urukeditores.com.

    Fotografía de portada tomada de depositphotos.

    Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.

    Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.

    Hizo un último chequeo. Se aseguró de que no fue seguido. Apuró el paso para llegar a la hora convenida. Por las medidas de seguridad que le exigieron supo que sería el operativo más importante y arriesgado que haría en su vida. Llegó a la hora exacta. Tomó la llave que le fue entregada el día anterior, abrió la puerta y entró. Al ver al Secretario General confirmó que el asunto era delicado.

    —Pasá Alfredo, tenemos que hablar, dijo el Secretario con voz firme.

    La casa era de madera, pintada por fuera de celeste y blanco; una de esas casas antiguas que aún quedan en Alajuela y que pasan desapercibidas por no tener nada particularmente llamativo.

    Recorrieron un estrecho corredor hasta llegar a la sala. Era pequeña y con poca iluminación. A la izquierda pudo ver una mesa con restos de comida aún servida y sintió el aroma de café recién chorreado. Al lado derecho de la sala, sentado en un sillón de cuero negro, vio a un hombre que no pudo reconocer. La voz chillona de alguien que apareció lo distrajo. Volteó a verlo. Vestía una camisa blanca con inconfundibles bordados multicolores guatemaltecos. Alfredo se sorprendió. No esperaba encontrarse con un indígena. Era joven, de unos 25 años de edad, bajo de estatura, aunque de complexión gruesa y con un cabello extremadamente negro y lacio.

    —¿Es él? Me lo imaginaba más viejo, dijo el recién llegado.

    —Es buen chofer, respondió el Secretario General, mientras le hacía un ademán a Alfredo para que se acercara al sillón donde estaba el hombre que vio al entrar. Te presento a Rolando Morán.

    Alfredo sintió una ligera conmoción al escuchar ese nombre. Ya tenía suficientes años de militancia para saber que era una especie de leyenda, lo más parecido al Che Guevara que se podía encontrar en Centroamérica. Pensó que una de las razones del descalabro del Che en Bolivia fue que no logró integrar a la población indígena a su movimiento guerrillero, pero que, en Guatemala, Rolando Morán, tras décadas de combatir a las dictaduras militares de su país, había logrado lo impensable, lo que parecía estar más allá de cualquier tentativa de organización revolucionaria: consiguió incorporar a los indígenas del Quiché a su movimiento guerrillero. Lo había imaginado más alto, con un cuerpo más robusto y musculoso, como el de alguien que camina horas en la selva cargando el peso de un fusil y el de su mochila. Pero más bien vio a un hombre mayor de aspecto tranquilo, de contextura gruesa y pelo corto canoso, con un rostro amplio y redondo marcado por arrugas que delataban una vida transcurrida entre adversidades. Notó que tenía unas cejas enormes y prominentes bolsas bajo los ojos. Su nariz era grande y ancha y despedía un aire de serenidad.

    —Lo vas a ir a recoger a San Pedro Sula y de ahí lo vas a llevar a Guatemala, dijo el Secretario General sin preámbulo alguno.

    El indígena se acercó a la mesa, donde había una revista «TIME» y, al azar, arrancó una página, que se guardó en su bolsillo. Se acercó a Alfredo y le entregó la revista.

    —El 26 de mayo, a las tres de la tarde en punto, vas a estar tomando un café con tostadas en el restaurante del parque, frente a la Catedral en San Pedro Sula. Vas a estar leyendo esta revista. Un compañero se presentará con la página que le falta. Será tu contacto. Si sentís que algo va mal, en vez del café estarás tomando una Coca-Cola y el contacto se hará de nuevo.

    Alfredo sintió una sensación de frío que le recorrió la espalda. Las manos le empezaron a sudar. De golpe pudo entender lo que se le pedía: llevar de nuevo a Guatemala al hombre más buscado por el dictador. A su mente vinieron espantosas imágenes transmitidas por televisión de aldeas arrasadas y cuerpos mutilados por orden de Ríos Montt. Sintió miedo, pero no permitió que se le notara.

