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Desencierro
Desencierro
Desencierro
Libro electrónico214 páginas3 horas

Desencierro

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En la personalísima obra de Juan Mihovilovich, regida siempre por sus motivos dominantes, las atmósferas tanto de sus novelas como de sus cuentos remiten, invariablemente, a paisajes sombríos o a prisiones ficticias o reales donde, sin embargo, es posible atisbar la luz a través de pequeños resquicios, una ventana o una reja donde se posa un insecto o un pájaro y yace una hoja que el viento mueve como señal de vida y esperanza. Las pesadillas y sueños, en estos relatos, se confunden con el mundo aparente y cotidiano, adquiriendo una inquietante y perturbadora dimensión metafísica que nos enfrenta con las situaciones límites de la existencia humana.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
Desencierro

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    Desencierro - Juan Mihovilovich

    Juan Mihovilovich

    Desencierro

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2008

    Imagen de portada: Vania Mihovilovich

    ISBN: 978-956-00-0035-4

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Vivir es ser otro.  Ni sentir es posible

                                             si hoy se siente como ayer se sintió;

                                             sentir hoy lo mismo que ayer no es

                                             sentir: es recordar lo que se sintió

                                             ayer, ser hoy el cadáver vivo

                                             de lo que ayer fue la vida perdida.

                                             Fernando Pessoa

    Libro del Desasosiego  

                                           El ser humano siempre necesita

                                           de dos imágenes simultáneas:

                                           la real y la imaginaria.

                                           ¿Pero, por qué las comillas?

                                           Porque ni es la una del todo real

                                           ni  la otra del todo imaginaria.

                                           Imre Kertész

    Diario de la Galera

    A Pacián Martínez Elissetche,

            por muchas razones… o por una sola: amistad.

