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1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla
1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla
1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla
Libro electrónico431 páginas7 horas

1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla

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A la vez novela picaresca, novela de aventuras y documento histórico, ofrece al lector una recreación de la España del siglo XV, el siglo que modificó el rostro de España cuando los Reyes Católicos, con la ayuda de la Inquisición, se apoderaron de la fortuna de los judíos expulsados para financiar la expansión de su imperio. Este mosaico de sucesos es visto a través de los ojos de Juan Cabezón, descendiente de judíos conversos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2014
ISBN9786071623539
1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla
Autor

Homero Aridjis

Internationally renowned poet, novelist, diplomat, and environmental activist Homero Aridjis is the author of Eyes to See Otherwise, 1492: The Life and Times of Juan Cabezón of Castille, and News of the Earth, among many other books. He has been president of PEN International and Mexico's ambassador to UNESCO. He has championed an appreciation of indigenous cultures as well as environmental awareness worldwide.

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    1492 - Homero Aridjis

    gratitud.

    MI ABUELO nació en Sevilla a seis días de junio del año del Señor de 1391, el mismo día en que el arcediano de Écija Ferrán Martínez, al frente de la plebe cristiana, quemó las puertas de la aljama judía, dejando tras de su paso fuego y sangre, saqueo y muerte. Mientras mi bisabuela Sancha gritaba sobrecogida por las ansias del parto, Ferrán Martínez y sus seguidores degollaban mujeres y niños, reducían a escombros las sinagogas y dejaban yertos a cuatro mil inocentes. Por una ventana sin vidrio, el padre de mi abuelo observaba a mi bisabuela sobre la cama y a los fieles rapaces pillando libros y tejas, cueros y paños, lámparas y perfumes, muebles y joyas, ladrillos y platos. Más de una vez, al irrumpir en una casa Ferrán Martínez, en la que contra una pared una mujer defendía con su cuerpo a su hija pequeña, el varón de pocas letras y de loable vida se miró en un espejo desportillado, vio su imagen ebria de muerte en los pedazos sangrientos, y levantó el puñal de la fe para clavarlo en una niña, bajo los gritos de la madre que pedía las aguas del bautismo para salvarla. En torno del arcediano la chusma hurgaba, violaba, hería como una bestia de mil manos en los muebles desvencijados, en las ropas desgarradas, en las paredes y en los pisos picoteados. Las amenazas y los gemidos, las palabras perdidas y los susurros escandalizaban el aire y los oídos sensibles de la parturienta, que se quebraba al menor ruido, creyendo que la furia que deshacía la aljama se le había metido dentro. La casa de la bisabuela pegaba su espalda a una casa judía, y no podía haber desastre que sacudiera a una que no repercutiera en la otra, teniendo una puerta estrecha que juntaba en secreto sus cuartos postreros, la cual fue cegada luego con piedras y tierra.

    Con grandes pesares la bisabuela parió, dando a luz al abuelo con tantos gritos como si en ese instante el arcediano atroz le hubiera perforado el vientre con la espada, alcanzando también al niño; o como si en ese momento uno de los tantos muertos tirados en las calles de la aljama hubiese penetrado en el cuerpo del recién nacido, condenándose a vivir de nuevo en el mundo. El caso es que con tristeza enorme el bisabuelo cogió entre sus manos a su hijo, lo contempló bajo la luz sangrienta y lo mostró a su suegra y a su cuñada, diciéndoles con gravedad que a ese niño le iba a dar el nombre de Justo Afán porque había nacido con deseos de justicia. Y luego de ver por la ventana los cuerpos de los agonizantes arrastrándose entre los fuegos mal apagados de la aljama, las sombras huidizas de los culpables cargadas de los pesados objetos de su crimen, se volvió a las mujeres y les dijo: No tendré en mi vida otro hijo que éste, porque en esta tierra donde se pasea libremente Caín con una quijada de burro, ¿quién quiere echar más Abeles en su camino? He comprendido tarde, pero he entendido, que así como las semillas se propagan por los campos para dar buenos frutos, el mal recorre las aldeas, las ciudades y los reinos para destruir los setos de las criaturas justas. Dicho esto, puso a Justo Afán en los brazos de su madre, con los ojos fijos en los de ella, como si de allí en adelante su amor conyugal fuese a llevarse sólo en la mirada, en el mundo sobrenatural y en el sueño; y sin volver la cara para verla otra vez, sin más provisión para el camino que la ropa que traía puesta, sin más vitualla que la que llevaba en las entrañas, cerró la puerta de su casa para no tornar jamás.

