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El abrevadero de las bestias
El abrevadero de las bestias
El abrevadero de las bestias
Libro electrónico298 páginas4 horas

El abrevadero de las bestias

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El abrevadero de las bestias es una novela que reconstruye los hechos del 11M desde un escenario donde ningún medio de comunicación ni especialistas de la información han subido: la vida diaria de los vecinos de Atocha. Es un viaje vertiginoso hacia el mundo de los autores materiales del atentado, recorriendo con ellos paisajes de violencia en Oriente Medio, hasta localizarlos en Madrid aquel día 11 de marzo de 2004.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2017
ISBN9781370701513
El abrevadero de las bestias
Autor

Robertti Gamarra, Sr

Robertti Gamarra nació en Paraguay (1967). Entre sus trabajos publicados destacan las novelas El abrevadero de las bestias (Libros.com, 2014) basada en el atentado del 11M; Las botas del Rey (Novelnobel Ediciones. Salamanca, 2015), un libro ambientado en la guerrilla colombiana; y Cruzar la montaña partida, (Ed. Seleer 2015). Periodista de profesión, trabajó varios años como corresponsal de una emisora de radio paraguaya en Europa, prestando cobertura a la inmigración latinoamericana. Es especialista en el ámbito del emprendimiento y la innovación. Ha dedicado gran parte de su trayectoria profesional al entorno del libro, participando en la creación de más de 250 bibliotecas públicas en todo el mundo. También es reconocida su labor en la creación de cursos online sobre la escritura. En el año 2016 recibió la distinción de la Embajada de Paraguay en España por su dedicación al mundo de los libros.

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    El abrevadero de las bestias - Robertti Gamarra, Sr

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    EL ABREVADERO DE LAS BESTIAS

    EL ABREVADERO DE LAS BESTIAS

    Robertti Gamarra

    logo_gris.tif

    Primera edición digital: febrero 2014

    © 2014 Robertti Gamarra

    © 2014 Libros.com

    Ritterstraße 11

    10969 Berlín - Alemania

    www.libros.com

    info@libros.com

    Diseño de la cubierta a cargo de Alba Plaza

    Edición a cargo de Pau Sempere

    Maquetación a cargo de Álvaro López

    Dedico este libro a Rosalía, Guillermo, Markel

    y Gael, por su paciencia y comprensión.

    Olvidamos nuestra falta cuando se la confesamos a otro,

    pero el otro no suele olvidarla.

    Friedrich Nietzsche

    La desconsideración y la falsedad son faltas que nunca se olvidan.

    Emilien abrió los ojos de párpados exhaustos y padeció en ellos la barbarie acontecida sobre una explanada erizada de columnas; se le arrugó la boca del estómago, los riñones le tanteaban la garganta con arcadas y escupía flemas fuliginosas. Se agarraba a la vida con uñas y dientes, guerreando en el umbral del ocaso irreversible. Las vías estriaban la grava invadida de cuerpos, telas despedazadas y asientos desvencijados que aún sostenían en sus soportes metálicos los cadáveres del pasaje. Emilien abordó el galimatías de imágenes vencida por la irracionalidad, incapaz de asociar los hechos con las formas. Intentó serenarse con la terquedad baldía con la que el destino la obsequiaba, haciéndola boquear denodadamente el estertor de la vida. Estaba sometida a la embriaguez incesante, incapacitada para sobreponerse a la oscuridad cada vez más intensa. Sus ojos, acuchillados de lágrimas, se inyectaban de pequeñas venas rojas que apenas le permitían vislumbrar el paisaje.

    Columnas de humo negro fustigaban a los vagones. Emilien no oía nada, siquiera las pisadas que chispeaban en la grava con el crujir de las llamas avivándose. Sentía las carreras, los saltos sorteando obstáculos y los pasos persiguiéndose con presteza de lagartija. Algunos se detenían un momento ante los cadáveres descoyuntados para luego confundirse con el humo. Emilien padecía una locura analgésica que aliviaba el violento dolor de sus articulaciones. Alguien saltó sobre ella y la abofeteó con un calcetín rojo momentos antes de que un armazón humeante se precipitara a centímetros de su cara. Cerró los ojos y giró la cabeza. Los volvió a abrir para encontrarse con el mismo campo de visión. Las llamas se adherían ya a su piel y no podía escapar del peligro. En un acto instintivo trató de alejar el fuego de su cara pero cuando creyó hacerlo sus brazos se bloquearon. Insistió, y sin embargo, los brazos continuaron inmóviles. El deseo de gritar llenó su mente. Sólo se concentró en esa voluntad.

