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Los grotescos
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Libro electrónico269 páginas5 horas

Los grotescos

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Fue Tolstoi quien dijo que todas las familias son infelices a su manera. En su tercera novela, Mauricio Bernal nos descubre un mundo tan doméstico como horrendo: los hijos y nietos concurren a varios almuerzos familiares desvelando en cada escena no sólo su sed codiciosa sino sus pasiones más bajas. En Los grotescos, los lazos familiares pertenecen, sin duda, a lo patético y brutal: la avaricia es solo uno de los siete pecados capitales que aquí se cumplen. Coedición El Peregrino Ediciones - eLibros.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 ene 2015
ISBN9789588911021
Los grotescos

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    Los grotescos - Mauricio Bernal

    Isabel

    1

    Su rostro a rebosar de gusanos. ¿Por dónde empezarían? Podía verlo, cada noche podía verlo, palparlo, sentirlo, esa viscosa, esa demencia hambrienta e inminente; sola y enferma y cada vez menos segura de que al cerrar los ojos no los cerraría para siempre podía, sin esfuerzo, saborear al animal baboso, famélico, que se abriría paso entre sus labios, que reptaría sobre sus dientes, que husmearía hambriento en busca de alimento; aspirar su olor a tierra, escuchar su pálpito, adivinar su extravío. Y preguntarse: dónde mordería primero, con qué pedazo de su cuerpo haría el primer bocado. Luego vendrían los otros: lentos, ansiosos, deslizándose por su piel, buscando un agujero; su boca, su nariz, sus ojos, su ombligo; el esperpento ajado de su coño. Decenas, centenares, miles de gusanos, un ejército de animales penetrando en su cuerpo, recorriendo su cuerpo, construyendo nidos en su cuerpo; porque la estancia sería larga. Y luego, poco a poco, devorarían los tejidos, la carne, los huesos, las entrañas, todo; la turbamulta carroñera. La abuela lo veía, lo sentía cada noche, cuando se quedaba sola, cuando no quería cerrar los ojos. Era consciente de que ocurriría pronto y temía por su integridad, la más que previsible profanación de sus órganos. Sabía que su miedo era irracional e inútil, que su cuerpo hacía tiempo había empezado a destruirse, que lo más sensato era preocuparse por otras cosas, el alma, como hacen todos, el espíritu, el más allá, si lo había, pero una y otra vez se veía a sí misma convertida en un amasijo de gusanos y le parecía insoportable, intolerable, la más espantosa humillación. Aquellas imágenes contenían todo su pánico y su pánico desbordaba por las noches y aquella noche, víspera de su cumpleaños, no era la excepción. Necesitaba pensar en otra cosa. Distraerse.

    Hizo un esfuerzo para incorporarse y se quedó sentada en el borde de la cama. Luego, con la ayuda del bastón, pero sintiendo que se quedaba sin aire, se puso de pie. Faltaban pocas horas para que la casa fuera un hervidero, con sus hijos yendo y los hijos de sus hijos viniendo, sus yernos, sus nueras, todo el mundo invadiendo su espacio, hablando y gritando, vociferando, y lo que menos quería era exhibirse en una silla de ruedas; llevaba semanas empleando de nuevo el bastón, ignorando el dolor en las piernas cada vez que daba un paso, asesinando a Manuela con la mirada cuando le decía que era un disparate, que por favor lo dejara. Había medido y calculado el recorrido: del cuarto a la sala (diez metros), de la sala al comedor (cinco metros) y de allí nuevamente a su cuarto (siete metros). Podía. Por supuesto que podía. Con un gesto de fastidio apartó de su mente la última imagen desagradable –un gusano, un repugnante gusano paseándose por su rostro– y caminó con dificultad hacia el vestidor. Cuatro metros de dolor. Lentamente se sentó en el taburete y esperó unos minutos mientras sus piernas se recuperaban, sintiéndose pequeña entre los tres grandes armarios que atesoraban una muestra amplia de su vanidad. Allí había ropa para vestir –y vestirlas como reinas– a medio centenar de mujeres exigentes. Decenas de vestidos, faldas, blusas, chaquetas, sombreros; al menos seis hileras de zapatos y una delicada colección de ropa íntima que hacía tiempo ni se molestaba en mirar. Una especie de museo, en realidad. La abuela hizo deslizar la puerta y se inclinó para buscar. Apartó varias cajas llenas de fotos viejas, un par de bolsas repletas de documentos y sacó del rincón un pequeño cofre de madera con incrustaciones de plata en la parte superior. Una inoportuna punzada en el estómago le arrancó de repente un gemido... algo más que un gemido. ¡No podía controlarlo! Sintió que sus músculos se tensaban –más dolor– y se llevó una mano a la boca; temió que Manuela hubiera escuchado el grito y permaneció a la escucha, sondeando el silencio, aguardando el precipitado rumor de pasos que precedía cada entrada de su hija en la habitación, noche tras noche, al más insignificante síntoma de que algo andaba mal; pero no ocurrió nada. Más tranquila, pensando en lo imposiblemente rápido que habría tenido que moverse para ocultar el cofre, caminó hasta el tocador (dos metros) y con un último y doloroso esfuerzo se sentó frente al espejo.

