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Reckless 3 - El hilo de oro: El hilo de oro
Reckless 3 - El hilo de oro: El hilo de oro
Reckless 3 - El hilo de oro: El hilo de oro
Libro electrónico559 páginas7 horas

Reckless 3 - El hilo de oro: El hilo de oro

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Información de este libro electrónico

Traicionada por el rey Kami'en, el Hada Oscura buscará un remedio para olvidar su gran amor por él. Por su parte, Jacob Reckless tendrá que enfrentar las consecuencias de haber cerrado un trato mágico para salvar la vida de su amada Fux. Juntos, se adentrarán como nunca antes en el mundo al otro lado del espejo y viajarán al oriente entre zares, espías, alfombras voladoras, palacios y sombríos bosques. Mientras tanto, Will Reckless emprenderá la desesperada caza del hada para salvar a su amada Clara del profundo sueño en el que Jugador la ha sumergido. Las búsquedas de esta historia estarán guiadas por el misterioso hilo de oro, tan inquebrantable que hasta las mismas hadas parecen desvalidas ante su poder…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2015
ISBN9786071634252
Reckless 3 - El hilo de oro: El hilo de oro
Autor

Cornelia Funke

Cornelia Funke (Dorsten, Alemania, 1958) estudió pedagogía e ilustración. Pronto empezó a trabajar como ilustradora de libros infantiles y a escribir para un público joven. Ha escrito más de cuarenta libros que han sido traducidos a más de treinta idiomas y varios guiones de televisión. Algunos de sus títulos han sido llevados al cine, el más reciente, Corazón de tinta, protagonizado por Brendan Fraser. En 2005 fue elegida por la revista Time como una de las cien personas más influyentes del mundo. Su obra ha sido galardonada con numerosos premios entre los que destacan: BookSense Book of the year Children’s Literature, EEUU(2006); El pizarrín de plata, Premio holandés para literatura infantil (2006); mejor libro del año 2005 en los Disney Adventures Book Awards por Sangre de Tinta, entre otros.

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    Reckless 3 - El hilo de oro - Cornelia Funke

    EL PRÍNCIPE

    DE PIEDRA LUNAR

    La princesa cara de muñeca no tenía un parto fácil. Ni siquiera el jardín del palacio la resguardaba de sus gritos. El Hada Oscura la escuchaba inmóvil, odiando todo lo que sentía con cada uno de los gemidos y sollozos. Esperaba que Amalie muriera. Por supuesto. Lo deseaba desde el día en que Kami’en dio el sí a la otra en su vestido de novia ensangrentado. Sin embargo, había algo más: un anhelo incomprensible por el niño que arrancaba los gritos de la linda y estúpida boca de Amalie.

    Sólo su magia lo había mantenido con vida todos aquellos meses. El niño que no debía ser. Lo salvarás. ¡Prométemelo! La misma petición susurrada una y otra vez, después de amarla. Kami’en seguía visitándola por las noches únicamente por eso. El deseo de mezclar su sangre de piedra con sangre humana lo convertía en un ser indefenso.

    Cómo gritaba la muñeca. Como si le extrajeran al niño del cuerpo con un cuchillo, un cuerpo sólo deseable gracias a un lirio de las hadas. Mátala de una vez, príncipe sin piel. ¿Qué derecho tiene ella de hacerse llamar tu madre? Se habría podrido en el interior de Amalie como un fruto prohibido sin toda la magia con la que ella lo había protegido. Sí, era su hijo. El Hada Oscura lo había visto en sus sueños.

    Kami’en no fue a solicitar su ayuda en persona. Esa noche no. Envió a buscarla a su perro de caza, con sombra de jaspe y mirada lechosa. Como siempre, Hentzau evitó mirarla a los ojos cuando se detuvo frente a ella.

    —La partera dice que perderá al niño.

    ¿Por qué fue con ella?

    Por el niño.

    El hecho de que el hijo de Kami’en eligiera la noche para llegar al mundo llenaba al hada de una silenciosa satisfacción. Su madre temía la oscuridad de tal forma que en su dormitorio ardían sin interrupción una docena de lámparas de gas, a pesar de que la lechosa luz dañaba los ojos de su marido.

    Kami’en estaba junto al lecho de Amalie. Volteó cuando los sirvientes le abrieron la puerta al hada. Por un instante, ella creyó descubrir en su mirada una sombra del amor que hacía tiempo encontraba en sus ojos. Amor, esperanza, miedo: sentimientos peligrosos para un rey, mas para Kami’en era sencillo ocultarlos tras la piel de piedra. Cada vez se parecía más a una de esas estatuas que sus enemigos, los humanos, construían a imagen de sus reyes.

    Asustada, la partera derramó un cuenco lleno de agua con sangre cuando el hada se acercó a la cama de Amalie. Hasta los médicos le temían. Médicos goyl, humanos o enanos. En sus casacas negras recordaban a una parvada de cuervos atraídos por el olor de la muerte y no por la promesa de una nueva vida.

