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Sombras Ocultas
Sombras Ocultas
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Libro electrónico326 páginas4 horas

Sombras Ocultas

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Si te gustan las historias románticas, con intriga y misterio, acompañadas de intensos toques eróticos, no te pierdas esta interesante novela con un final sorprendente.

Este libro narra la historia de Claris Torres, una mujer hecha a sí misma que trata de huir de los fantasmas de su pasado en un entorno tan chic como perverso. Con un padrastro de instintos enfermizos, expulsada de la Universidad y obligada a asistir a sesiones de ayuda con un acreditado psicoterapeuta, la insustancial vida de Claris da un giro crucial cuando dos personas se cruzan en su destino, una antigua compañera de clase y un psiquiatra suplente. Es entonces cuando Isabela, que es su verdadero nombre, conoce muy de cerca el universo del sado a través de su amiga Luz Casillas, una chica que se desenvuelve en los márgenes del bien y del mal, ajena al verdadero precio que hay que pagar a veces por nuestras decisiones.

Pero, al mismo tiempo, Claris asiste al despertar del sexo y la pasión más intensos de la mano de un hombre tan sorprendente como carismático, que la conducirá por todos los recovecos del placer y el deseo. En una lucha constante consigo misma, nuestra protagonista vivirá situaciones al límite gracias a las cuales podrá ir rasgando las sombras de su pasado para reencontrarse con su verdadero yo, desterrando para siempre el lastre de sus miedos e inseguridades.

Como la princesa de El lago de los cisnes, Claris experimentará una auténtica metamorfosis interior que la llevará a mudar la piel de su alma para volar libre como un pájaro a través de las páginas de este libro.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 jul 2016
ISBN9788491126638
Sombras Ocultas
Autor

Tatiana Untu

Tatiana nace en 1981 en Stolniceni/Hincesti (República de Moldavia). Reside en España desde hace 16 años. Ha estudiado diversos cursos y másteres. Habla varios idiomas. En este momento, trabaja como ejecutiva consular. Le apasiona viajar. En su país de origen, le encantaba escribir poesía y prosa.

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    Vista previa del libro

    Sombras Ocultas - Tatiana Untu

    © 2016, Tatiana Untu

    © 2016, megustaescribir

             Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:       Tapa Blanda               978-8-4911-2664-5

                     Libro Electrónico       978-8-4911-2663-8

    Contents

    Prólogo

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    13

    14

    15

    16

    17

    18

    19

    20

    21

    22

    23

    24

    25

    26

    27

    28

    Epílogo

    Sobre el autor

    Dedico este libro a Jaume, quien me ha apoyado para escribir, ha vivido todo ese momento de inspiración a mi lado y ha hecho que viera que la vida es bella; sin él, mis novelas, Sombras Ocultas, Evolet y Elizabeth, no hubiesen existido.

    A mi familia moldava, que siempre está dentro de mi corazón; a Estéfani, a quien animo a escribir; a Lili, por haber leído mi novela y haberme animado tanto; a Jaume, Silvia, Roser, Xavi, Irina y a todos aquellos que me habéis alentado.

    Gracias.

    Prólogo

    −Isabela la voz de una mujer se escucha a través de la cortina del escenario.

    Del gran grupo de bailarinas de ballet, vestidas con el típico atuendo blanco de la obra, solo una sabe para quién es esta llamada. Pero ella no dice nada. No está preparada para dar este paso. No en este momento.

    En realidad, es tranquilizante el descontrol del público mientras se van calmando en sus asientos. Entre el nerviosismo de la tarde, nadie se percata de nada y se preparan para disfrutar de la obra: El lago de los cisnes.

    Huyo de aquí en dirección a mi camerino, las lágrimas apenas me permiten ver. Una vez dentro, permanezco frente al gran espejo y visualizo a la persona que se refleja en él. El maquillaje es extremadamente fuerte. En mi cara blanca, destacan mis labios rojos, con un leve colorete en mis mofletes. Y los ojos, difuminados con una sombra de color negro oscuro, hacen que me parezca al cisne.

