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Gonzalo Jiménez de Quesada
Gonzalo Jiménez de Quesada
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Libro electrónico318 páginas5 horas

Gonzalo Jiménez de Quesada

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EN la conquista que de una parte de la América hace España hay hombres de extraordinaria personalidad, como Cortés, los Pizarros, Alvarado, Belalcázar o Quesada. Y al lado de ellos, y también como un personaje, donde la gran empresa del siglo XVI alcanza todo dramatismo, está la ciudad. La ciudad hoy es y mañana no lo es; en la misma forma la funda un conquistador levantando unos bohíos de paja y bahareque, que destruyen los indios de una rociada de flechas; un día tiene el cuerpo y entidad de veinte casuchas, y al siguiente es mantel de cenizas, porque el fuego y el viento lo acaban todo en un abrir y cerrar de ojos.
Todos los dramas a que dan lugar el hambre, la codicia y los celos, ocurren en este escenario infeliz. Surgen y desaparecen allí figuras y figurones que luego hacen en la historia una aparición fugaz. Lo anterior indica, cuando menos, que quienes vienen de jefes de las expediciones no son precisamente teólogos de España, sino tipos de aventura, rapaces y fuertes, como lo impone el género guerrero de la empresa. Para fundar esta opinión, basta leer en cualquier página cualquier libro del siglo XVI, o de los que luego se publiquen con alguna sustancia histórica.
A América vienen pícaros con mucha cruz sobre el pecho, como fueron pícaros y vagabundos a la toma de Jerusalén. Pero vienen a América no por católicos sino por picaros o negociantes. Fernández de Lugo no se embarca para traernos el bálsamo divino: se embarca para hacer esclavos.
Hasta judíos tapados salen de Cádiz en el momento en que España les da palo a los judíos. A los marranos, como suele decirse. Pero es claro que el judío no se embarca invocando a Jehová, sino a Cristo. Esto y mucho mas nos relata la biografía de Gonzalo Jiménez de Quesada escrita por el maestro Germán Arciniegas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2019
ISBN9780463649718
Gonzalo Jiménez de Quesada
Autor

Germán Arciniegas

Germán Arciniegas, nacido en Bogotá, doctor en Derecho de la Universidad Nacional, profesor universitario en Colombia y Estados Unidos. Embajador ante los gobiernos de Italia, Israel, Venezuela y la Santa Sede. Fundador y director de varias publicaciones culturales, entre las más recientes "El Correo de los Andes" revista bimestral desde 1979. Ministro de Educación de Colombia 1942-43 y 1945-46."BOLÍVAR Y LA REVOLUCIÓN" es el número 38 en su larga lista donde se destacan: "El estudiante de la Mesa Redonda", "Biografía del Caribe", "América Mágica", "América en Europa"; muchas de estas obras se han traducido al inglés, italiano, francés, alemán, polaco, rumano, húngaro y yugoeslavo.

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    Gonzalo Jiménez de Quesada - Germán Arciniegas

    Gonzalo Jiménez de Quesada

    Germán Arciniegas

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City USA

    ISBN: 9780463649718

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Sin autorización escrita firmada por la editorial, no se podrá reproducir ni total, ni parcialmente esta obra en ninguna de las formas vigentes para la comercialización de libros en medios escritos, de audio, de video, electrónica, fotomecánica, química, reprografiada etc.

    Gonzalo Jiménez de Quesada

    En la ciudad vagabunda y aventurera

    Europa o el paraíso de los locos

    Historia de dos capitalistas y un licenciado

    Naufragios en la tierra y en el mar

    De justicia mayor a capitán de alzados

    El barro, las niguas, la india

    Los reyes de indios

    Encuentro del alemán, el andaluz y el arriero

    Farra y juerga en Europa

    El regreso

    Aventuras de don Quijote en América

    El sol de los venados

    Quesada y los hombres

    El hijo de don Quesada

    Fuentes bibliográficas

    Fuentes documentales en los capítulos

    En la ciudad vagabunda y aventurera

    En acabándose la conquista de los moros, que había durado más de ochocientos años, se comenzó la de los indios, para que siempre peleasen los españoles con infieles y enemigos de la santa fe de Jesucristo.