    La cara de muñeca de Amalie estaba desencajada por el dolor y el miedo. En torno a sus ojos violáceos, las pestañas se veían húmedas y pegajosas por las lágrimas. Ojos de lirio de las hadas… el Hada Oscura creyó ver en ellos el agua del lago en el que nació.

    —¡Lárgate! —la voz de Amalie sonaba más ronca de tanto gritar—. ¿Qué buscas aquí? ¿Te mandó llamar él?

    El hada se imaginó que los ojos color violeta se apagaban y que la piel que a Kami’en tanto le gustaba acariciar se volvía fría e inerte. La tentación de dejarla morir sabía muy dulce. Era una lástima que no pudiera dejarse caer en ella porque… la otra se llevaría consigo al hijo de Kami’en.

    —Sé por qué no dejas libre al niño —le susurró al oído—. Tienes miedo de verlo. Pero yo no permitiré que lo asfixies en tu cuerpo moribundo. Tráelo al mundo o haré que lo extraigan con un cuchillo.

    Qué mirada le clavó la muñeca. El hada no sabía si el odio en sus ojos reflejaba más el miedo que le provocaba o los celos. Quizá del amor brotaban frutos aún más venenosos que del miedo.

    Con un último esfuerzo, Amalie expulsó al niño de su interior y el rostro de la partera se retorció de asco y de espanto. En las calles ya lo llamaban el príncipe sin piel, pero tenía piel. La magia del hada se la había dado, fuerte y lisa como piedra lunar, e igual de transparente. Su piel dejaba ver todo lo que envolvía: tendones, venas, el pequeño cráneo, los globos oculares… El hijo de Kami’en parecía la muerte, o mejor dicho su hijo pequeño.

    Llorando, Amalie se tapó los ojos con las manos. El único que miró al niño sin miedo fue Kami’en. El hada cerró sus manos de seis dedos en torno al resbaladizo cuerpo y acarició la piel transparente hasta que ésta adquirió casi el mismo color rojo mate de la de su padre. Ahora el pequeño rostro era tan hermoso que todas las miradas que lo habían evitado hasta ese momento quedaron prendadas del nuevo príncipe. Amalie estiró las manos hacia su hijo. Sin embargo, el Hada Oscura puso al niño en los brazos de Kami’en. No lo miró a los ojos, y cuando salió al oscuro pasillo, él tampoco intentó detenerla.

    A medio camino tuvo que salir a un balcón para recuperar el aire, se ahogaba. Le temblaban las manos mientras se limpiaba los dedos contra su vestido, una y otra vez, hasta que dejó de sentir el calor del cuerpo que acababa de tocar.

    No había ninguna palabra para niño en su lengua. Ya hacía mucho que no la necesitaban.

    UNA ALIANZA ENTRE DOS VIEJOS ENEMIGOS

    John Reckless ya había estado una vez en la sala de audiencias del Jorobado. Con otra cara y otro nombre. ¿Hacía cinco años ya? Le costaba creerlo, pero los últimos años le habían enseñado muchas cosas sobre el tiempo… sobre días lentos como años y sobre años que pasan tan rápido como días.

    —¿Serán mejores? —el Jorobado frunció el ceño irritado al ver que su hijo ocultaba de nuevo un bostezo con la mano. Era un secreto a voces que Louis sufría de la somnolencia de Blancanieves. La casa real callaba al respecto, sin informar de dónde ni cuándo había contraído la enfermedad el heredero de la corona de Lorena (en nombre del progreso, los efectos de la magia negra solían denominarse enfermedad). Sin embargo, en el parlamento de Albión ya se discutía qué peligros (y ventajas) conllevaría que el trono de Lutis lo ocupara un rey que en cualquier momento podía caer en un sueño tan profundo que parecería estar muerto. El servicio secreto de Albión afirmaba que el Jorobado incluso había contratado los servicios de una devoraniños para sanar al príncipe, sin mucho éxito, a juzgar por los bostezos que Louis escondía cada diez minutos tras su manga color borgoña.

    —Tiene mi palabra y la de Wilfred de Albión, su Majestad. Las máquinas que construya para usted no sólo volarán más alto y más rápido que los aviones de los goyl, sino que también estarán mejor armadas.