    No quedaba aliento para gritar en aquella garganta seca, insonora, quemada por la burbuja de sangre que brotaba en la comisura de los labios. Las llamas crecían, cada vez más abrasadoras. Deseó levantarse pero sus piernas no respondieron. Intentó girar la cabeza y su cara mantuvo la misma posición. El fuego irrumpía ya en sus ojos. La guadaña tatuada en su cuello empezaba a consumirse. Exhausta tras cada intento fallido se desmoronó, convencida de la inminencia del fin. Las llamas crepitaron en su cara y las pisadas de lagartija se alejaron. Se hizo el silencio.

    «De mayor quiero ser libre» era el mensaje escrito en un muro blanco que leía a diario desde el autobús. ¿Quién no quiere ser libre? El deseo de libertad es consustancial a la esencia humana. Sin embargo, a medida que el ciudadano de a pie se adentra en la madurez, la restricción de su libertad crece, y de algún modo, sus facultades civiles menguan hasta convertirle en un mero residente pasivo de un país donde no decide nada. No obstante, pese a esa inutilización decisoria, ha existido siempre una forma de combatir el absolutismo político: la manifestación en masa.

    —¡Queremos la verdad! ¡Queremos la verdad! ¡Queremos la verdad!

    El sábado 13 de marzo la muchedumbre enardecida poblaba las calles. Tres policías municipales eran testigos impasibles y otros dos antidisturbios engrosaban la línea de contención. Estos últimos poseían envergaduras paradójicas: uno era menudo y orondo, un botón entre sus camaradas que le sacaban tres cabezas en la empalizada humana, mientras que su compañero, en cambio, era jorobado y patilargo y parecía que caminaba con zancos de avestruz mientras miraba por encima de las cabezas. Prodigaban especial atención a los jóvenes, acaso entusiasmados por sus amplias espaldas donde cargar sus prepotencias. Resultaba difícil eludir su vigilancia porque exhibían viva voluntad de disolver la manifestación. Los municipales permanecían taciturnos, partidarios clandestinos de la protesta.

    —Nada de tonterías, caballeros— habían dicho los antidisturbios a sus colegas municipales cuando regresaron de una incursión repentina en la que repartieron garrotazos a voleo, de esos que parecen querer espantar monos de un bananal. Un grupo de mujeres recibieron sus somantas a diestro y siniestro pero ellos volvieron contentos tras restablecer el orden y el civismo entre una muchedumbre hambrienta de cachiporrazos tácticos.

    Acojonar a base de golpes resultaba efectivo para contener la turba. Los antidisturbios miraban rabiosos, inquietos, parapetados tras los escudos. Exhibían la fijeza de los carneros en celo dispuestos a embestir sin piedad, ciegos de disciplina; cumplían órdenes de mandos superiores, infectados de poder y desfachatez. Preferían sus porras a sus conciencias. Dicen que el pasado es el faro que ilumina el destino de los hombres. Los fallos y los aciertos marcan el devenir de una vida tranquila o atormentada, donde todos se vuelven esclavos de sus acciones.

    —¡Mentirosos! ¡Mentirosos! ¡Sois culpables!

    —¡Éste no se entera, ha sido Al Qaeda!

    La multitud aguardaba excitada y los gritos arreciaban. Los puños se alzaban al viento hacia las vidrieras de los despachos cerrados a cal y canto. Gritos de rabia. La noche iluminaba las ventanas entornadas donde los vecinos impacientes se asomaban. Eran partidarios de la manifestación, adheridos desde el silencio, acaso disuadidos por el frío. Hacía un frío del demonio que parecía querer aliarse con el mal para disgregar al gentío.

