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El Amante y los Pescadores de Merluza
El Amante y los Pescadores de Merluza
El Amante y los Pescadores de Merluza
Libro electrónico363 páginas5 horas

El Amante y los Pescadores de Merluza

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Información de este libro electrónico

Un pintor, Matías Maier, que está temporalmente en la caleta Amargos en la provincia de Valdivia, contrata una modelo para pintarla. Pronto, él descubre que ella es maltratada y, enamorado de ella, le ofrece su ayuda para liberarla. Mientras tanto, el pintor es invitado a una jornada de pesca nocturna, donde, sin saber, se encuentra con el marido de la modelo. El pintor no sabe quién es él, pero, ahí, en el interior del bote, este, le comenta los problemas que tienen que enfrentar los pescadores artesanales y, además, le hace entender que es engañado por su esposa y que cree saber quién es. Se va formando un tenso ambiente en el interior del bote por el comportamiento agresivo y volátil del hombre que cree saber quién es el culpable de su desdicha y que está también dentro del bote. Partieron cuatro a la pesca y volvieron tres. El marido maltratador cae por la borda y se pierde. Cuando atracan, los esperan amigos y familiares. La policía también los espera, pero para detener al hombre que, no saben que cayó, atacó de muerte a Sandra, su mujer. Todo parece resolverse ahí, pero, poco a poco, se dan cuenta de que lo peor está por venir.
Tal vez, la difícil y estresante vida de estos pescadores, la presión por sobrellevar la pesada carga que les impone el sistema, las normas y los permisos, llevan a algunos hombres a desquiciarse y a despertar la bestia que llevan dentro y que, en condiciones normales, no se manifiesta.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2023
ISBN9798215236024
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    El Amante y los Pescadores de Merluza - Claudio Anguita Gutiérrez

    I- (El ataque)

    Son las 3:15 de la madrugada y por momentos, las pocas calles de la Caleta Amargos se iluminan con la luz plateada de la luna que aparece a ratos entre negros nubarrones cargados. Huele a tierra mojada. La luna se oculta otra vez, aparece de nuevo y se vuelve a esconder. Apenas se distingue el suelo bajo las luces débiles del alumbrado público. El sonido constante de las olas, el monótono ruido del buldócer que acopia aserrín, la oscuridad húmeda de la noche y el crepitar de la arcilla al caminar parecen presagiar una desgracia.

    Bernardo abre la puerta de su casa sin preocuparse por acallar el ruido de los goznes. Avanza con paso firme hacia el dormitorio y un obstáculo lo hace tropezar. Se incorpora irritado y abre la puerta. La luz está apagada y un rayo de luna alcanza el rostro de su mujer que duerme.

    —¡Despierta, Sandra! —grita Bernardo, zamarreando a su mujer que yace en la cama—. ¡Despierta, y dime por qué están esas maletas en el pasillo! —grita enfurecido agarrándole un brazo para sacudirla.

    La mujer se zafa, se incorpora asustada y se levanta buscando refugio en el rincón de la pieza, el único disponible junto a la cómoda.

    —¡Dime! —exige con voz ronca, agria y, bajando la voz para que los vecinos no escuchen, tira sobre la cama una de las maletas con que se tropezó, la abre y esparce toda la ropa que había en su interior—. ¿Te quieres ir? ¿Ah? ¿Quién te crees que soy, un pelele que va a aguantar que te largues así no más, después de todo lo que hice por ti? ¿Con quién te estás encamando, puta? ¿Acaso crees que no sé con quién? ¿Con ese huevón que se anda haciendo el lindo con Cristóbal, ah? ¡Mira, no soy tan estúpido como crees! —vocifera; luego, como si recapacitara, nuevamente baja la voz—. Ven — fuerza suavidad con un tono hipócrita.

    El colorado rostro del hombre muestra un dominio fingido que sus ojos inyectados delatan.

    —Acércate para que hablemos —a punto de estallar, Bernardo se contiene.