    John no mencionó que estaba tan seguro de ello porque los aviones de los goyl habían sido igualmente diseñados por él. Ni siquiera Wilfred de Albión sabía del pasado de su famoso ingeniero. El nombre robado y el nuevo rostro protegían eficazmente a John de que lo descubrieran, así como de los goyl, quienes al parecer seguían buscándolo. Otra nariz y otra barbilla fueron un módico precio por una vida sin preocupaciones. Sus noches continuaban siendo interrumpidas con demasiada frecuencia por las pesadillas que los años como prisionero de los goyl le provocaban, pero había aprendido a sobrevivir con pocas horas de sueño. Los últimos años le habían enseñado muchas cosas. No hicieron de él una mejor persona; seguía siendo un cobarde egoísta que sólo actuaba por ambición (hay algunas verdades que hay que afrontar), pero el cautiverio no sólo le dejó claro aquel hecho, sino que también le enseñó información incalculable sobre este mundo y sus habitantes.

    —En caso de que sus hombres del Estado mayor tengan dudas y teman que los aviones no sean la respuesta correcta contra la superioridad de los goyl, le puedo asegurar que el parlamento de Albión comparte esas preocupaciones. Teniendo en cuenta estos temores, me ha concedido el permiso de presentar en Lorena dos de mis últimos inventos.

    En realidad, el permiso llegó del rey, pero era mejor guardar las apariencias. Albión estaba orgullosa de sus tradiciones democráticas, a pesar de que, en última instancia, el poder continuaba estando en manos del rey y de la nobleza. En Lorena la situación no era diferente, aunque el pueblo tenía allí una imagen menos romántica de sus príncipes y líderes coronados —uno de los motivos para los levantamientos armados que asolaban la capital aquellos días—.

    Louis volvió a bostezar. El príncipe heredero tenía la fama de ser tan tonto como parecía. Tonto, caprichoso y con cierta propensión a la crueldad, que preocupaba hasta a su padre; y Charles de Lorena envejecía, aunque se tiñera el pelo de negro y continuara siendo un hombre atractivo.

    John llamó con un gesto a uno de los guardias reales que lo habían acompañado desde Albión. La Morsa (el sobrenombre para Wilfred I era tan acertado que John temía usarlo un día para dirigirse a su señor en persona) lo protegía bien. A pesar de la conocida antipatía de John por los barcos, el rey de Albión había insistido en que fuera su mejor ingeniero quien presentara personalmente al Jorobado la idea de una alianza. Los planos de construcción que el guardia le entregó al oficial adjunto del rey de Lorena los había elaborado el mismo John exclusivamente para aquella audiencia, dejando fuera algunos detalles que mencionaría una vez que estuviera firmada la alianza. Los ingenieros del Jorobado no lo notarían. Al fin y al cabo, John los estaba confrontando con tecnología de otro mundo.

    —La he bautizado Tanque —John reprimió una sonrisa mientras sus adversarios de Lorena se inclinaban sobre los dibujos con una mezcla de envidia e incrédulo asombro—. Hasta el ejército de los goyl se verá indefenso contra esta máquina.

    El segundo plano mostraba cohetes con cabezas explosivas. Había momentos en los que la conciencia de John lo señalaba con un dedo acusador. Ciertamente, podía haber regalado a aquel mundo inventos que lo hicieran más sano y justo para sus habitantes. Por lo general, tranquilizaba su conciencia con un generoso donativo a un orfanato o a las feministas de Albión, aunque le recordaran a Rosamund y a sus hijos.

    —¿Y quién se supone que construirá estas válvulas?

    John regresó al presente, en el que él era un hombre sin hijos, y la mujer de su vida, quince años más joven que él, la hija de un diplomático leonés.

    —Si pueden construir ese tipo de válvulas en Albión… —increpó el Jorobado al ingeniero que había hecho la incrédula pregunta—, también podremos nosotros. ¿O acaso he de enviar en el futuro a mis ingenieros a formarse en las universidades de Pendragón y Londra?

    Al ingeniero le cambió el color de la cara, y los asesores del Jorobado contemplaron a John con una fría mirada. Todos los presentes sabían lo que significaba la respuesta de su rey. Su decisión estaba tomada: Albión y Lorena firmarían una alianza contra los goyl. Una decisión histórica para aquel mundo. Dos naciones que desde hacía siglos aprovechaban cualquier ocasión para declararse la guerra ahora se convertían en aliados contra un enemigo común. El viejo juego.

    John decidió escribir un telegrama informando de su éxito diplomático al rey y al parlamento de Albión en el jardín del palacio del Jorobado, a pesar de que no fue fácil encontrar un banco que no estuviera junto a alguna estatua. La fobia a figuras de piedra era otro molesto efecto secundario de su cautiverio.

    Mientras escribía el mensaje que sacudiría el sistema de reparto de poderes en aquel mundo, sus guardias uniformados se distraían persiguiendo con los ojos a las damas de la corte que paseaban entre los setos cuidadosamente cortados. Confirmaban lo que se rumoraba: el Jorobado ansiaba reunir en su corte a las mujeres más hermosas del país. John se consolaba al saber que Charles de Lorena era peor esposo que él mismo. Al fin y al cabo, hasta encontrar el espejo él nunca engañó a Rosamund, y en lo que respectaba a sus amantes en Schwanstein, Vena y Blenheim, era discutible si los romances en otro mundo contaban como adulterio. Sí cuentan, John.

