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Deus machi
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Libro electrónico248 páginas4 horas

Deus machi

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¿Cómo reunir dos mundos que parecen perpetuamente irreconciliables? Aquello que supone una temporada infernal cautivo de los mapuche, se transforma para fray Lorenzo de Argomedo en una experiencia que marcará el resto de su vida. Con el trasfondo del Chile colonial del siglo XVII, por las páginas de Deus machi circulan figuras y hechos que pertenecen a la tradición mítica nacional, literaria y popular en permanente contrapunto con el universo indígena, fracturado por la invasión española y sus continuas guerras. Esta nueva novela de Jorge Guzmán despliega, con la maestría de una escritura ágil y con gran dominio de la tensión y de los matices emocionales de sus personajes, una sucesión de acontecimientos que se plasmarán como un cruce cultural, expresado en una mirada nueva sobre la naturaleza humana por parte de fray Lorenzo durante su propio "cautiverio feliz".
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9789560002075
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    Deus machi - Jorge Guzmán Chávez

    Jorge Guzmán

    Deus machi

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2010

    ISBN: 978-956-00-0207-5

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A Susana

    Advertencia previa.

    Si el lector reconoce los componentes históricos de esta narración (y los hay por cientos), reconocerá al mismo tiempo que han sido falsificados para servir intenciones narrativas. Espero que el texto lo justifique, porque no se trata de una novela histórica, sino simplemente de una novela.

    Capítulo I

    A lo largo de muchos años Lorenzo de Argomedo pensó más de una vez que las características personales de cada cual condicionan los pocos acontecimientos que son de verdad determinantes en la vida. Si él no hubiera sido capaz de dibujar, escribir y manipular instrumentos exactamente igual con las dos manos, su condiscípulo Junquera no lo habría exasperado burlándose de su rara habilidad, no habrían tenido el cambio de palabras que tuvieron y no hubiesen terminado batiéndose en duelo. Es decir, si no hubiese sido ambidextro, no habría habido ocasión para que Lorenzo desmayara a su contrincante con un feroz puñetazo que le deshizo las narices, ni sus amigos habrían tenido razón para disfrazarlo de aldeano, montarlo en una mula de alquiler y hacerlo salir de Granada. Temían que Junquera pasara al otro mundo sin recobrar la conciencia y Lorenzo fuera acusado de asesinato alevoso. Aunque realmente Junquera fue el vil y el cobarde, y mereció el golpe. Se ufanaba de su habilidad como esgrimista, y cuando se dio cuenta de que Lorenzo sabía lo que se hace con una espada en la mano y que todos sus ataques fallaban, se desesperó, le hizo una zancadilla, lo hirió en el hombro derecho, y recibió el merecido puñetazo con la izquierda. Puede morir si no despierta en dos días, dictaminó el médico.

    Cuatro días después, Argomedo despertó de su primera noche de refugiado en casa de su hermana Clara Eugenia y sufrió el conocido desconcierto de abrir los ojos por primera vez en un lugar que no es el propio. No estoy en Granada, se dijo, estoy en Córdoba. Así terminó de despertar y sintió sobre el hombro la venda limpia que la hermana le había puesto por su mano y la suavidad de la camisa de su cuñado. También recuperó la conciencia de su situación, y mirando aumentar la luz del amanecer hizo arqueo de sus posibilidades.

    El marido de Clara Eugenia, veinte años mayor que ella y secretario del duque de Viana, encabezaba la lista de sus apoyos. Regresaría en un par de días, porque andaba lejos de casa atendiendo deberes de su secretariado. Clara Eugenia lo consideraba seguro; apenas ella le contara la historia del duelo, movería en su favor el enorme poder del duque. Segundo venía el propio padre de Lorenzo, soldado con cuatro años en Flandes, donde se había ganado el ascenso a capitán de tercios y una fama que crecía en cada combate. Y desde estos dos familiares salía una red de poderes favorables hacia la Corte y hacia la Iglesia.

    Se levantó contento, metido en ropas de su cuñado, algo anchas sobre la barriga y las caderas, pero claramente costosas. Correspondía oír misa para dar gracias, porque su familia tenía poder, por no estar preso en Granada, por haber viajado felizmente hasta Córdoba. Y sobre todo, quería pedir fervorosamente al cielo que Junquera hubiera recobrado el conocimiento.

