Prosas II
Por Leopoldo Lugones
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Prosas II - Leopoldo Lugones
II
PROSAS II
LAS CENIZAS DE HÉRCULES
Cuando la pira de troncos húbose consumido sobre el monte, los vientos apacibles fueron aventando las cenizas del héroe por los ámbitos.
Simiente prodigiosa, de la cual brotarían en el sublime futuro de la virtud viril, Rolando y Lanzarote, y todos los pares de la Tabla Redonda, y Carlomagno, pilar del mundo, y Pelayo, tremendo en su montaña como un jabalí de las cavernas, y aquel del Corazón de León cuyo heroísmo abrasara dos mundos al fuego de semejante entraña.
Precisamente, para legar al corazón de Alcides, tardaron siglos los vientos. Sus cenizas habían quedado bajo la materia estéril que fuera las costillas enormes, el formidable pecho, los brazos del titán. De estos miembros procedía aquella descendencia.
Un día, el triste Noto llevó también por los aires aquel último resto. Como un fruto de bronce, el corazón hercúleo hablase dividido en dos cascos ligeros y vacíos.
Esas dos costras de ceniza atravesaron al vuelo la Europa, y como atraídas por el magnetismo de la estupenda vida anterior, flotaron l sobre el mar antiguamente abierto al empuje del olimpico paladín, sobre las columnas famosas, entre la tierra de África y los felices huertos hispanos.
Allá un retozo de la brisa separó las parcelas, que fuéronse volando, volando, cayendo, cayendo, hasta dar una en Ávila, la antigua heredad hercúlea, otra sobre la áspera Mancha, en un pobre lugar "de cuyo nombre no
quiero acordarme..."
Y fue que allí nació Alonso Quijano el Bueno, último gajo do viniera a cortarse su hermosa flor sin fruto, purpúrea de honra, suave de ternura, olorosa de virtud -la prosapia del Héroe.
¡Ay de mí, sin fruto!
Sin fruto, porque caída la otra mitad de la ceniza generosa en clausurado jardín conventual, don Quijote murió virgen por fidelidad a su quimérica dama, mientras virgen moría en su celda avilesa, por fidelidad a la quimera del amor divino, santa Teresa de Jesús.
ORFEO Y EURÍDICE
Hallo una contradicción, dijo el filósofo, entre la inexorable ley, conforme a la cual ningún mortal volvía del Hades, y el retorno de Eurídice, concedido por el dios infernal a Orfeo, cuando éste lo apiadó con la lira.
-Más aún, confirmó el filósofo, si se considera que la ley del Hades no incumbía al dios, sino al destino cuyo carácter impersonal excluye la compasión.
-El dios fue a la vez piadoso y sutil, enseñó el poeta, y eso se ve en la condición que puso a Orfeo: no volverse para mirar a Eurídice, hasta no haber abandonado el infierno. Pues hallándose realmente enamorado de ella Orfeo, el dios sabía con seguridad que no resistiría al ansia de verla.
EL PODER DE LA ILUSIÓN
Al regreso de cierta comisión olímpica, detúvose Mercurio a descansar en la isla de Nío. Era noche cerrada; y hallándose próximo el dios a una cabaña de pescadores, propúsose,
conforme a su índole, atisbar el interior por una rendija.
Hilaban junto al fuego las tres hijas del pescador; y para divertirse, entrecontábanse sus ilusiones.
-Yo, dijo la primogénita que se llamaba Halia, la salada, y que lo era, en efecto, por su gracia picante, yo quisiera casarme con el gran sacerdote de Apolo. Y desbarató la excesiva pretensión en el cristal de una carcajada.
-Yo, repuso la segunda, cuyo nombre era Klymene, la famosa, y que lo merecía por sus magníficos cabellos, quisiera casarme con el joyero que tenga las mejores perlas en el emporio de Corinto. ¡Qué diadema me haría!... Y evaporó el ensueño imposible en las alas de un suspiro.
En cuanto a la pequeña, llamada Phanión, claridad, por la luz de sus ojos azules, afirmó muy seriamente y sin vacilar:
-Yo quiero casarme con el hijo del rey. Como las jóvenes eran hermosas, lo que ponía a Mercurio de buen humor, y como le era simpática la gente de las Cícladas, propúsose colmar, al cabo del año, los deseos de las tres ilusas.
Y cada una recibió la suerte que había esperado.
La mayor casó con el sacristán de Delos, en quien pensaba realmente aquella noche. La segunda, con el dependiente de un perlero, pues tal había sido su verdadera aspiración.
Pero Phanión la pequeña, desposóse con el principe que naufragó al efecto en la costa, y que salvado por ella
le pagó así la deuda de la vida -pues a la vida, en efecto, sólo puede pagársela con amor- porque en la perfección de su sinceridad había deseado ser realmente princesa.
LA MUERTE DEL DIABLO
En una mísera posada de Trento moríase un pobre hombre, que desempeñaba el oficio de buhonero y decía llamarse el señor Gaspar. Esto pasaba en 1563; y como la ciudad encontrábase llena de religiosos, con motivo del concilio, no faltó luego confesor para el moribundo.
Acogió éste con dolorida urbanidad al monje dominico que fue, y cuando hubiéronse quedado a solas, no tuvo inconveniente en manifestarle que era el diablo.