    La muchedumbre crecía. Los municipales se dispersaron y los antidisturbios cerraron filas para proteger el edificio. Las sirenas elevaban los aullidos envueltos en luces rojas y amarillas, jugueteando sobre las cabezas, miles de cabezas, y los puños meciéndose al viento. No había más que cabezas y puños.

    —¡Queremos la verdad!

    Los gritos eran cada vez más robustos, soliviantados por la indignación. Los furgones policiales cubrían de luces con sus sirenas a una joven que saltaba y lloraba con desconsuelo de pura emoción colectiva.

    —¡Esto está prohibido! ¡No podemos manifestarnos en la jornada de reflexión! —gritaba un hombre que corría calle abajo alzando en el aire su teléfono móvil.

    —Me han enviado un mensaje. ¡Esto no está permitido, no podemos manifestarnos! ¡Nadie puede manifestarse durante la jornada de reflexión!

    Gritaba con cierta desesperación, acaso aterrado al imaginar una batalla campal entre las fuerzas del orden y los manifestantes. Algunos, al ver su postura energúmena, levantaban el móvil y le saludaban por mero acto de camaradería. «El mensaje, el mensaje», decía el hombre, agitando su teléfono. Las nuevas tecnologías hacían acto de presencia en el episodio político.

    A media tarde de aquel sábado los teléfonos móviles militaron: «Hoy, 13-M, a las 18h. Sede PP Génova 13. Por la verdad. ¡Pásalo!». Ana López recibió el SMS y a las seis de la tarde comenzó la marcha. Avanzó desde la plaza de Colón, paso a paso, en silencio. ¡Un mensaje en el móvil! Era algo inaudito, y sin embargo, ahí estaba, víctima de una ansiedad animal por manifestarse. Hacía frío. La negritud de la noche escupía luces rojas y amarillas que transformaban las paredes de los edificios. Ana apretó el paso y por fin le llegaron los gritos desde la calle Génova, tenues al principio y cada vez más brutales según avanzaba. Una multitud enfervorizada invadía la calzada. ¡Es verdad, el mensaje decía la verdad! Ana López desapareció entre la gente.

    —¡Queremos la verdad! ¡Antes de votar, queremos la verdad!

    1

    —Adiós, amigo.

    Los dos hombres escenificaron un abrazo afectuoso propio de una amistad de toda la vida afianzada con apretones y besuqueos. Parecían inmunes al reproche de los transeúntes cuando llegó el tren con agitados ronquidos y se rehizo la realidad ante ellos. No eran amigos, sólo conocidos por accidente, abrazados al fin por mero compromiso.

    —No la veo... ¿Por qué tardará tanto? —inquirió Jorge escrutando la lejanía.

    —No te preocupes. A lo mejor ha subido ya a otro vagón.

    Dicen que la impuntualidad reincidente produce en quien la padece un sentimiento picado de frustración y amargura. La ansiedad genera una viva sensación de impotencia.

    —Bueno, espero que sea así —dijo Jorge disimulando su rechazo hacia el comportamiento de su novia Emilien y trasladó su irritación al tren con la paciencia del santo Job. Le ponía de los nervios que Emilien se entretuviera en el baño por cuestiones femeninas inescrutables para él—. Ella sabe que éste es nuestro tren —murmuró más para sí que para su interlocutor.

    Jorge confiaba en encontrar a Emilien en Atocha. Siempre establecían una estación donde reunirse en los desencuentros.

    Un soplo templado le abofeteó al subir al vagón y una corriente de espumarajo desagradable le provocó arcadas. Prefirió eso a seguir con el culo helado por la brisa gélida que venía sacudiéndole las nalgas con excesivo ímpetu.

    La estación de El Pozo estaba abarrotada de adormilados y de niños que moqueaban, azotes de los profesores que deseaban tenerlos en las aulas con puntualidad. La oscuridad remolona se replegaba entre los edificios bajo un frío pegajoso. El cielo plomizo auguraba lluvia. Pronto las nubes escupirían sirimiri sobre el pelo de los pasajeros rezagados, maltratando la permanente de las abuelas presumidas y de los viajeros almidonados si no se guarecían en los vagones repletos de cabeceadores ambulantes con mal aliento.

