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Libro electrónico352 páginas5 horas

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Villa Fuentes del Monte es una ciudad tranquila y apartada que cuenta con diversas urbanizaciones, algunas de las cuales presentan un perfil social de gama alta. Sin embargo, la sierra que perfila su silueta montañosa a pocos kilómetros del lugar encierra un secreto milenario. La construcción que se erige sobre la cúspide de una de esas colinas alberga en sus entrañas claves de naturaleza arcaica. Poderes que deberían haber permanecido ocultos para siempre. Pero alguien ha decidido experimentar con las facultades misteriosas de ese enclave para desatar una tormenta de fenómenos de índole paranormal. Las calles se verán azotadas por la fuerza de sucesos aterradores que despertarán el miedo más atávico de los ciudadanos para dar paso a una espiral de violencia. Las apariciones fantasmales y el pálpito de energías sobrenaturales transformarán la vida de esas personas en una pesadilla imposible de olvidar. El autor bebe de diversas fuentes de naturaleza ocultista, para componer un mosaico con el denominador común de lo misterioso. Sucesos inexplicables, enigmas sobre antiguas civilizaciones del planeta, mitos y teorías neocreacionistas, así como referencias a la denominada «Edad de Oro», conformarán el humus de esta historia novelada, donde no faltan momentos de tensión que desatarán la adrenalina de los lectores.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ene 2023
ISBN9798215786413
Invocación Pagana
Autor

Juan Miguel Fernández

Autor asturiano de novelas de corte terrorífico y sobrenatural, que ya editó algunas de sus obras con sellos editoriales como Dólmen, Atlantis o Dissident Tales. También ha participado en diversas antologías de relatos de diferentes géneros literarios y en más de una ocasión presentó sus trabajos en prestigiosos festivales como Celsius 232.

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    Invocación Pagana - Juan Miguel Fernández

    Parte primera: La llave y el guía.

    Abismos y apariciones.

    ~1~

    El hombre, enjuto de carnes y de edad madura, dejó entrar en su caserón a aquel joven de aspecto famélico. Mientras el muchacho se quedaba unos segundos en el recibidor, el otro le observó con detenimiento. El joven se mostraba introvertido. Tenía la cabeza gacha, como avergonzado. Jugueteaba, nervioso, con la gorra que se había quitado y sostenía entre las manos.

    —Será mejor que pasemos a mi salón, hijo —señaló el hombre, mientras se acicalaba los canos cabellos—. Ahí podremos hablar cómodamente. Mi hermana está preparando café. Nos lo tomaremos mientras me cuentas un poco acerca de ti.

    —Como usted diga —accedió el muchacho con aire sumiso. Se mostraba retraído pero obediente. Aquello le gustó a su interlocutor, aunque necesitaba más datos para tomar una decisión. El asunto que se traía entre manos era bastante serio y no podía permitirse errores.

    —¿Y dices que tus padres murieron hace años, cuando eras todavía un niño? —se interesó el hombre, una vez tomaron asiento sobre aquellos vetustos butacones del salón. Todo olía a polvo y reinaba una quietud y un silencio opresores. De vez en cuando, alguna viga del caserón chirriaba a consecuencia de las altas temperaturas, pero eso era todo. Como mucho, quizás el zumbido de alguna mosca cerca de las ventanas.

    —Así es. No tuve oportunidad casi de conocerles. Me crié con mi tía, en una ciudad que está a varios kilómetros de aquí. Ella nunca insistió para que me volcara en mis estudios. Yo era apenas un niño y tampoco me interesé demasiado por ello.

    —¿Qué fue de tu tía? ¿Por qué terminaste solo, vagabundeando por ahí? —el hombre planteaba sus preguntas en tono amable, para que el chico no se amilanara, pero al mismo tiempo se mostraba firme y manejaba las pausas de manera estudiada. Afuera, perdido entre alguno de los senderos de la ladera, un gato maulló con pereza.

    —Verá; por entonces era un chico inquieto. No quiero decir que fuera un bala perdida. Simplemente estaba ansioso por salir del hogar de mi tía y conocer mundo. Ella apenas salía de casa. Se pasaba las horas haciendo sus tareas del hogar o viendo la tele. Y era posesiva. Casi no me dejaba salir a jugar y me obligaba a compartir esa vida tan monótona —el joven no se atrevía a mirar al hombre que estaba sentado frente a él, al otro lado de la mesilla del salón. Parecía turbado, pero poco a poco se abrió a aquel tipo de pelo canoso y tez arrugada.