    Sandra era una mujer joven y muy hermosa cuando se casó; tenía veintitrés años menos que Bernardo y se casó con él cuando apenas había cumplido veintiuno. Después de la trágica muerte de sus padres ella quedó sola. Y, con apenas diecisiete años y sin contacto con familiares, que ciertamente tuvo, pero nunca conoció, Bernardo, que era socio y muy cercano a la familia, fue el único contacto afectivo de ella y, habiendo heredado la parte de la sociedad pesquera que su padre compartía con él, continuó el negocio junto a la persona que, según ella, más quería y que más confiaba. Cuatro años después se casaron y, poco a poco, Bernardo se hizo del control total de la empresa dejándola relegada solo a las actividades de la casa.

    Ahora, en medio de la violenta escena, ligeros flashazos de recuerdos de esa época le surgen mezclados con terror, agravando, quizás, el castigo por la incapacidad que tuvo de ver las verdaderas intenciones de una bestia disfrazada de oveja. Pero cuando se dio cuenta ya era tarde. Despojada de toda independencia y autoestima, no tenía opciones de terminar esa relación, pero en su interior germinaba el deseo de escapar lejos, muy lejos, de modo que él no pudiera encontrarla jamás. Y esta noche iba a ser la última en la casa, hasta que repentinamente apareció.

    Ante el colosal porte del enfurecido hombre, ella se ve frágil, débil y aterrada; no sabe qué decir. Ni siquiera se atreve a mentir para bajar la presión a esa caldera a punto de estallar. No puede pronunciar palabra alguna en su defensa ni explicar por qué esas maletas estaban llenas con sus ropas, es obvio por qué.

    —Vamos, ven y explícame por qué están ahí —repite conteniendo la rabia—. Ven te digo —dice con voz gutural.

    Bernardo es un hombre grande y fornido. Su rostro es duro e intimidante. Antes, cuando él le prometía bienestar y dicha, antes que la hiciera a un lado del negocio, ella se sentía segura a su lado; después, con el tiempo, empezó a temerle. Su piel, que otrora era la de un próspero hombre de negocios, se volvió oscura y ajada por la frustración, los años y el trabajo duro en el mar.

    Repentinamente la toma de un brazo y la levanta del suelo arrojándola sobre la cama como si fuera un objeto ligero que se desecha y ella, en una fracción de segundo y por instinto, se protege la cabeza con los brazos y se arrepiente silenciosamente por haberlo conocido, por no haber intentado buscar a sus tíos de Punta Arenas y por haber creído en las promesas de un monstruo que ahora la ataca.

    Entre sollozos se responde que la bestia afloró con el desplome de la pesquera y los problemas económicos. Pero ella, tal vez, por no sentirse más infeliz, no pensaba que él se había casado con ella para quedarse con todo el negocio y para poseer, en la pasada, entre sus propiedades, a una bella y joven mujer. Luego, sin dinero y más canas, vino la inseguridad y el devastador pensamiento: ella lo podría dejar por cualquier hombre que le diera lo que él ya no podía.

    —¡Déjame! —suplica ella— ¡No me pegues, entiende que ya no te quiero! ¡No quiero vivir más contigo! ¡Me voy! Por eso están esas maletas —dice en un repentino acto de valentía y enfrentándole con los ojos llenos de odio; esos ojos verdes, antes dulces y risueños que encantan y que, cuando la bestia está dormida, también le encantan a él.

    —¿Así que te quieres ir? ¿Y con quién, si se puede saber?

    —Me voy sola —dice ella sollozando, apoyada en el respaldo de la cama y cubriendo su cabeza con los brazos para protegerse.

    —¿Tú piensas que te voy a creer? No soy estúpido. Te vieron el otro día con el huevón ese.

    Sandra sintió el corazón en la garganta.

    —Ya no quiero vivir más contigo —repite en voz baja, llorando y sin quitar los brazos que cubren su cabeza.

    —¿Y te ibas a ir mientras yo estaba en el mar o ibas a esperar que llegáramos? Yo sabía que me estabas engañando, pero no imaginé nunca que fuera con ese patán —dice el enfurecido hombre fuera de sí. Su mente se nubla y sus movimientos inconscientes solo responden a impulsos violentos y como una bestia, comienza a lanzarle patadas y puñetazos.

    —Te voy a matar —grita hecho un demonio.

    Seguido de la atroz golpiza y como si no fuera suficiente castigo, con una mano la toma del pelo y con la otra, agarrándola de un pliegue del camisón, la levanta de la cama.