    Hubo un tiempo no muy lejano en el que, por así decirlo, las casas brotaban de la tierra y todo labrador tenía una. Por aquel entonces, sin embargo, valían su peso en oro. Quizá por ello, en la actualidad, los portales vomitaban familias enteras hacinadas en viviendas de medio pelo. ¡Bendito afortunado quién poseía casa propia sin haber vendido su alma al diablo o a los bancos!

    La modernidad era caprichosa e incluso cruel. Si los antepasados levantasen la cabeza alucinarían con la emigración a las urbes. Había tantos pueblos abandonados como jóvenes diplomados buscando trabajo. En Madrid los toldos verdes se abatían sobre las ventanas entrecerradas donde las palomas pululaban con su escarbo inútil. Pocas personas eran capaces de afrontar el coste desmesurado de las casas y quienes lo hacían alimentaban su ego y suscitaban la envidia insana de sus semejantes. Muchos estaban predestinados a buscarse la vida en las periferias, en las viviendas dormitorio, conformándose con padecer los largos trayectos en tren cuando por derecho, según ellos, debían asentarse como antaño en los alrededores de su lugar de trabajo.

    En la zona de El Pozo resultaba difícil evocar admiración alguna. Una tenue neblina cubría el bosque de edificios retacones y circunspectos como las madres enfadadas aguardan al hijo para reprenderle por sus travesuras. Los colegios eran construcciones austeras pero nunca grotescas, picadas de hospitalidad y cierto encanto. Más allá de sus verdes rejas la ropa se mecía al viento tras las ventanas cerradas. Los calcetines, calzoncillos y camisas podían confundirse con los propietarios escurriéndose por las ventanas, ya que no cabían en sus casas diminutas y debían dejar medio cuerpo en la intemperie para acoger a los parientes.

    —Mierda, ¿qué pasa con este tren? —se quejó Jorge, inquieto.

    Por fin los pasajeros se apretujaron en los vagones y el tren emprendió la marcha. Jorge Murillo miró a su amigo por la ventanilla y se sentó al final del vagón. El asiento crujió vacilante como una mujer maltratada acoge impotente el abrazo de su pareja, inmune a sus mamporros, convencida de estar hechos el uno para el otro, y colocó la mochila entre las piernas.

    —Hola —saludó Jorge a la mujer del asiento contiguo.

    Admiró de inmediato su colgante de madera con forma de árbol invertido; las raíces miraban al cielo y la copa a la tierra. Había coincidido con ella tres veces en aquel tren. No necesitaba conocerla para disfrutar de su feminidad fastuosa.

    —Buenos días —contestó Eva y sonrió por cortesía.

    Eva leía en silencio el periódico gratuito que le había cedido Mohamed, un árabe de ojos grandes que ahora sonreía junto a la puerta, jugueteando con su rosario de piedras negras. Tenía las manos velludas, masculinas, asaltadas de largos dedos huesudos y de uñas ennegrecidas. Su barba rala apenas disimulaba la cicatriz que se precipitaba hasta la comisura de su boca, produciéndole una mueca mordida poco agradable que quedaba atenuada levemente por su insistente sonrisa de cordialidad.

    Eva le miró y Mohamed se estremeció. Ella parecía atisbar en su cicatriz huellas de afectividad. Sentía su sufrimiento y su vergüenza, aunque él no tuviera culpa alguna del accidente de bicicleta que sufrió durante su niñez en Beirut. Aquel tiempo tan lejano permanecía muy presente en su cicatriz.

    Cuando se hubo despojado de su disfraz de víctima, Mohamed se recreó en la belleza de Eva hasta el desvarío. Saboreó su dulce voz, que minutos antes le había dado las gracias. El cosquilleo de satisfacción le levantó el ánimo. Mariposas de regocijo bulleron en su estómago y casi se dejó llevar por ese bienestar que las mujeres guapas engrandecidas por la amabilidad provocan en los hombres. Mohamed sentía desperdiciar la situación como un cobarde, adoptando el silencio en lugar de mostrarse simpático y trabar una conversación edificante.