    —De modo que al final decidiste marchar de casa por tu cuenta. Escaparte un día sin avisar, para ir en busca de vivencias que hiciesen tu vida más... interesante, digamos.

    —Comprendo que pueda sonar un poco rebelde, pero le aseguro que la vida me ha hecho madurar durante estos años. Ahora soy lo bastante responsable como para desempeñar un trabajo con eficiencia —agregó el joven, que alzó sus ojos claros para mirar al hombre con sinceridad. Éste se dio cuenta de que el muchacho empezaba a asustarse ante la posibilidad del rechazo.

    —No te preocupes, hijo. En el fondo, te comprendo mejor de lo que piensas. Sin ir más lejos —el hombre se inclinó hacia delante y bajó la voz, como en un gesto de complicidad—, mi propia hermana se parece bastante a la tía con la que un día viviste. Se pasa las horas aquí encerrada, desperdiciando su vida en tareas sencillas sin ninguna emoción. Apenas sale de casa y come como un grillo —tras explicar aquello, esbozó una sonrisa que alivió al muchacho. El ambiente parecía relajarse lo suficiente como para que éste se sintiera a gusto.

     Al poco entró en la sala una señora alta, que llevaba el pelo recogido en un moño y vestía con la sobriedad de negros atuendos. Su expresión era seria, casi hosca. Portaba una bandeja de plata ennegrecida por el tiempo, donde reposaban en equilibrio dos tazas de café. Lanzó al joven una mirada de desaprobación. Parecían no gustarle aquellas vestimentas raídas y su aspecto desaseado. El muchacho volvió a encogerse sobre sí mismo. Sin embargo, una vez la mujer se hubo retirado, tras servir el café, ganó de nuevo un poco de confianza. Aquel hombre que tenía enfrente parecía dispuesto a hacerle sentir como en la casa que jamás tuvo.

    —No le hagas caso a mi hermana. Siempre se muestra así de desconsiderada con las visitas. Ya sabes, una vieja amargada —aquella confidencia, mascullada entre sonrisas, estrechó los lazos de la confianza entre ambos—. Pero será mejor que no nos distraigamos. Estábamos hablando de ti. Cuéntame, ¿qué fue de tu vida una vez hubiste abandonado el hogar de tu tía? ¿Qué experiencias laborales tuviste y cómo te ganaste el pan durante esos años?

    —La verdad es que me costó encontrar trabajo. Durante algún tiempo estuve como ayudante de un panadero, ganando cuatro perras con las que apenas podía comprar comida. Todo ese tiempo dormí en un cuarto que el hombre tenía libre junto a su establecimiento. Luego estuve fregando platos en algún restaurante, cuidando señoras mayores o repartiendo propaganda. Pero todos esos eran trabajos que daban poco dinero. Al final me vi prácticamente tirado en el arroyo. Durante algún tiempo me di a la bebida. Pero  eso es algo que prefiero no recordar. No se preocupe, ya está superado y no volverá a ocurrir.

    »Luego estuve cerca de un año como ayudante para una compañía de gitanos que iban por los pueblos con sus atracciones feriales. Hasta que un día llegamos a una ciudad cercana, a escasos kilómetros de donde vivía mi tía. Me enteré de que había muerto y me sentí fatal por no haber ido a su entierro. Luego me quedé por estas tierras. Abandoné a los feriantes al no sentirme con fuerzas para seguir. Ahora necesito un trabajo. En cuanto vi el anuncio que usted dejó en Villa Fuentes, acudí lo más pronto que pude a esta sierra. Para mí, sería un honor trabajar en su granja. Le estaría tremendamente agradecido si me admitiera.

    —No te preocupes, muchacho. Pareces buena gente y me has caído bien. A pesar de todo lo que has vivido, no pareces un vándalo ni un holgazán, solo un joven que pasa necesidades.

     El hombre se levantó del butacón con lentitud, como si acusase los achaques de la edad. Mientras el joven le observaba, un tanto esperanzado, el otro recorrió el salón hasta la chimenea, donde había un reloj de cuco al que se entretuvo en dar cuerda. Estaba de espaldas al muchacho y parecía reflexionar unos momentos.