                                                     A Milenka Sayen,

                                         la nueva vida…

    1

    Procedo de un pozo negro, ¿no lo entiende? El pozo soy yo. No. No se trata de un túnel. Un túnel tiene entrada y salida y suele ser horizontal. Está bien, incluso puede tener una leve inclinación o hasta ser vertical. Pero mi procedencia es la nada misma. Procure entenderlo del siguiente modo: trate de mirarme directo a los ojos y bajar por ellos al fondo de mí. ¿Qué ve? ¿Nada? Si hace un esfuerzo notará mis pies sumidos en algo pantanoso, una especie de fango absorbente que nunca termina por cubrirme. Yo trato de avanzar y quedo siempre pegado al mismo sitio. Es angustioso, porque mi destino es hundirme a medias. No hay entrada en mi encierro. Alguien me situó en un punto impreciso del universo sin darme entrada y prohibiendo, al parecer, cualquier salida. En consecuencia mi existencia oscila entre la nada y el encierro. Y si usted me amenaza con las penas del infierno o el enclaustramiento más feroz, ni siquiera me atemoriza. Creo que lo asimilaría a una parte de la propia condena. ¿No considera que haya gente que nace con esa condición? Sí, de condenado al encierro perpetuo, a ver la vida continuamente hacia adentro como si uno estuviera succionándose. Claro, una especie de depredador personal. Parece un chiste de mal gusto, pero ocurre. Una forma de gusano eterno, que por añadidura se arrastra pegado a una realidad repetida e inalterable. Es, además, sofocante, como si faltara permanentemente el aire. Situado en el pozo del encierro, los pies no avanzan, las manos se alargan rasguñando el vacío y las sienes palpitan tan inusuales que se termina por creer que es una condición natural. No tiene nada de agradable. Se sufre. Y es un sufrimiento que va aniquilando cada día, que va reduciéndolo a una inmortalidad que se vislumbra posible. ¿No se entiende? Imagine que mi estado sin procedencia sea a la vez una condición eterna, ¿no le parece terrible? Naturalmente, usted no ha sentido la soledad absoluta, no ha tenido a cuestas esta carga del misterio insondable que hace trizas la espalda. Lo comprendo. No es algo que valga la pena recomendar o siquiera llame a la compasión. Con la autocompasión es suficiente. Aunque, si he de serle franco, uno siente piedad de sí mismo en determinadas ocasiones. En otras, un odio profundo, un rencor sordo que hace de la propia imagen algo detestable. A menudo me represento saliendo de un espejo trizado donde aparezco sangrando por todos lados. No es una imagen agradable, es real. En esa imagen logro sacar mis pies del fondo de esa ciénaga personal a costa de un desangramiento completo. Mis manos, el torso y el rostro emergen como una masa sanguinolenta que sale del espejo hecho pedazos y se arrastra por algún sitio inconsistente. ¿Le aburren estas divagaciones? ¿Le aterran? Lo comprendo. No debe de ser grato escuchar ahora estas confesiones. El asunto del espejo tiene que ver con mi infancia, creo yo. Bueno, casi todo tiene que ver con ella, ¿no le parece? En algún momento trituré a propósito el espejo del baño para comprobar si detrás estaba yo, o mejor dicho, confirmé que estaba desparramado por el suelo en pedacitos que jamás volverían a juntarse. Puede no ser una buena analogía; lo único que pretendo explicarle son sensaciones, mis propias sensaciones, y eso es algo que, por desgracia, siempre se entrega a medias. Por más que uno quiera transmitir la interioridad, ella otorga solo pálidos señuelos, pistas inconclusas, caminos abruptamente truncos. Trato de insinuarle que en lo más recóndito de mí crece un precipicio invertido. Sé que es raro: un precipicio que me arrastra hacia arriba en la caída. Parece algo ingrávido, un fenómeno físico irregular; en todo caso es una imagen, otra imagen que deseo pueda acoger. No sé bien para qué, tal vez para que la analice, la desmenuce o la comprenda si algún día el pozo se le presenta y lo deja sin defensas. La historia del espejo no es la vieja trampa del rompecabezas. Es más que eso. Está la sangre de por medio. No lo olvide. Eso hace que el resto parezca un juego de niños. Si me hice trizas, ha debido ser por el temor irreprimible que suelo ocasionarme. Verme reflejado y sentir que no me parecía a la imagen refractada no era grato. Detrás siempre había alguien o algo asomando unos ojos invisibles que cosquilleaban mi cerebro, parte de la nuca y descendiendo por el cuello se situaba en un sector impreciso de mi espalda. A eso suele llamársele escalofríos, pero cuando niño no se tiene mucha conciencia de nada. No la tengo ahora, así que figúrese qué podría haber significado para mí ver más allá del espejo. La única alternativa posible entonces era fragmentarme y sentir que en ello se me iba la vida. Por eso la sangre corría por el espejo hecho pedazos. Creo que por eso. Además, recuerde que la autorrepresentación del espejo era una especie de huida de mi aterrador encierro. ¿Me explico? Ni siquiera era causa, sino efecto. Sin mi continua soledad encerrada, jamás se me hubiera ocurrido buscar respuesta en un espejo. Por favor, entiéndalo. En última instancia, ¿que puede importar a estas alturas haberme visto reflejado desde niño como una figura sangrante inmolada o como simple victimario?

    2

    Está cansado y suda, ¿por qué? El día es gris y

    la brisa matinal es ahora helada. Aquí dentro el

    encierro, en días como éste, es soportable. Claro, no es igual: este es un encierro físico, palpable. En su caso basta estirar un brazo y abrir la puerta para salir a una realidad conocida y transitable. Durante la mañana preguntó demasiado por cuestiones secundarias. Por eso mismo no las respondí. Suelo profundizar, aún sin pretenderlo. ¿Cómo? Ya entiendo: no todos tenemos similar percepción de las

