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Su pequeña eternidad
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Libro electrónico120 páginas1 hora

Su pequeña eternidad

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«He matado a mi propia madre» es la confesión inicial de Matilde Spinoza que abre esta novela. La historia, contada en jirones, es al tiempo la de una y la de todas las vidas, ya que en el mismo tejido verde jade se van urdiendo los relatos de la lenta agonía de la madre; de Avelina y su pueblo maldito; del rabino Bajarlía y su audición radial; de Mario, el escritor que, alucinado, ve muertos que caminan por la calle; de la princesa china Taihe, quien cruzó el Gobi hacia el oeste y tantos años después volvió al este como anciana. Estos personajes mantienen, sin quererlo, un diálogo que los trasciende sobre el peso de la herencia, del propio origen, el cruce entre las expectativas colectivas y las libertades individuales. Entre los mil pliegues del lenguaje de Porzecanski, se esconde un feroz animal literario pronto para atacar directo a las entrañas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ene 2016
ISBN9789974862869
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    Su pequeña eternidad - Teresa Porzecanski

    A Esterina, por una promesa cumplida.

    A Rosa, mi madre.

    Y a Laura Maslíah, donde estés.

    No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, eso sí.

    Clarice Lispector

    , Lazos de familia

    Uno

    El rabino Meir Bajarlía depositó su gran cuerpo, excesivo en carnes, en su sillón favorito, de cuerina muy gastada aunque suave al tacto, y, soltando un profundo suspiro, le pidió a su mujer que le preparara el mate y que encendiera la estufa. Había amanecido un domingo muy frío, y él ya estaba en pie desde temprano porque las obligaciones que le encomendaba el Altísimo no podían posponerse de ninguna manera.

    En sus años de caminante y profeta, que habían sido muchos y por las rutas más desoladas del campo, había aprendido que los eventos de la naturaleza, tales como la salida y la puesta del sol, el comienzo y el fin del verano, el calor o el frío, debían ser interpretados como indicadores sagrados de lo que los seres humanos debían hacer con sus propias vidas. Llegaba a un caserío de esos perdidos en los montes, y se plantaba en la plaza, subido a un banco tosco que llevaba plegado en la valija de cartón. Miraba en derredor y no había nunca nadie, como si ese fuese un pueblo fantasma, inventado por su imaginación, o como si los paisanos, temerosos, se hubieran escondido de visitantes impropios, de los locos, tales como ese hombre grande y gordo, vestido enteramente de blanco y que esgrimía un libro en su mano derecha como si fuera un arma, mientras que, con la otra, cargaba una valija deformada, atada con un cordón de sisal.

    Movimientos furtivos entre los follajes, cantares de pájaros ignotos, esos chillidos lejanos de animales enigmáticos le anunciaban, sin embargo, que el lugar estaba habitado. Entonces comenzaba su discurso, arrojado al silencio del caserío, reclamando a la curiosa y muda composición del cosmos por ese Destino de la especie, así, con mayúscula, y gesticulaba en el aire gélido a ese sino incierto y con frecuencia penoso que nos tocaba en suerte a los humanos, pero que, en definitiva, nos unía: «Hermanos de este pueblo, compañeros de este camino tortuoso que transitamos bajo la atenta vigilancia del Señor, pecadores en fin y sin excusas: una luz se me ha aparecido hace un tiempo y me ha conferido el rango de Profeta. Profeta, sí, en esta tierra hostil en la que no se cree en profetas, Profeta de otros mundos y viajero de otras tierras. De manera que aquí estoy y les digo: escuchad esa Voz que os habla desde un lugar remoto, no despreciéis, con arrogancia y altivez, la guía del Señor en vuestros pasos. Venid como las ovejas a pastar a las llanuras de la purificación del alma, ese lugar que nunca habéis encontrado, ese lugar que no habéis cesado de buscar».

    Como profeta autoproclamado, se sentía iluminado, y el peregrinaje de pueblo en pueblo, de caserío en caserío, era para difundir la palabra del Señor. Aun sin que nadie la escuchara, insistía en remitirse a esa palabra perdida y olvidada, que había circulado por más de cinco mil años sin casi haber transformado la sustancia de este mundo profano.

    Algunos, sorprendidos, le preguntaban por su credo. Él respondía que era oficiante de todo credo, que podía entrar en cualquier templo y en cualquier lugar del planeta, y encontrar allí siempre una conexión íntima con lo sagrado. Contaba, aun sin poder explicarlo, que había sido el Dios mismo el que había liberado a su pueblo, en el origen de los tiempos, de la esclavitud del Faraón, y el mismo Dios quien lo había conducido a la Tierra Prometida a través de un interminable desierto. Y por obra de esa misma intención divina, el propio Meir Bajarlía había terminado convertido en Profeta, en un mundo tan frío y duro, que le dolía ejercer si no fuera porque la luz lo iluminaba siempre y le señalaba el camino.