    Una ruina, en eso se había convertido; tal vez lo más sencillo era dejar que los gusanos acabaran el trabajo, pero ni siquiera entonces, cuando se veía arrasada, cuando se miraba en el espejo y comprobaba lo cerca que estaba del final, ni siquiera entonces admitía que su cuerpo estuviera condenado a ese destino inmundo. No lo permitiría. Su esplendor de antaño, su brillo, su gracia... nada de eso estaba muerto, y no iba a dejar que unas resbalosas criaturas se lo comieran. Brillar podía brillar. Aún podía. Con un movimiento delicado empujó la tapa del cofre, contempló brevemente el contenido y empezó a vaciarlo. Abrochó el collar de perlas en su pellejo arrugado; escogió un anillo... de diamantes, discreto, elegante, y lo deslizó en su mano izquierda; los pendientes, de plata, y un broche de oro sólido, con forma de margarita, y una diadema con incrustaciones que había lucido en su matrimonio. Una pulsera en cada muñeca, y otro anillo, y un colgante con una diminuta esmeralda chapada en el medio. Introdujo algunos cambios (reemplazó las perlas por brillantes, sacó del cofre otro par de pendientes) y miró fijamente el resultado. Brillar podía brillar. Aún. Como una anciana decadente, al borde de la muerte, a punto de ser devorada, pero podía. Sonrió –una sonrisa amarga, sin pizca de alegría– al contemplar la idea de presentarse al día siguiente de ese modo, ante su familia, exhibiendo joyería, imaginando el brillo en los ojos de todos, la avaricia, aquella escalofriante codicia. Más de uno había visto lo mismo que ella, seguro, los gusanos, y no exactamente con miedo. Decían que se reunían para festejar y tal vez, no podía descartarlo, en algún rincón de sus cabezas había algo así, un deseo de celebrar, de acompañarla en su último cumpleaños. Pero no se hacía ilusiones: la materia gris de su familia era un territorio contaminado, corrompido, y lo que los empujaba, de eso estaba segura, aquello que desde hacía unos meses los había convertido en individuos solícitos, atentos, siempre dispuestos a ayudar, gente que cada semana llamaba por teléfono a preguntar cómo se encontraba, aquello que, en resumen, los había devuelto a la infancia, cuando era el centro de sus vidas, era la codicia. Sólo eso. Habían visto como ella los gusanos y se preguntaban dónde, cuándo; cuánto les tocaría. Ni siquiera por Emilio, su niño, su favorito, la estrella de sus ojos, era capaz de poner la mano en el fuego. Prohibido el brillo, prohibido el esplendor: si al día siguiente se presentara con esas joyas la jauría enloquecería, se abalanzaría sobre ella, la harían pedazos y se harían pedazos entre ellos, y todo por unas piedras. Unas piedras que valían mucho. Puede que estuviera exagerando, pero el olor a muerte los había desquiciado.

    2

    Su madre se estaba muriendo.

    Su madre se estaba muriendo y él tenía la gangrena de Fournier.