    Los edificios arrugaron sus crestas atiborradas de carteles de neón y huyeron a la inversa de la marcha del tren. El tren se alejaba raudo rompiendo el paisaje. Las fachadas anodinas de las casas se alejaban de las ventanas ahumadas de bostezos. Los viajeros asistieron a la disociación matutina con indiferencia, observando cómo se apartaban de unos edificios y se acercaban a otros para luego volverlos a dejar atrás y encontrarse con unos nuevos, y así sucesivamente hasta subir por un puente levadizo, en un vuelo imaginario, sobre una riada de coches que circulaban en procesión para entrar en Madrid.

    Pronto el viaje les devolvió al entorno edificado y a los bloques de oficinas envueltos de cristal. En aquel momento oyeron un estrépito terrible, acaso el derrumbe de los edificios colindantes. El tren penetró en un campo abierto, con la cúpula de Atocha insinuada entre montañas de armazones metálicos que concedían al entorno esa apariencia futurista tan cotizada en el cine moderno, y se hizo el silencio.

    Fue un momento breve y luego sólo quedó una lluvia de diversidad indescriptible. Entre el desconcierto podían suponerse los gritos y los llantos de aquella humareda poblada de súplicas donde caían cristales como flechas mortíferas. Los chispazos chamuscados, aún palpitantes con sus revoloteos bumerán, absorbían las almas de quienes, descoyuntados, poblaban la grava albina. Una montaña dantesca de escombros y restos obstruía el paso por las escalerillas del tren. Un brazo desmembrado empezaba a arder. En aquel momento sí hubieron gritos inteligibles y el lamento irrefrenable de un teléfono móvil que no cesaba de sonar en el interior de una mochila.

    —¡Qué ha sido eso! —exclamó Ainara.

    —Una explosión. Es la tercera —dijo Mikel, aturdido.

    Los dos dejaron la cama de un salto y las sábanas tardaron en tranquilizarse sobre el colchón, deponiendo sus burbujas encrespadas de mero agotamiento.

    La detonación condujo a Mikel hasta el ventanal. Ainara llegó detrás, con la ansiedad del púgil desbocado. Quedaron inmóviles. Las cortinas les abofetearon mientras la ventana se hacía añicos por las ondas expansivas. En tanto el mundo se oscurecía ante sus ojos, el aire cobró una fuerza musculada que les levantó del suelo y les arrojó contra los sillones. Ambos quedaron derribados sobre la alfombra, desconcertados. Los niños gritaban en la habitación.

    —¡Dios, Mikel, Dios! Vamos a morir…

    —¡Agáchate!

    Mikel se preguntaba si con su maltratada valentía debía correr a la habitación de los niños o quedarse allí, tendido junto a su mujer. Le dolía el pecho y no se creía capaz de desplazarse. No era un hombre de tomar decisiones apresuradas, siquiera en momentos de mortal necesidad, y eso le convertía en un cobarde acurrucado a los pies de los sillones, aun cuando Ainara ya corría en busca de los niños, chillando y braceando como María Magdalena huyera de sus apedreadores.

    —¡Voy a bajar! —balbuceó Mikel al cabo de varios minutos, con la ropa de calle echada sobre los hombros.

    Ainara le miró atónita con esa media sonrisa melindrosa de quien sabe que hiciera lo que hiciera cosecharía rechazo. Mikel llevaba una semana encerrado en casa y si no fuese porque exhibía tal energía por marcharse, hubiese sido bueno disuadirle. Mikel tenía una predisposición permanente al desastre y cualquier ayuda suya conllevaba funestas consecuencias. Padecía la doble cara de los hechos, donde lo servicial se tornaba desgracia inmediata y cada buen acto generaba otro de infortunio. Así se explicaba que le despidieran de su trabajo dos semanas después de concederle el ascenso. Un mes llevaba mascando el regusto amargo del paro, y desde luego, no era la persona idónea para suministrar auxilio en aquel desbarajuste.

    —¡Adiós! —dijo acelerando la marcha sin echar la vista atrás. La puerta tembló a sus espaldas cuando ya enfilaba las escaleras hacia la calle.

    —¡Maldita sea! —dijo Ainara mientras clavaba su mirada en el suelo con poca tolerancia hacia la indiferencia por decreto de su marido.