    López de Gómara

    EN la conquista que de una parte de la América hace España hay hombres de extraordinaria personalidad, como Cortés, los Pizarros, Alvarado, Belalcázar o Quesada. Y al lado de ellos, y también como un personaje, donde la gran empresa del siglo XVI alcanza todo dramatismo, está la ciudad.

    La ciudad hoy es y mañana no lo es; en la misma forma la funda un conquistador levantando unos bohíos de paja y bahareque, que destruyen los indios de una rociada de flechas; un día tiene el cuerpo y entidad de veinte casuchas, y al siguiente es mantel de cenizas, porque el fuego y el viento lo acaban todo en un abrir y cerrar de ojos.

    Todos los dramas a que dan lugar el hambre, la codicia y los celos, ocurren en este escenario infeliz. Surgen y desaparecen allí figuras y figurones que luego hacen en la historia una aparición fugaz. Si yo digo Quesada o Cortés, presento imágenes que valen tanto, para darse cuenta de lo que es la conquista, como si dijera Santa Marta o Coro.

    La biografía de Santa Marta es un espectáculo humano que sólo alcanza a abarcarlo quien tenga la ambición de rondar secretos en el corazón de los tiempos. Un corazón que, como todos los corazones, está lleno de voces contradictorias.

    Lo que digo de una ciudad, lo digo de todas. La primera —si ciudad puede llamarse— que funda Colón, es Puerto Real. En Puerto Real deja él treinta y ocho españoles, y a éstos se los comen los indios mientras el descubridor anda por la corte. He aquí una anticipación de lo que serán luego todas las ciudades que se funden en América.

    Santo Tomé de Cibaó, por ejemplo, que es la fortaleza en cuya construcción se ocupan luego los compañeros del almirante, enciende una noche sus velas y tiene un brillo de candelillas entre las malezas circundantes; a la noche siguiente viene un soplo de tragedia y se las apaga.

    Lo mismo que ocurre en la vida de los conquistadores: de ciento que llegan a las Antillas o a las costas del Caribe, hay noventa y nueve que hacen mutis en la historia al cuarto de hora de haberla iluminado con su presencia. Si mucho, hay uno que soporta erguido el embate de la vida americana. La ciudad que se alce en Tierra Firme será ciudad gitana o de paso. Sus mismos fundadores la llevarán de una parte a otra según el aire que venga, o según que se vayan descubriendo sitios mejor dispuestos para asentarla.

    Es rara la que subsiste en el mismo lugar en donde se la funda, y no excepcional la que desaparece. La ciudad tiene el mismo empaque de aventurera que tienen los fundadores. Cuando el capitán Avellaneda bautiza como a una criatura a la ciudad de Burgos, en el corazón del Nuevo Reino, pone un poco de fe en que habrá de durar y ser grande algún día.

    Un historiador casi contemporáneo de Avellaneda recogerá esta fundación de Burgos con las siguientes palabras entre cándidas e irónicas:

    "Concluyendo su plática el capitán, disculpándose de no ser de su cargo ni culpa el haber venido a término y estado en que estaban, pobló un pueblo e cibdad a la cual llamó la cibdad de Burgos, y nombró sus oficiales de gobierno y de república, alcaldes y regidores, según la costumbre quenesto se tiene.

    Y allí comenzaron a hacer sus bohíos o casas, y pretendiendo con vana esperanza que este pueblo o cibdad había de permanecer, cada cual, edificaba y cultivaba lo que podía, a imitación del trabajo de las arañas, que gastando la sustancia de sus propias entrañas y consumiendo su propria virtud y vida en hacer unas flacas telas, de ninguna cosa les sirve y aprovecha este trabajo más de, que como suelen decir, matar moscas y consumir su vivir..."

    A veces la ciudad es algo accesorio del hombre, como lisa o los pantalones, y el hombre carga con ella, para donde le da la gana. A Tamalameque se la funda tres veces —según narra la Floresta de Santa Marta—: la primera, a las orillas del Río Grande, frente a Mompós. La segunda, más arriba, en las sabanas de Tamalameque; la tercera, en las sabanas de Chíngale.