    Después de firmar el telegrama (con una pluma estilográfica discretamente modernizada por él, harto de tener los dedos manchados de tinta), vio a un hombre que avanzaba apresurado hacia él por el sendero cubierto de guijarros blancos. Lo había visto en la sala del trono, de pie junto al príncipe heredero. El inesperado visitante llevaba una casaca de aspecto anticuado y era poco más alto que un enano adulto. Las gafas, que se ajustó sobre la nariz una vez que se detuvo frente a John, tenían unos cristales tan gruesos que tras ellos los ojos parecían tan grandes como los de un insecto. En concordancia, las pupilas eran negras y brillantes como las de un escarabajo.

    —¿Monsieur Brunel? —una reverencia, una solícita sonrisa—. Permítame que me presente: Arsene Lelou, tutor de su majestad, el príncipe heredero. ¿Podría… —carraspeó, como si la cuestión se le hubiera atragantado—… eh… molestarlo con una petición?

    —Desde luego. ¿De qué se trata?

    ¿Tal vez Monsieur Lelou necesitaba apoyo para comprender algún avance técnico? Seguro que no era fácil ser tutor de un futuro rey en un mundo que crecía a velocidad de vértigo. Sin embargo, la pregunta de Arsene Lelou no tenía nada que ver con la nueva magia, como se denominaban la tecnología y la ciencia en el mundo detrás del espejo.

    —Mi… eh… real alumno —titubeó— tiene a sus hombres desde hace varios meses investigando el paradero de alguien que, entre otras cosas, también trabajó para la casa real de Albión. Dado que usted se mueve por allí sin problemas, no quería perder la oportunidad de pedirle, en nombre de su majestad, que nos facilite su ayuda en la búsqueda de dicha persona.

    John había oído historias terribles sobre el tratamiento que Louis de Lorena reservaba para sus enemigos. El hombre por quien Arsene Lelou preguntaba merecía toda su simpatía.

    —Claro. ¿Puedo preguntar de quién se trata? —no le perjudicaría fingir buena disposición.

    —Se llama Reckless. Jacob Reckless. Es un conocido, por no decir tristemente célebre cazatesoros que, entre otras cosas, trabajó para la derrocada emperatriz de Austrien.

    Irritado, John notó que le temblaba la mano mientras le entregaba el telegrama firmado a uno de sus guardias reales. Con qué facilidad podía traicionarte el cuerpo.

    Arsene Lelou se percató del temblor.

    —Una picadura de fuego fatuo —aclaró John—. Fue hace muchos años, pero el temblor de las manos persiste—. En aquel momento se sintió más agradecido que nunca por su nuevo rostro. Hubo un tiempo en que se parecía mucho a su hijo mayor—. Dígale, por favor, al príncipe heredero que puede suspender su búsqueda. Por lo que yo sé, Jacob Reckless murió durante un ataque de los goyl a la flota de Albión.

    Se sintió muy orgulloso de la indiferencia que logró imprimir en su voz. Arsene Lelou ni siquiera podía sospechar que la noticia que acababa de repetir con tanta ligereza le había impedido trabajar durante días. Su propia reacción sorprendió tanto a John que, al principio, pensó que las lágrimas que empapaban el periódico eran de otra persona.

    Su hijo mayor… John sabía desde hacía años que Jacob lo había seguido a través del espejo. Todos los periódicos hablaban de sus éxitos como cazatesoros. Con todo y eso, el inesperado encuentro en Goldsmouth lo conmocionó de veras, aunque su nuevo rostro lo protegió también en aquella ocasión. Ocultó todo lo que John sintió aquel instante: tanto el susto como el amor, así como la sorpresa de seguir sintiendo aquel amor.

    John no se sorprendió de que Jacob lo siguiera a través del espejo. Al fin y al cabo, no fue del todo casual que dejara las palabras que indicaban el camino en uno de sus libros. (Él mismo las descubrió en un libro de química heredado de uno de los ilustres antepasados de Rosamund.) A John le parecía fascinante que su hijo mayor se dedicara a buscar el pasado perdido de aquel mundo, mientras su padre le traía el futuro. En lo que se refería a su carácter, Jacob se parecía mucho más a su madre. Rosamund siempre valoró más el hecho de conservar las cosas que el de cambiarlas. ¿Podía un padre estar orgulloso de un hijo a quien había abandonado? Sí. John había reunido cada uno de los artículos sobre los éxitos de Jacob, cada ilustración que mostraba su rostro o sus acciones. Sin que nadie lo supiera, desde luego, incluida su pareja. De igual modo le ocultó las lágrimas por su hijo fallecido.