    Igual que mi personaje en la obra, siento como la tristeza se apodera de mi cuerpo, mientras las lágrimas siguen diluyendo el maquillaje. El temblor es efímero, cruel, condenándome a una especie de continuo nerviosismo.

    No comprendo si todo esto es culpa de la visita inesperada de mi madre, o si tal vez es por la obra en sí. No obstante, el miedo me aterra y temo caer al vacío. Lloro sin poder parar, sin embargo, debo seguir con la representación. No puedo dejar la obra sin más. Al menos, no ahora, en el último momento.

    Me retoco el maquillaje, quito cualquier rastro de humedad de la piel y la dejo perfecta. Continúo un rato más en mi camerino y reviso mis pasos frente al espejo.

    El vestido blanco de ballet es sensacional; en la zona del pecho, los toques de brillo iluminados por la luz me hacen resplandecer, como al mismo cisne.

    Sueño con los ojos abiertos, moviendo los brazos en el aire, y mi cuerpo se convierte en el pájaro que quiero ser. Mis pasos son ellos mismos una danza, a la vez que doy vueltas y vueltas.

    Por fin suena la música. Es el momento crítico. Debo salir al escenario y hacerme con el público.

    Abro la puerta y salgo al largo pasillo que conduce al escenario. Me detengo en un lado y permanezco en la oscuridad. En ese instante, los focos solo iluminan la escena y espero mi turno. Desde donde me encuentro admiro a los cisnes blancos, cómo se mueven con entrega, dando lo mejor que saben hacer: bailar ballet. Es precioso.

    Lo que siento en mi interior al formar parte de todo esto es inmenso.

    Por fin es mi momento, respiro hondo, dejo escapar mi miedo, mi pasión y entro al escenario.

    Mi salto es recogido en el aire por mi bello príncipe, a la vez que baila conmigo en brazos al son de la música clásica. Acompaña mis pasos, me eleva las veces que requiere la coreografía, luego me hace descender para finalizar a solas.

    La sensualidad es crucial, junto a la necesaria maestría de haber memorizado perfectamente mis movimientos. No existe nada que impida que esto salga perfecto, lo sé.

    Nuevamente me imagino el personaje en sí y, como en el cuento, el cisne adquiere su forma de pájaro. Despliego mis alas con ganas de volar, mientras mi salto sobre una pierna me hace dar vueltas a la vez que el aire acaricia mi cara, dándome la sensación de hacer realidad mi sueño.

    Soy un cisne enamorado que demuestra su ambición de luchar contra la adversidad para, así, alcanzar la felicidad.

    Con mi baile, las piernas se extienden en el aire alcanzando la misma longitud que mi cuerpo. La pasión es desbordante cuando sigo dando más vueltas sobre mi pie.

    Es entonces cuando el bello príncipe vuelve a recibirme y me ayuda a elevarme nuevamente del suelo, abraza mi cuerpo e intenta transmitir su deseo de amarme. Nuestras miradas se unifican hasta formar una sola, a la vez que nuestros cuerpos lo hacen también.

    (2015- Tiempo real)

    ¿Quién dijo que la suerte se la labra uno mismo?

    Indudablemente, la pregunta fue hecha para animar a millones de personas de todo el mundo que creen en esta misma opinión, pero la realidad es muy distinta. La suerte es algo inalcanzable para el ser humano, ya que este no dispone de los recursos para apoderarse de ella ni cambiarla. En la vida misma, una persona tiene por seguro encontrarse con ella de vez en cuando, pero no se puede asir de una manera permanente.

    Tengo el convencimiento de haber necesitado tanto este fenómeno en mi vida que, en este mismo momento, simplemente me conformo con poder pensar en él. Mis tres últimos años en la universidad me abrieron las puertas a conocer familias con un alto poder adquisitivo y siempre me he mantenido cerca de ellos para, de este modo, escalar en la vida.

    Y ahora aquí.

    ¿Quién hubiera dicho que Claris Torres, originaria de Barcelona, hubiese conseguido su propósito?

