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Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas
Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas
Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas
Libro electrónico377 páginas4 horas

Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas

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Dos humanos y un elfo despiertan en un lugar que no conocen. No recuerdan nada de su pasado, pero pronto sus vidas se verán amenazadas y deberán unir sus fuerzas.
Una joven cazadora de demonios, perteneciente a un círculo secreto, sigue la pista de una secta y experimenta un horror que sacude sus creencias más profundas. Su camino se cruza con el de una asesina que va dejando un rastro de sangre mientras busca la redención.
Un poder antiguo y oscuro aguarda el momento para regresar. Humanos, elfos, herais, enanos y el resto de las especies se enfrentarán a la extinción cuando el Infierno abra sus puertas.
¿Serán capaces de frenar la invasión?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 may 2021
ISBN9788412364170
Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas
Autor

Daniel Rodríguez Vega

DANIEL R. VEGA Comenzó a escribir durante sus años en la facultad, colaborando en varios números de la revista de investigación y creación literaria Estigma con diversos poemas e ilustraciones. Es autor del poemario El Árbol de las Mentiras, donde emergen sus lecturas e influencias de Whitman, Pessoa y Cavafis. Su paso a la narrativa fue muy posterior. Dentro del género de la fantasía tiene publicada una serie de relatos cortos entre los que destaca La morada de los yacidos, en la antología Welcome to Dreamland. Los Hijos del Dios de las Cenizas ha sido publicado por Ediciones Arcanas en 2020.

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    Crónicas de Árkatos. Los hijos del dios de las cenizas - Daniel Rodríguez Vega

    1

    La Taberna del Dios Mendigo

    —Maestro, ¿qué hacemos aquí?

    La chica se mecía en su asiento, impaciente, mientras miraba a su alrededor con hastío, sin comprender por qué llevaban tanto tiempo en aquel lugar, un tugurio mal iluminado con velas amarillentas, situado en la zona baja de la ciudad. El olor a vino invadía la atmósfera junto con el perfume sugestivo de las especias, el humo gris de las pipas y la carne quemada en los fogones. Sustentaban un aroma casi hogareño que se hacía viejo entre los tablones y se depositaba en las hendiduras. El viento se colaba por las rendijas del tejado, susurrando una suave melodía, y barría parte de los efluvios mal sedimentados. Una gran chimenea de bloques de caliza, con la lumbre bien alimentada, otorgaba una sensación agradable que invitaba al recogimiento durante esos días de invierno gélido que, en una población situada tan al norte, podían llegar a ser terribles.

    —Debes aprender a observar, Kilysha, y a tener paciencia. Sobre todo paciencia.

    Sentado junto a ella, el joven que acababa de responder aparentaba su edad. Al igual que su compañera, vestía una túnica parda sobre ropajes de cuero y una capucha que ocultaba el cabello y parte de su rostro. Se entretenía observando a los lugareños que había en la posada mientras vaciaba el fondo de su copa. La Taberna del Dios Mendigo era muy conocida en aquellas calles por servir la cerveza aguada más barata de la provincia a toda una fauna de borrachos, rateros y maleantes que frecuentaban las cloacas de la ciudad de Viskhassi, capital de la comarca del mismo nombre.

    —Fíjate bien, desde este rincón del altillo podemos controlar todo lo que ocurre en el local al tiempo que dificulta que alguien en el piso inferior nos vigile o escuche. Quiero que mires a tu alrededor sin llamar la atención y me expongas toda la información que seas capaz de extraer.

    —Tengo la sensación de que tú ya has descubierto a nuestro hombre. ¿Por qué no vamos a por él y acabamos?

    Él la observó con dureza. La joven suspiró cansina, sabiendo que nada de lo que dijese satisfaría a su exigente compañero.

    Tras medio minuto, Kilysha dijo:

    —Bien, tenemos a tres borrachos de juerga haciendo mucho ruido: dos enanos y un humano. Están en celo, no paran de reír y mirar a la camarera. Muy típico de los fieles devotos del alcohol a granel.

    —Muy mal. Antes de pasar a otros clientes, ¿nada más de ese grupo?

    —Dame unos segundos… —Afinó sus sentidos—. Aunque se están divirtiendo, el enano más delgado ríe solo con su voz, pero sus ojos parecen tristes.