    Veinte años después nació mi padre, sin que mi abuelo hubiese llegado a conocerlo, ya que víctima de la peste le había aparecido un tumor en la ingle derecha del tamaño de un piñón y entre ascos y vómitos de cóleras amarillas sucumbió a los cuatro días de habérsele descubierto el mal. Se dijo que había muerto descastado, por haber tenido trato excesivo con mujeres y habérsele encontrado al destazarlo el doctor Mosén Sánchez de la aljama de Sevilla la vejiga de la hiel grande como una pera, llena de cólera verde. Mi abuela, al enterarse de la infidelidad que había ocasionado la muerte de su esposo, no se afligió, explicando a sus amigas y parientes que si no había sido suyo antes de nacer ni lo sería después de difunto no tenía por qué querer que le hubiese pertenecido en vida. Corrió el rumor de que había sido infectado por una muerte vestida de monja que le había aventado una llama azul en forma de bola por la ventana abierta de su cuarto; pero también se dijo que una monja vestida de ramera lo había contagiado al amarlo en las cercanías malolientes del muradal de la villa. El caso es que no hubo tiempo para llorarlo, quemado de noche y de prisa para que no se enteraran los vecinos, aunque ya todos lo sabían. Mi abuela tendría toda la vida para llorar su ausencia, qué más daba una noche. Aunque en apariencia nunca más lo lloró, con rigor inescrutable lo borró de sus días y su lenguaje, llegando al extremo de que cuando mencionaban su nombre delante de ella hacía esfuerzos para recordar de quién se trataba. Quizás lo pretendía, pero nadie sabrá la verdad más que ella. Ella, Blanca de Santángel, madre de mi padre, Ricardo Cabezón.

    Por esos días, fray Vicente Ferrer, el Ángel del Apocalipsis, como se hacía llamar a sí mismo, cogido por un intenso fervor proselitista recorría las aljamas de las ciudades de Aragón, de Castilla y Cataluña para convertir a los judíos al cristianismo. Crucifijo en mano predicaba en las iglesias y en las plazas y entraba abruptamente en las sinagogas para consagrarlas al culto católico. Nacido hacia el año de 1350, natural de Valencia, hijo de un escribano que vivía en la calle de la Mar, se cuenta que antes de que viniera al mundo su madre decía que la criatura no le causaba ninguna pesadumbre, por ser muy ligera su preñez, y habiendo oído a veces ladridos de perro en su vientre, el obispo de la villa lo había interpretado como indicio de que habría de parir un hijo que sería como señalado mastín para guardar el rebaño del pueblo cristiano, despertándole con sus ladridos del sueño de los pecados y ahuyentando los lobos infernales. Así, desde que tenía seis años, no fue amigo de jugar con otros niños, sino como un viejo cano los llamó a su lado y desde un lugar alto les predicó, adquiriendo desde muy temprana edad la costumbre de ayunar dos veces por semana, los viernes a pan y agua, y de escuchar a los predicadores que salían a su camino, por zafios y crudos que fuesen. A los dieciocho años entró en el monasterio de Santo Domingo y tomó el hábito de la orden de los predicadores. La vida de santo Domingo fue su ejemplo, leyó los libros sagrados que él había leído, movió las manos y caminó según creyó el santo lo había hecho. Tres años después fue enviado a Barcelona al convento de Santa Catalina Mártir y luego partió a Lérida, donde se entregó al estudio de la teología y practicó las reglas de su Tratado de la vida espiritual, apartando, a menudo, los ojos del libro que leía para meterse en las llagas de Jesucristo, a quien consagraba todo lo que leía y aprendía. Tornado a Valencia, el diablo se le apareció más de una vez bajo la forma de san Antonio o de un negro feísimo, mientras oraba ante el altar de la Virgen o ante un crucifijo, conminándolo con amenazas a dejar la vida monástica. Una noche, cuando leía en su celda el libro de san Jerónimo sobre la perpetua virginidad de la Virgen, al rogar a María que intercediese por él con Cristo para que muriese casto, oyó una voz que le dijo: Dios no da a todos la gracia de la virginidad, ni tampoco la alcanzarás tú, antes la perderás muy presto. Pero la madre de Jesús se le apareció enseguida con grande resplandor y lo consoló diciéndole que eran puras asechanzas del demonio y que Ella nunca lo desampararía. Sin embargo, el demonio se apoderó de una mujer llamada Inés Hernández, quien se fingió enferma para pedir que llamasen a fray Vicente para reconciliarse con Dios y hacer penitencia de sus pecados, y al tenerlo en su pieza se desnudó ante él con la intención de fornicarlo, por lo que fray Vicente escapó despavorido y queriendo ella gritar se quedó muda, endemoniada. Los padres trajeron luego a unos exorcistas para arrojar al diablo de su cuerpo, pero éste no quiso salirse, diciendo que sólo lo haría con la condición de que viniera aquel que estando en el fuego no se había quemado. Vino fray Vicente de nuevo y con sólo cruzar la puerta la mujer se libró del demonio. En otra ocasión, al volver a su celda halló a una ramera que trató de seducirlo, contándole que no tuviese miedo de que ella fuese un demonio porque era realmente una mujer; mas él, lleno de cólera, la increpó con dureza y le recordó las penas eternas del infierno para los que se abandonan al deleite hediondo de la carne; de manera que la mujer se arrepintió, dejando para siempre la vida de placeres. Entretanto, en Avignon había sido elegido pontífice el hijo del diablo, el aragonés Pedro de Luna, bajo el nombre de Benedicto XIII, quien lo llamó a su corte para que fuese su confesor y capellán; permaneciendo fray Vicente a su lado hasta el día en que al borde de la muerte tuvo una visión en la que se le apareció Jesucristo, acompañado de santo Domingo y san Francisco, y le dijo que pronto sería libre de su enfermedad, que en algunos años se comenzaría a poner en orden el negocio del cisma de la Iglesia y que fuese como apóstol por el mundo a predicar contra los vicios que entonces más se usaban. ‘Avísales’, dijo, ‘del peligro en que viven, y que se enmienden, porque el Juicio Final está muy cercano.’ Le tocó con su mano en el carrillo, y añadió: ‘Levántate, mi Vicente’. Y fue este toque de tan gran eficacia, que después predicando del juicio se le parecía en la cara la señal de los dedos de la mano de Jesucristo, que era como un sello, o firma, en que autenticaba Dios su predicación. Con esta visión y esta orden, acercándose ya a los sesenta años y atacado por las cuartanas, el tonsurado fray Vicente dejó la corte de Avignon para recorrer en sangrientas procesiones penitenciales más que los caminos polvorientos del mundo los mundos pecaminosos del hombre.