    Desde luego, mis padres no, aunque, seguramente, yo tampoco lo hubiera creído posible. El conformismo lleva muchos años anclado en nuestra familia y, por ello, también en la sangre. Es bastante difícil luchar contra esta actitud, especialmente cuando existen tantos impedimentos por delante.

    «¡Qué pensamientos más extraños me recorren la cabeza!», pienso a la vez que observo por la ventana buscando razones evidentes que me respondan con sinceridad: «¿Qué hago aquí en este mundo que detesto?».

    No existe nada que pueda tranquilizarme ni hacerme sentir mejor. Después de todo, soy así: una muchacha triste, irrealizada interiormente. Pero intento seguir adelante con el miedo de que la pequeña chispa que se enciende para continuar con todo se esfume también algún día.

    Procuro tranquilizarme, puedo hacerlo, siempre lo hago y me sobrepongo. Saco fuerzas para ordenar el día que me queda por delante. De repente, recuerdo la visita con mi psicólogo dentro de dos horas y esbozo una mueca de disgusto. Soy una persona insegura, quizá paranoica, tal como los de la universidad y mis padres me hicieron creer para que, desde entonces, visite a un psicólogo que estudie mi caso y me ayude a recuperar la seguridad en mí misma. Intento tomármelo con calma, no exenta de burla, para que no me afecte demasiado, pero hay momentos en los que todo me supera y me siento caer como una piedra al vacío. Tengo un problema, lo sé, de hecho tengo varios, pero el que más me preocupa es uno en concreto: mi odio hacia a los hombres.

    Silencio. Esta es la palabra oportuna una vez que se acaba el sexo. También relajación al encender un cigarro y fumar en la ventana, desnuda bajo la luz del día, sin importarme demasiado que alguien más pueda verme desde fuera. Observo, a la vez que trago más humo y visualizo desde mi ángulo a la persona que hay dentro de mi cama, mientras pienso. No tiene sentido la situación, pero lo hago porque creo que es la única posibilidad para sentirme mejor.

    Laura. Una chica que, tras conocerla una noche de copas en un bar de Barcelona, acabó conmigo en la cama. No soy lesbiana o, al menos, eso creo, pero, al tener un problema con los hombres, cambié de gusto sexual cuando era adolescente. Desde la penumbra del pasado, suelo acostarme solamente con mujeres. Son más tiernas, expresan los sentimientos con más veracidad y, por experiencia, no suelen pegarte.

    Dolor. Intento no recordar esta palabra para poder seguir existiendo frívola, tal como soy.

    Frunzo el ceño al mirar el reloj, las ocho y media de la mañana. Demasiado tarde para lo que tengo que hacer a lo largo del día. Lanzo por la ventana el pitillo del cigarro que me queda, dispuesta a prepararme lo antes posible para salir de aquí.

    «Oh, tengo que ir al baño para darme una ducha, el olor a Laura impregna mi piel. Soy una perversa», pienso, a la vez que sonrío para mis adentros.

    No me disgusta en absoluto, simplemente es el hecho de no querer acostarme más de una sola vez con la misma mujer, así que me dispongo a diluir esta sensación extraña que me inunda la mente.

    Abro el grifo de la bañera a la espera de agua caliente, sé que tarda siempre un poco, por ello voy en busca de una toalla a la habitación contigua. Al pasar al lado de mi cuarto, observo a Laura en la cama medio desnuda. Admiro sus espléndidas curvas con una almohada cruzada entre las piernas y sin ropa, lo cual me da rabia. Sé que tendré que lavar la funda también. El olor a su perfume me invade nuevamente la mente y recuerdo la noche frenética que hemos compartido las dos. No me gusta quedarme con ningún recuerdo de nadie, así que eso me incomoda un poco.