    Federico estaba desnudo en el baño, frente al espejo, mirando fijamente las verrugas que devoraban su sexo. La piel habitualmente lisa de su aparato había desaparecido bajo una sucesión de montículos rojos, algunos de color tan intenso que a primera hora de la mañana y con poca luz parecían casi negros. Se habían presentado, aparecido un día, prácticamente de la nada, después de un par de días de picores intensos, y luego, rápidamente, se habían multiplicado, como una plaga, copando el espacio de manera tan alarmante que en menos de una semana empezaron a encaramarse unos sobre otros, a formar colonias, a convertir su pito en una especie de monstruo alienígena purulento, rojo y negro, asqueroso, repulsivo. El médico había intentado tranquilizarlo: las verrugas genitales eran más comunes de lo que se pensaba, y con la dosis adecuada de antibióticos y unos masajes diarios con un par de cremas milagrosas no tardaría en volver a la normalidad. Sólo le había echado en cara no haberse presentado antes, un error que estaba pagando con la tortura de comprobar a diario que las verrugas habían desarrollado una enconada resistencia al tratamiento. Recién salido de la ducha –y como cada vez que salía de la ducha– Federico no podía apartar los ojos de su pito marciano. Así posponía el momento de aplicarse la crema. Un rumor procedente del otro lado de la puerta lo sacó de su ensimismamiento.

    –Federico. Llevas una hora ahí dentro.

    Como de costumbre, Alicia dejó plasmada su impaciencia luchando inútilmente con el pomo de la puerta, inasequible a la evidencia de que el seguro estaba puesto.

    –Ya voy, Alicia –dijo–. Dos minutos.

    –No quiero llegar tarde.

    –Tenemos tiempo.

    Por supuesto, nadie estaba al tanto de su desgracia. ¡Nadie! Si no era suficiente con el hecho de padecer una enfermedad humillante, algo que cualquier hombre con un mínimo de decencia estaba obligado a llevar en soledad, lejos de los focos y de los comentarios, de la condescendencia –y las burlas, claro estaba, las burlas–; bien: si aquello no bastaba tenía otra razón para callar, más poderosa, y es que las verrugas, por supuesto, no salían de la nada. Te las pegaban. Federico miraba y volvía a mirar su pito hinchado y pensaba que había pocas razones tan carnalmente expresivas para lamentar una noche con una prostituta. Todos los hombres se arrepienten, se levantan al día siguiente y se sienten culpables, prometen que no habrá próxima vez, pero al cabo de unas horas lo han olvidado y la vida continúa y a nadie le contagiaban una enfermedad de marcianos, como a él. La gangrena de Fournier. ¡Qué nombre! ¡Jesús! ¡Qué asco! Llevaba varios días disimulando. La gangrena le impedía caminar con normalidad y casi siempre tenía que hacerlo con las piernas separadas, inclinándose hacia adelante, pero tenía la coartada perfecta: su espalda. Su maltratada espalda. Era la versión oficial, la excusa que había dado en el trabajo y ante su familia. Llevaba varios días sin salir, la mayor parte del tiempo en la cama, levantándose y dando unos pasos sólo cuando era estrictamente necesario; lamentándose, compadeciéndose en silencio. Aquella dolencia humillante pesaba tanto sobre su ánimo que había considerado la idea de quedarse en casa, de llamar a su madre y felicitarla por teléfono, pero rápidamente se había impuesto la certeza de que no podía faltar. Tenía que hacer un esfuerzo, y eso que el esfuerzo implicaba ponerse un pañal. ¡Salir a la calle en pañales! Eso o sangrar a la vista de todos, como si tuviera la regla. Tenía que estar allí. Sabía, como todos, que era el último cumpleaños, y por muy enfermo que estuviera y por mucho que tuviera que protegerse como un bebé, o como un anciano, no se iba a poner la etiqueta de hijo ausente. Pensó en sus hermanos, en las frases a medio decir, en las dos o tres veces que ya había salido a colación la palabra herencia. Era una intuición. No podía dejarlos solos.

    Empezó a jugar con el tubo de la crema cuando Alicia volvió a la carga.

    –¡Federico!

    Federico le habló a la puerta:

    –Carajo, Alicia. Un momento.

    –¡Pero si hace media hora saliste de la ducha!

    –Ya voy –se limitó a decir.

    Alicia habría insistido de no ser porque en ese momento escuchó un rumor procedente de su bolso. El teléfono. Antes de que los temblores se convirtieran en sonidos ya había saltado sobre la cama, registrado el número, sonreído, contestado.

    –Te dije que hoy no –susurró.