    Fue entonces cuando escuchó a Macho, a quien no había visto hasta ese momento. No conocía su nombre y tampoco debía conocerlo. Nadie habría podido imaginar que ese hombre tranquilo, afable, siempre sonriente y de buen humor, pudiera ser uno de los principales responsables de organizar las operaciones clandestinas del partido. «Quizá sea precisamente por eso que tiene esa responsabilidad».

    —El carro lo estamos preparando, está casi listo, dijo Macho. Podrás salir pasado mañana. Te advierto que vas a tener que estar muy conciente de la distancia que recorrás. Para embutir algunos documentos y dinero le alteramos el tanque de la gasolina y ahora solo carga poco menos de la mitad de su capacidad. Calculo que vas a tener que ponerle gas cada 200 kilómetros. Te aconsejo que siempre llevés una pichinga por si acaso. En algún momento les vas a entregar el carro. Calculo que tardarán tres días en desarmarlo y volverlo a armar. El día de la entrega primero hacés check-out de tu hotel, lo entregás y luego te vas a otro, así no vas a llamar la atención por quedarte sin el chunche ese tiempo. Yo que vos aprovecho esos días y me voy a Panajachel. Dicen que es lindísimo.

    Alfredo agradeció en su interior que Macho hablara como si se tratara de una excursión al lago Atitlán. Por un instante pudo verlo con sus aguas azules oscuras y su volcán perfecto. Comprendió que trataba de disimular lo que en realidad todos sabían, que se trataba de un viaje en el que, si algo salía mal, los matarían, aunque, en realidad, a lo que más le temía no era a morir, sino a ser torturado. Recordó historias horrendas que los chilenos torturados por Pinochet le contaron años atrás en la Universidad de Costa Rica. Siempre le impresionó la historia del Chico que pudo escapar de sus verdugos diciéndoles que los llevaría a una casa de seguridad de su partido. Hubo un momento cuando quedó en el auto con solo uno de los agentes. Supo que era en ese instante o que nunca lograría salir con vida: con un rapidísimo movimiento le sacó de su bolsillo un lapicero y se lo hundió en un ojo. En medio de los gritos del militar saltó del auto, corrió y para su sorpresa se topó con la embajada de Costa Rica. Saltó el muro y pidió asilo. Notando que Alfredo se distraía, Macho alzó un poco la voz.

    —Mañana pasás al taller por el carro al mediodía cuando todos salen a almorzar, luego iremos a que conozcás a quien será tu acompañante en el viaje.

    ***

    Lo había imaginado pequeño pero el taller, ubicado a la entrada de Alajuela, era enorme. Vio un amplio galpón de techo elevado que ayudaba a proteger el lugar del calor a veces sofocante de la ciudad. Colocados en hileras pudo ver toda clase de autos chocados, sus latas horriblemente desfiguradas. Y no pudo dejar de advertir el extraño contraste entre el orden con que se acomodaban y lo destruídos que estaban. Macho vino a su encuentro.

    —¡Este es, cuidámelo que no tengo otro!

    Alfredo vio, con un sentido de decepción que no pudo ocultar, que era un viejo pick-up Datsun doble cabina, de un horrible color amarillo mostaza. Creyó que le darían un auto más potente y más rápido, por si fuera necesario en algún momento intentar una maniobra de escape. Se sintió molesto, incluso enojado. Macho advirtió su malestar y su decepción.

    —Tranquilo. Tuvo que ser así. Este chunche, por ser doble cabina y tener cajón de carga es del largo que necesitábamos para poder alterarle un poco el chasis y embutirle algunas armas. Eso sí, el peso adicional le cambió su centro de gravedad. Tendrás que tener cuidado especialmente en la curvas y calcular una distancia mayor de frenado. Y no olvidés que tiene un tanque de gas que solo carga la mitad de su capacidad normal. Ya le pusimos en el cajón una pichinga pequeña por si llegara a ser necesario. Andate a probarlo ahora para que le vayás tomando el pulso.

    Estuvo a punto de protestar. Incluso, por un momento, la idea de rehusar la misión le cruzó la cabeza. Pero pudo más su sentido de disciplina y la convicción de que contribuiría a combatir a la dictadura.

    ***

    Su belleza lo aturdió; solo pudo permanecer inmóvil y en silencio.