    —Entonces, ¿el trabajo es mío? —preguntó con timidez el joven, cada vez más ilusionado ante la perspectiva de una nueva vida.

    —Pareces, como digo, lo bastante educado y correcto. Seguramente serás un trabajador responsable. Y, ¿dices que ya no tienes a nadie en el mundo? ¿Ningún familiar o alguna amistad que pueda echarte en falta? Lo digo porque es un trabajo que requiere horas y vivirías por aquí cerca, con poco tiempo para los demás. No te preocupes, no volverás a tener una vida tan solitaria y retraída como con tu tía. Con el tiempo podrás hacer amistades e ir a divertirte a Villa Fuentes, que está cerca. Pero al principio tendrás que trabajar duro si aceptas el empleo.

    —Gracias por sus palabras. Me siento halagado. La verdad es que, durante las horas de soledad que pasé con mi tía, pude leer muchos de los libros que atestaban su biblioteca. Así pude labrarme una cultura y un vocabulario aceptables. Con respecto a lo otro, sí, por desgracia ahora mismo no tengo a nadie y soy una persona solitaria.

     El muchacho había vuelto a bajar la cabeza. Jugueteaba, un tanto nervioso, con aquella desgastada gorra que tenía entre las manos y no pudo ver cómo el hombre se alejaba de la sala.

    —Puedes considerarte contratado, hijo —anunció éste desde el umbral de la habitación—. Ahora mismo voy a por los papeles que habremos de rellenar para ultimar tu contrato.

     El muchacho sonrió feliz. Se sentía, por primera vez en mucho tiempo, aceptado y comprendido. Durante algunos segundos permaneció sentado, en silencio. El suave tic-tac del reloj de cuco esparcía por la estancia un murmullo adormecedor. Afuera el sol pegaba con fuerza, pero la luz natural se veía atenuada por los cortinajes. Dentro reinaba la quietud. Todo, en el salón, se veía pobremente iluminado, pues las bombillas polvorientas de la lámpara de araña estaban apagadas.

     Al poco, resonaron a un lado los pasos amortiguados del hombre. El joven no alzó la mirada. Permanecía sumido en los planes de futuro que comenzaban a bosquejarse en su mente y no advirtió cómo una azada sobrevoló su cabeza. Las manos que aferraban el mango de madera ejercían una presión vigorosa. La parte metálica del apero cayó como un mazo encima de la testa, cuatro veces seguidas. El cuerpo se desplomó sin vida sobre el respaldo del butacón. El cráneo quedó fracturado en media docena de sitios, con pedazos de masa encefálica que resbalaban en pegotes sobre un semblante desencajado. Un reguero de sangre se derramó sobre el mueble y el suelo. Los últimos espasmos hicieron temblar de manera ostensible el cadáver, que poco a poco perdía calor con cada calambre.

     La mirada del viejo destilaba satisfacción. Su pecho se agitaba a causa del esfuerzo que acababa de realizar, con lo que la respiración se tornó áspera y un tanto dificultosa. Pero la alegría le hizo recuperar pronto el aliento. Observó, satisfecho, el resultado de su deplorable acción. Las deportivas del joven golpearon, con la parte del talón, un par de veces más la alfombra sucia por el fluido vital, levantando un sonido sordo. Un pedazo astillado de hueso se desprendió de entre los pliegues lánguidos de carne y el cabello apelmazado, para resbalar hasta el regazo frío de aquel ser que perdía todo rastro de animación.

    —Puedes considerarte contratado, muchacho. Eres justo lo que buscaba para el puesto —musitó entre dientes el hombre, que sostenía en sus manos la azada con la que acababa de arrebatarle la vida al joven.

    ~2~

    Algunas semanas después, el hombre de pelo cano permanecía sobre la butaca de su salón, cabizbajo y meditabundo. Algo parecía perturbar sus pensamientos.

    —¿Por qué no ha funcionado, caramba? —se preguntaba con voz alterada. Su mano, trémula por el nerviosismo, se crispó sobre una de sus rodillas—. He hecho tal y como decían los manuscritos. ¿Por qué narices no ha funcionado? Maldita sea, con todo el endiablado trabajo y empeño que he puesto en ello.

     En ese instante penetró su hermana en el salón y se quedó de pie, mientras le observaba con gesto severo. Luego sus rasgos se suavizaron un poco. A pesar de todo el odio que había alimentado en sus entrañas, durante los últimos años, todavía era capaz de mostrarse comprensiva en algunos momentos.