    cosas. Lo que para mí suele ser importante, para usted y los demás resulta irrelevante. No, no quise ofenderlo. Es una forma de decir. Como señalar que le gustan los amaneceres y a mí el crepúsculo. Y aunque le parezca exagerado, ni esa comparación es banal. ¿En qué íbamos? Ah, la representación del encierro, le reitero, no tiene origen. Es más, creo que la aplicaba a cada acto cotidiano. Solía ver el mundo como metido en un globo de cristal. Cada uno de nosotros, usted, el hombrecito de la otra pieza, los ancianos del fondo del pasillo, todos eran vistos por mis ojos de niño metidos en una especie de esfera que los diferenciaba. No es tan complejo, porque lo que en apariencia otorgaba similitudes constituía al fin una discrepancia sustancial: nadie se topaba con nadie. Cada uno tenía su propio espacio y arrastraba a cuestas su mundo próximo y su

    propia soledad. No sé. Tal vez era una proyección personal. Eso tendrá que descifrarlo. Para eso está aquí, ¿no? Lo que quiero decir es que toda esa vasta realidad irrumpía como átomos dispersos con pleno volumen y consistencia. Lo paradójico estaba en su perpetua transparencia y de ahí que cada individuo fuera para mí un libro abierto. Veía su diafragma,

    su columna vertebral, pero lo triste y doloroso

    era constatar sus reales intenciones. Una sonrisa, la de mi madre, por ejemplo, invariablemente estaba condicionada por una secreta voluntad que yo apreciaba sutil en un ángulo del rostro. Una mueca leve, un guiño momentáneo, una mirada de soslayo, el repentino declive del tono vocal, evidenciaban de inmediato que la sonrisa era un cálculo medido

    tendiente a obtener una ventaja. ¿Cómo lo percibía? Le insisto, no es fácil de explicar. O usted me sigue por dentro o creerá que me pierdo en fantasías.

    ¿Si aquello me hacía sufrir? Más que sufrir, no me dejaba vivir. Si mi origen disperso y circunscrito a

    la inmovilidad de mi pozo personal lo asocia con

    la observación de las cosas y los seres que me

    rodeaban, tendrá un cuadro siniestro, con una incongruencia común extraviándome de continuo entre lo aparente, lo falso y una verdad siempre

    incompleta. Recuerdo que a los dos años, para

    redondear el ejemplo, me retorcí los dedos con la cadena de una bicicleta. Mientras gateaba coloqué los dedos en el piñón con la intención de cercenarlos. La sangre, siempre la sangre, corría por el piso y de no ser por su suave deslizamiento hasta la

    cocina, mi madre no se habría percatado de ese

    accidente voluntario. ¿Por qué lo relaciono? Es que al surgir en el marco de la puerta pareció asustarse, pero vi que juntaba los labios en una especie de mohín dudoso reflejando una íntima satisfacción. Ahora, ¿quién manejaba a quién? Es una buena

    pregunta. Creo que si de manipulación se trataba, era el comienzo de una lucha sorda que el tiempo iría develando. Sobre ello usted habrá sacado sus conclusiones y sabrá al menos a qué atenerse. Pero nunca se atenga demasiado a nada. Ninguna cosa, por segura que parezca, tiene visos de certeza. ¿Por qué se lo digo? Ya lo entenderá. Pues bien, estuvieron a punto de amputarme los dedos. Los cosieron y entablillaron por varios meses. Después recuperé poco a poco el movimiento. Sí, con unos dedos

    menos mi destino pudo variar. ¿Será tan simple? ¿Bastará carecer de unos huesos para variar el prospecto de uno mismo? Me supedita el problema de la invalidez, de carecer de una pierna u otro miembro importante. Eso es más dramático. De alguna manera uno suple las deficiencias con el desarrollo de los demás sentidos. Se lo digo por lo siguiente: antes de lo que usted sabe, a los seis o siete años, estuve ciego. Sí, ciego por completo. Había visto en una película hindú que ciertos sacerdotes ofrendaban sus ojos a Dios. Se estacionaban días y semanas

    mirando el sol sin pestañear, hasta que la luz era una pálida secuencia de sombras y figuras diluidas.