    —¿El ataque de los goyl? Ah, sí, claro. Impresionante —Arsene Lelou espantó una mosca que se le había posado en la pálida frente—. Esos aviones han concedido la victoria a los goyl en demasiadas ocasiones. Espero con impaciencia el día en que sus máquinas, Monsieur, protejan nuestra sagrada tierra. Gracias a su ingenio, Lorena al fin responderá como se merece al rey de piedra —la empalagosa sonrisa con que Lelou lo miraba le recordó la capa de azúcar con la que las devoraniños cubrían sus casitas de chocolate. Arsene Lelou era un hombre peligroso—. ¡No obstante, he de corregirlo! —añadió con evidente satisfacción—. El servicio secreto de Albión no parece ser tan eficaz como dicen. Jacob Reckless sobrevivió al hundimiento de la flota. Yo mismo tuve el dudoso placer de encontrármelo un par de semanas más tarde. Reckless señala Albión como su patria natal. Además, mis investigadores descubrieron que, para su caza de tesoros, suele ayudarse de los conocimientos de Robert Dunbar, un profesor de historia de la Universidad de Pendragón. Todo esto indica que probablemente se dejará ver por la corte de Albión en un futuro próximo. Al fin y al cabo, necesita los encargos de la casa real. ¡Créame, Monsieur Brunel, no lo habría molestado si no estuviera convencido de que usted puede serle de gran ayuda al príncipe heredero en este asunto!

    John no habría podido describir con palabras sus sentimientos. De nuevo lo sorprendieron por su fuerza. ¡Lelou debía estar equivocado, seguro! ¡Apenas hubo sobrevivientes y él mismo leyó las listas de nombres una docena de veces! "¿Y qué, John?" ¿Importaba si su hijo mayor estaba vivo o muerto? Renunciar a la única persona a quien había amado de forma totalmente desinteresada fue el precio por una nueva vida. Sin embargo, en los oscuros túneles de los goyl, el deseo de que su hijo lo perdonara creció como una de las plantas incoloras que las criaturas de piedra cultivaban en sus cuevas… y con ese deseo, la esperanza de que el amor que él con tanta desconsideración había desperdiciado no estuviera perdido para siempre. Debía admitir que, por regla general, siempre lo habían perdonado con mucha facilidad: su madre, su mujer, sus amantes… Un hijo no perdona tan rápido, en especial cuando se trataba de uno tan orgulloso como el suyo.

    Sí, John recordaba el orgullo de Jacob. Y su temeridad. Por suerte, de niño era demasiado pequeño como para darse cuenta de lo cobarde que era su padre. Temor… Su vida entera estaba marcada por el miedo: miedo a la opinión de los demás, al fracaso, a quedarse sin recursos, a las propias debilidades, a la propia vanidad. Durante su cautiverio en manos de los goyl casi se sintió aliviado de tener por fin una buena razón para sentir miedo. La cobardía era mucho más ridícula cuando llevaba una vida en la que la mayor amenaza física era el tráfico en las calles…

    —¿Monsieur Brunel?

    Arsene Lelou seguía frente a él.

    John forzó una sonrisa:

    —Tiene mi palabra, Monsieur Lelou. Preguntaré por allí. Y en caso de que descubra algo sobre Jacob Reckless, se lo haré saber sin perder tiempo.

    Los ojos de escarabajo brillaban de curiosidad. Arsene Lelou no se había creído la historia del fuego fatuo. Isambard Brunel tenía un secreto. John estaba seguro de que Monsieur Lelou coleccionaba secretos como aquél para, llegado el momento perfecto, convertirlos magistralmente en oro e influencias. Sin embargo, él también contaba con cierta experiencia a la hora de proteger sus secretos.

    John se levantó del banco. No estaría mal recordarle al pequeño y ambicioso escarabajo quién era el más alto:

    —¿Está su real alumno interesado en las enseñanzas de la nueva magia, Monsieur Lelou? —Jacob siempre lo escuchó durante horas cuando le explicaba el funcionamiento de un interruptor eléctrico o el secreto de una pila. El mismo hijo que dedicaba su vida con igual entusiasmo a redescubrir la vieja magia. ¿Era quizá un acto de venganza hacia su padre? Al fin y al cabo, John nunca le ocultó que sólo sentía interés por las maravillas creadas por el hombre.

    —Oh, sí… desde luego. El príncipe heredero es un gran defensor del progreso —Arsene Lelou hacía evidentes esfuerzos por sonar convincente, pero su mirada avergonzada confirmaba lo que se rumoraba sobre Louis en la corte de Albión: sólo los juegos de azar y las muchachas de cualquier clase social mantenían el interés del futuro rey de Lorena más de un par de minutos. Por otro lado, si era cierto lo que afirmaban los espías, Louis había desarrollado una nueva pasión por armas de todo tipo, lo cual era inquietante si se pensaba en su propensión a la crueldad, pero que, en otro sentido, resultaba ventajoso para los planes de Albión de impulsar la modernización de las armas de ambos ejércitos.

