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Cruzar la montaña partida
Cruzar la montaña partida
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Libro electrónico291 páginas3 horas

Cruzar la montaña partida

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Cruzar la montaña partida narra la historia de Toribio, condenado a 25 años de cárcel por asesinato. A las puertas de recuperar la libertad, Toribio examina los hechos que le llevaron a la cárcel de Tarumá, un lugar que, de pequeño, se había jurado no pisar jamás, y comprende que tiene más amistades dentro de la cárcel que fuera de ella. Recuerda a su padre Herculano trasladando a la familia a un remoto lugar de Paraguay, utilizándoles como un recurso para huir de su pasado, lo cual finalmente, acaba por condenarles a la destrucción. Toda la decepción de Toribio empieza y acaba en doña Jacinta, su madre, una mujer decidida y valiente que, sin embargo, a partir de la desgracia de su marido Herculano, pierde toda su chispa y acaba desvaneciéndose del engranaje familiar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 oct 2017
ISBN9781370521081
Cruzar la montaña partida
Autor

Robertti Gamarra, Sr

Robertti Gamarra nació en Paraguay (1967). Entre sus trabajos publicados destacan las novelas El abrevadero de las bestias (Libros.com, 2014) basada en el atentado del 11M; Las botas del Rey (Novelnobel Ediciones. Salamanca, 2015), un libro ambientado en la guerrilla colombiana; y Cruzar la montaña partida, (Ed. Seleer 2015). Periodista de profesión, trabajó varios años como corresponsal de una emisora de radio paraguaya en Europa, prestando cobertura a la inmigración latinoamericana. Es especialista en el ámbito del emprendimiento y la innovación. Ha dedicado gran parte de su trayectoria profesional al entorno del libro, participando en la creación de más de 250 bibliotecas públicas en todo el mundo. También es reconocida su labor en la creación de cursos online sobre la escritura. En el año 2016 recibió la distinción de la Embajada de Paraguay en España por su dedicación al mundo de los libros.

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    Vista previa del libro

    Cruzar la montaña partida - Robertti Gamarra, Sr

    ROBERTTI GAMARRA

    CRUZAR LA MONTAÑA PARTIDA

    Título Original: Cruzar la montaña partida 

    Robertti Gamarra © 2015

    1ª edición

    www.roberttigamarra.com

    ISBN: 978-87-944133-6-0

    DepósitoLegal: MA 883-2015

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial sin el permiso previo del titular de los derechos de propiedad intelectual.

    CRUZAR LA MONTAÑA PARTIDA

    Robertti Gamarra

    En memoria de mi querido e inolvidable hermano,

    Felipe Nery.

    CONTENIDO

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Agradecimientos

    1

    —Hay un sol radiante en el patio –dijo el carcelero. Mantuve el silencio—. Se lo va usted a perder.

    Le sentía aguardar mi respuesta al otro lado de los barrotes. Se distinguen los pasos en los pasillos, el chirriar de las puertas, gritos de los reclusos celebrando el momento de distracción.

    Cerré los ojos sin decir nada. Volvía a 1970 una y otra vez. Domingo, veintidós de febrero. Un sólo disparo. El eco se alejó de la terraza de tierra roja, arañando la laguna de aguas quietas, más lodazal que laguna. El paso de carretas y animales había ido enturbiando el fondo de arenisca, siquiera los matorrales crecían allí con alegría, se habían retirado a los lugares menos profundos conformándose con volverse nidos de víboras o trampa de medio pelo para los terneros inquietos. El eco abrazó el campo abierto, ahuyentó las aves de los abetos retacones, silbó entre los plátanos enfilados a lo largo de ciento cincuenta metros, en acto de bienvenida para los viajeros, y retumbó en la casa.

    Saulo se puso en pie, enervó la cerviz y ladró dos veces, una con vacilación y otra con locura. De un salto salvó el cerco de madera, de más de metro y medio de altura, y echó a correr hacia la laguna.

    —¡Jesús! —exclamo doña Jacinta.