    —Déjame —balbucea ella aterrada y con la boca y la nariz sangrando.

    —¡Cállate! —le grita él y con un tremendo golpe de puño la lanza contra la pared dejándola inconsciente en el piso.

    Bernardo, hecho un loco, recoge las prendas que había esparcido por toda la habitación y las mete en un cajón de la cómoda. Recoge la maleta y la deja en el clóset. Luego, levanta a Sandra del piso y la deja sobre la cama. Va a la cocina, toma un cuchillo y vuelve blandiendo el arma en la mano derecha. La toma del cuello con la mano izquierda y le clava el cuchillo en el costado izquierdo del estómago. Saca la daga sangrante y la limpia. La mete en el bolsillo trasero de su pantalón y, con expresión fría y calculadora, se pone la chaqueta como si no hubiera pasado nada y, controlando la agitación, sale de la casa en dirección a la playa donde lo esperan.

    II-(Acordando la huida)

    —¿Puedes girar un poco la cabeza hacia la izquierda? Ahí, justo donde el sol ilumina tu rostro —pidió Matías con la paleta de colores en la mano izquierda y el pincel en la derecha—. Quiero que la luz te dé en todo el cuerpo. Ahí, no te muevas. Así me gusta —dijo el pintor mientras buscaba el color mate de la piel del cuerpo joven, voluptuoso, de complexión firme y piernas largas de la modelo. «Qué suerte la mía. Caíste del cielo, pero ¡qué lástima que dure tan poco!», se decía mientras sus ojos viajaban desde la modelo a la paleta y de la paleta a la modelo. «Cómo quisiera que estuvieras para siempre, que nos fundiéramos en uno y que no concibiéramos la vida sin el otro. No te lo he dicho ni me atrevo; te amo desde el primer día que te vi», imaginaba que se lo decía mientras sobaba la tela con el pincel.

    Ruth, recostada sobre el sillón de tres cuerpos, desnuda, con la cabeza apoyada en la mano derecha y el codo en el sofá, permanecía inmóvil con la vista fija en el florero de vidrio. En él había dos rosas rojas, las únicas de ese color entre rosas blancas y algunas marchitas que colmaban el jarrón. «Como dos personas que se quieren», pensó ella.

    —Somos como esas rosas, Matías. Como esas dos rosas rojas en el jarrón.

    Matías miró el florero.

    —Sobran las blancas —dijo él—. Las rojas deberían estar solas, como nosotros; y las otras en otro florero para que las blancas no sepan que existen —embetunó el pincel de rojo carmesí y esbozó dos rosas en el cuadro. Las puso sobre el sofá, justo frente a la cadera. La pose de Ruth en el sillón era similar al Desnudo reclinado con la cabeza apoyada sobre el brazo derecho de Modigliani.

    —Eres hermosa, solitaria, misteriosa e intensa. Bella como la rosa e intensa como el carmesí. Misteriosa, porque tu desnudez es lo único que me has permitido conocer —terminó diciendo en voz tan baja que ella no alcanzó a oír.

    —¿Qué dijiste? No te oí.

    —Que eres muy hermosa —dijo, para no estropear el momento—. ¿Por qué no te quedas? Me gustaría que paseáramos algunas tardes por la costanera o podríamos tomar la barcaza a Niebla y caminar por ahí, un café tal vez, ¿no te gustaría?

    —Me encantaría, pero no puedo. Hay cosas que no puedo evitar —dijo ella.

    —¿Por qué tan misteriosa, Ruth? ¿Acaso escondes algo? Me gustaría saber qué es. Tu marido ¿no?

    —No te he dicho si soy casada.

    —No, pero es obvio. No me has dado tu número telefónico ni me has dicho dónde vives. Lo haces para que no te ubique. ¿Tienes miedo de que un día yo aparezca por tu casa o te llame a tu celular en un mal momento? Pero ¿has pensado que tal vez esa parte de tu vida no me interesa? — hizo una pausa, retiró el pincel de la tela y fijó su mirada en los ojos felinos de Ruth—. Me gusta cómo eres y quisiera pasar más tiempo contigo.