    "Y tú les mostrarás cómo se construyen tanques y cohetes, John." No, no era que no tuviera conciencia. Todos la tenían. Pero había tantas voces en su cabeza que se hacían oír más fácilmente: su ambición, su ansia de fama y éxito internacional… y de venganza, venganza por cuatro años robados. Sí, de acuerdo, los goyl no trataban a sus prisioneros tan mal como el rey de Albión, por no hablar de las prácticas del Jorobado. Aun así, él quería venganza, lo admitía.

    EN CASA DE JACOB

    El edificio en el que Jacob había crecido se elevaba al cielo aún más que las torres que atemorizaban a Fux cuando era niña. Él tenía otro aspecto en aquel mundo. Fux no tenía palabras para describirlo, pero percibía la diferencia con la misma claridad que se perciben el pelaje y la piel. Las últimas semanas le habían aclarado muchas cosas sobre Jacob que ella no había entendido durante años.

    Por encima de su cabeza, varias caras de piedra la observaban desde la fachada gris, como fósiles de las ciudades de los goyl, pero entre todo el acero y las paredes de cristal, las nubes de gases y el ruido ininterrumpido del tráfico, Fux sentía el otro mundo como una prenda de ropa que ella y Jacob llevaban en secreto. Personas, casas, calles… en el mundo de Jacob había demasiado de todo. Y muy poco bosque para guarecerse de todo ese demasiado. No fue fácil llegar hasta la ciudad en la que Jacob creció. Las fronteras de aquel mundo estaban mejor vigiladas que la isla de las hadas. Documentos falsos, una foto en la que su cara delataba lo perdida que se sentía, y que seguía sintiéndose; aeropuertos, tantas palabras nuevas. Fux había visto las nubes desde arriba, calles que parecían serpientes de fuego en la noche. Nunca olvidaría todo aquello. Sin embargo, se alegraba de que el espejo que atravesaron no fuera el único que existía, y de que pronto estaría de nuevo en casa.

    Por eso habían ido hasta allí. Para regresar y, por supuesto, para ver a Will y a Clara. Jacob había hablado por teléfono un par de veces con Will desde que estaban en su mundo. Sí, había hecho desaparecer el jade de la piel de su hermano, pero Jacob era consciente de que todo lo que Will vivió detrás del espejo nunca se desvanecería. ¿Cuánto había cambiado su hermano? Jacob nunca hablaba de este asunto, pero Fux sabía que le preocupaba. Ella misma, debía admitirlo, pensaba más en lo que Jacob sentía por ver de nuevo a Clara. Y eso a pesar de que, después de todo lo que habían vivido juntos en los últimos meses, estaban tan unidos que casi le era indiferente si él besaba a otras mujeres. Casi.

    La puerta que Jacob abrió para dejarla pasar era tan pesada que seguramente apenas la podía abrir cuando era niño. Al pasar junto a él, Fux sintió el calor del cuerpo de Jacob como su hogar. Un hogar que no había perdido ni siquiera en aquel mundo. Jacob estaba contento de que estuviera allí con él, lo veía en sus ojos. Sus dos vidas reunidas. Llevaba años preguntándole si quería ir con él. Ahora sentía haberle dicho que no una y otra vez.

    Mientras Jacob intercambiaba palabras de cortesía con el portero de brazos cortos, Fux paseó la mirada por la amplia entrada del edificio. ¡Jacob había nacido en un palacio, en comparación con la mísera casa en la que ella había pasado su infancia! El ascensor de puerta enrejada que Jacob le indicó con un gesto de la mano le pareció una jaula, pero Fux se esforzó en ocultar su malestar, al igual que hizo en el avión que los había llevado hasta allí. Sólo la vista de las nubes compensó la estrechez metálica.

    —Sólo una noche más —también en aquel mundo Jacob leía sus pensamientos sin esfuerzo—. Tan pronto como me libre de la maldita cosa, regresamos.

    La ballesta. Jacob llevaba el saco engañoso que la contenía debajo de la camisa. La magia del saco todavía funcionaba. Jacob no se lo explicaba. Hasta ahora, todos los objetos mágicos que había transportado a través del espejo habían perdido su magia. Pensaba que sería a causa del polvo de elfo de la ballesta, pero también su manto de zorro seguía funcionando. Fux había sentido un gran alivio al comprobarlo pues evitó que se perdiera por completo en aquel mundo extraño. Aunque no fue fácil encontrar lugares donde poder transformarse sin ser descubierta.

    La sensación de mareo que sintió al bajarse del ascensor le recordó los días de infancia en los que trepaba árboles demasiado altos. Una ventana enmarcaba la ciudad de Jacob: árboles de cristal. Un cañaveral de chimeneas. Tanques de agua como flores oxidadas.