    —Te presento a Marielos, dijo Macho. A partir de este momento es tu novia desde hace dos años. Tienen que preparar la leyenda. Tendrán que saberlo todo de memoria: cuándo y cómo se conocieron, qué le gusta a cada uno, quiénes son sus familiares y amigos, comida preferida, canción favorita, en qué trabajan, qué estudian. Si los llegan a interrogar por separado debe haber total coherencia en lo que digan. De ello pueden depender sus vidas.

    Los temores del día anterior se disiparon y más bien sintió una morbosa alegría, fantaseando sobre lo que podría disfrutar con su novia recién designada. Marielos era de estatura mediana, tenía un hermoso rostro con pómulos un poco saltados que le daban un aspecto de seriedad y firmeza. Sus ojos, profundamente negros, tenían una mirada inocente y confiada, como de una niña. A sus veintidós años de edad desplegaba un cuerpo esbelto, firme y bien proporcionado.

    —Hola, dijo Marielos con voz seca mientras le extendía la mano. Alfredo respondió al gesto y pudo sentir como Marielos apretó la suya con fuerza, mientras lo miraba fijamente, de manera casi retadora, hasta el punto que se sintió perturbado.

    Al soltarle la mano Marielos cambió el tono.

    —¡Vamos a Panajachel! ¡Siempre soñé con ir! ¿Creés que también podríamos visitar Antigua?

    Alfredo se sintió confundido. ¿Acaso no sabe a lo que vamos? ¿Será que no le dijeron? ¿O solo está actuando desde ahora como tendrá que hacerlo tan pronto crucemos la frontera en Peñas Blancas? Decidió seguir el juego.

    —También tengo muchas ganas de ir al lago Atlitán. La vamos a pasar bien.

    ***

    Cerró la puerta de su pequeño apartamento en Sabanilla. Al colocar la maleta en el cajón del auto sintió otra vez un estremecimiento, un ligero temblor en las manos y una sensación de sequedad en la boca. Era miedo. Lo había sentido en cada uno de los operativos anteriores. Pero esta vez fue distinto. Entendió que sería el más importante y arriesgado en el que participaría. Tuvo plena conciencia que podría morir. Quizá por ello una avalancha de recuerdos le asaltó. Al poner el carro en marcha recordó cuando, siendo adolescente, le llamó la atención una sublevación de jóvenes en un mayo lluvioso de París, que exigían que los dormitorios estudiantiles en las universidades de Francia fueran mixtos. Uno de sus profesores en el Liceo Francés le explicó en pocas palabras lo que ocurría: «En París estalló una sublevación del amor, una insurrección del sexo». Como si lo estuviera viviendo de nuevo, pudo sentir otra vez el impacto que tuvieron sobre él esas palabras cuando era un colegial: ¡Una insurrección del sexo! Alfredo recordaba vivamente ese día porque fue en ese momento cuando se despertó en él una insaciable necesidad de conocer, de entender y, sobretodo, de ser parte de la agitación que ocurría en el mundo y en su país.

    Mientras conducía hacia el punto de encuentro con Marielos en San Pedro, vinieron a su mente las imágenes del día cuando, sin tener claro cómo fue que ocurrió, se vio rodeado de sus compañeros del liceo junto a millares de estudiantes vociferando ante la Asamblea Legislativa contra ALCOA. Se percató de que, sin proponérselo, estaba haciendo un recuento de experiencias vividas que, de alguna manera, lo condujeron hasta ese momento. Sintió que los años transcurridos desde sus días de colegial fueron un coctel, singular y confuso, en que se mezclaron Bolívar, el Che y Fidel con Janis Joplin, Jim Morrison y Bob Dylan; Sartre y Camus con los Beatles; el movimiento hippie, los movimientos de protesta contra la guerra en Viet Nam, la ofensiva Tet, la primavera de Praga, John Carlos y las Panteras Negras; la masacre de Tlatelolco y Woodstock; el gobierno de Salvador Allende; la nueva trova cubana y los Rolling Stones. Y de nuevo revivió la sensación de que todo era una vorágine a la que él, gustoso, se entregó intentando absorberlo todo,

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