    —Por ahora, tendrás que conformarte con pintarme y hacerme el amor en el tiempo que queda. Te puedo adelantar que pronto me iré de aquí, silenciosamente y a escondidas. Y ¿sabes qué, Matías? Me encantaría irme contigo y empezar una nueva vida, en algún lugar lejos de Valdivia y de los hombres que viven de pescar. En un lugar donde pueda pasear a mis anchas, libre y sin miedo. ¿Te irías conmigo?

    —¡Caramba! —exclamó Matías —Me encantaría. Pero, parece que estuvieras arrancando de algo. ¿No te estarás escondiendo de la policía? ¿Estás metida en algún lío?

    —No, no tengo problemas con la ley. Quiero desaparecer de mi marido.

    —Ah, finalmente admites que tienes marido. Si no lo quieres, ¿por qué no lo dejas y ya?

    —No es tan fácil.

    —Él te pega ¿verdad? El moretón de la semana pasada no fue por un cajón.

    —No quiero hablar de eso. No quiero contaminarte con esa basura.

    —Entiendo eso. Pero, no comprendo por qué no dejas que te defiendan.

    Matías dejó el pincel y la paleta sobre la mesa. Se hizo un espacio en el sofá, en el borde, a la altura donde ella apoyaba la cadera. Ruth se acomodó para darle más espacio y apoyó la cabeza en el brazo del sofá. Él le acarició el hombro, el antebrazo, y pasó su mano por el costado rozando apenas uno de sus pezones.

    —Tal vez te pueda ayudar —dijo él en tono paternal. Le acomodó el pelo y luego acarició su cara con la palma de la mano—. Cuéntame. ¿Por qué no lo dejas? Quédate aquí, conmigo.

    Ruth, miró el florero con algunas rosas marchitas.

    —Estás loco. No puedo hacer eso —dijo ella recordando la primera vez que se vieron.

    Matías venía de Temuco después de haber dejado Santiago para «salirse del sistema», como él decía. Se fue de la capital dejando atrás a su mujer y la vida rutinaria que lo ahogaba para dedicar tiempo completo a la pintura. Se fue a Temuco, hacía un poco más de un año atrás, y se había establecido ahí para pintar paisajes de la zona con la intención de realizar una exposición en el plazo de un año. Fue en ese entonces cuando conoció a una muchacha que lo cautivó y lo inspiró a pintar desnudos. Ella se transformó en su modelo; pero por poco tiempo, porque luego de haber terminado el primer cuadro, ella fue asesinada y él quedó en prisión preventiva hasta que fue absuelto del crimen. Después, se fue a Valdivia a terminar los pocos paisajes que le quedaba y, para deshacer el hechizo que le provocaba mirar el desnudo de Marta, así se llamaba, decidió buscar una modelo y pintar otros cuadros como ese.

    Cuando Ruth vio el aviso que Matías había publicado, ella fue la primera y la única que se presentó. Y él, apenas la vio, supo de inmediato que encajaba perfectamente con lo que esperaba encontrar. Había entrado en el café donde acordaron. Con su pelo claro y ondulado, un poco más abajo de los hombros, con la expresión seria de una persona decidida, sus cejas un poco espesas y anchas para el común de las mujeres; sus ojos verdes eran grandes, inteligentes y almendrados que armonizaban en un rostro ligeramente alargado. Era alta comparada con las mujeres que pasaban a su lado. Delgada, aunque no demasiado. Llevaba un vestido blanco con bordados a la altura de los muslos, mostrando las rodillas y sugiriendo unas piernas largas y contorneadas. Llevaba una chaquetilla celeste, corta y ceñida. Colgaba en el hombros derecho un pequeño bolso negro.

    Se reconocieron en seguida. Ella se acercó sin vacilar.

    El hombre se puso de pie y lo vio físicamente en forma, pero lo había imaginado más joven por la voz en el auricular. Era de mediana estatura, más bien bajo, quizá un poco más bajo que ella. Vio que su sonrisa era amistosa, agradable y le pareció verdadera.

    —Buenos días. Vengo por el aviso —sonrió, tal vez contagiada por la amistosa mirada que la recibía.

    —Tú debes ser Ruth, ¿verdad?

    —Mucho gusto —ella extendió la mano—. Seguramente con usted hablé hace un rato.

    —Así es. Es un gusto —le dijo y le dio la mano—. Siéntese por favor.