    Bajo el sol, el viento, la lluvia, el frío, anduvo báculo en mano, primero a pie, enfermo de una pierna, luego caballero en un asno, que había hecho castrar para que no ofendiera con su miembro la vista de nadie. Traía una saya, un escapulario, una capa que le servía de manto y una Biblia, de la que sacaba sus sermones. Casi no hablaba con las gentes que iban en su compañía, si no era en relación con su doctrina. Antes de entrar en un pueblo se arrodillaba, y con los ojos dirigidos al cielo pedía que éste lo librara de la soberbia y de la vanagloria. Después entraban de dos en dos las gentes que venían con él, siguiendo a un hombre llamado Milán, con ropa larga y crucifijo en mano, cantando una letanía que los demás repetían. Enseguida, entraba fray Vicente, como enviado de Jesús, su asno protegido entre maderos para que los fieles no se acercaran demasiado a él, camino de la iglesia. La chusma milagrera lo seguía, multitudinaria, en procesión solemne, cantando himnos religiosos y penitenciales, con pendones y banderas, con santos de bulto, cruces y reliquias atesoradas celosamente a través de los siglos. Doctos e indoctos, villanos y nobles, clérigos y mercaderes, hombres y mujeres debidamente separados por largas cuerdas de castidad, le regalaban pan, vino, frutas, comida, le apretaban las manos, trataban de arrancarle pedazos de ropa o de quitarle pelos al asno como reliquias. Él respondía con bendiciones, saludaba con la cabeza baja, los sentidos mortificados, los ojos puestos en tierra. Para confesar a la multitud fervorosa había una legión de clérigos de varias naciones con poderes otorgados por el antipapa Pedro de Luna para absolver a los que quisiesen. Venían escribanos que formalizaban las reconciliaciones entre aquellos que se odiaban a muerte, los arrepentimientos públicos de notorios pecadores y los perdones de los ofendidos a injurias que les habían sido hechas largo tiempo atrás, como asesinatos de padres y hermanos y despojos de bienes terrenales. Fray Vicente traía órganos pequeños para que en las iglesias desprovistas de ellos las gentes pudieran sentir la majestad de la misa. Traía a un clérigo joven, que tenía la función específica de enseñar a los mozos de la localidad canciones e himnos religiosos para que los cantasen de noche por las calles, en vez de las canciones populares que andaban de boca en boca por esa época. Una vez instalado en el convento o en la iglesia, distribuidos los integrantes de su compañía entre las gentes del pueblo para ser atendidos, dedicaba algunas horas a recibir a aquellos que venían a pedirle favores y consejos, a exponerle sus problemas o sus enfermedades; el resto del tiempo lo pasaba en una celda encomendándose a Dios, contemplando las cosas de la vida celeste y meditando en las revelaciones de la Sagrada Escritura. No comía carne sino pescado, que recibía con grande contento cuando se le daba guisado con la pobreza. No comía sino de un mismo plato y no bebía sino dos veces, y si la sed lo aquejaba, tres; mas el vino era bien aguado. Era virgen, y había pasado treinta años de su vida sin ver otra parte de su cuerpo que las manos; jamás nadie lo había visto desnudo, ni siquiera él a sí mismo, ya que cuando se cambiaba de ropa lo hacía en un cuarto oscuro para que sus ojos no fueran a escandalizarse con su propia desnudez. Dormía vestido y calzado, con las ropas puestas del día; se tendía, o se tumbaba, sólo cinco horas sobre un manojo de sarmientos, un colchón de paja, unas tablas o sobre la tierra, con una piedra o la Biblia de cabecera, a imitación de santo Domingo, que durmió al pie de un altar o en las andas de los muertos. Cada noche se disciplinaba, pero si no tenía fuerzas para hacerlo él mismo, pedía a sus compañeros sacerdotes que lo azotaran con una disciplina de cuerdas, en el nombre de Jesucristo, pidiéndoles que no le tuviesen lástima y le diesen lo más fuerte que pudieren. Los que lo flagelaban eran cinco: Pedro de Muya, Juan del Prado Hermoso, Rafael Cardona, Jofre Blanes y Pedro Cerdán. El día de la predicación se levantaba temprano, se confesaba y decía misa cantada, subido en el púlpito en el que después iba a predicar; pero si la gente era tanta que no cabía en la iglesia, oficiaba en la plaza o en el campo, donde se montaba un cadalso con un altar para que pudiese ser visto por todos, a causa de su baja estatura. Acabada la misa se quitaba las ropas sacerdotales y se ponía la capa de la orden de Santo Domingo. Predicaba sólo en valenciano, aunque se dice que sabía latín y hebreo, siendo entendido por los fieles que no hablaban esa lengua por la gracia que Dios le había comunicado. Algunos veían ángeles de forma humana sobre su cabeza; muchas de sus predicaciones se hacían al anochecer, cuando las gentes habían terminado sus labores y los labriegos habían tornado de sus faenas. Grandes luminarias se encendían en la plaza y los judíos eran obligados a oír sus predicaciones por haberlo mandado así el rey. Durante el sermón se volvía hacia ellos y con citas del Antiguo Testamento trataba de probarles que ya había llegado el Mesías y que sólo vendría otra vez para el Juicio Final. Los judíos e judías de doce a catorce años arriba, y sentávanse cabe el púlpito para que nadie les molestase. Quando el varón de Dios citaba algún texto de la Escritura luego se volvía hazia ellos y lo citaba en hebreo. Antes de comenzar a predicar se veía débil y achacoso, pero a medida que iba entrando en materia su cuerpo se fortalecía y su rostro se animaba. Sus palabras, como sus movimientos, ardían como unas hachas encendidas, oíanle así los que estaban cerca del púlpito como los que estaban lejos. Con facilidad lloraba, y hablando se deshacía en lágrimas; al describir los horrores del Juicio Final alzaba tanto la voz que aterraba a sus oyentes, que caían al suelo asustados, viéndose ya fuera de sus sepulturas para comparecer ante el Juez Supremo. Montes, caed sobre nosotros y cubridnos de la ira grande del Cordero, gritaba con furor, y los pecadores se postraban ante él arrepentidos, prometiéndole los tahúres dejar el juego, los ladrones el robo, los clérigos la gula y la codicia, las rameras la lujuria y los asesinos el crimen. En medio de la multitud se alzaban voces que perdonaban o pedían perdón, hombres a los que se les había metido el demonio aullaban, saltaban, reían, lloraban o cantaban, por lo que él tenía que interrumpir su predicación para dirigirse a Satanás: Diablo, en nombre de Jesucristo te ordeno que te quedes quieto. Tenía el don de ver lo oculto y lo que estaba lejos, como cuando en Lérida dijo que el cuerpo de su maestro fray Tomás Carnicer después de cuarenta años de enterrado estaba intacto, o cuando en Zaragoza se le reveló que acababa de morir su madre en Valencia, o cuando en Tortosa dijo: Hermanos, de este cabo del río se ha encendido un fuego en los pajares, id a matarlo, por vida vuestra. Por lo que de inmediato partieron varios voluntarios para tratar de apagarlo, pero al llegar al sitio señalado no hallaron humo ni fuego sino a un hombre lujuriando con una mujer, de manera que los fieles pararon mientes en que ése había sido el fuego del que fray Vicente había hablado. Al terminar su sermón acostumbraba arrojar el demonio del cuerpo de los poseídos que le traían los familiares para exorcizar y sanaba a los enfermos de todo tipo de males santiguándolos con estas palabras: Signa auteeum eos qui credirint haec sequentur, super segros manus imponent, et bene habebunt. Iesus Mariae Filius, mundi salus, et Dominus, qui te traxit ad fidem Catholicam, te in ea conservet, et beatum faciat, et ab hac infirmitate liberare dignetur. Terminado el sermón, después de vísperas, se hacía la procesión penitencial de hombres, mujeres y niños. Cerca de trescientos disciplinantes venían por las calles como un largo cocodrilo ensangrentado, afligiendo su carne en remembranza de los azotes que Cristo padeció, con la creencia de que si la mortificación se hacía con las debidas circunstancias juntaría Dios la sangre del penitente con la suya, dándole valor y mérito; con la advertencia también de que aquellos que lo hiciesen sin fe o se azotasen por vanidad eran necios abominables sacerdotes de Baal.