    La razón de estas mutaciones —agrega la Floresta—, la ha tenido el cura, un licenciado Bartolomé Balzera, que siendo de natural intrépido, cuando se enoja con los regidores porque no le dan gusto, hace cargar las imágenes de la parroquia, levanta altar portátil para celebrar, cuelga las campanas de algún árbol, y manda repicar la víspera de fiesta, y los vecinos se ven obligados a trasladar sus viviendas para cumplir con el precepto.

    Santa Marta se verá reducida a cenizas varias veces. Cali irá mudándose de sitio. A Santa María la Antigua del Darién se la tragará la tierra, quedando así de todas ellas la impresión de seres vivientes que caminan, se enderezan, se incorporan al movimiento de los aires, y muchas veces encuentran la muerte en una gesta llena de pasión y movimiento.

    No hay tal cuento de que la conquista sea una empresa religiosa; lo es apenas en apariencia, y eso basta. Yo no dudo ante el hecho obvio de que, para obtener mercedes de reyes tan católicos como Fernando, Isabel, la loca Juana o Carlos V, se presente cualquier Pizarro en traje de cruzado. Ni niego que haya quien, como Oviedo, no acepte la gobernación de Santa Marta porque el rey no le permita traer la cantidad de hábitos de Santiago que él pide para vestir de religiosos a los azarosos vagabundos de sus compañeros.

    A América vienen pícaros con mucha cruz sobre el pecho, como fueron pícaros y vagabundos a la toma de Jerusalén. Pero vienen a América no por católicos sino por picaros o negociantes. Fernández de Lugo no se embarca para traernos el bálsamo divino: se embarca para hacer esclavos.

    Hasta judíos tapados salen de Cádiz en el momento en que España les da palo a los judíos. A los marranos, como suele decirse. Pero es claro que el judío no se embarca invocando a Jehová, sino a Cristo. Entre otras razones, porque el puente tendido para obtener el título de propiedad a que podrán adquirirse tierras en América se funda en la calidad de cristianos de los conquistadores.

    La encomienda, que es la primera forma de aprovechamiento territorial, se funda en el principio de que los indios encomendados serán instruidos en la fe de Cristo. El papa otorga así el derecho a disponer de las tierras habitadas por infieles, y quien viene a América se dirá catequista, y anunciará que sólo piensa en conquistar almas para Dios, cuando en realidad ya ha vendido la suya al diablo, y es un desalmado. Hasta judíos, como digo, vienen de propagandistas de Cristo. Y es harto natural pensar que un judío no se presentará ante el rey Fernando para decirle:

    —"Encomiéndeme V. M. un pueblo de indios para abrir una Sinagoga." Más bien le dirá: En el nombre de Cristo y de su Santa Madre la Virgen, ¿querrá V. M. encomendar a este buen cristiano los indios de tal parte, para que yo les saque de su bestialidad con la luz del evangelio?

    Un culto y erudito historiador colombiano, pintará la conquista con el mismo color de religiosidad con que la habrán de vestir los españoles del siglo XIX. Según él, y ellos, un Pizarro y ¡hasta un Pizarro, Dios Santo! trabajará en la fundación de ciudades y matanza de indios, por el "acrescentamiento de nuestra sancta fe católica".

    "Es desconocer la índole española de aquellas centurias —dirá el ladino historiador— y no catar a espacio los regatos soterrados que daban agua a las raíces de su pueblo, pretender que carabelas y galeones se movían al simple golpe de la concupiscencia, y avanzaban al mero impulso de los remos codiciosos. La España del siglo XV, como la que alentó en las décadas del XVI y XVII, fue, más que una tierra de católicos —como sagazmente afirma el autor de los Heterodoxos—, un país de teólogos, dándole al vocablo su acepción más consoladora y exaltante.

    Por todos los caminos de la península, al abrigo de las arcadas de sus templos como bajo la sombra propicia de sus monasterios; así en las lonjas que se abrían a las exigencias del mercado, como en los institutos que florecían y ganaban parias en todos los confines del hemisferio conocido, el afán de las conquistas espirituales y el sentido a la sujeción ultra terrena impelían la marcha de aquellas congregaciones militares."