    –Por favor –escuchó.

    –Hoy no... ¡Hoy no! Es el cumpleaños de mi suegra.

    –Por favor.

    Alicia miró de reojo la puerta del baño. Luego fue hasta el armario, empujó la puerta y se miró en el espejo. Suspiró.

    –Tengo poco tiempo.

    –No importa.

    –Está bien.

    –Bien.

    Aún estaba en ropa interior. Cara y de marca, como casi todas sus pertenencias. Dio una vuelta sobre sí misma y se sintió a gusto. Tenía ese cuerpo y la obligación de ser generosa. Darlo.

    –Dime que te gusto –dijo.

    –Me gustas.

    –Que te gusto mucho.

    –Mucho. Me gustas mucho.

    –Dime gatita.

    –Gatita.

    –Dime tesoro.

    –Tesoro.

    Federico se había untado con crema dos dedos de la mano y miraba con aprensión al espejo: contemplar su pene invadido por la peste resultaba insoportable, pero la experiencia táctil superaba ampliamente los límites de lo tolerable: le producía arcadas, ganas de vomitar. Se llevó la mano a la entrepierna y empezó a frotar suavemente, incapaz, como de costumbre, de reconocer su sexo en aquellas ruinas. ¿Verrugas genitales? Nadie, ni siquiera su médico, le había podido sacar de la cabeza que se trataba de algo más grave, algo, si no terminal (terminal para su pito), decididamente inexorable. Había pasado horas frente al computador, leyendo todo sobre esa clase de enfermedades, y había llegado a la conclusión de que su médico, puede que con la intención de administrar su angustia, le había dado un diagnóstico de mínimos. Lo había engañado. Se había encerrado en el estudio bajo llave y con los pantalones hasta las rodillas había analizado decenas de fotos, se había comparado y había anotado las diferencias. El resto fue fácil: mirar a qué se parecía. Descubrir por sí mismo lo que tenía. Comprobar que su deforme pito tenía todo el aspecto de padecer no unas simples verrugas sino los primeros síntomas de la gangrena de Fournier fue malo, muy malo, pero descubrir en qué acababa convertido un pene Fournier fue una tragedia. Era el comienzo de la putrefacción. Su madre se estaba muriendo y él se estaba convirtiendo en un eunuco.

    Cuando salió del baño tenía aún las huellas del sufrimiento en el rostro. Su mujer estaba tumbada en la cama, medio desnuda, hablando por teléfono. Federico admiró las piernas largas y bien torneadas, la piel sedosa que rodeaba el ombligo, los pechos redondos como pelotas de tenis: Alicia tenía cuarenta y dos años pero se las arreglaba para seguir luciendo un cuerpo de veinticinco, y Federico se preguntó si alguna vez podría volver a disfrutar de él.

    –Tengo que colgar, mamá –dijo ella–. Sí, se ha dignado salir. No, no me llames esta tarde, tenemos la reunión. Bien. Sí. Un beso. Adiós.

    Federico se sentó lentamente en la cama.

    –¿Estás seguro de que puedes ir? –preguntó ella.

    –Puedo, no te preocupes –dijo–. No puedo faltar.

    –Bien. Tú mismo.

    Alicia deslizó el teléfono en el bolsillo de la bata y se dirigió al baño.

    –Hazme un favor –dijo él–. Dile a Carlitos...

    –Carlitos ya se fue –lo interrumpió ella–. ¿No adivinas? Vino hace un rato a decirme que se adelantaba, que quería ayudar a Manuela con la comida, o algo así.

    3

    El camino a donde la abuela era corto: se habían instalado deliberadamente cerca por decisión de su padre, que una vez enterado de la situación, digerido el golpe y entregado de la manera más serena posible a la idea de que su madre estaba a punto de morir, se había impuesto el deber de estar a menos de cinco minutos de cualquier emergencia. Cualquiera. Carlitos se abrió paso entre los tenderetes del mercado sabatino, recorrió un par de calles en las que alternaban comercios lánguidos y edificios residenciales de dos y tres pisos, atravesó el parque por el camino que trazaban dos hileras de pinos y se plantó frente a la casa: una construcción de dos plantas cuyo aspecto era idéntico al de todas las casas que acaparaban el paisaje en varios kilómetros a la redonda, y probablemente similar al de cualquier vivienda de cualquier suburbio de cualquier ciudad europea del siglo XXI. Todas iguales, pero todas buscando la distinción: un árbol en el jardín, una ampliación en el garaje, una capa suplementaria de barniz en la puerta principal. En el caso de la abuela era un detalle elocuente, significativo por lo que tenía de exótico en un país tan poco espiritual como el que habían escogido para vivir: una placa de madera con un mensaje grabado.