    Fux no veía a Will desde hacía casi un año. En sus recuerdos, él seguía teniendo una piel de piedra, pero la alegría reflejada en su cara cuando les abrió la puerta convertía esos recuerdos en algo irreal, como una pesadilla. Aun así, pensó que Will parecía cansado. El espejo había concedido a los dos hermanos dones muy diferentes, pero ¿acaso no funcionaban así todos los objetos mágicos? A una hermana el oro; a la otra, el carbón…

    Will apenas parecía darse cuenta de lo mucho que Fux había cambiado, pero Clara la contempló asombrada, como si no pudiera creer que tenía ante sí a la misma muchacha que conocía de ese otro mundo. Siempre fui mayor que tú, quería decir Fux, es un efecto del pelaje. La zorra siempre era joven y vieja al mismo tiempo. Recordó la confianza que había compartido con Clara, y la sensación de sentirse traicionada cuando la sorprendió con Jacob. Clara también se acordaba. Fux lo leyó en sus ojos.

    Jacob le había pedido no contar ni a Clara ni a su hermano que estuvo a punto de pagar la piel humana de Will con su propia vida. De modo que Fux calló la carrera con la muerte y respondió en su lugar a otras preguntas; por ejemplo, si le gustaba aquel mundo. Las cosas sobre las que no hablamos…

    En algún momento Fux le preguntó a Clara por el cuarto de baño. Al regresar, se detuvo frente al dormitorio de Jacob. Una estantería con libros manoseados, fotos de Will y de su madre sobre un escritorio en el que Jacob había grabado sus iniciales con un cuchillo. Había algo más tallado en la madera. La silueta de un zorro. Fux pasó un dedo por los surcos pintados con tinta roja.

    —¿Todo bien? —Jacob la observaba desde el umbral de la puerta.

    Fux volvió a notar lo diferente que parecía con las ropas de aquel mundo. ¿Cómo podría fingir con él? Jacob le había contado que, al principio, Alma lo tuvo que alimentar durante días con su medicina de hierbas cada vez que atravesaba el espejo. Pero en su mundo no había brujas que acostumbraran al cuerpo a un mundo al que no pertenecía.

    —¿Por qué no regresas tú hoy? Mañana por la tarde vuelvo yo.

    Sobre la cama colgaban fotografías de la pared, no las de color sepia del mundo de Fux, sino imágenes llenas de color con caras que a ella no le decían nada. Había estado tan segura de conocer cada rincón del corazón de Jacob, pero él era como un país del que sólo conocía la mitad del territorio. Quería visitar los lugares que él amaba, entender el lugar del que procedía… pero por esta vez ya era suficiente. Su cuerpo extrañaba su propio mundo, como si hubiera respirado demasiado tiempo el aire equivocado.

    —Sí —dijo ella—, quizá tengas razón. Will y Clara lo entenderán, ¿no?

    —Seguro —Jacob le pasó la mano por la frente. Le dolía, como si el ruido de aquel mundo se ocultara en su interior como un enjambre de avispas.

    Fux se había imaginado la habitación en la que colgaba el espejo casi como era en realidad. El escritorio del padre de Jacob cubierto de polvo; sobre él, los modelos que tanto se asemejaban al avión en el que habían escapado de la fortaleza de los goyl, las pistolas que parecían proceder del mundo detrás del espejo… tal vez así era.

    —No es por ella que te vas, ¿verdad? —Jacob intentaba sonar casual, pero Fux oyó en su voz que llevaba horas con aquella pregunta en la punta de la lengua.

    —¿Por ella? —los dos sabían de quién estaban hablando, pero Fux no pudo resistir la tentación—. ¿La vendedora de la chocolatería? ¿O la joven que te vendió las flores para Clara?

    Jacob sonrió, aliviado por el tono burlón de su voz.

    —Envíale un telegrama a Dunbar cuando estés en Schwanstein —la mirada que dirigió al espejo delataba cuánto deseaba acompañarla—. Pregúntale qué sabe sobre los elfos alisos. Quiero saber cuántos eran, cómo se les reconocía, sus enemigos, aliados, su magia, sus debilidades… todo lo que pueda encontrar.

    Robert Dunbar era uno de los historiadores más reconocidos de Albión. Sus conocimientos habían ayudado a Jacob en muchas cacerías de tesoros. Además, la mitad de su sangre era FirDarrig, por lo que escondía una cola de rata bajo su casaca; y le debía la vida a Jacob.

    —¿Los elfos alisos? ¿Les tomaste gusto y quieres encontrar más armas mágicas hechas por ellos?

    —No. Creo que con una me basta —la seriedad en la voz de Jacob le reveló a Fux que planeaba algo de lo que aún no quería hablar.