    El ruido del agua de la ducha me hace desistir de seguir mirando más, por ello continúo con mi propósito. Una vez que regreso al baño, me miro en el espejo desnuda frente a él. Me observo en silencio y examino mi cuerpo con detalle. En realidad, nunca encuentro a la bonita modelo de las revistas de moda que tanto me gusta, con un cuerpo perfecto y firme, por ello lo primero que pienso es volver a hacer deporte. También sé que es inevitable encontrar desperfectos cuando exiges demasiado de ti, así que me animo como puedo. Tras un largo suspiro derrotado, me meto rápidamente en la ducha y me olvido de ello. Sé que, en realidad, todo es fruto de mi mente. Pero no puedo hacer nada, soy así.

    El agua caliente resbala sobre la piel. Mi piel. Los cálidos chorros avivan mi cuerpo a la vez que me paso con las manos el jabón suavemente por todos mis recodos. El olor, este olor perfumado de aguas termales, cubre al completo mi mente y, por fin, me relajo. Mis manos siguen deambulando, dirigiendo el jabón por todas partes para que impregne esa zona también y, con ello, quite cualquier rastro de Laura. El recuerdo me estremece de nuevo; sé que es una buena amante.

    Oh, las cosas que hace… me gustan.

    Pero tengo reglas.

    Soy firme.

    Debe marcharse.

    Por fin, dejo que el agua me aclare toda mientras descanso con mi rostro hacia arriba, para que los chorros me masajeen con fuerza.

    Soy rara. Lo sé, lo admito.

    De pronto siento la voz de Laura, pero no digo nada. El apartamento es pequeño, dispone de un solo baño y no encuentro ningún inconveniente en que lo use conmigo dentro. En cuanto oigo tirar de la cadena, la puerta de mi ducha se abre.

    Me doy la vuelta y la encuentro.

    Es tan linda, tan inocente, tan hermosa. Su fino cuerpo de curvas deseables y dúctiles me atrae, me vuelve loca. Abandono el intento de rechazarla mientras le estiro una mano para que se acerque más a mí.

    Me regala una sonrisa a la vez que se humedece los labios. Me excita y me besa eufóricamente. Mueve su lengua y la entrelaza apasionadamente con la mía, como si deseara descubrir todos mis secretos mientras me dejo llevar inexorablemente.

    Solo por un instante.

    Mi interior grita y me recuerda la hora de mi próximo encuentro, y, a decir verdad, me apena zanjar lo que parecía empezar bien.

    Pero no puedo, debo reunirme con mi psicólogo de inmediato si no quiero tener problemas con la universidad.

    −Debo marcharme –le digo, aunque atisbo cierto disgusto en su expresión.

    No me deja, percibo los dedos de ella tocándome ahí abajo y sé que me gusta.

    Sonríe cuando intento ponerme seria. No puedo estarlo mucho tiempo, pues lo que hace conmigo me deja desfallecida.

    −Quedamos esta noche –me susurra al oído cariñosa y, con este comentario suyo, me deja claro que se queda en la ciudad.

    «No se marcha», me digo.

    Parece que interiormente me gusta la idea, pero no se lo reflejo. ¿Para qué? Al fin y al cabo, sigo manteniendo mis reglas.

    −No puedo –respondo a sabiendas de que lo deseo, por lo que me odio a mí misma por ser así.

    Ella resiste y sigue intentándolo:

    −Entonces, quédate ahora. –En cierto modo, me obliga con esas sensuales palabras, pero yo mantengo mi actitud indolente, fría.

    −Debo irme, si no, llegaré tarde –finalizo y esta vez no dice nada.

    La miro. Tomo la toalla entre mis manos y comienzo a secarme. Recuerdo que está casada y que su trabajo como azafata le proporciona el gran poder de ausentarse de casa.

    «Es la reina de la mentira». Hago una mueca con la cara al pensar en ello, pero apenas me importa el marido.

    Por fin acabo de secarme y busco la crema para hidratarme la piel. Chocolate, leo por encima del frasco en letras grandes, mientras me la extiendo con la mano. Huele igual que el cacao, por lo tanto, ya me va bien. Me encanta cuidarme.

    Al poco tiempo, Laura también sale de la ducha. Parece que está bien, pero tampoco lo refleja demasiado, solo entiendo por su mirada que busca algo para secarse. Le extiendo sin más la toalla que he usado y ella la acepta con una sonrisa mientras nuevamente se humedece los labios. Me mira con cierta dulzura, a la vez que parece desear más de mí.