    —Gracias —dijo ella, desechando de inmediato un ligero arrepentimiento por haber ido.

    —¿Se sirve algo? ¿Un café? ¿Un pastelillo, quizás? Aquí sirven unos pasteles alemanes que son una delicia.

    —No, nada, gracias —respondió pensando que le habría encantado, pero, tenía el dinero justo para regresar.

    —Yo la invito —insistió él—. ¿Segura que no quiere algo?

    —Bueno, un café, solamente —respondió, para no quedar en evidencia.

    Matías pidió un café para ella. Él ya tenía uno al frente.

    —Y dos pastelillos —le pidió a la mesera—. No se va a arrepentir. Y bien, ¿por dónde partimos? —dijo como si hablara para sí.

    —Muy amable. Le seré sincera. Nunca he modelado antes. No sé qué hay que hacer ni sé cuánto pagan.

    —Partamos por el principio. Mi nombre es Matías Maier y soy pintor. Estoy buscando una modelo para un cuadro. Usted es la primera persona que entrevisto, pero si está de acuerdo con mi propuesta puede ser la única. Es solo por un período corto de tiempo.

    —¿Cuánto tiempo?

    No sé. Lo que me demore en pintar un par de cuadros — responde—. Yo calculo que serán dos o tres meses, no creo que más. Y respecto al dinero, desgraciadamente, no puedo pagar más de cincuenta mil pesos por sesión —aclaró el pintor.

    —¿Es todos los días?

    —No, son dos veces a la semana y solo medio día. Nos podemos poner de acuerdo en los días, sin embargo, creo que los martes y jueves estaría bien para mí. ¿Qué opina?

    Ruth calculó que el monto ofrecido no era más de lo que ganaría en un restorán, pero era medio día y dos veces a la semana. Eso lo podía manejar, además, si a lo menos son tres meses, le alcanzaría para escapar.

    —Eso está bien. Pero no me conviene por menos de tres meses.

    —Incluso, podría ser un poco más —sugirió, buscando la forma de acomodarse a lo que ella quería. Matías sintió que no debía perderla.

    —¿Dónde está el taller? —preguntó, temiendo que le podría quedar a trasmano.

    —Muy cerca de aquí. En la siguiente esquina, a media cuadra en el cuarto piso —dijo él, escudriñando en los ojos de la mujer un signo de aprobación.

    Matías ni siquiera sospechaba que para Ruth esta oferta le sincronizaba el universo a su favor. Los martes y los jueves eran los días que, por la mañana, quedaba sola y, si era discreta, Bernardo no sabría que ella había estado en Valdivia en la mañana. Había detalles que tendría que resolver, como preparar el almuerzo antes de que él llegara.

    —Esos días está bien para mí —respondió—. Pero me acomodaría que no durara más allá del medio día.

    —No hay inconveniente. Podemos fijar un horario de 9 a 12, si le parece.

    De nuevo Ruth se complicó. Normalmente, su esposo se iba como a esa hora y, además, no era muy regular. «Algo pensaré», se dijo. Una opción era inventar una actividad en casa de su amiga Cristina para que la apoye; pero desistió. Debía ser discreta hasta con las personas más cercanas.

    Estoy de acuerdo —aceptó, convencida de que de alguna manera lo iba a resolver.

    —Muy bien. Hay algo que debo decirle por si no lo sabe; como usted no ha modelado antes, tal vez no lo sepa. El modelaje es para pintar un desnudo. Usted deberá quitarse la ropa —dijo el pintor.

    —¿Usted me va a pintar desnuda? —preguntó decepcionada, tanto que sintió que sus pensamientos se nublaban y que todo se le derrumbaba otra vez.

    —Así es. Para eso quiero una modelo.

    «¡No podía ser tan maravilloso!» —pensó ella. «Pero, ¿dónde voy a encontrar un trabajo con estas condiciones, con un horario manejable y justo para esos días? Cualquiera pensaría que esto es como trabajar de puta, pero no es así. Solo tengo que quitarme la ropa para que este señor me pinte. Vale la pena intentarlo. ¿Qué tiene que me mire desnuda? No tiene nada de malo si es con respeto. Nadie lo debe saber. Sería un escándalo. Pueblo chico, infierno grande, dice el dicho. Ah, ¡qué tanto! Como si nunca me hubiese quitado la ropa frente a un hombre. Será un secreto, nadie lo va a saber».