    Casi olvidó sus propósitos cuando siguiendo a Clara Eugenia empezó a ver extrañezas. Él no había conocido ni oído hablar de ninguna catedral a donde se accediera por un gran jardín con árboles y fuentes, ni que regalara a los fieles con el canto de pájaros escondidos entre las hojas y con palomas mansas caminando por el suelo. Por entre el verdor de las plantas y los relumbres de las aguas siguió a Clara Eugenia, vestida como mujer de secretario ducal, con un jubón gris bordado con perlas y envuelta en un mantón negro de soplillo que la cubría desde la cabeza y prendido al frente por un alfiler de oro rematado en una sirena con ojos de diamantes. A través del mantón se traslucía su pollera gris adornada con puntas azules bordadas en hilos de oro y plata.

    Dejó de mirar a su hermana. Al otro lado del patio se levantaba una torre más o menos correspondiente a lo que todo el mundo entendía por Catedral católica, aunque no se parecía a la de Granada, donde ellos oían la misa cada domingo.

    Transpuso una de las puertas del templo siguiendo a Clara Eugenia, y se halló al comienzo de un prodigioso bosque de columnas. Debían de ser centenares, porque la vista se perdía hacia la distancia entre las largas filas de fustes de piedra labrada que sostenían arcos dobles sobre los que descansaba el techo en todas direcciones. ¡Un edificio árabe! Unos minutos antes estaban bajo el azul luminoso de una mañana cordobesa, oyendo voces, ruidos de llantas metálicas y de herraduras de caballos sobre el empedrado, y ahora se extendían sobre sus cabezas estos cielos silenciosos hechos por la fe y el arte de una religión que no era la suya.

    Clara lo guió hasta una iglesia reconocible. Alguien la había metido en el enorme templo musulmán despejando de columnas una planta igual a la de centenares de otras iglesias cristianas. El edificio nuevo estaba aún incompleto, pero sin albañiles ni carpinteros en ese momento. No le gustó que estuvieran enquistándolo allí: interrumpía las columnas, el estilo, la continuidad del espacio, era contrario al alma del edificio. Cuchicheó en la oreja de Clara Eugenia ¿ésta es la Catedral? Sí ¿Entonces es lo mismo que la Mezquita? Sí, pero no es Mezquita, es solo Catedral. ¡Así es que cuando los cordobeses hablaban de su Catedral, hablaban de un templo católico incrustado dentro de otro, musulmán! No digas eso, corrigió ella, en voz baja y vehemente, hace siglos que la consagraron catedral.

    Lorenzo permaneció de hinojos hasta que el cura despidió a sus pocos feligreses con el consabido Ite missa est. El joven se persignó, se levantó con la lentitud del que ha permanecido mucho rato de rodillas en suelo de piedra y además está profundamente absorto. Empezó a vagar por el gran recinto sombrío. Quería seguir sintiendo lo que sentía entre las columnas y en ese silencio. ¡Experimentaba la felicidad de estar comprendiendo por primera vez en su vida el mundo entero! Pero también sabía que no entendía nada. ¿Será esto la beatitud? Se había puesto de pie repitiendo lentamente unas palabras que hubieran horrorizado al Lorenzo anterior, al que se arrodilló para seguir la misa, pero no le parecían siquiera asombrosas a éste que caminaba por la Mezquita y se decía: yo soy Dios; humildemente, mucho más humildemente que cuando antes se arrepentía de sus pecados. Tenía absoluta certeza de que Dios estaba en él y él en Dios y no reconocía ni las cosas, ni el silencio, ni la luz, ni las sombras ni su propio pensamiento, todo vibraba en dicha y él lo abarcaba en su absoluta unidad y simplicidad. Pero no olvidaba un momento que el milagro le ocurría en un templo construido por hombres que algunos cristianos sentían enemigos, por musulmanes, que no perseguían, ni mataban ni obligaban a convertirse a los creyentes de otras confesiones y convivían con judíos y cristianos. En un recinto del Dios católico que había mantenido presentes por siglos de piedra a los arquitectos y artesanos musulmanes que lo construyeron para reverenciar a Alá y a su profeta Mahoma. Debía ser posible traer a la fe de Cristo a todos los hombres de la tierra, y todos lo merecían. El mal y el bien existen, pero también y al mismo tiempo, no existen, dijo la voz de Dios. Y lo decía sin entonación alguna. Lorenzo se persignó, asustado.