    —Quizás dios esté obrando con sabiduría, impidiendo que puedas llegar más lejos de lo que ya has llegado —le espetó, con toda la calma que pudo reunir—. Aún puedes arrepentirte de tus actos, Abel. Seguramente no obtengas el perdón jamás. Pero todavía puedes redimir parte de tu culpa. Piénsalo. Lamento decirlo así, pero te has convertido en un monstruo abominable. Desearía que cejaras en tu empeño por seguir con esta monstruosidad antes de que sea tarde. No ya para ti, sino para el resto de la humanidad. Y me obligas a hacer cosas que detesto. Todo por unas ideas enfermizas que crees que te llevarán a una meta que no está a tu alcance.

    —Qué sabrás tú de la humanidad, vieja chismosa —replicó él con malicioso regocijo. Siempre le tranquilizaba arremeter contra ella, pues le ayudaba a olvidar sus propios problemas—. Te pasas la vida aquí encerrada, lamentándote y lloriqueando. ¿No crees que va siendo hora de que asimiles la muerte de padre? ¿No crees que ha llegado el momento de abandonar ese resentimiento? Y pretendes darme lecciones de moral a mí. Mira en tu interior, vieja resentida, y verás que hay más odio en él que fuera de él. No eres mejor que yo, aunque intentes engañarte y engañar a los demás con esas falsas palabras.

    —Jamás he sostenido que fuera mejor que tú, Abel. Pero al menos, lo intento. Y soy consciente de que, en este mundo, ya no tenemos cabida. Pero quizás aún tengamos la oportunidad de purgar nuestros pecados y hallar el perdón en el juicio que nos espera, tras la hora final. Quien se engaña eres tú, obcecado con la ridícula idea de que puedes jugar a ser dios.

    —Yo no quiero ser tu estúpido dios, fantoche apolillado —espetó él con mordacidad, al tiempo que se sonreía. Pero el gesto que le dedicó a ella fue como un puñal de filo envenenado—. Lo que anhelo es algo mucho más… Bah, no sé por qué pierdo el tiempo intentando explicar estas cosas a alguien tan simple y primitivo como tú, mujer. Es un derroche de energías injustificado. Personas así tenéis la mente tan cerrada que jamás veríais la realidad del mundo aunque os la pusieran delante de las narices.

     La mujer demudó su rostro hasta que se convirtió en una máscara de odio. Dio la espalda a su hermano, para que siguiera atormentándose con sus preocupaciones en soledad.

     Abel se preguntó cuándo se moriría ella de una vez. Parecía un cadáver andante, pero su hora no llegaba nunca y él estaba cada vez más cansado de tener que convivir con ella.

     Se quedó unos segundos barruntando para sus adentros. Seguía sin comprender por qué diablos su plan no había funcionado. Había arriesgado mucho al dar aquel último paso. A pesar de que el muchacho asegurara que estaba solo en la vida, Abel era consciente de que había asumido muchos riesgos al matarle.

    —¿En qué diablos he fallado? Maldita sea, no sé en qué narices he podido errar. Estaba todo tan bien planificado, todo tan documentado.

     Sin embargo, una luz se iluminó en su cabeza. Acudió a él una idea, como si alguien hubiera pulsado algún resorte en las enmohecidas cavidades de su mente.

    —Claro... quizás sea eso. ¿Cómo no he reparado antes en ello? —se dijo con gesto esperanzado.

    Sin entretenerse más en ello, se izó del butacón con la agilidad propia de un adolescente. Ignoró los quejidos de sus articulaciones y se dirigió con presteza hacia las escaleras de chirriante madera que daban al piso superior. Con una mezcla de premura y emoción, recorrió a los saltos cada peldaño, con la mente preñada de ilusiones y esperanzado ante la perspectiva que se bosquejaba en su cerebro.