    Confesados y comulgados, envueltos por la oscuridad de la noche para no ser conocidos, con la cabeza cubierta por un capirote blanco, descalzos, con la espalda y los hombros descubiertos, venían en procesión del convento de la orden o de la iglesia, con un Cristo y un pendón con los recuerdos de la pasión pintados, ricos y pobres, seglares y clérigos, nobles y villanos, separados únicamente los hombres de las mujeres. Niños de cuatro años, y otros que apenas podían andar, venían delante de los hombres con crucifijos en las manos; niñas de la misma edad precedían a las mujeres, con imágenes de María con su hijo muerto en los brazos. Todos andaban las estaciones de la cruz, se flagelaban con disciplinas de cáñamo torcido separado en ramales, con azotes de hierro, vástagos y abrojos; golpeándose algunos con tanto furor que por la gran cantidad de sangre que salía de sus heridas de un dedo de ancho era menester quitarles los azotes porque podían matarse a sí mismos a golpes. Otros dejaban pedazos de carne pegados a sus ropas o se llevaban trozos colgados de los hierros. Otros más, como remedos de Cristo, se infligían tales castigos que caían y levantaban abrumados por el peso de una cruz imaginaria, hasta que desfallecían de dolor. Los sedientos, por su parte, bebían de rodillas el agua que les era ofrecida por los misericordiosos como prueba de humildad. En todos lados los penitentes recordaban los signos visibles de la Pasión, cantaban oraciones que les había compuesto fray Vicente en especial para esa ocasión, clamaban en valenciano: ¡Senyor Déu, Iesu Christ!, o en castellano: ¡Sea esto por la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y la remisión de nuestros pecados! El pueblo los seguía y los rodeaba cantando himnos religiosos, con cruces, cristos, vírgenes y santos de bulto, estandartes y velas encendidas. Las campanas tañían, acompañaban a la sierpe humana en su miseria y agonía. Era tanto el uso de esta penitencia que, por donde pasaba el maestro Vicente, los plateros y otros oficiales tenían puestas tiendas de disciplinas, como si fuese entonces feria de azotes, escribió san Antonino.