    —¿Por qué crees que es así?

    —¿Cómo quieres que lo sepa?

    —Si lo ignoras, es que aún no has aprendido a contemplar el interior de las personas. Continúa observando y dime.

    —De acuerdo —aceptó la joven, más decidida—. Evita mirarla directamente mientras los demás sueltan obscenidades; él se limita a seguirles la corriente y reír, pero creo que está enamorado.

    —Claro que lo está. ¿Y ella?

    —Parece enfadada.

    —Eso es obvio. ¿Qué más?

    —Evita acercarse a la mesa de los borrachos. No quiere saber nada de ellos.

    —Mal. Muy mal —dijo el chico—. Eso es lo que ocurre ahora, pero cuando entraron en el local la camarera los atendió antes que a los demás clientes. ¿A que no adivinas a quién sonrió de una manera especial? Pues sí, a nuestro torpe amigo. Sigue con otros parroquianos.

    —Vamos a ver…

    —Otra vez muy mal. Con el vistazo anterior deberías haber obtenido información de todos los que se encuentran en la sala. En una misión, en un momento dado donde debas actuar rápido, puede que no tengas tiempo para volver a observar.

    —Vale, lo he hecho mal, pero dame unos segundos; será la última vez que mire. —Estudió el lugar de nuevo y siguió hablando—: También tenemos a dos personajes un tanto siniestros en uno de los rincones. Podrían ser ellos, no parecen interesados en ninguno de los demás clientes y se mantienen en una pausada conversación.

    —Quiero que ahora fijes tus ojos en mí. Sin volver la vista hacia abajo, debes describirlos.

    —El más alto posee un arco y carcaj, el otro lleva una ballesta. Ambos esconden armas de filo, van vestidos con pieles al estilo de los pobladores de las montañas y tienen una pose seria. Parecen gente dura, arraigada a su tierra, que vive en condiciones muy difíciles.

    —No está tan mal. ¿A qué se dedican?

    —¿Cazadores?

    —Muy bien. ¿Son los que estamos buscando?

    —Supongo que no. Viven lejos y pasan poco tiempo en la ciudad. Deben de haber venido con la idea de vender carne seca o pieles. Según nuestro informante, los miembros del grupo que buscamos se establecieron aquí hace pocos meses. No han podido expandirse tanto para contactar con los montañeses.

    —Ten cuidado, te estás basando en suposiciones.

    —¿Tengo razón?

    —Sí, son solo unos cazadores, pero te has saltado algunos datos que hubiesen confirmado tu hipótesis. Arriesgas demasiado antes de llegar a una conclusión. ¿Qué más puedes decirme?

    —Quedan tres personajes más: una parejita y el hombre del sombrero.

    —Vuelves a simplificar, ya que te dejas fuera a los trabajadores de la taberna. En fin, uno de esos tres, y solo uno, es el sujeto que buscamos. ¿Cuál?

    —El muchacho es un semielfo. Por el ligero tono azulado de su tez y sus ropajes debe de ser local, ya que los elfos de las nieves abundan por los cerros de la zona. La joven es la típica chica herai: delgada, pero en buena forma; piel rojiza, cabellos oscuros y sus inconfundibles cornamentas. No son muy numerosos tan al norte, aunque sé que hay una pequeña colonia en la ciudad y ella viste al estilo de aquí. Lo he meditado mucho. En un principio pensé que eran amantes; sin embargo, ahora estoy segura de que no. Ambos mantienen una distancia prudente, propia de los que se acaban de conocer, y los gestos de las manos indican que el chico pretende dejar claro lo que quiere comunicar; parece importante para ellos.

    —Vas bien, sigue.

    —La posición de sus cuerpos confirma esto último; están de frente, echados hacia adelante y mirándose con atención. La chica, aunque interviene en ocasiones, mantiene el papel de oyente mientras el otro transmite la información. Sin embargo, me extraña que no hayan elegido un rincón más resguardado para hablar de ciertos temas; podría tratarse de cualquier cosa.

    —Ese ya estaba ocupado por los cazadores, que llegaron antes. Deberías estar al tanto del tiempo que llevan por el estado de sus platos, prácticamente han terminado de comer. ¿Algo más?