    Como filosofía, no está mal. Pero abrid cualquiera de las historias, por ejemplo: la de Santa Marta, y encontraréis siempre un idéntico estribillo que no se ajusta precisamente a la pía interpretación del docto historiador. Yo voy a tratar aquí de Santa Marta, porque no me parece mal principio para los propósitos de este libro.

    Unos atribuyen su primer descubrimiento —narra fray Pedro Aguado— a don Rodrigo de Bastidas, "diciendo que éste, como persona poderosa y rica, que residía en la isla española de Santo Domingo, viniendo o pasando a tierra firme a hacer esclavos, la descubrió". Hay quienes dicen, sin embargo, que el descubridor no ha sido Bastidas, sino Pedrarias: en busca de oro, venía Pedrarias. Pero la más probable opinión es la de que ese territorio lo descubra un Juan de Ojeda, que vivía de hurtar o rescatar esclavos.

    Lo anterior indica, cuando menos, que quienes vienen de jefes de las expediciones no son precisamente teólogos de España, sino tipos de aventura, rapaces y fuertes, como lo impone el género guerrero de la empresa. Para fundar esta opinión, basta leer en cualquier página cualquier libro del siglo XVI, o de los que luego se publiquen con alguna sustancia histórica.

    Restrepo Tirado, por ejemplo, que pasará una vida revolviendo en Sevilla papeles de la conquista, se expresará así de Juan de la Cosa —el gran Juan de la Cosa— y de Cristóbal Guerra, que andan con Bastidas en sus descubrimientos de Santa Marta: Idólatras del becerro de oro, tan sólo se ocupaban en llenar sus barcos de oro, de perlas, de aljófar y de palo brasil, que por fuerza quitaban a los indios, y de apresar a estos infelices para llevarlos a vender como esclavos, lo que determinó el embargo de sus bienes y el pleito consiguiente. Para disculparse dieron a los habitantes de la costa de Santa Marta fama de caribes, sinónimo entonces de antropófagos y de enemigos de la humanidad.

    Lo curioso de Santa Marta es ver cómo, por las circunstancias mismas de la lucha, van imprimiéndose, hasta en los clérigos, sentimientos que, más que con las prácticas cristianas, están de acuerdo con el ambiente de la conquista. Ellos deben hacer de bálsamo en las campañas que promueven los conquistadores para sujetar a los indios y quitarles el oro.

    Siguiendo las órdenes del rey, antes de disparar los arcabuces, o de echar sobre los indios los caballos, deben hacerles una serie de preguntas inquiriendo de su voluntad si están dispuestos a creer en el Dios uno y trino, que encarnó en Cristo para redimir al mundo, y que era hijo de la Virgen María.

    Es cierto que el requerimiento lo dictó el rey, con los ojos puestos tanto en Dios como en las instrucciones del Papa. Pero también es cierto que ante la perplejidad de los indios, que no entienden de estas cosas y que se quedan lelos al oírlas, avanzan luego los soldados con el natural ímpetu que pone la noticia de un tesoro en las piernas de los codiciosos, y aun en las de quienes no lo son. En Santa Marta, en la conquista, no sólo hay clérigos, sino santos, como corresponde a una empresa española y católica. Por la conducta y modales de estos santos y clérigos, me parece que se puede ir viendo lo que es en este sentido la conquista.

    San Luis Beltrán, por ejemplo, se nos presenta de cuerpo entero, y con todos sus arrestos, cuando le cuentan que cerca de la ciudad hay un ídolo por cuya boca el demonio le ha pronosticado a un cacique que si recibe el bautismo perecerá junto con su mujer y su hija. El buen santo, inflamado por el espíritu divino, se traslada a donde está el ídolo y lo derriba a puntapiés. Como lo da entender fray Pedro Simón, el santo habla por la lengua de las coces.

    Si me fuera posible estampar aquí con algunos detalles la vida y sufrimientos del señor obispo fray Tomás Ortiz, lo haría gustoso. Pero el caso es que algunas veces se adorna a sí propio con palabras tan fuertes que no me es posible trasladarlas a un libro destinado a manos de personas honestas. De las voces que contra fray Tomás consigna el gobernador García de Lerma en una probanza, recogeré nada más que estas dos: hereje y ladrón. Las demás me las callo por decencia.