    De esta manera recorrió el tonsurado fray Vicente las aldeas y las ciudades de los reinos de España, para arengar, con el crucifijo en la mano izquierda, a cristianos, judíos y moros. El 19 de enero de 1411 entró en Murcia, prohibiendo el juego de dados en la ciudad y su término y aplicando ordenanzas severas contra los judíos y los moros que no se habían convertido al cristianismo. Tras un mes de estancia, un miércoles de ceniza predicó en Librilla, en Alhama y en Lorca y volvió a Murcia; partió rumbo a Castilla el 14 de abril, se halló en Ciudad Real el 14 de mayo y entró el 30 en Toledo, villa en la que predicó diariamente en especial a los judíos, a los que trató de instruir en la fe cristiana. Pero al ver que éstos permanecían inconmovibles a sus sermones, un día, lleno de ira, bajó del púlpito, salió de la iglesia seguido de gran muchedumbre, se dirigió a la aljama con el crucifijo en alto y entró en la antigua sinagoga para arrojar a los que allí seguían la palabra y la ley de Dios, y bajo la advocación de Santa María la Blanca la consagró al culto católico. De Toledo partió a Yepes, Ocaña, Borox, Illescas, Simancas y Tordesillas, donde lo afligieron las cuartanas. En Valladolid no sólo se concretó a predicar sino que pidió a los jurados de la ciudad que forzasen a los judíos a vivir encerrados. En el mes de septiembre se dirigió a Ayllón para hablar con el infante don Fernando y la reina doña Catalina, tutores del rey niño don Juan II. A doña Catalina de Lancáster, que sufría de perlesía y no estaba bien suelta de la lengua ni del cuerpo, indujo a publicar la cruel Pragmática sobre el encerramiento de los judíos, que sería pregonada en su presencia en Valladolid, a fines de 1411. De allá se fue a Salamanca, donde cruz en mano irrumpió en la sinagoga mayor para predicar a los judíos que estaban en ella reunidos, apareciendo sobre las ropas y tocas de éstos cruces blancas, lo que motivó que muchos de ellos se convirtiesen cambiando su nombre hebreo por el de Vicente y la sinagoga se llamase Vera Cruz.