    La joven cerró los ojos para recordar mejor.

    —De la pareja no, pero el hombre del sombrero me parece inquietante.

    —¿Por qué?

    —No es de aquí, lo sé por sus ropajes. Aunque parece humano, es de una complexión un tanto delgada para esa especie. Está solo. Ha pedido su bebida, pero no la ha probado y lleva así un buen rato; y, sobre todo, ¿qué demonios hace con un sombrero dentro de la taberna?

    —Eso es obvio, no quiere que recuerden su rostro. Nosotros llevamos la capucha desde que entramos por la misma razón.

    —Claro, y se limita a dejar pasar el tiempo. —Su voz sonaba alegre e ingenua—. Está esperando algo. No bebe porque no quiere perder coordinación, velocidad ni equilibrio; debe estar en perfectas condiciones cuando llegue el momento. ¡Ese es nuestro hombre!

    El joven esbozó una media sonrisa. Parecía estar disfrutando muchísimo.

    —Esta vez he acertado, ¿verdad? ¡Sabía que lo conseguiría tarde o temprano!

    —Lo siento, te has vuelto a equivocar. Es la chica.

    —Pero… no es posible. ¿Cómo lo sabes, Rilhnar? —Los ojos de Kilysha se ensancharon de puro desconcierto—. El del sombrero es mucho más sospechoso.

    —El hombre del sombrero es uno de los nuestros, un informador humano que a veces trabaja para mí cuando subo a estas tierras. Está a la expectativa, sí. Espera a ver qué hace la muchacha herai porque ha llegado a la misma conclusión que yo e intenta enterarse al menos de parte de la conversación. Has pasado por alto demasiados datos… La vestimenta de la joven es típica de la zona, sí, pero la cinta del pelo no la lleva en su sitio y eso indica que no sabe colocársela; viene de fuera. Tampoco percibiste que es él quien pide la bebida y ella la que paga. Si te fijas bien, las pequeñas intervenciones de la herai en el diálogo coinciden con el perfil de un interrogatorio. Él es su informante y la chica sigue una pista: busca lo mismo que nosotros. Ahora vuélvete con cuidado y continúa observando.

    El confidente hizo un gesto y una camarera se acercó. Pidió algo más. Un minuto después, la sospechosa se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se despidió de su acompañante, que continuó sentado a la espera de la comanda.

    —Bien, es el momento —dijo Rilhnar, incorporándose con agilidad.

    La herai salió del tugurio sin perder un segundo, pero con la suficiente destreza para no parecer apresurada ni llamar la atención. Aún faltaba una hora hasta que entrara la noche y, aunque el frío mostraba su cara y empezaban a caer algunos copos de nieve, la calle estaba muy concurrida por las fiestas locales del solsticio de invierno. La joven se sumó con disimulo a la corriente humana que se dirigía en dirección a la plaza principal. Rilhnar se limitaba a observarla desde la ventana del piso superior de la taberna.

    —¿Por qué no bajamos ya? ¡La vamos a perder! —aseveró Kilysha.

    —Porque esa chica sabe lo que hace. Creo que sospechaba del hombre del sombrero y está tomando muchas precauciones, podría descubrirnos. Habrá que seguirla a cierta distancia.

    Abrió los postigos y salió al tejado.

    —¡Vamos, Kily, no mirará hacia arriba!

    Kilysha sí lo hizo, dejando los ojos en blanco. Siguió a su compañero mientras luchaba por no resbalar sobre las tejas empapadas de pizarra negra. Rilhnar corrió unos metros para impulsarse y, de un salto, cruzó la calle sin dificultad. Aterrizó en un silencio total y desconcertante en la azotea situada enfrente. A Kily le sorprendió la táctica. Hubiese sido más fácil desplegar sus alas y acercarse volando hacia el objetivo, pero claro, también podrían llamar la atención. Al fin y al cabo, no todos los días se ven semidioses del Círculo de Ensis dándose una vuelta por la ciudad. De hecho, ella nunca antes había estado allí.

    2

    Despertares

    Tras abandonar un sueño prolongado, lo primero que sintió al despertar fue el frío que anidaba en sus huesos, agitaba su piel y dejaba su vello erizado. Al abrir los ojos su pupila se contrajo, volviendo a cerrar los párpados de manera abrupta, ya que la luz tenue que entraba por los ventanales le resultó insoportable, casi dolorosa; como si llevara siglos durmiendo.