     Minutos después, buceaba una vez más entre legajos de documentos, papiros resquebrajados y rollos de pergamino. Mamotretos antiguos llenos de polvo que inundaban su habitación, atestando sus estanterías o desplegados sobre su vetusto escritorio. Aquellos códices estaban repletos de extraños esquemas, fórmulas y dibujos donde se representaban escenas de sacrificios, oración o inquietantes tributos por parte de seres humanos a deidades oscuras. Muchos estaban escritos en idiomas olvidados. Algunas de esas lenguas eran desconocidas para él, pero había aprendido a manejar muchas otras y ahora las repasaba bajo el destello de una lámpara de aceite que usaba desde hacía décadas para semejante labor. Era consciente de que aquella compilación de sabiduría no podía observarse bajo el influjo de una luz cualquiera y por eso usaba aquel artilugio, cuyo resplandor le ayudaba a descifrar el sentido de los manuscritos.

    Tomó sus lentes y las colocó sobre el pronunciado puente de la nariz. Paseó sus dedos nudosos sobre el apergaminado papel, mientras recorría con las yemas cada contorno de esos dibujos y esquemas. Allí estaba todo explicado. Sólo había que concentrarse para desentrañar el significado de aquella suerte de instrucciones. Enarcó las cejas con aire lúcido, al tiempo que intentaba ignorar la fetidez que se enseñoreaba de la estancia. Aquel era un entorno nocivo, un remedo de laboratorio donde a menudo llevaba a cabo experimentos de naturaleza inquietante. Era el modo en que practicaba sus artes, para luego llevarlas a un terreno más fructífero, ya en una ubicación adecuada. Por eso el lugar apestaba. No obstante, el viejo estaba habituado a esos hedores que impregnaban la habitación.

    Cuando creyó que ya se había formado una idea bastante acertada de lo que debía hacer, golpeó la mesa con su puño en un gesto de satisfacción. La vetusta madera del mueble lanzó un quejido, cuyos ecos reverberaron entre los estantes preñados de polvo y telarañas.

     —Me parece que ya lo tengo, caramba. Tal vez ahora al fin lo consiga.

    Los ecos de sus palabras fueron estrangulados por la atmósfera de aquel lugar atestado de mugre y sumido en la penumbra. La luz de la lámpara regó sus pronunciadas facciones y dejó a la vista una expresión de triunfo que le dotaba de cierto halo demoníaco.

    Desde la planta baja, su hermana arrugó el entrecejo y compuso una mueca de disgusto. Le había oído mascullar algo y era consciente de que todo aquello no arrojaría más que desgracias sobre ambos. Y ya eran muchas las penurias que tenían que soportar a causa de la obstinación de Abel. La mujer sabía que su hermano no cejaría en su empeño por seguir adelante con toda esa locura. Se sentía impotente, incapaz de hacer algo para evitar el desastre.    

    ~3~

    Varios años después...

    José María era un hombre atractivo. Sus facciones eran armoniosas y gozaba de una excelente forma física. Su cuerpo era el producto de largas horas de gimnasio. Todo esto le hacía sentir muy seguro de sí mismo y alimentaba un narcisismo y engreimiento considerables. Aquella tarde conducía al volante de su Mercedes Benz de gama alta, con tapicería de cuero y todas las comodidades de un coche lujoso. Se repeinó con la mano el cabello oscuro y engominado, mientras se regocijaba con el pensamiento de la noche que le esperaba.

     Era una apacible tarde de viernes y aquel tramo de carretera estaba despejado. El otoño había llegado, pero hasta la caída del ocaso aún hacía un poco de calor. La llanura se extendía a su derecha, hasta perderse en la línea del horizonte, donde se distinguía la silueta de una extensa sierra.

       —José María, te espera un fin de semana de placer —se dijo con una sonrisa malévola, mientras accionaba el botón de la radio—. Te lo tienes merecido. Trabajas duro toda la semana y eres el mejor de tu clase. Eres un triunfador, y los triunfadores necesitan ser recompensados con todo tipo de placeres.

    El whatsapp que acababa de recibir, minutos antes, le confirmó que sus planes se desarrollaban según lo convenido. No pudo evitar que un repunte de excitación le trepara por el vientre. Ya anhelaba que llegase la hora de materializar, por fin, aquello que llevaba pergeñando a lo largo de esos días.

     —Hoy va a ser el día… hoy va a ser el día… hoy, por fin, va a ser el vendito y esperado día —canturreó con aire enfebrecido.