    Levantó la cabeza y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sus manos quedaron quietas sobre la tabla donde restregaba la ropa en un cubo a medio llenar de agua y espuma de jabón.

    El disparo se hamacó largamente en la quietud de la mañana. La casa otorgaba una visión diáfana de la laguna, donde el perro estaba a punto de llegar con grandes zancadas.

    El caballo emergió del bosque a galope tendido, crepitando los cascos sobre el suelo y polvo.

    —¡Dios me ampare!

    Lima retozaba sin jinete, con los arreos jugueteando en los costillares, las riendas regalaban latigazos a diestro y siniestro. La montura disparó gotas cristalinas al desplomarse entre los matojos. El animal estaba desbocado.

    Doña Jacinta quedó poseída por el despropósito. Las hierbas se sacudían a su paso al atravesar el campo por donde no había camino alguno. Mujer curtida en mil batallas, se había fajado con hombres armados o mujeres celosas con puñal en mano sin arredrarse, para ahora perder el juicio, invadida de una voluntad perversa por correr más allá de quién y la razón.

    —¡Herculano! ¡Herculano! —gritó doña Jacinta.

    Mucho se hablaría luego de su valor al acudir sin vacilación hacia la fuente del disparo. Perneaba en las turbias aguas cuando Timoteo apareció tras ella.

    —¡El revólver, donde está el revólver! —gritó Timoteo desde la montura de su caballo.

    —Debajo del colchón —balbuceó ella.

    Timoteo se puso al galope hacia la casa; desmontó sin detener el caballo, sorteó el galpón a zancadas, se adentró al dormitorio como un poseso. No oía ni veía nada en esa oscuridad intensa, estaba ciego de terror. Atropelló la cama y palpó con angustia las mallas de cuero hasta que dio con el revólver. Lo cogió con ansiedad, no había tiempo que perder. Fue entonces cuando presintió unos ojos mirándole desde el rincón. Elida se incorporó adormilada. Timoteo quedó perplejo como no recordaba haberse sentido jamás; cuando volvió en sí ya cabalgaba de nuevo, agitando el revólver al viento.

    A partir de quedarse embarazada por primera vez, doña Jacinta alcanzó un estado de intuición prodigioso, presentía cosas como si las viviera en persona. Muchas veces, renegaba de su valor, porque sentía una gran penitencia al anticiparse a hechos que la abrumaban sin sosiego día y noche. Ahora, sin embargo, carecía de toda clarividencia, no obedecía a presentimientos ni se dejaba llevar por el instinto, sino por la necesidad de acudir junto a su hombre en cuerpo y alma.

    —¡Lo sabía, lo sabía! —se repetía doña Jacinta sin dejar de correr. Dejó atrás la laguna y se adentró al bosque.

    —¡Te lo dije, por Dios!

    La noche anterior no había ocultado su sospecha, molesta con la oscuridad, y con los bichos que pellizcaban el cristal de la lámpara petromán. La animación crecía en la cocina, junto al fuego, donde la chiquillada reclamaba la cena con sollozos y pataleos, mientras los hombres azotaban las reses para despejar el patio trasero. Los árboles cercanos crujían intermitentes, como el tintineo de las cucharas en los platos de la mesa del galpón.

    —Herculano, no te vuelvas –murmuró Rigó, inclinándose levemente hacia delante—. Que nadie se mueva; alguien nos espía desde la esquina. Allí hay alguien.

    —¿Qué? —Herculano se sorprendió—. Imposible, si hubiese alguien, Saulo lo habría percibido.

    El perro descansaba plácidamente a los pies de la mesa.

    —¿Tienes aquí tu revólver? –preguntó Rigó.

    —No.

    —Haz como si lo tuvieras en la cintura. Vamos a levantarnos todos a la vez; sea quien sea, está detrás del pozo.

    Crujieron las sillas, las naranjas salieron despedidas de la mesa, y los tres hombres llegaron corriendo al pozo. Herculano llevó la mano a la cintura en busca del arma imaginario, sin perder de vista la silueta que cruzaba a la carrera entre un laberinto de arbustos y animales echados en el campo a descansar y se fundió con la sombra.