    El rey don Fernando de Aragón siguió de muy cerca las conversiones de 35 000 judíos y 8 000 moros que había efectuado fray Vicente, y sus sermones, en los que insistía que Jesús y María habían sido judíos y que nada desagradaba más a Dios que los bautizos forzados, ya que ¡Los apóstoles que conquistaron al mundo no llevaban lanza ni cuchillo! ¡Los cristianos no deben matar a los judíos con el cuchillo sino con razonamientos! Sin embargo, a su paso dejaba una oleada de terror en las aljamas, pues exaltados por sus predicaciones muchos cometían fechorías y se confabulaban contra los judíos, llegando a no querer venderles vituallas para su sustento, como en Alcañiz. Además, fray Vicente suplicaba a los reyes que en todas las cibdades e villas de sus regnos mandasen apartar a los judíos, porque de su conversación con los cristianos se seguían grandes daños, especialmente en aquellos que nuevamente eran convertidos a nuestra Santa Fe. Junto con las leyendas de las conversiones que lograba hacer entre los judíos corrían las historias de los milagros que realizaba entre los cristianos. En todos los reinos de España se decía que fray Vicente había resucitado muertos, dado voz a los mudos, oídos a los sordos y luz a los ciegos, que había vuelto fértiles a mujeres estériles, devuelto el seso a locos y desatinados, curado heridas de cuchilladas y restañado cabezas de descalabrados, sanado a enfermos de gota coral, de hinchazón de la garganta y de dolor del corazón, enderezado la boca a torcidos y aliviado de dolencia de muslos, de vientre, de espalda y de pechos; sanado del mal de la piedra y hecho orinar a una mujer que estuvo quince años sin hacer aguas, librado a gentes de la peste y de la lepra, hecho resollar a los que se ahogaban en su propio pecho y andar a los quebrados, salvado a marineros de vientos y tempestades, disipado hambres y apagado fuegos, conjurado nubes y abolido tormentas a la sola mención de su nombre.

    Más alegre que los santos y más generosa que los reyes, mi abuela solía cantar:

    Árvoles lloran por luvias,

    y muntañas por aires;

    ansí lloran los mis ojos

    por ti, querida amante.