    Lo hice en verano, naturalmente. Careciendo de completa autonomía, me oculté en un rincón del gallinero y lo miré con tenacidad. No pestañeaba: solo miraba esa bola candente y luminosa, cuya atracción me era extraña. Veía sus fulgores como relámpagos que descendiendo oblicuamente se

    internaban por mi boca para quemar mis entrañas. No sé si fue ese efecto secundario que pasó a ser principal o si fue la búsqueda de la oscuridad absoluta lo que motivó, en el fondo, mi decisión de

    enfrentarme al sol. El documental hindú, al fin de cuentas, como todas las cosas, fue un mero pretexto que gatilló una necesidad encubierta. Me descubrieron al tercer día y fue considerado una especie de resurrección. Al regresar a la casa tropezaba con todo: con muebles, puertas y ventanas. Extrañamente comencé a sentir con mayor nitidez el calor de la cocina. Apenas ingresaba por la puerta del patio

    sabía qué pasaba con los caracteres interiores: si mi padre andaba cabizbajo o sonreía, si mi hermana sollozaba en su pieza o se encerraba en su mutismo, si mis hermanos gesticulaban o dormían. ¿Si captaban mi ceguera? No al inicio. De alguna forma

    calculaba las distancias a través del calor irradiado por los objetos. El problema se patentizó al estrellarme con un jarrón de porcelana china que mis padres cuidaban como un tesoro inmaculado. Más allá del estrépito causado, fue por la colisión inexplicable que me observaron. Allí mi padre me acercó a la luz solar para escrutarme las pupilas. Como casi no

    reaccioné a la luminosidad, me llevaron de inmediato al oculista. No había nada somático. No se trataba de un problema interno, aunque sí lo era en otro sentido. Se optó por dejarme en cuarentena. Ello significó encerrarme en mi pieza con las ventanas tapizadas de paños negros y listones que mi padre claveteó en los marcos. Cuarenta días en la más absoluta oscuridad. Aunque le parezca raro, estaba

    habituándome a la penumbra. El sol había causado pequeñas llagas en el borde de las pestañas y una costra sutil como un cristal empañado me cerraba los párpados. El médico dijo que la costra caería por su propio peso en la medida que los ojos permanecieran abiertos en las sombras. Luego me aficioné a deambular por el cuarto como si anduviera en mi interior. Como el silencio era aplastante, aprendí a descifrar el sonido material. ¿Cree que las cosas no piensan ni emiten sonoras vibraciones? Se equivoca, de nuevo se equivoca. Allí comprobé que mi osito de peluche palpitaba y poseía una historia personal que lo asombraría si se la contara. También descubrí los latidos de mi cajita musical con su bailarina de ballet. Fue en la penumbra que ella se desligó por primera vez de su caparazón de cristal y bailó una tarde entera para mí. No sonría de esa manera. Soy yo quien siente pena por usted. No sonría con una lástima que me pertenece. Después de esa experiencia, las sombras no poseían mayores secretos; claro que me refiero a las sombras que humanamente

    podía controlar. ¿Qué quiero decirle? Nada es como se ve, nada en lo absoluto. Si aprendí a ver en las sombras por un hecho casual que impidió mi ceguera completa, ello no implicaba ver el origen mismo de la oscuridad. ¿Me va siguiendo? No se asuste.

    Las sombras artificiales creadas por la mano del hombre no son las sombras verdaderas. Hay otras, las nocturnas, las que llegan con la noche a posarse sobre todo, reduciendo el tiempo y el espacio a la exigua materialidad humana. ¿Ha notado que en la oscuridad más profunda apenas se aprecia el propio cuerpo? Es una salvación momentánea. Más allá de la figura personal, en

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