    —¡Hijo de puta! —gritó Timoteo—. Al final no es tan valiente como parece.

    —¿Quién será? —preguntó Elida intentando ver en la oscuridad cerrada—. El perro ni se ha movido.

    —Porque lo conoce –afirmó Herculano, volviendo a ocupar su sitio en la mesa.

    —Debes tener cuidado –le recomendó Rigó, acomodándose otra vez en la silla, sin apetito ni tranquilidad—. Tus enemigos están cada vez más cerca.

    —Mañana no deberías ir al campo –sugirió doña Jacinta—. Al fin y al cabo es domingo, un día de descanso.

    —¿Cómo que no? Eso sería mostrarles miedo y es lo que pretenden. A mí no me van a acojonar enviándome un espía mientras ceno.

    Herculano amenazó con levantarse, desvió la mirada. El orgullo y la estupidez le tenían incomodo en partes iguales, aunque debajo de esa valentía fingida palpitaba su miedo a la muerte. Guardaron un silencio cargado de irritación.

    —Herculano, mañana no deberías… —insistió doña Jacinta con voz queda.

    —…No te preocupes, mujer —contestó él, levantándose de la mesa con brusquedad.

    —Al menos no salgas sin tu revólver –espetó Rigó con autoridad.

    —¡Ya! –Herculano estaba cada vez más angustiado—. No necesito llevar arma. Si Jiménez me encuentra con ella, me encerraría sin dudarlo. El arma se quedará aquí.

    Herculano los miró con descortesía, haciéndoles saber con el silencio lo poco que le importaba la insana amenaza que intentaban transmitirle.

    —¡Te lo dije, por Dios!

    El grito de doña Jacinta se hamacó en el aire. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la sombra, antes de distinguir una silueta blanquecina braceando en el camino. Perdió el aliento al ver el destello de la hoja de metal rasgando el vacío, descendía una y otra vez hacia el cuerpo tumbado en el suelo. Saulo giraba en círculo, sacando los colmillos, mordisqueando el aire.

    —¡Jesús! ¡Jesús! –gritó doña Jacinta.

    La silueta luchaba ahora con el perro, lo podía deducir de sus confusos movimientos. Cuando la tuvo a la vista, la miró un momento y de un salto desapareció en la espesura.

    Un ramillete de disparos sonó a sus espaldas.

    —¡Herculano! ¡Herculano! –doña Jacinta se echó en el suelo sobre su marido, lo abrazó con todas sus fuerzas.

    De aquel instante solo quedaría en su memoria las caras mirándola sin esperanzas, con su querido Herculano tendido en el suelo con una bala en el cráneo y el rostro desfigurado a machetazos.

    2

    —Bueno, el patio permanecerá allí –insistió el carcelero desde la puerta—. Pero el sol no. Usted verá.

    Los guardias dejaban abierta la puerta de mi celda todos los días, lo venían haciendo desde hacía varios años, convencidos de mi honestidad. Nada les hacía sospechar que ese privilegio encendiera la voluntad de escapar. Yo tampoco lo deseaba, huérfano como estaba de familiares que fueron desapareciendo a través de los años, circunstancia que nunca me detuve a lamentar.

    La primera en marcharse de mi vida, hacía ya mucho tiempo, fue Doña Jacinta. Mi madre. Sentía hacia ella un respeto por compromiso de sangre pero no así afecto ni necesidad de convivencia. La distancia y su negativa a perdonarme habían acabado por extirpar de mi ánimo cualquier aspiración de cercanía. Su férreo empeño por renegar de mí, apenas me comprometía a llamarla por su nombre. Sin embargo, fue ella quien me llevó de la mano cuando llegamos a La Ponderosa.

    Aún conservaba el ardor de aquella tarde de mayo del año 1965, cuando doña Jacinta me obsequiara con la caminata de reconocimiento por la casa y sus alrededores. Recordaba su cara complacida tomándome de la mano mientras visitábamos rincón por rincón las instalaciones. Habíamos desembarcado allí ese mismo día.