    La plenitud del corazón lo hacía caminar entre las columnas repitiéndose, esto es la beatitud, y mirando lo que iba quedándole a la vista, sin atender a Clara Eugenia, que le había advertido dos veces, Lorenzo, la salida no es hacia allá. Pero en balde. No se detuvo ni respondió. Ella lo acompañaba, consciente del ruido de sus propios pasos, de la seda que calzaba sus pies, protegidos por finos suecos, apenas audibles sobre el pavimento de piedra y acompasados al rumor muy suave que salía del género de su camisa, su faldellín y su pollera. Lorenzo también oía los pasos de ella y el ruido femenino de sus vestidos, pero no se daba muy bien cuenta de llevarla a su lado. Alcanzó un lugar más luminoso que los otros, y ahí se inmovilizó. Clara pensó en aprovechar para sacarlo del ensimismamiento y de la Mezquita. Pero ni siquiera lo intentó, impedida por la cara del muchacho. Sumido en la contemplación de las columnas y los arcos, se veía mucho mayor de los dieciocho años que tenía, y muy diferente, casi desconocido. Algo sobrenatural y poderoso debía tenerlo transformado. Un escalofrío de amor, de devoción y de pavor corrió por la piel de todo el cuerpo de ella. Tenía que hacer algo, decir algo, detener la agitación que le desvanecía el pensamiento. La luz del lugar donde estaban provenía de un gran lucernario, y ella le explicó en susurros que esta era una capilla consagrada por los cristianos siglos atrás, cuando recién tomaron la ciudad, y que ahora se llamaba Villaviciosa. No respondió el joven y permaneció sin mover más que la mirada. Otro lugar iluminado lo atrajo desde lejos hacia una especie de gran habitación dentro del templo. La hermana lo veía cada vez más como una especie de sonámbulo religioso. Seguía los pasos y la mirada del hermano, y se le iba apareciendo el templo como un espacio distinto del que ella visitaba en cada fiesta católica con sus dos hijitas y el marido. Le corrían lágrimas por las mejillas sintiendo también las columnas, los capiteles, los arcos. Pasando la mirada de una a otra columna, Lorenzo articuló, son todas diferentes en algunos detalles ¿te das cuenta?, pero también son iguales, lo mismo que los chopos, o las palmeras o los humanos. Llegó hasta el sector que lo atraía, pasó bajo un arco más macizo a un recinto octogonal, iluminado por otras lucarnas, y se repitió lo de Villaviciosa. Clara se secó las mejillas con la mano, este es el Mihrab, dijo, lo más sagrado de la Mezquita para los musulmanes. Pasado un rato que a ella le pareció largo, Lorenzo le señaló con el índice un camino irregular de mosaicos que reflejaba sobre la pared la luz de las lucarnas convertida en agua: un riachuelo estilizado por los mosaicos se deslizaba sin término muro abajo. Los arquitectos árabes habían poetizado así una corriente de agua pura, que veneraban. El trance del muchacho amenazaba con seguir y seguir. Clara se había serenado entre tanto y lo tomó de la mano, con un poco de autoridad, como se hace con los niños, diciéndole, tenemos que volver donde las hijas, hermano, y él se dejó conducir. Pero seguía enteramente transformado por el raro lugar, donde resaltaban los pasos de uno mismo y a veces los de alguien que pasaba fugazmente entre las columnas. Respondía con monosílabos a cualquier cosa que ella le dijera, pero sin verdadera atención. Se dejó llevar hacia la salida. Ya fuera del templo, fijó un momento la mirada en los anillos de oro y de plata que el sol hacía relumbrar sobre las manos de ella y las hebillas de plata de los zapatos de don Álvaro que calzaba él. La siguió en silencio por las callecitas tortuosas y estrechas que los llevaban de regreso a la calle Don Rodrigo. Deben ser las mismas donde ayer me perdí, se dijo ¿ayer? No reconocía nada.