     Mientras decía aquello se dio cuenta que le picaba el gusanillo. Llevaba horas sin comer, desde el descanso para el refrigerio que hacía en su trabajo en una sucursal bancaria. Se dijo que últimamente estaba descuidando su dieta y no podría permitírselo mucho tiempo, o una capa de grasa comenzaría a desdibujar sus músculos. Pero aquel día estaba ansioso por lo que le deparaba la noche. Cuando estaba impaciente no podía reprimir el apetito, que además, en estos casos, sólo podía saciar con algún tipo de comida rápida. Se dijo que no pasaría nada si paraba durante un rato en alguno de los bares de carretera que había durante el trayecto. Aún le quedaban unos cuantos kilómetros para llegar a casa y no quería que aquel vacío en el estómago le agriara el carácter.

    La voz del locutor de un noticiario inundó el interior del coche y se entremezcló con los delirantes tarareos de quien iba al volante.  

    «Científicos estadounidenses en busca de una explicación plausible. Los expertos necesitan desentrañar la naturaleza de las decenas de orificios que han aparecido, por todo el planeta, durante las últimas semanas. Algunas personas han sufrido accidentes de considerable gravedad al ser sorprendidas por el fenómeno, a veces en sus propios hogares, cuyas estructuras sufrieron el deterioro de tan desconcertante suceso. Se baraja la posibilidad de que algunas prospecciones mineras puedan ser la causa de los desprendimientos. Pero esto no satisface a gran parte de la comunidad científica. Algunos expertos aseguran que, en la mayoría de las ocasiones, las zonas afectadas están lejos de lugares semejantes y los corrimientos de tierra no responden a los efectos de... »

     El sonido de la radio arrulló los sentidos del hombre. Como el trayecto que seguía no describía muchas curvas, José María pensó que la idea de hacer un alto no era tan descabellada. Necesitaba algo de cafeína en el cuerpo. Ni siquiera prestó atención a aquella noticia que daban en el programa que había sintonizado al azar.

    —No veo la jodida hora de llegar a casa y prepararlo todo —masculló entre dientes, al tiempo que entornaba los ojos y componía una mueca pensativa—. Qué largas se me están haciendo estas horas, coño. Creí que la jornada no iba a terminarse nunca.

    «Al principio se pensó que podría tratarse de corrimientos de tierra provocados por la erosión del agua.» Exponía un avezado reportero. «Algunas veces ocurre así. A causa de la filtración de alguna corriente, quizás debida a una fuga que proviene de una cañería fisurada, otras por agua que llega desde un arroyo subterráneo  o por filtraciones de la propia lluvia, el terreno se deteriora bajo la superficie. Esto produce un hundimiento y el consecuente socavón. Lo hemos visto en calles asfaltadas de muchas ciudades. Es algo que sucede con relativa frecuencia. No obstante, los colosales hoyos que se han referido, a lo largo de estas semanas, presentan una apariencia de lo más desconcertante. Son tan perfectos y simétricos, que cualquiera diría que han sido realizados con excavadoras profesionales de grandes dimensiones. Las paredes de los pozos ofrecen una imagen inquietante. Apenas se ven irregularidades a lo largo de su superficie y alcanzan profundidades que…»

    —Al cuerno con las noticias —rezongó José María, tras lo cual oprimió el botón de apagado del aparato, con ademán de irritación—. No dan más que mamonadas. ¿A quién carajo le importa que los suelos se vengan abajo en algunas poblaciones que están en el quinto coño?

    En la línea del horizonte pudo atisbar la silueta de su propia urbe. Le quedaban sólo unos kilómetros para llegar a casa. Estaba impaciente por disponer todo para que la noche que le esperaba fuese perfecta. Y tenía mucho que planificar y poner en marcha para ello. De cualquier modo, decidió aminorar la marcha para desviarse hacia el bar Moody; aquella cafetería de carretera donde tenía pensado tomarse un refrigerio. No podía pensar con el estómago vacío.

    ~4~

    El móvil de Laura comenzó a vibrar en su pantalón vaquero. Ella intuyó enseguida quién la llamaba. Lo sacó de su bolsillo con un gesto de fastidio. Tras contemplar el nombre sobre el display del dispositivo, no tardó ni un segundo en colgar.

    —Maldito pelmazo. ¿Cuándo te darás por vencido? —masculló entre dientes.