    —El dormitorio –decía mi madre, doña Jacinta.

    Yo echaba al lugar un vistazo de inspector receloso y luego levantaba la cabeza para dispensarla con mi sonrisa de aprobación.

    —El galpón de los jornaleros –seguía ella.

    Un escrutinio más, sin gran cosa que ver ni analizar para un niño de cinco años como yo, pero al final otra sonrisa de satisfacción y avanzamos.

    —El huerto –dijo.

    Entonces sólo la pude regalar el silencio.

    Ella se volvió hacia el lugar que concitaba mi curiosidad. Resopló al descubrirme cautivado por el esqueleto de un cuervo negro derrumbado en mitad del huerto; lo invadía un ejército de hormigas vertiginosas. Era un cuervo, lo sabía por pura intuición. Me acerqué y quedé de cuclillas un rato.

    —¿Qué le habrá pasado? –pregunté.

    Doña Jacinta se guardó responderme, tan atareada como estaba arrancando matojos de las hileras de cebolletas.

    Volví a la intimidad de mi esqueleto con lágrimas en los ojos, con delicadeza, en honor al pájaro derribado en la batalla diaria por sobrevivir, sin saber bajo qué mando ni a cuento de qué.

    —Vamos –oí a los lejos.

    Apenas pude interrumpir mi velatorio de cortesía para seguirla hacia otros emplazamientos aún desconocidos y prestos para la visita. Ya no iba de su mano, simplemente la seguía con convulso tormento por la desgracia del cuervo repicando en mi memoria con los picos abiertos llenos de hormigas. Mi madre caminaba indiferente a mi dolor pero elegante y altiva.

    —No te alejes del patio –dijo y cruzó hacia la cocina haciendo alarde de su exquisita elegancia.

    Doña Jacinta era una mujer atractiva a pesar del desgaste del nomadismo propio del campesinado de su tiempo. Su perfil picudo la otorgaba facciones excesivamente suaves y una cara inexpresiva, con los ojos redondos, algo pequeños, marrones profundos. Su atropellada cabellera se precipitaba hasta más allá de las nalgas milimétricamente redondeadas que iban y venían por la casa de sol a sol sin descanso. Una nariz puntiaguda y la barbilla saltona la conferían aires contorneados casi perfectos. Sin embargo, ella deslucía toda esa pulcritud con una sonrisa más bien mezquina, sin hacer alarde de una carcajada de verdad, si acaso alguna risa fingida para contentar a la concurrencia y nada más. Tampoco se apegaba a los pantalones, a pesar de embarcarse a menudo en largos viajes a caballo.

    —Los pantalones son de hombres, no de mujeres –sentenciaba con su seriedad habitual.

    Cosía sus vestidos multicolores a luz de velas los fines de semanas, sin dejar de controlarlo todo discretamente sentada en el galpón.

    En los primeros días se atrincheró junto al fuego. La cocina era un apéndice del galpón; la falta de tabique frontal dejaba ver los latigazos del fuego ardiendo sin sosiego en el suelo, con la olla de hierro enganchada con alambres a las vigas bajas invadidas de hollines. Los colgajos negros que el humo depositaba en el techo parecían murciélagos durmiendo en una cueva, en constante custodio de las estanterías repletas de latas entreabiertas, oxidadas y sin orden ni concierto que tomaban la entrada, junto a las botellas de especies y de aceite derrumbadas en el suelo, a los pies de las bolsas de arroz y lentejas. La pared del fondo estaba picoteada de ganchos donde colgaban toda suerte de sartenes, ollas, jarros y cualquier artilugio con asas para sujetarse. Allí bullía vida día y noche, y en épocas de frío lo convertíamos en nuestro santuario, pasábamos horas sentados en pequeñas silletas idolatrando las llamas inquietas.

    Me costaría más tiempo de lo debido comprender hasta qué punto aquella tarde junto a doña Jacinta marcaría mi vida. Los acontecimientos se desencadenaron con rapidez, suscitando hechos que luego me avergonzaría referir, aunque otros me enorgullecían plenamente.