    Trató de incorporarse, pero sus manos le desobedecían; no lograba coordinar sus brazos ni sus piernas, por lo que desistió e intentó recordar lo que había hecho el día anterior.

    No fue capaz.

    Permitió que su mirada vagara por distintos puntos del techo velado sin preocuparse por nada, sin ver ni oír; solo respiraba con tranquilidad. Parecía que el mundo hubiese dejado de girar.

    Al transcurrir unos minutos la ceguera cedió paso a algunas formas borrosas, apenas insinuadas. Empezó a agitar los pies y los dedos perezosos, que también se estaban despertando, y se sujetó con torpeza. Levantó con un gran esfuerzo su cuerpo hasta colocarse sentado mientras un zumbido agudo —leve, aunque molesto— danzaba en su cabeza. Alzó la mirada y vio la estancia con un poco más de nitidez al tiempo que sus pupilas se adaptaban a la luz blanca, ligera y uniforme que la inundaba hasta sus últimos rincones, dejando en suspensión miles de partículas de polvo que flotaban con serenidad. Se trataba de una habitación pequeña con paredes agrietadas de piedra rugosa, toscas y sin pulir, con una cama en el centro y dos puertas de madera vieja y gris, una frente a la otra. Nada más; ni muebles ni otro ser a la vista, solo un espejo deslucido y pobremente enmarcado delante del catre. Al mirarse en él, no reconoció su reflejo. Su rostro de facciones duras, marcadas por cicatrices antiguas y recientes, no le decía gran cosa. Tampoco su indumentaria le revelaba información: descalzo y con un pantalón de lino como el que pudiera vestir cualquier campesino, no demasiado usado y despersonalizado.

    ¿Qué hacía allí? ¿Qué lugar era ese? Un segundo después comprendió con horror que no recordaba nada: su nombre, su pasado, su tierra, sus seres queridos…

    Tras unos momentos de verdadero pánico, intentó ponerse en pie. Lo consiguió con cierto esfuerzo y se acercó muy perturbado al espejo.

    —¿Quién eres y qué demonios haces aquí? —se preguntó.

    Su mano derecha realizó un gesto mecánico hacia el otro costado, en busca de su espada, pero encontró solo aire. Algo llamó su atención mientras estudiaba al hombre corpulento reflejado delante de él: un tatuaje en el lateral izquierdo del cuello, cerca de la nuca. No sabía leer, pero los trazos le resultaban familiares, por lo que intuyó que se trataba de palabras en su propio idioma o quizá números. Perplejo, se dedicó a examinar su rostro, aún joven: nariz ancha, ojos color miel y barba corta de un anaranjado cobrizo, rasgos que no despertaban un nombre o un vestigio de sí mismo; ni siquiera una emoción al rastrear en las profundidades de su memoria deslucida. Dedicó un momento a una cicatriz delgadísima que nacía de la comisura izquierda de la boca hasta casi el lóbulo de la oreja. Había otras en su pecho, brazos, hombros y vientre. Ninguna avivaba recuerdo alguno, aunque el conjunto se podía leer como hacen las ancianas que descifran las líneas de las manos, revelando una existencia llena de dureza, sacrificios y altercados. También recordó el movimiento instintivo de sus dedos al buscar una espada ya inexistente, quizás un acto repetido cada día de su vida hasta hacerlo automático e inconsciente.

    Oyó un alarido desgarrador proveniente de una habitación cercana. No se lo esperaba, pero fue suficiente para sacarlo del estado casi aletargado en el que se encontraba. Sentía la adrenalina fluir por sus venas; sus músculos y tendones se pusieron en tensión y los sentidos se agudizaron mientras observaba la entrada.

    El grito se repitió. La puerta se abrió con gran violencia y un cuerpo cayó delante de él. Mostraba unas vestimentas parecidas a las suyas, los mismos pantalones y el torso desnudo, pero no era humano. Su estatura corta, complexión ancha y barba trenzada lo delataban como un enano de las montañas. Con los brazos extendidos y apoyado en las palmas, levantó la cabeza. Sus rasgos, arrugados por el pánico, estaban cubiertos de sangre derramada con la expresión de alguien que es consciente de su muerte inminente.