    —No tengo problema, señor. Me sentiré honrada de que me pinte y, acepto si es solo para que me pinte.

    Nerviosa y ansiosa, Ruth miró la hora y se impacientó.

    —Se me ha hecho tarde —dijo apurada—, tengo que regresar.

    —Ok. Entonces, la próxima semana empezaremos. Aquí tiene la dirección del taller —entregó una tarjeta con el teléfono y la dirección impresa—. Es por esta esquina —indicó—, doblando a la derecha a media cuadra. Cualquier problema que tenga hágamelo saber, por favor. ¿De acuerdo?

    —De acuerdo, don Matías. Una cosa sí le voy a pedir. Esto tiene que quedar entre los dos. No quiero que nadie lo sepa. ¿Puede ser? Es la única condición que le pido. Ah, y sin preguntas personales. Solo mi nombre: Ruth. En realidad, habría preferido ganar un poco más, pero, sabe, hace tiempo que estoy sin trabajo y necesito el dinero con urgencia.

    —Todos necesitamos dinero. ¿Verdad?

    —Sí, pero, a veces, las cosas se enredan y se complican. Hay que buscar la forma de solucionarlas y para eso, necesito con urgencia ganar un poco de dinero. Si es para modelar para usted y lo hace con respeto, como le dije, no tengo inconveniente en sacarme la ropa. Estoy llegando a mi límite y este trabajo podría salvarme de algo terrible. Disculpe que sea franca.

    —Me alegra que estemos de acuerdo, Ruth. No necesito hacerle preguntas personales. Solo me habría gustado preguntarle su dirección y su celular, aunque tengo registrado el número de su llamada, no necesito nada más. Ah, y tenga la certeza de que este trabajo es con todo el respeto que se merece. Aquí no hay otra intención más que el artístico. Le aseguro que no tiene de que preocuparse. Y si necesita que seamos discretos, no hay problema por mi parte.

    —Por favor, le pido que no me llame. Mándeme un mensaje si necesita comunicarse antes. Prefiero que sea así. Si yo tuviera algún inconveniente, me comunicaré con usted, pero creo que estará todo bien. Y me alegra que estemos de acuerdo, don Matías.

    —Dime Matías, solamente. No me trates de usted. Me hace sentir demasiado viejo —dijo sonriendo y estrechándole la mano.

    Ruth abandonó el local con una agradable mezcla de sensaciones que le sacaron una sonrisa al traspasar el umbral. Su cara recibió de golpe el frío del exterior al salir y sus pasos le parecieron ligeros, esperanzadores y llenos de emoción. Pero a la vez cubierto de una leve niebla de temor y dudas. «¿Seré capaz de hacer esto sin que lo sepa?» Se dio ánimo tratando de no pensar más sobre el asunto y se concentró en volver lo antes posible a casa.

    —No me puedes ayudar —respondió ella—. Pero te diré una cosa. Con lo que ya me has pagado me podré ir pronto de aquí. Y cuando lo haga, me sentiré como si me quitara un pesado grillete sobre mis tobillos.

    —Pero, todavía no terminamos. Te necesito un poco más —repuso él, más preocupado de no volver a verla que de terminar el cuadro. Él sabía que, lo que faltaba, lo podía acabar sin ella. Pero, solo de pensar que no la volvería a ver le angustiaba —. ¿Alcanzaré a terminar el cuadro antes de que te vayas? —respondió con un torbellino de pensamientos para no perderla.

    «Qué hago para retenerla, ¿ofrecerle más dinero por cada cuadro que modele? Vale la pena si pudiera pagarle más. ¿Y si nos fuéramos juntos? ¿A dónde? Podría meterme en un problema si ella está en algún lío. Es raro tanto secreto. Pero, ella me encanta, me embruja. Tengo que ser racional; no la conozco tanto, podría caer en una trampa. Sé de mujeres que han embaucado a hombres que han dejado en la calle. Seguramente atraídos por una hermosura como esta, se los llevan y después, en la intimidad de una pieza o en el momento más inesperado, le roban todo lo que tienen. Algunas veces aparece una pareja que antes no existía y lo mismo. Aunque me encanta lo misteriosa que es no debo ser tan ingenuo y cambiar mi plan por ella. Aunque, si me acompañara bajo mis condiciones, eso, sería otra cosa», pensó.