    Torno y digo qué va a ser de mí,

    en tierras agenas yo me vo murir,

    cuando la cogió la muerte un domingo en la tarde, último día de octubre del año del Señor de 1434, víspera de Todos los Santos. Finó de fiebre, en Sevilla, donde había pasado su vida sola y señalada, como una mujer viuda judía que por ese tiempo le había tocado en suerte pasear sus huesos y su sombra por la ciudad asentada sobre un llano, la antigua Hispalis. Por los primeros días de enero le habían empezado las cuartanas, de las que también sufría el rey don Juan II, debilitado por malos humores, esclavo de la sensualidad y diariamente entregado a las caricias de una joven y bella esposa o de un condestable, igualmente seductor. Aunque mi abuela doña Blanca no tenía en el mundo otros excesos que los de su propia hambre y su propia soledad. Fue el domingo en la mañana cuando comenzó a dar muestras de que quería dejar la tierra, mientras enseñaba a mi padre el Salmo Primero, que por esos años había traducido al castellano del hebreo el rabí Mosé Arragel, de Guadalajara:

    Bien aventurado el varón

    que non andovo en consejo de malos

    nin en vía de peccadores non se paró

    nin en cátedra de escarnescedores non se assentó.

    Interrumpiendo, de pronto, el correr de los versículos para hacer a mi padre recomendaciones misteriosas como la de que si llegaba un día a Tarazona buscara en la judería a un hermano suyo de nombre Acach para pedirle un costal de paños, en cuantía de unos cien florines de oro del cuño de Aragón, que le había dejado su padre en custodia durante la persecución de los judíos en 1391 en una tienda de esa ciudad; o la de que si sus pasos lo llevaban a Barcelona buscara a don Abraham Isaac Ardit, que le enseñaría el oficio de tejer velos por seis años, ofreciéndole comida, bebida, camisas y calzado y un florín de oro de Aragón al mes. Luego, pasándole la mano sobre la frente, con mirada inescrutable le había dicho:

    —Te absuelvo desde el principio del mundo hasta el día de hoy.

    Luego murió, acurrucada en la cocina. A hora de prima, sin presencia de jueces para medir su espanto, sin actas ni crónicas de nadie, a solas con la inmensidad de la muerte, que tiene el mismo tamaño para todos. Las lluvias comenzaron a caer sobre Sevilla casi inmediatamente, hora tras hora. El río Guadalquivir entró en la calle de la Cestería y alcanzó los pilares de la calzada como un ancho visitante que, estrecho y recogido a veces, creció sobre sí mismo, se alzó sobre sus brazos líquidos, repletó su vientre y se lanzó sobre todo aquello que lo rodeaba con sus incontables lenguas fluidas.

    Mi padre, a solas con la muerte de la abuela, hizo con sus manos una caja a la medida de su cuerpo para partir con ella al campo, no al fonsario. Bajo la lluvia y los lodazales que le llegaban hasta la rodilla se abrió paso, llegó a un pinar, por él conocido. Allá, empapado, cavó una fosa, sin descanso aventó la tierra lejos de sí, porque las grandes avenidas de agua que venían a él sin cesar se la devolvían, dando la impresión de que el cadáver se iba a ahogar en la caja y la caja se iba a ir navegando.

    Terminado el entierro, se hincó en el charco sin señal que era su tumba, la llenó de hierbas y de ramas y buscó en sus recuerdos el rostro de ella que más amaba, para llevárselo consigo.

    Mas no sintió el agua que le escurría por todas partes, como un fantasma que había enterrado a un muerto, como si su cabeza se deshiciera en lluvia, sus pies fluyeran por los arroyos y desembocaran en el río de todos, que es el de ninguno.

    Arrojados los últimos terrones sobre la caja, paró mientes en que un labrador lo miraba desde la puerta de su casa. Viejo mal vestido, lleno de colgachos e hilachas, de blanca cara ósea y grandes ojos negros. A su lado un perro ladraba, aterrorizado, sin acercársele. Mi padre supo por qué: el labrador tenía las manos descarnadas, no tenía piel en las mejillas, no tenía mirada alguna, era la muerte.

    Fingió no verla, no volteó más hacia ella. La había visto bien y para siempre. Con eso le bastaba. Se alejó rápido como si tratara de escapar del camino sobre el cual caminaba, como si intentara dejar atrás los pies sobre los cuales iba, yendo delante del cuerpo en el que se movía, con una extraña sensación de haber dejado algo irrecuperable enterrado entre los pinos. Años después recordaría que esa tarde pareció haberse soñado, haberse creído andar bajo la lluvia, haberse visto enterrar a su madre y haber visto a la muerte y a un perro ladrándole.