    Caminando por el laberinto blanco de la antigua judería, se fue dando cuenta de que su silencio podía perturbar a la hermana. Si lograra hacerla participar de su experiencia… Pero no halló qué decirle. Aun hablando días y días no habría conseguido enterarla de su experiencia en la Mezquita Catedral ni de cuánto le significaba haber conocido ese prodigio de columnas y sacralidades, estar en Córdoba, ¡en Córdoba!, ser huésped de ella en su casa, haber conocido la felicidad lejos de su propia Granada, sentir la presencia de moros y judíos en todas las calles y las construcciones. Solo se le ocurrió decir, yo nací en Granada, Clara, lo mismo que tú, cuando hacía exactamente 62 años que los Reyes Católicos se la quitaron al rey moro Boabdil en 1492. En cambio ustedes viven aquí, en Córdoba, que lleva 300 años en poder de cristianos. Y se calló. No tenía sentido seguir y hablarle de sí mismo, de su negativa al comercio, a la milicia y a la vida cortesana, de su experiencia en la Mezquita, de ellos dos y su familia, de la desaprobación que le había mostrado hasta ahora su padre, ni tampoco de sus propias ideas sobre esta Andalucía misteriosa que estuvo por siglos en poder de mahometanos y dominada por los adoradores de Alá. Tampoco de lo que opinaba sobre la guerra de Flandes ni sobre los ingleses, los germanos y los franceses. Su iluminación de la Mezquita había tenido como fondo y horizonte todas esas ideas, imágenes, recuerdos, asombros, pero tampoco le importaban mucho ahora.

    Siguió caminando en su callado deslumbramiento. Se le había hecho más fuerte la presencia de las calles de Córdoba, y él incrementaba su emoción, repitiéndose cosas que le habían dicho sobre la ciudad, que no muchos siglos atrás fue el centro cultural del mundo entero. Uno de sus maestros sostenía que allí se había originado esa abominación de mujeres desnudas y pensamientos paganos que algunos llamaban Renacimiento. Y tenía alumbrado público en el siglo XI y también cloacas, agregaba el maestro, cuando hasta las de Roma estaban en parte cegadas o en ruinas. Incluyó con gusto un pequeño pensamiento que en otros días lo habría inquietado, ¿no tendrían él y su hermana algo de sangre mora? Pregunta tonta, claro, pero que ni quiso desechar ni le inquietaba después de la Mezquita.

    Volvió a ansiar que Clara Eugenia compartiera su alegría. ¡Esta es la catedral de los prodigios, hermana! Ella le preguntó, encendida de placer, si sabía que trescientos años antes no tenía paredes. ¿La Mezquita no tenía paredes cuando era musulmana? No, no tenía, reafirmó ella.

    Lorenzo no dijo nada. ¡El templo entero, entonces, estilizaba un oasis abierto, y no solamente las palmeras estaban en las columnas, sus hojas en los arcos y el agua en los mosaicos del Mihrab, sin duda también las lucarnas representaban al sol, y la luna y las estrellas!

    Al entrar en la calle don Rodrigo, Clara Eugenia preguntó, mirando al suelo, ¿y no te gustaría vivir aquí con nosotros, hermano? don Álvaro es hombre muy influyente y muy generoso, puede ayudarte a tomar el camino que quieras, el cortesano, el de soldado o el eclesiástico. Lorenzo no pudo seguir callando su mayor pensamiento, quiero ser misionero jesuita, hermana, como fray Ignacio de Loyola y fray Francisco Javier; si tu marido puede ayudarme en eso, me haría muy feliz.

    Por temor de que tampoco lo entendiera, no le dijo que acababa de tomar la decisión, de rodillas en esa catedral católica que antes fue mezquita musulmana. La historia de su decisión le parecía demasiado simple y grande para ser contada. Muchas veces había sentido admiración escuchando narraciones sobre Ignacio de Loyola y sus primeros seguidores, y hasta le había cruzado el pensamiento un relámpago de inclinación a seguir su ejemplo. Pero nunca antes contempló en serio la posibilidad de meterse a fraile en una orden misionera y política.

    Seguramente Dios estuvo siempre llamándolo, y por eso su inclinación hacia la filosofía, aunque ahora veía bien pobre lo que había hecho: seguir un par de cursos de teología y aprender latín. Lo escribía y lo hablaba tan bien como sus maestros. Por decir algo, le contó a ella que ya en sus lecturas se notaba la mano misericordiosa de Dios. Además de muchas novelas de caballería y varias pastoriles, había leído cuanto pudo encontrar sobre la orden de san Ignacio de Loyola, y tenía en Granada copia del tratado de san Francisco Javier para uso de los misioneros jesuitas. ¿No le parecía a ella que en eso se notaba que desde siempre lo estaba llamando Cristo? A ella la emoción le tenía los ojos mojados. Lo miró con cariño desde el marco vaporoso de su manto. Don Gonzalo te puede ayudar, hermano, tiene mucho poder y dicen que no es fácil ingresar en la Compañía.