    —Depende de cuánto te demores —repuso ella—. Y si decides irte conmigo, me podrás pintar cuando quieras; todas las veces que quieras. ¿Qué te parece? ¿Te irías conmigo?

    —Espera —dijo confundido—. Es que me tomas por sorpresa. De pronto me dices que te vas y ahora me dices que me vaya contigo. No es tan fácil para mí partir tan repentinamente. No es algo que pueda decidir tan rápido. Cuéntame por qué te quieres ir. Acaso, ¿hay algo que te obliga? Quiero saber qué es. Y si yo no voy contigo, ¿de qué vas a vivir, qué vas a hacer? No sé, es como decidir de un momento a otro un viaje al Amazonas sin planificarlo. ¿Por qué no me cuentas un poco más? ¿Cómo sé que no me asesinarás después? Es una broma—se disculpó—. Sé que eres una buena persona, pero es mejor que me cuentes un poco más. Quédate conmigo mientras tanto y veremos qué hacer.

    —¿Y cómo sabes que no lo haré aquí?

    —¿Hacer qué?

    Asesinarte —dijo ella, graciosamente.

    —Lo dije en broma. No creo que fueses capaz de matar ni a una mosca.

    —No estés tan seguro. Pero, créeme, lo hago por ti. Desde un principio quise mantenerme escondida porque no quería que la gente que me conoce sepa que estoy posando desnuda. No te imaginas lo poco que se demora en correr la voz para decir que ando como puta por ahí, dejando que los artistas me pinten en pelotas. Yo no te he querido contar, porque si tú no sabes nada de mí, y nadie nos ve juntos, nada nos va a pasar. Ni a ti ni a mí.

    El rayo de sol que en un principio caía solo sobre el desnudo cuerpo de Ruth, ahora los iluminaba a los dos. También encendía las rosas, los verdes tallos aumentados por el agua en el jarrón. Y a Matías, se mezclaba la sensación cálida en la piel con la incipiente amargura que le daba imaginar que ella escapaba de una mafia o algo así.

    El fuerte olor a trementina inundaba el departamento y se enredaba con el hedor del cenicero que acumulaba colillas y que Matías, solo cuando se llenaba, lo vertía en el basurero.

    —Dime exactamente, cuándo te vas a ir.

    —Pienso que pasado mañana. ¿Te irías conmigo?

    —No lo sé. ¿Adónde?

    —¿Te gustaría volver a Santiago?

    —Sí, voy a volver, pero no pensaba hacerlo todavía. Quiero terminar lo que vine a hacer aquí antes de regresar a Santiago.

    —Bueno, te diré dónde ubicarme si me voy sola —dijo, afectada por las palabras del pintor.

    —Vamos, no te apresures. Mañana voy a Corral a terminar el paisaje que estoy pintando de la desembocadura. Es una vista de Niebla mirada desde el cerro de Corral. Cuando lo veas, de seguro, te va a gustar.

    —¿Lo tienes aquí?

    —No. Me lo guarda la mujer del quiosco frente al muelle. Si no, imagínate, tendría que acarrear con la pintura fresca cada vez que pinto.

    —Tienes muchos cuadros aquí y no los he visto todavía.

    —No me has dicho que los querías ver.

    —Imagino que cada uno tiene una historia.

    —Así es. Cada uno tiene una historia —Matías pensó que el cuadro que pintaba de ella iba a guardar también una historia y que, en el futuro, cada vez que lo vea, se acordará con pesar—. Cuando tengas tiempo te las puedo contar. Todos estos cuadros los voy a exponer en Santiago. Todavía tengo que pintar algunos, pero ya casi completo el número. Tengo armada la muestra para fin de año. Por eso, te ofrezco que me acompañes a otros lugares que me falta visitar. Si esperas un poco, nos podremos ir juntos.

    —¿Y adónde es eso? –preguntó ella para saber si era suficientemente lejos como para no ser encontrada.

    —Al volcán Villarrica y al lago Calafquén, por ejemplo.

    A ella le habría gustado que fuera más lejos, algún lugar remoto,

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