    En Sevilla, el viernes primer día de enero de 1435 llovió. El sábado llovió; durante la noche ráfagas de viento azotaron las calles y en la madrugada el suelo fue conmovido por un temblor. El lunes siguió lloviendo, el río alcanzó el adarve de la barbacana, desde la puerta de Golles hasta el pie de la cuesta de Castilleja y los tejados de Triana. Las campanas repicaron en la noche, el agua entró en la ciudad por los caños y las compuertas del río tuvieron que calafatearse. Día tras día cayó el agua en forma torrencial, el río se hinchó como una serpiente parda y subió los mármoles de las puertas hasta la primera tabla, entró en las atarazanas de las galeras del rey y se llevó ochocientos pinos que allí estaban, se llevó madera de unos mercaderes gallegos y penetró por la puerta grande de fierro que sale a la Torre del Oro. Llegaron a juntarse el Buerva y el Guadalquivir, Triana se cercó de agua, los caminos desaparecieron bajo lagos repentinos y el Tagarete se introdujo por la puerta del fonsario, arrastrando cadáveres y huesos, lápidas y flores. Pronto, el pan y la carne escasearon en la ciudad, no hubo leña, los frailes de un monasterio cortaron los álamos para hacerse de comer, las paredes de infinitas casas se reblandecieron, el agua tocó el primer arco del castillo de Triana, media braza debajo de la imagen de la Virgen María, y las noches fueron blanqueadas por los relámpagos, las gentes comenzaron a decir que las tormentas eran mandadas por Dios, que quería destruir Sevilla, y se refugiaron en las iglesias y en los puntos más altos de la ciudad, bajo el tañer de las campanas de Santa María, haciéndose oración en todas las iglesias para que Nuestro Señor salvara a la villa del peligro en que se hallaba.

    A las ocho de la mañana de un miércoles se oscureció la tierra, hombres y mujeres corrieron a las iglesias para confesarse y comulgar, las campanas repicaron y se dijeron misas; el agua llegó a la calle que iba a San Clemente, los barcos anduvieron por las calles, los perros, los gatos y las gallinas se subieron a los tejados de las casas inundadas, los moradores de la calle de la Cestería y del arrabal de Cantillana con sus ropas y haciendas se concentraron en el muladar de la puerta de Golles, entre la basura y el estiércol, y allí hicieron tendejones de velas y mantas. No hubo pan, las gentes buscaron quien les vendiera harina y les moliese trigo al precio que fuese, fueron de casa en casa para preguntar quién podía compartir un pedazo de pan con ellos. Una noche en que se vio la luna y las estrellas resplandecieron, mi padre salió a comprar una mula, que no pudo adquirir porque le costaba cincuenta y ocho sueldos jaqueses. De Alcalá de Guadaira y de otros lugares llegó pan a la plaza, y entre la multitud ansiosa que buscaba saciarse él compró varias piezas. En la ciudad se hicieron procesiones con candelas y cruces, se sacó a la calle el arca con los cuerpos de san Servante, san Germán y san Florencio, y se paseó la cabeza de san Laureán. Al otro día él se fue de Sevilla, cerró para siempre la casa, sin más pariente en el mundo que la sangre de su propio cuerpo y sin más hermandad sobre la tierra que la progenie ubicua de Caín. Partió a pie, con sólo las ropas que llevaba puestas y las vituallas que había comido.

    El viernes 7 de enero, aunque llovió un poco y hubo vientos recios, anduvo muchas leguas, como si tuviera prisa de irse, no sólo de Sevilla sino de sí mismo, de sus pasos y de los de los otros. Anduvo sin parar, pisando sobre avenidas de agua bajo un cielo de agua, con la sensación de desfallecer de fatiga, de pisar sobre sus propias plantas, pesados de agua sus zapatos rotos. Creía que nadie lo veía atravesar los campos inundados, las arboledas plateadas, los arcos iris en los montes, el sol bajo la lluvia, la tierra parda, las piedras lavadas, hasta que se dio cuenta de que todo el tiempo la muerte lo seguía, lo acechaba por los campos y los montes, entre las vides y los árboles frutales, a la orilla de los arroyos, del otro lado de los puentes y fuera del camino. La misma muerte labradora que había visto entre los pinos cuando enterraba a su madre; la que, seguramente, esperaba que cayera en el lodo, no pudiese levantarse más, para llevárselo. Pero él no cayó, él no se detuvo; no podía detenerse. Dudar, descansar un momento

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