    Entonces no estaba en edad de comprender que defender el honor ajeno no valía nada, por lo que nunca sabría si las cosas habrían seguido otro rumbo, más benévolo conmigo o más ecuánime con los méritos de mis allegados, si hubiese actuado de manera diferente.

    Esa misma tarde, poco antes de que la noche oscureciera la figura de los árboles con su violenta negritud, doña Jacinta avistó una delgada silueta al otro lado de la carretera, a más de doscientos metros de la casa. Alguien nos observaba sin apenas disimulo.

    —Lleva ahí desde hace un rato —dijo Herculano sin abandonar su tarea.

    —¿Quién será? –preguntó doña Jacinta.

    —Algún vecino tímido que no es capaz de acercarse a saludarnos.

    Herculano agitó la mano en el aire en forma de saludo. La figura misteriosa le devolvió el mismo gesto. A pesar del intercambio de enérgicos braceos, se mantuvo la distancia.

    —Bueno, ya se acercará –dijo Herculano y se marchó con el caballo, conduciéndolo por la brida.

    Al cabo de los días Eladio Cantero se convirtió en un miembro más de la familia.

    —Tenemos un nuevo soldado con nosotros –lo presentó Herculano con satisfacción.

    Mario, mi hermano, caminaba a mi lado, ataviado de un aire de intensa vigilancia. Nos costaba encontrar un valor común para acercarnos a Eladio y en los días siguientes nos mantuvimos cautos respecto a sus intenciones. Sin embargo, la predisposición del nuevo soldado para asumir el cuidado de nuestras pertenencias y su voluntad por jugar con nosotros, acabaron atrapándonos en la trampa de su amistad.

    —Es un trabajador incansable –le elogiaba Herculano, mirándole con gratitud.

    Aún con la ayuda de Eladio nos llevaría tiempo y esfuerzo limpiar de los horcones de la casa las lágrimas negras de excremento de pájaros. Todo para nada, porque al darnos la vuelta algún polluelo de color ya disponía del lugar para soltar sus necesidades, como sí interpretase nuestra ausencia al mando de palas y rastrillos como una deferencia que debía aprovechar.

    —¡Todos al arroyo!

    Marchábamos en fila india tras Eladio. El agua fluía impetuosa sobre las rocas a apenas un kilómetro y medio de La Ponderosa, hacia el sur; los remolinos enfurecidos escupían burbujas que parecían balas de fogueo, aunque se calmaban más allá de la bifurcación hacia el este, donde el brazo del arroyo acababa en un frondoso pantano, nido de serpientes gigantes que atrapaban las vacas y, tras asfixiarlas, se las tragaban de forma misteriosa.

    —Sólo los hombres de verdad vuelven de allí –decía Herculano, levantándose en los estribos para mirar lo más lejos que podía.

    Yo nunca había estado en ese lugar, y desde el puente no se veían los ramales. La vista moría en árboles gigantes con hojas granates y amarillas, donde colgaban lianas verdes atropelladas de florecillas blancas y rojas. La inmensa perspectiva de flores multicolores y las hojas desdibujadas por la bruma, cubrían la corriente hasta convertirse en una pared inaccesible, excepto para los cuervos siniestros, que proferían graznidos aterradores desde las ramas, acaso escogiendo con tino sus futuras osamentas.

    Arroyo Blanco. Las aguas siempre conservaban un frescor hiriente aunque agradable a la piel una vez se estaba sumergido; concedía un buceo placentero, excepto para quienes no sabían nadar, como yo. Esa corriente amansada casi llevaría mis palabras para siempre, cuando intenté imitar los saltos que Mario y Eladio efectuaban tras hamacarse en una liana que colgaba sobre el arroyo. Aquello resultaría mi bautismo sacramental; las ansias de vivir me regalarían un nado perruno y perpetuo al devolverme a la cara de la corriente para que Herculano me asiera con fuerza y me rescatara de una muerte segura.

    Adoraba permanecer sentado en lo alto del puente de madera, con los pies apuntando a la cabeza de Mario o de Eladio mientras se zambullían en

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