    —¡¡Ayúdame!! —gritó, suplicando con su mirada inundada de pavor.

    Sin tiempo para reaccionar, el desconocido fue arrastrado hacia la habitación contigua, inmersa en la oscuridad, donde sus aullidos resultaron aún más estremecedores. Sin pensarlo un instante, el hombre dio la vuelta y se precipitó por la otra puerta. Vio ante sí un pasillo largo con ventanales amplísimos que daban a un claustro porticado donde columnas robustas de piedra musgosa enmarcaban una gran cristalera y un pequeño jardín interior. Bajo los árboles deshojados por el invierno yacían los cuerpos sobre la tierra. Se detuvo al descubrir varios cadáveres destrozados entre lo poco que quedaba de hierba mientras unos seres se alimentaban de ellos. Sus expresiones se asemejaban a las de un animal enloquecido. Con los ojos sin iris de un rojo brillante uniforme, desprendían una luz salida de los infiernos. Entre ellos, además de humanos, pudo distinguir a enanos, elfos y algunas otras especies en menor número. Observó extrañado que todos iban vestidos con las mismas ropas que él.

    Un desconocido atravesó descalzo el jardín. Corrió y resbaló sobre la tierra negra y encharcada mientras sus perseguidores lo hostigaban de cerca. En ese momento, los dos se miraron en la distancia, reconociendo cada uno el pánico en el rostro del otro. El recién llegado se reincorporó como pudo y se dirigió, trastabillando, hacia los ventanales. Saltó a través del cristal, hiriéndose con decenas de cuchillas trasparentes que cortaron su piel bronceada, y cayó de manera aparatosa junto al hombre corpulento, que no salía de su asombro. De manera instintiva, lo ayudó a levantarse. Sin tiempo para decirse nada, vieron a los asesinos de ojos rojos precipitándose tras ellos. Corrieron llevados por el miedo, sin saber adónde ir.

    —¡La planta baja está abarrotada de ellos! —gritó el tipo ensangrentado con un marcado acento sureño.

    Al final del pasillo subieron atropelladamente una escalera gastada que los llevó a un piso cerrado, con una galería estrecha y en penumbras. Tenían varias puertas ante sí y vistas al jardín a la izquierda. Oían los pasos presurosos de los perseguidores, por lo que avanzaron unos metros y entraron en una de las salas. Tras cerrar la puerta la bloquearon de manera precipitada con un aparador. Se mantuvieron en silencio unos segundos, mirándose, esperando que nadie notase su presencia. Hubo una inquietante calma en el pasillo. Mientras aguantaban la respiración, oyeron un leve quejido cercano. Sin decir ni una palabra, buscaron el sonido, exploraron la oscuridad gracias a la luz tenue y dispersa que dejaban pasar dos ventanucos. También con un par de puertas, la estancia era mayor que la anterior, pues daba espacio a dos camas con dos individuos tumbados. Parecían inertes, pero uno de ellos tosió de forma casi imperceptible; se hallaba escuálido y consumido. Llevaban los mismos pantalones pardos de lino y sus torsos dejaban marcadas las costillas bajo la piel pálida.

    El que había tosido giró la cabeza hacia ellos, por lo que pudieron ver su rostro. Lo primero que distinguieron fueron sus orejas, finas y puntiagudas como un cuchillo. Orejas de elfo.

    —¿Quiénes sois? ¿Qué hago aquí? —preguntó con el hilo de voz de quien acaba de despertar.

    Los humanos se miraron, estremecidos, sin entender nada. El alto de la barba rojiza se acercó y dijo casi con un susurro:

    —No hagas ruido. No sé dónde estamos, pero, si los de fuera nos encuentran, seremos parte de su cena.

    —¿Cómo te llamas? —interrogó el de la cara ensangrentada.

    —Yo… yo soy… —Tras unos segundos de incredulidad, el elfo los miro con pánico—. ¡No lo sé! ¡No recuerdo…!