    −Puedes usar mi crema –digo mientras se la entrego y, cuando la coge, me lanza otra mirada seductora.

    −Pónmela tú. –Eso no me lo esperaba.

    Le pongo mala cara.

    Me odio por ello, aunque sigo con lo mío, intentando ignorarla.

    Laura lo comprende y deja la toalla colgada sobre la puerta de la ducha. Luego intenta ponerse sola la crema. Yo, en cambio, solo pretendo acabar lo antes posible con mi tarea, ya que he perdido demasiado tiempo con el jueguecito de antes.

    Salgo al comedor para pintarme, la ducha está demasiado caliente para permanecer un segundo más dentro. Me siento en el sofá con mi neceser en las manos y sigo con mi propósito. Tengo bastante táctica con el pincel, la brocha y el pintalabios. Me transformo, parezco hasta diferente. Me miro diez minutos más tarde y me encuentro guapa. Creo ver a Mónica Bellucci a través del espejo, pero, ciertamente, sé que mi pensamiento no pertenece a la realidad. La mirada de Laura me anima una vez más mientras se pone la ropa. Me alegra saberlo, aunque ello me recuerda que yo también debo vestirme.

    Me doy prisa en ponerme un vestido fino a la vez que elegante que tenía en el vestidor. Tras ello opto por unos sobrios zapatos de tacón.

    No llevo bragas, ni tampoco sujetador. He de decir que el encaje roza mi piel y por ello decido no ponérmelos hoy.

    Doy mis últimos retoques frente al largo espejo del vestidor y acabo. Me siento hermosa, de eso se trata cuando una se arregla, de sentirse bella. Trazo una sonrisa en mi pensamiento sin que Laura pueda percatarse.

    Al fin salimos del apartamento manteniendo ese silencio como una costumbre entre las dos y caminamos hacia la salida. Solo el fino ruido de su maleta nos acompaña.

    −Abajo, en la salida, el portero nos saluda y nos abre la puerta como a unas verdaderas damas. Nos sonríe, no sé la razón ni tampoco me interesa, pero intento creer que lo hace por cortesía. Es únicamente Laura quien le devuelve el saludo, ya que yo paso por su lado como una antipática. En realidad, lo soy, no me avergüenza admitirlo.

    −¿Te volveré a ver? –quiere saber ella, una vez que nos paramos en medio de la acera transitada por gente con el fin de despedirnos.

    Le digo que sí, aunque interiormente sé que no es verdad. Intento que mi respuesta no le cause dolor.

    −Te llamaré –digo, dándole un beso amistoso en la mejilla, y me marcho sabiendo que Laura no formará nunca más parte de mi vida.

    Ella también lo sabe. En realidad, las dos lo sabemos. Sin más, camino tranquila para parar un taxi. A un lado de la calle levanto el brazo al ver uno venir de frente. Una vez que se detiene, abro la puerta, aunque no quiero entrar en él sin antes echar una última mirada a Laura, que camina con su maleta de azafata entre la gente. Ella destaca entre todos los demás, tal vez por su buen porte, su hermoso cuerpo o su estilo al caminar. En ese momento siento tristeza, aunque para nada cedo en mi pensamiento. Me acomodo en el asiento trasero del taxi e indico al conductor la calle a la que deseo dirigirme.

    −A Paseo de Gracia, 207, por favor.

    Percibo respuesta por parte del hombre, pero no me importa, quiero mirar por la ventanilla para volver a ver a Laura. Ya no está, se ha esfumado igual que una bocanada de viento en la mañana. Me siento anímicamente mal e intento calmar como puedo los recuerdos de ella en mi cama.

    «Realmente es una buena amante», recuerdo mientras noto como me sonrojo.

    Dejo apoyada la cabeza sobre el respaldo del asiento, reprimiendo en mi interior las ganas de llorar. Me controlo y también me relajo mientras escucho voces en la radio del taxista, pero es la música lo que verdaderamente me despeja. Una canción de Alex Clare suena de fondo, que reconozco al instante: Whispering.