    Mikel había evadido otra vez sus obligaciones. Acudir al auxilio de otros estaba bien pero desatender los deberes familiares era excesivo, harto sinvergüenza. Ainara no aguantaba más los desmanes familiares de su marido y reventó un jarrón de porcelana contra la mesilla. Al instante, en un acto de contrición por su irracionalidad, se dispuso a recoger el estropicio que reinaba en el salón. No obstante, la actitud de su marido seguía produciéndole un profundo resquemor.

    Llevaban quince días sin entablar una conversación de persona y los monosílabos empezaban a hartarla. No había llegado a esa edad para valerse ahora del lenguaje de los borrachos. Además, en esas charlas de besugos, esporádicas y tensas, ella resultaba damnificada por decreto. Mientras Mikel se sumía en sus reflexiones personales justificando sus ausencias, Ainara bregaba con los niños, llevaba a Miguel al colegio, atendía las demandas afectivas de Iker, cocinaba, planchaba, y en definitiva, soportaba toda la carga doméstica con la vana esperanza de que algún día, cada vez más lejano a juzgar por el aislamiento de Mikel, su marido recobrara la cordura.

    Su matrimonio empezaba a experimentar un galimatías deliberado de desatenciones y, si ella no lo remediaba, pronto se encontraría en las postrimerías de esa relación tan esforzadamente trenzada. No podía permitirse semejante desliz si no quería maltratar el bienestar de los niños. Si bien compartían la cama, por mera obediencia del mandato conyugal, entre ellos sólo había eso: concurrencia por respeto. «¡Maldita sea! ¿Qué estoy diciendo? Pronto todo se arreglará y el agua volverá a su cauce». El optimismo era inherente a su naturaleza.

    Toda esta debacle se originó hacía dos años, en aquel alocado viaje de Mikel a Colombia. Sólo debían aclarar los hechos y cortar de raíz las ocultaciones. Con esa nimiedad Ainara volvería a desplegar su inmensa comprensión. Ella le quería a pesar de todo, y ni por descuido se mostraría inflexible con Mikel, contase lo que contase.

    —¿Estáis bien, niños? —gritó Ainara.

    —Sí, estamos bien.

    Los petardos asustaron a mi hermano. A mí también me dan miedo los petardos. Quería llorar, pero ya soy mayor y no puedo llorar por cualquier cosa. Oí a mi padre hablar en el salón. Gritaba. Mi padre sólo grita cuando está enfadado o cuando ve un partido de fútbol. A mí no me gusta el fútbol porque mi padre nos manda a la habitación y no podemos ver los dibujos. No me gusta.

    —Mamá, yo estoy bien. ¿Qué ha pasado?

    Yo duermo en la cama de arriba y no tengo escaleras para bajar. Mi madre dice que cuando sea más grande me van a comprar unas escaleras, yo las quiero de madera. Ella dice que ya veremos, pero yo las quiero de madera. Quiero bajar de la cama para ver los dibujos en el salón.

    —¡Bájame! Quiero tumbarme en el sofá.

    Mi madre encendió la luz. Tenemos tres luces para ver por la noche; una lámpara grande que mi padre colgó del techo cuando nos mudamos a la casa nueva y otras dos pequeñas que puso en la pared. Las lámparas de la pared son una luna y una estrella y las dejamos encendidas cuando vamos a dormir porque alumbran menos que la grande, que es para jugar o para cambiar el pañal a mi hermano.

    —¿Por qué no viene a bajarme papá?

    —Tu padre está ocupado… Baja y ve al salón, pero ten cuidado que el suelo está sucio.

    Mi madre me bajó.

    —¿Papá se fue sin darme el beso?

    —Se ha ido —dijo mi madre y me besó.

    Mi madre es muy guapa. Es la más guapa del mundo y sabe cocinar de todo, mi padre sólo sabe hacer pizza, pero también es guapo. Mi hermano me pega con su muñeco. Siempre me está golpeando con los juguetes. Ese muñeco antes fue mío, pero como ya soy mayor se lo he dejado a Iker. Él lo ha roto. No podemos romper los juguetes. Mi madre me lo dice siempre. Los juguetes son caros y no podemos romperlos, aunque mi hermano los suele

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