    No tenía ganas de volver a hablar con él. Ya había tenido bastante con lo del domingo pasado. Ahora estaban a viernes, con el fin de semana a la vuelta de la esquina. Su teléfono había sonado muchas veces durante esos días y mostrado siempre el mismo nombre en la pantalla. Ella había colgado de forma mecánica, sin dar una oportunidad a aquel descerebrado de su ex novio. Tenía muy fresco en la memoria el recuerdo de aquella estúpida tarde de domingo. Además, ahora la jornada se planteaba laboriosa en el bar de carretera de su padre. Tenía que cambiarse cuanto antes para atender a los clientes.

    En esos momentos se encontraba frente a su taquilla, en el lugar donde los camareros se mudaban la ropa antes de comenzar el trabajo. No pudo evitar, sin embargo, rememorar los acontecimientos que habían tenido lugar el pasado fin de semana.

    —Joder, si lo llego a saber… En buena hora se me ocurrió que podía ser buena idea hacerle caso e ir con él. Si es que parezco una pardilla, narices. Menudo mal rato que me hizo pasar el capullo.

     Bruno se había empeñado en que fueran a dar una vuelta en su coche hasta la sierra. Ella se mostró al principio reticente. No quería ceder ante las tentativas de él para retomar una relación que ella sabía terminada. Pero al final se dijo que no le vendría mal cambiar un poco de aires, salir de la ciudad o del negocio que regentaba su padre; escenarios que se habían transformado en algo perenne en su vida. Además, de aquella forma tendría ocasión de hablar con él a solas, para hacerle ver, de buenas maneras, que lo suyo no iba a ninguna parte.

    —Como si Bruno atendiera alguna vez a razones —se dijo, malhumorada, al tiempo que reprimía el impulso irracional de arrojar el aparato que aferraba hacia la pared que tenía a un lado. Estaba tan furiosa con él por su insistencia como consigo misma por haber pensado que podría hacerle recapacitar—. Siempre se comporta como un crío. Y encima se inventa cada parida que no es ni medio normal…

    Alguien se había dejado en la estancia un viejo cacharro; uno de esos transistores a pilas que pertenecían, según se dijo ella, a una época remota. Ahora el aparato vomitaba las reflexiones de un locutor de radio de algún noticiario. El tipo decía algo acerca de unas catástrofes que estaban teniendo lugar en diversas poblaciones, a nivel global.

    «El grado de desconcierto entre los expertos en la materia resulta mayúsculo. La comunidad científica no sale de su asombro. La alarma que genera esta situación entre la ciudadanía ha puesto en jaque a los dirigentes de varios países. La gente tiene miedo y necesita respuestas, que se tomen las medidas que sean necesarias y se ataje el peligro que suponen estos orificios de una vez. Corrimientos de tierra debidos a la erosión de corrientes subterráneas, fallos estructurales en el diseño de algunas calles, prospecciones mineras que producen hundimientos… Las hipótesis que se barajan no satisfacen a nadie en absoluto. Todas han sido rebatidas al poco de ser expuestas. Aquí existe algo que se nos escapa. Un factor clave que nadie logra desentrañar de forma satisfactoria. Y las personas siguen sufriendo las consecuencias. Los heridos graves se cuentan por decenas. Las víctimas mortales ascienden a un total de nueve casos confirmados. Y nadie es capaz de tomar las riendas de una vez como se debe…»

    —Pues estamos guapos —se limitó a rezongar entre dientes—. Era justo lo que nos faltaba, que ahora el mundo se nos descogorcie bajo los pies.

    «… No obstante, hoy hemos sabido que unos avezados exploradores intentarán recabar alguna información. El grupo, conformado por dos arqueólogos y un empresario, va a aventurarse a descender a las entrañas de uno de estos formidables agujeros. El hombre que financia este proyecto, de nacionalidad alemana, es un apasionado por… »

    Laura apagó aquel trasto sin prestar mucha atención a lo que aquel acalorado locutor narraba. Ella ya tenía bastantes quebraderos de cabeza como para preocuparse por las catástrofes que tenían lugar a lo largo del planeta.  Ni siquiera aquello le permitió sacudirse la idea de lo acontecido el domingo anterior. Aunque andaba un poco apurada, no logró evitar que el suceso le rondase de nuevo por la mente.  

    ~5~

    Algunos días antes…

    Al principio todo transcurrió con la normalidad que cabía esperar. Viajaron en el deportivo de color amarillo por la solitaria carretera, hasta la sierra. Apenas cruzaron triviales palabras durante el trayecto, mientras veían desfilar el paisaje otoñal de pardas llanuras a través de la ventanilla. Pero ella notó

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