    El dolor interior me pesa. Mi mirada se desvanece por la ventanilla mientras observo como todo lo del exterior pasa desapercibido. Solo el pensamiento rige como norma general en mi cabeza. Recuerdo mi vida y cómo ha llegado a ser así. Triste y vacía. Este sentimiento de sentirme incomprendida me daña profundamente. Supongo que todo se aprende en los años anteriores a la madurez. Yo no pude hacerlo, pues tengo una familia rota, fragmentada por el paso del tiempo, que sobrevive a base de mentiras y engaños, mutilada por la amargura del dolor. Por ello, decidí enfrentarme a solas con mis propósitos de conseguir el límite de la felicidad. Desde entonces, mantengo el rumbo de este barco que yo misma construí en solitario y me dirijo con la cabeza bien alta hacia un nuevo horizonte. Lástima que, de momento, las cosas discurran más o menos igual, pero no pierdo la esperanza de encontrar lo que busco.

    Tales pensamientos me hacen sentir mejor y sigo relajada, aunque las voces de la radio no acompañan demasiado. Escucho también al taxista maldecir a un peatón por pasarse el semáforo en rojo y hacernos parar de golpe. Lo que no dudo es en ponerme el cinturón en seguida. Sonrío por la ironía que encuentro en mi actuación.

    Me pregunto: «¿Una persona que detesta la vida siente miedo a morir?».

    Subimos por Paseo de Gracia, las tiendas de moda evidencian dicho lugar. Hasta las personas que transitan por aquí parecen más distinguidas si cabe.

    El taxi se para en una esquina y en el taxímetro indica que debo pagar diez euros. Abro mi bolso, cuento dos billetes de cinco y se los entrego sin demora. No hay propina. El susto de antes hace que esté enfadada con él, aunque sé que no es verdad; en realidad, no me gusta dar propinas.

    Me despido, abro la puerta y le dejo marchar. Me coloco nuevamente el bolso sobre el hombro y me dirijo a la puerta del edificio del número 207. Mi psicólogo dispone de un confortable gabinete en su ático. Es un privilegio, desde luego, tener algo así en esta calle. Sufragado, también, gracias a las hinchadas cuantías que le entrego en cada consulta. Pero no me importa, no soy yo realmente quien le paga, sino, más bien, mi padrastro.

    En un momento dado, un niño que junto a su madre pasea por la calle peatonal me mira y me sonríe. Yo no tardo en devolverle la sonrisa, a la vez que pulso el timbre del ático-1ª. Tan solo un segundo después escucho el chasquido de la puerta, la abro y entro.

    Me dirijo directamente al ascensor mientas el portero me saluda. Nos conocemos ya que desde hace tiempo vengo a las consultas. Subo y pulso el botón de llamada. Mientras tanto, miro el reloj; llego con cinco minutos de antelación.

    El sonido del ascensor me hace estar pendiente y entro cuando las puertas se abren ante mí. No hay nadie dentro y pulso el botón del ático. Se cierran las puertas de nuevo y el ascensor se pone en marcha. Siento miedo al utilizarlo sola, pero tampoco es exagerado. Me controlo, qué remedio. Mejor esto que subir a pie cinco plantas.

    En el segundo piso el ascensor se detiene y, tras abrirse las puertas de par en par, entra un caballero. Se me aceleran los nervios. Nos miramos un instante los dos tras su saludo al entrar, y noto como si se me helara la sangre en seguida. Nunca algo parecido me ha sucedido. No con un hombre.

    Me sonríe, mientras yo le observo con rapidez. Esos ojos grandes, marrones… Esas cejas abundantes bien delineadas que le aportan tanto atractivo a su cara, armonizando con su perfecta nariz, sus labios carnosos y el desenfadado corte de pelo levemente alzado por delante. Su ropa de marca es síntoma de su privilegiado estatus social, a la par que delata su elegancia innata. Me sorprendo a mí misma al encontrarle atractivo, con su traje pulcro sin arrugas, de color

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