    Más de una vez había recibido, a su pesar, las advertencias exaltadas de más de un rabino en ejercicio que le hacía notar que, si bien vivían en un país con libertad de cultos, él no estaba acreditado para ejercer el oficio sagrado de profeta, pues no llenaba los múltiples requerimientos de estudio, sabiduría, entendimiento y práctica que eran de rigor, de modo que se le pedía que aclarara con precisión esa condición de ilegitimidad, cualquiera fuese su audiencia, con especial atención a la radial, que el Profeta, denominado rabino Bajarlía, convocaba los días miércoles puntualmente a las 00.30 en su programa de rutina. Ello, para que quien lo consultara no sufriera las consecuencias de un engaño.

    De tal hostigamiento por parte de los sabios de rigor, el rabino Bajarlía no se había hecho cargo, puesto que había descubierto que sus audiencias eran siempre más comprensivas y alentadoras que las de ellos, y le habían demostrado, a lo largo de años, la entrega e interés de sus seguidores. Así se lo recordaba su esposa, Rifka, cada vez que lo veía ensimismado y deprimido. Ella era una figura diminuta y silenciosa que se movía siempre detrás de él, en el fondo de la habitación, como su sombra de porcelana de gestos ligeros.

    Regresó ahora de la cocina y, alargando una mano delgada, le entregó un manojo de sobres desiguales, atados por un cordón. Con gesto de cansancio, el rabino Meir Bajarlía los recibió, los colocó sobre su vientre portentoso que hacía ya de plataforma de apoyo, y se dispuso a revisar la correspondencia del día. El Dios no lo dejaba en paz ni siquiera los domingos lluviosos del mes de julio de 1974. Eran siempre demasiadas sus demandas: no solo los Mandamientos, que ya eran bastante complicados y generaban incontables reglas derivadas y subderivadas, sino las seiscientas trece premisas, que exigían conductas más y más específicas y detalladas para variedad de casos y situaciones.

    Ese día, como los anteriores de la semana, tampoco Dios le había otorgado descanso. Había más de veinte cartas, todas escritas de puño y letra, y con trazos desiguales, ya que cuando la audiencia de su programa de radio se dedicaba a consultar respecto de sus problemas más íntimos, solía empuñar la pluma, como quien empuña una daga y toma en sus propias manos la sustancia de su propia alma.

    La correspondencia traía las consultas enviadas por los escuchas —el rabino los imaginaba absortos, intentando enfrentar a esa hora aciaga, excluida de la clara voluntad del día, las aristas más cortantes de sus propias vidas—, a veces inspiradas por sus propios dichos y por su invitación insistente a que le escribieran contándole sus más recónditos desvelos. No alcanzaba con vivir, había descubierto el rabino. Había que reflexionar en profundidad sobre lo vivido. Las personas querían entender el verdadero centro de cada problema: nada menos y nada más que inteligibilidad, algo difícil de experimentar, pero que, tenía la certeza, era totalmente imprescindible para descubrir el sentido mismo de la existencia. En medio de la desolación y la tristeza, comprender proporcionaba una pequeña felicidad: se trataba posiblemente de una cierta felicidad en medio de la tristeza.

    Tiempo después, al evocar el momento en que eligió esa carta y no otra del montón que le había entregado su mujer, el rabino Meir Bajarlía recordaría que Jezabel, su gata blanca de trece años, había saltado de pronto al sofá, como en un gesto de anunciación. Sin prestarle mayor atención a la felina en ese momento, el rabino abrió el sobre con cierto aburrimiento, ya que presentía que se trataba de otro de los asuntos domésticos sobre el que con asiduidad le consultaban: peleas entre cuñados, discusiones entre hermanos respecto del patrimonio familiar, rivalidades en torno a un novio o novia, problemas de discapacidad física o mental, frustración por aspiraciones no llevadas a cabo, o cuestiones similares.

    Para su sorpresa, se trataba de una carta larga esta vez. Con leve gesto de fastidio, fue sacando del sobre un poco ajado, una, dos, tres, y hasta cinco hojas totalmente cubiertas de escritura. Vio a grandes rasgos una letra apurada, apretada, llena de ganchos altos y bajos. Ordenó las hojas, y, con un suspiro que agitó su barriga como un tonel flotante, comenzó a leer:

    «Estimado rabino Bajarlía:

    Hay por cierto un mar que nos conecta con la muerte de una manera

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