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Crónicas de vida, soledad y muerte
Crónicas de vida, soledad y muerte
Crónicas de vida, soledad y muerte
Libro electrónico78 páginas1 hora

Crónicas de vida, soledad y muerte

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Crónicas de Vida, Soledad y Muerte, es la ópera prima de Miguel Anabalón y consta de relatos construidos en los intersticios entre realidad y ficción, el humor y el drama psicológico, el mito urbano y la crónica autobiográfica. Cada cuento revela la fascinación del autor no solo por la literatura, sino también por la música, el cine, la física, las matemáticas y las ciencias metafísicas, así como por las cuestiones existenciales del ser humano. El cruce de todas estas temáticas se refleja en las estructuras de los relatos, que se abren al juego de la simulación, los espejos y los laberintos borgeanos, planteando al lector un papel activo en la reflexión y la diversión. Los personajes, afectados por la soledad, el ego, el amor, el poder y la obsesión, invitan al lector a embarcarse en un viaje hacia las profundidades de la mente, la memoria y la percepción del tiempo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2024
ISBN9789564091150
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    Crónicas de vida, soledad y muerte - Miguel Anabalón T.

    El vacío del alma

    Se entiende por alma cierta fuerza inmaterial, incorpórea e inmortal. Posee existencia propia, independiente del cuerpo en el más allá. Aristóteles sostiene que el alma es la forma o esencia de cualquier cosa viviente, y no es una sustancia distinta del cuerpo en el que está. Platón dice que el alma está encarcelada en el cuerpo. A escala microscópica, somos vacío, nada en realidad, la materia está vacía. Si nos acercamos a nuestra piel y avanzamos a escalas microscópicas, el vacío se hace inmenso, casi total. ¿Qué nos sostiene? ¿Nuestra esencia es material o inmaterial? ¿Todo este vacío, lo ocupa nuestra alma?

    Bonifacio era un ser humano sin Dios ni piedad. En el pueblo decían que era un hombre malo del alma. Era el capataz de una fábrica de ladrillos, fuente de trabajo para casi la totalidad de hombres, mujeres y jóvenes de Calihue, desconocida localidad del sur de Chile, cuyo nombre significa pueblo solitario en mapudungun, en la que llueve trescientos sesenta días al año, y el resto hace mucho frío y garúa.

    Era un hombre de cuerpo pícnico, es decir, cuerpo rechoncho, cara ancha y cuello corto. Siempre mal oliente, pasado a ajo y orina, vestido con ropas uno o dos números más pequeñas. Gozador de los pataches y el vino, muy zalamero con su jefe y las pocas autoridades del pueblo. Tenía profundamente adquirida la obsesión de tener poder sobre la gente que dirigía. Lamentablemente, creía que el poder se logra cuando las personas que diriges te temen, con miedo. Los trabajadores lo hacían realmente, y ese temor no era inventado, sino la consecuencia de su trato en extremo tiránico y abusivo.

    Se cuenta que una vez que fue necesario hacer crecer la producción de ladrillos, impuso la ley de trabajar dieciséis horas seguidas, y no aceptaba que alguno de los trabajadores dijera que estaba enfermo o con alguna dolencia, ni siquiera si tenía un menor o un recién nacido que cuidar; al que no trabajaba se le golpeaba y no se le pagaba.

    También se contaba que, en numerosas oportunidades, forzaba a realizar variados y desagradables juegos sexuales a chicas más jóvenes y a muchachos desvalidos y tímidos. Más de una chica quedó embarazada y algún jovencito se suicidó, por no poder soportar la vergüenza y el acoso de don Bonifacio, quien imponía su poder y se vanagloriaba por todo el pueblo de eso.

    Durante mucho tiempo, por más de cinco años, este capataz impuso su poder sin piedad sobre todos los trabajadores de la fábrica, y esto hizo que hubiera mucho odio acumulado en la gente y en casi todo el pueblo de Calihue.

    Una de esas noches, mientras algunos de los trabajadores jugaban dominó y tomaban el vino aguachento que sus bajos salarios permitían pagar, desde una obscura esquina del bar, el viejo don Rumualdo dijo con voz baja, un poco cansada, sentado solo y con la vista en su vaso de vino:

    —Ese hombre es un monstruo, sometió a mi hijo de trece años, varias veces, tanto que no lo soportó y el pobrecito se suicidó.

    Se produjo un silencio tan profundo, que permitía incluso escuchar los corazones alterados de los que estaban allí, y siguió diciendo:

    —A mí me gustaría que muriera, sí… que muriera, pero sufriendo. Ese maldito merece saber de su maldad y de todo el dolor que nos ha hecho sufrir.

    Se acercaron arrastrando algunas sillas a donde estaba, para escucharlo mejor. El más audaz del grupo preguntó:

    —Pero díganos, don Rumualdo, ¿qué podemos hacer en contra de ese inhumano? Está permanentemente con amigos y hasta con guardias que lo protegen y cuidan.

    Se produjo nuevamente un silencio, un vacío en la conversación que solo fue roto con la siguiente frase, un poco inentendible, pero dicha con mucha rabia por don Rumualdo desde las sombras:

    —Yo conozco a una señora que es nieta de una hechicera que formó parte de la Recta provincia en Quicaví, y pienso que nos podría ayudar. Vive aquí cerca, en Wekufutun.

    Algunos temblaron, otros tosieron nerviosos y abrieron grandes los ojos, mostrando su miedo. Claro, la localidad que tiene el nombre de Wekufutun, que en lengua mapuche significa brujería, acción demoníaca, era conocida por casi todos. Varios tenían un mal recuerdo de una que otra historia nacida en dicha localidad. El trabajador que se veía más atrevido del grupo, llamado José, se paró de su silla y dijo con inusual fuerza:

    —Bien, yo estoy de acuerdo. Elijamos a dos más de nosotros para que acompañemos a este buen hombre a esa localidad y ver a la persona que conoce. Deberíamos preguntarle qué se puede hacer y a qué costo.

    Una vez que el corajudo líder del grupo eligió a los dos con menos miedo, Pedro y Ambrosio, formaron uno de tres, pensando en que ese número era cabalístico para acompañar a don Rumualdo. No podían perder la posibilidad de una sanadora venganza en contra del, por tristeza, famoso capataz. Acordaron el día y hora en que se juntarían para ir a la localidad en que encontrarían una solución a su padecimiento.

    Llegó el día, se reunieron una hora antes para llegar a la localidad alrededor de la media noche. Hora en que, por tradición, atienden los nigromantes las peticiones que les llevan las personas. No faltaron rosarios y biblias a modo de escudos protectores, aunque sabían que, adonde iban, no tenían sus creencias.

    Se consiguieron un automóvil pequeño, en que cabían justo los cuatro y manejaron por el único camino existente para llegar a la

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