    Diez días después, de regreso en Granada, también emocionó a su madre. La señora hizo suyo el proyecto y puso toda la influencia y las relaciones del marido ausente para ayudarlo. No era cosa fácil. El enorme favor que dispensaba Felipe II a los jesuitas atraía un mar de postulantes hacia la Compañía. Naturalmente, muchos resultaban rechazados. Pero la influencia del padre no era poca. Un capitán de tercios españoles con servicios distinguidos en Flandes pesaba mucho en la Corte y también en la Iglesia. Además ellos estaban emparentados con algunos eclesiásticos y cortesanos importantes, entre los cuales su cuñado, don Álvaro de Soto, coronaba el inventario de puntales. En este mundo de ahora, nada se consigue sin santos en la corte, comentó la señora, ni siquiera entrar en la Iglesia.

    Ese mismo año, varios puntales, más los méritos de Lorenzo, le consiguieron admisión en el noviciado jesuita. Pero la mañana en que lo supo no se alegró como había esperado. Tenía cita para el día siguiente y pasó su víspera con el ánimo desabrido. Algo en él rechazaba entrar en un camino trazado por otros y aceptar que nunca más podría mandarse solo y seguir solamente sus gustos y sus preferencias. Quizá esa mañana en la Mezquita había estado simplemente bajo el embrujo de un edificio asombroso en una ciudad llena de significados en cada piedra. Trató de recobrar la iluminación de la Mezquita. Se repetía algunos de los pensamientos de esa mañana, pero parecían otros. Solo palabras huecas. ¿No habría sido todo aquello una inspiración vana?

    Ya por el tiempo de acostarse, le cambió de nuevo el corazón. No se le habían perdido ni los pensamientos ni la dicha de lo visto y lo vivido esa mañana junto a Clara Eugenia. En verdad, su desabrimiento de ahora se llamaba tentación demoníaca. Al decírselo, desapareció instantáneamente. Si a medio día no conseguía siquiera evocar claramente su iluminación de la Mezquita, ahora lo asombraba que el pensamiento pudiera ser tan traicionero y moverlo hacia el deseo de seguir actuando a su capricho. Lo más grandioso de la vocación era que llamaba a limpiar el propio albedrío de toda vanidad y ponerlo al cuidado de guías que lo conducirían por el único camino verdadero: el de la obediencia a la voluntad divina.

    Capítulo II

    Protegidos del aguacero que azotaba el techo de lona de la tienda, a ratos con furia y a ratos con monotonía pareja, siete españoles se sentaron a la mesa del Gobernador. La luz de los relámpagos atravesaba de tanto en tanto el grueso género, y el instantáneo claro azuloso delineaba a seis soldados y dos curas jesuitas sentados. Fray Lorenzo de Argomedo pensaba que si hubiera podido escoger, estaría solo en cualquier rincón del campamento, cansado de cabalgar todo el día bajo la lluvia incesante y sin ninguna gana de hablar o mostrarse cortés. Pero el Gobernador los había invitado a compartir su mesa, sin atender a la oscuridad de la noche, a que deberían contentarse con comida fría porque la lluvia no permitía fuegos al aire libre, y a que estaban cansados, mojados, embarrados y de visible mal ánimo. Especialmente fray Lorenzo. En los cuatro días que llevaban internándose en territorio mapuche, había concebido una cierta antipatía por la primera autoridad del Reino. A la pobre luz de los dos fanales que quemaban un poco de sombra sobre los extremos de la mesa, lo escuchaba, le contestaba cortésmente y pensaba que el hombre era monotemático, vano y poco realista. No veía o no quería ver que a casi todos en la mesa se les transparentaba la inquietud: medio distraídos, cabizbajos, medio absortos en la presencia fantasmal de los guerreros mapuche. Indios ocultos tras los ruidos del mal tiempo, tras los grandes árboles agrupados en islas de espesuras, agazapados en el declive de los cerros y cubiertos por la oscuridad. Pero el Gobernador no sentía el desamparo y la soledad de los soldados en la inmensidad de la noche lluviosa. Parecía no pesarle el mal tiempo ni las manchas de bosque espeso que los rodeaban como altos palacios negros poblados de enemigos, ni la amenaza de los grandes cerros y los ríos hinchados furiosamente

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