    DIOS VIVE EN ESTA CASA

    Carlitos descartó la presencia de alguien conocido mirando un par de veces a ambos lados, empujó la reja de la entrada, subió las tres escalinatas hasta la puerta y, por si acaso, volvió a mirar. Nadie. Metió la llave en la cerradura y giró lentamente, intentando no hacer ruido. Sabía que los oídos de la abuela jamás llegarían tan lejos, pero los de Manuela eran asombrosamente finos y rara vez se le escapaba algo. Si había calculado bien, a esa hora estaría en la ducha. Empujó la puerta con un movimiento enérgico –para evitar crujidos–, repitió el gesto para cerrarla y se quedó en el umbral, inmóvil, expectante. Si su tía había escuchado no tardaría en bajar. Aguzó el oído. Nada. Después miró el reloj; tenía tiempo de sobra. Avanzó a hurtadillas por el pequeño salón de la entrada y se detuvo para echar un vistazo por el pasillo, al fondo, donde estaba el cuarto de la abuela. La puerta estaba cerrada. Bien. Caminó hasta las escaleras y subió tres, cuatro, seis escalones, hasta que captó con nitidez el sonido de la ducha y entonces, más tranquilo, regresó a la planta baja. Atravesó el comedor, que estaba listo para el festín (manteles, cubiertos, una fuente repleta de frutas), y se acercó despacio a la cocina.

    Lo primero que vio fue que todos los fuegos estaban encendidos; el horno despedía un ronquido que indicaba que la comida incluía algún animal cocinado, y en la encimera había un desorden de vegetales frescos recién lavados que un par de manos no demasiado expertas convertían en trocitos para la ensalada. Su mirada se posó en ellas: pequeñas, blancas, los dedos arrugados por el contacto con el agua; el resultado de una mañana de trabajo. Se fijó en los brazos desnudos y delgados, imaginó los pechos minúsculos que en ese instante no podía ver y admiró largamente la redondez incipiente del trasero. La erección fue automática. ¿Por qué le dolía cada vez? Entonces perdió de vista el trasero; tal vez aquella niña tenía un sexto sentido para las erecciones. Se había dado la vuelta y ahora lo miraba, de espaldas a la encimera, las manos atrás, los ojos inexpresivos de siempre. Carlitos disfrutó con la escena. Aquella mirada no saboreaba el momento, no era de placer, no lo invitaba a nada. Pero tampoco lo disuadía. Como siempre. Se había creado fantasías con ella desde el primer día, cuando Manuela los había recibido con el anuncio de que tenía empleada nueva, maravillado con el descubrimiento de aquella niña llena de atributos que interpretó como un regalo con su nombre. Había sido criado en un medio en el que abundaban las historias de hijos que habían conquistado el trofeo de un desvirgamiento prematuro a manos de sus empleadas, en el que considerarlas poco menos que complacientes ninfas, ansiosas de satisfacer las inquietudes púberes de las familias que las empleaban, era no sólo normal, sino deseable, y desde el primer momento había puesto en marcha una estrategia para hacerse con sus favores. Que de estrategia no tenía nada: en las quejas de Manuela porque nadie la ayudaba con la abuela había visto una oportunidad, y había empezado a ofrecerse y a presentarse en la casa y a aprovechar los momentos en que se quedaban a solas para romper el hielo, deslizándose en la cocina sin excusa ni motivo y haciendo comentarios intrascendentes sobre la comida y el calor que hacía y pasando, al cabo de unos días, a los comentarios personales y estúpidos: qué hace una mujer tan bonita trabajando de empleada. La actitud de ella fue dócil, una sonrisa aquí y otra allá, y sus respuestas la mayor parte del tiempo monosílabos, y como en ningún momento percibió nada que pudiera interpretar como un rechazo, al cabo de dos semanas Carlitos creyó que había llegado el momento. Aprovechó

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