    —¡Chssss!, no grites, por lo que más quieras… —dijo el más alto. Su acompañante y él miraron nerviosos hacia la puerta, pero no percibían ningún sonido—. Tienes que saber que estamos en peligro. Si nos oyen, ya podemos darnos por muertos, ¿entiendes? Ahí fuera hay una carnicería. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

    La expresión del elfo mostraba confusión absoluta. Empezó a incorporarse muy despacio del camastro.

    —¿Y vosotros? ¿Quiénes sois?

    —Yo tampoco lo recuerdo… —confesó el sureño mientras retiraba con cuidado trozos afilados de cristal clavados en su piel arañada.

    El alto negó con la cabeza y miró al suelo al tiempo que hablaba:

    —No sabemos qué ha pasado y ninguno de nosotros recuerda quién fue. Podríamos suponer muchas cosas, pero ahora lo más urgente es alejarnos de aquí si queremos sobrevivir y creo que si continuamos juntos…

    El otro individuo que yacía tumbado en la habitación hizo un pequeño movimiento con el brazo. Los tres lo observaron con inquietud. Un instante después siguió un segundo impulso, en esta ocasión brusco y repentino, y comenzó una serie de convulsiones cada vez más frenéticas. Los dos hombres y el elfo se pegaron a la pared, dejándole espacio, mientras aquel desdichado era sacudido por espasmos furiosos. Vomitó encima de su propio pecho y, después de hacer retumbar la cama, gritó.

    Sus ojos se volvieron rojos.

    Nunca habían corrido tanto en sus vidas, por lo menos en lo poco que recordaban de ellas. Tras abrir las puertas que los alejaban del extraño renacido, huyeron desbocados sin mirar atrás. Serpentearon por diversas estancias mal iluminadas por el sol tímido de la tarde. Encontraron unas nuevas escaleras que los condujeron un piso más arriba, donde buscaron otra habitación. Agotados, atrancaron la pesada puerta de roble y se dejaron caer, respirando con ansiedad.

    —¿Qué ha sido eso? —preguntó el elfo.

    —No lo sé, pero no es el único. Las plantas de abajo parecen abarrotadas de esta especie de muertos vivientes. Tendremos que buscar una ventana al exterior y bajar de alguna manera. Hay que salir de aquí cuanto antes —dijo el más alto.

    —¿Qué es eso que tenéis en el cuello? —cuestionó el sureño—. Parece una marca… —Observó de cerca al elfo con preocupación—. Son números, tú tienes dibujado un treinta y cuatro, y tú… —se acercó al otro hombre— un veintiuno. —Se mostraba vacilante, pues, aunque no recordaba siquiera su nombre, sí era capaz de encontrar el significado de estos signos—. ¿Qué está ocurriendo?

    —Tú también tienes tatuada una cifra —afirmó el elfo—, pero yo no comprendo vuestras letras.

    —¡Nos han marcado como al ganado!

    —Yo no me preocuparía por eso ahora —dijo una voz nueva, insegura y desconocida—, ya que pronto estaremos todos muertos.

    Los tres miraron sobresaltados al fondo de la amplia habitación, donde una figura humana permanecía sentada, inmersa en la penumbra. Se aproximaron cautelosos unos metros hasta que pudieron percibirlo con mayor claridad. Era un hombre calvo y obeso. Se abrazaba a sí mismo, temblando sin contención, con una fuerza insólita que le había dejado señales de agarrotamiento en los brazos y la marca amoratada de sus dedos en la piel. Sus ojos derramaban un torrente de lágrimas que le empapaban su llamativa ropa, muy diferente a la de los otros tres. El sureño recordaba haberla visto antes mientras huía entre los cadáveres del jardín: una toga larga y morada de aspecto sedoso con un fajín similar de un tono ligeramente más oscuro. Se asemejaba a las vestimentas de los alquimistas.

    —¿Quién eres? —inquirió el fornido.

    —Alguien que va a morir, como vosotros. —Su mirada perdida no parecía estar en el mundo. Sin dirigirla a nadie en concreto, la apuntó hacia la puerta. El más alto lo agarró del cuello con una fuerza tan prodigiosa que lo levantó.

    —¡Imbécil, cabrón! ¡No estoy de humor para aguantar las jodidas estupideces de un gordo seboso! ¡Vas a decirme qué está ocurriendo y qué hacemos aquí o te tiro al patio para que les des de comer a los hijos de puta de

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