    —Hay cosas que es mejor que permanezcan ocultas, Jacob —Fux no sabía decir por qué le repitió la advertencia que Dunbar les había dado hacía unas semanas al despedirse.

    —No te preocupes —Jacob le entregó las prendas de ropa que necesitaría en el otro mundo—. No quiero encontrar elfos perdidos. Todo lo contrario. Me quiero asegurar de que todavía no los he encontrado.

    Debería haberse quedado, pero no sospechaba de qué mundo estaba hablando Jacob. Pensaba que estaría seguro, siempre que estuviera en el suyo.

    Jacob se apoyó en el escritorio de su padre mientras ella se acercaba hasta el espejo. Lo empezó a extrañar desde el instante en que tocó el cristal.

    UN ESCONDITE SEGURO

    El Metropolitan Museum of Art se alzaba sobre el tráfico interminable de la ciudad como un templo, aunque Jacob no estaba seguro a cuál Dios veneraba: al del arte, al del pasado o al del deseo humano de crear objetos inútiles y cubrir de belleza las cosas prácticas. En la amplia escalinata se arremolinaban los grupos de colegiales. El malhumorado guardia que le preguntó a Jacob adónde pensaba ir cuando éste pasó de largo junto a la taquilla se volvió locuaz tan pronto como oyó el nombre de Fran. Seguro que era la única curadora que llevaba a los empleados pan hecho por ella misma (según una receta medieval de Francia) y pastel de nueces ruso. Frances Tyrpak se habría sentido muy a gusto detrás del espejo, y no sólo porque allí sus conocimientos sobre armas antiguas seguro le resultarían provechosos.

    Jacob había tomado prestada la mochila de Will para transportar la ballesta. La suya estaba tan gastada que quedaba mucho mejor en manos de un cazatesoros que en las de un visitante del museo, y hasta Fran habría encontrado incomprensible que hubiera sacado aquella pesada arma del saco engañoso, que no era más grande que la palma de una mano.

    Espadas, sables, lanzas, manguales… la colección de armas del Met habría podido equipar a un ejército medieval entero, y las vitrinas entre las que el guardia guiaba a Jacob sólo mostraban una minúscula parte de la colección. Todos los museos modernos de aquel mundo contaban con cámaras de tesoros de varias plantas. Por otro lado, éstas eran mucho menos románticas que las de detrás del espejo, aunque protegían sus posesiones del deterioro con mucha más eficacia: habitaciones climatizadas sin ventanas, objetos de gran valor ocultos en cajones blancos, en cajas y detrás de puertas de metal. El escondite perfecto para un arma que no debía ver de nuevo la luz del día.

    Fran estaba en aquel momento supervisando el trabajo de dos hombres que vestían la figura de un caballero con una armadura de abundante oro y plata. Tarea difícil cuando se trata de una persona de carne y hueso, más aún cuando la rígida figura estaba sentada sobre un caballo igual de tieso que su jinete; esto dificultaba aún más el trabajo de los dos hombres, que tampoco demostraban demasiada habilidad, lo que provocaba profundas arrugas en el ceño de Fran.

    —Una armadura ceremonial de 1737, Florencia —Fran lo recibió con un tono seco de voz, como si se encontraran todos los días en sus salas de exposición—. La única ocasión en la que se utilizaba era en una boda real. Bastante ridículo y de terrible mal gusto, pero impresiona, ¿no? Dicen que era demasiado grande para su dueño, por lo que éste hizo que le pusieran relleno y casi se muere de una insolación —Fran le señaló una de las vitrinas—. La lanza que me vendiste queda muy bien. Sigo sin creerte eso de que procede de Libia. Algún día descubriré la verdad. Pero es una pieza muy bella.

    Jacob no pudo reprimir una sonrisa. Era realmente una lástima no poder invitar a Fran Tyrpak a un viaje a través del espejo.

    —Admito que la lanza esconde un secreto —dijo mientras colocaba la mochila sobre uno de los bancos acojinados en los que podías sentarte y admirar la destreza que aplicaban los hombres a la hora de crear instrumentos cuyo objetivo era matarse los unos a los otros—. Pero te prometo que no te mentí sobre el país de origen.

    Se llamaba Lubim detrás del espejo, pero las fronteras eran casi idénticas. No obstante, el país del otro mundo estaba gobernado por un emir loco que ahogaba a sus enemigos en barriles llenos de agua de rosas. La lanza hacía salir de la tierra escorpiones dorados en cuanto golpeaba el piso. Naturalmente Jacob había supuesto que el objeto perdía sus propiedades en aquel mundo, pero desde que el saco engañoso y el manto de Fux conservaron su magia ya no estaba tan seguro de ello, así que se tranquilizó al ver la lanza detrás de una vitrina de cristal. Dos noches antes, Jacob había pasado un par de horas sin poder dormir haciendo una lista de todos los objetos mágicos que había transportado de un mundo al otro.

    Los ojos

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