    Fray Tomás Ortiz es una cumbre. Y una cumbre de heroica cristiandad. Como capellán de la tropa acompaña al sobrino del gobernador en el descubrimiento del río Grande de la Magdalena.

    El obispo no vacila al meterse en la aventura, resuelto como está a que a los indios no se les hagan demasías ni fuerzas ni malos tratamientos, sino que por bien y regalos sean traídos a la amistad y servidumbre de los españoles.

    Pero este su buen propósito no le tura mucho tiempo. Iniciada la expedición, el obispo no hace sino predicar lo de ser buenos con los indios, y ya se dice que su elocuencia empieza a convencer al español y que en la voluntad de cada uno está el cazar al futuro cristiano con maña, arte y dulzura. Andando, andando, llegan así a un pueblo deshabitado.

    En realidad, los indios lo han abandonado para engañar a los conquistadores. Los de Europa acampan. Y cuando ya duermen tranquilos, vuelven de sorpresa los indios a sus casas, y brama el cielo y silban los aires con el número y velocidad de las lechas. El buen obispo se ve, en la confusión y el susto, picado ya de las flechas y enloquecido por sus filtros venenosos.

    Puesto así, de súbito, frente a la realidad, mudó —como dice el padre Aguado— de improviso, de parecer, y comenzó a inducir e decir a los soldados que hiriesen en ellos y los persiguiesen y subjetasen con las armas, quél los absolvería.

    La conquista tiene sus ironías. Y no es la menor, ver a fray Tomás Ortiz regresar iracundo de la expedición a que salió en son de misionero de paz, seguido de una tropa que, si hambrienta y desgarrada, trae el gusto en las bolsas repletas de oro, y en una cadena de esclavos.

    Poco tiempo después de estos sucesos, los españoles empiezan a mortificar al fraile. Vienen sus pugnas con el gobernador, le decomisan los bienes, le quitan sus esclavos y, sintiéndose en peligro de la propia vida, regresa a España. Desde entonces su palabra no se fatiga ponderando en la Península la bestialidad de los indios. Tiene razón. Ya hemos visto las sorpresas que le dieron las flechas.

    Estos indios bravos le han quemado dos veces el convento que fundó en Santa Marta. El, en venganza, les atribuye y publica todos los vicios imaginables. Les trata de carniceros y ladrones, de caníbales, incestuosos y malvados; de traidores, sucios y canallas; de idólatras, desvergonzados y alevosos. Es posible que al fraile se le olvide una cosa: incluir en la reprimenda a los españolas. Porque tan amargado debió quedar del gobernador, como atemorizados indios. Pero el hecho es que lleva sus voces hasta el rey, iniciando un escándalo en que luego toma parte fray Bartolomé de Las Casas. Y así se casa una de esas incomparables polémicas del siglo XVI.

    * * *

    Entre quienes hablan de la bestialidad de los indios hay otra figura de fraile que para nosotros es extraordinaria. Me refiero al padre de los cronistas, al Heródoto de la historia del Nuevo Reino de Granada, Pedro Simón, de la orden de San Francisco.

    Fray Pedro Simón discurre largamente en la primera de sus noticias historiales acerca del posible origen de los indios, hasta llegar a esta hipótesis que trae por muy verosímil: que los indios son descendientes de Israel. Pero, aclara, rio de todas las diez tribus que se perdieron, sino sólo de la tribu de Isachar, porque en los indios parece cumplirse la profecía del patriarca Jacob cuando dijo: Isachar será un asno fuerte, que ha de estar echado entre términos; vio la holganza que sería buena, y la tierra bonísima; puso un hombro para llevar la carga, y sirvió para pagar tributos.

    Para fundamentar su hipótesis, entra fray Pedro Simón a analizar estas palabras de Jacob, que pintan, según él, a los indios de América, y se apoya en el testimonio de fray Tomás Ortiz. Es admirable —dice el cronista— que en tan pocas palabras hubiera podido encerrar tanto el patriarca Jacob.

    Lo primero que de ellas salta a la vista, esto es: que los indios son asnos, no se discute. Decir, además, que Isachar y su descendencia han de ser como asnos, parece, argumenta fray Pedro, el fundamento que ha tenido el obispo de Santa Marta, cuando refiriendo las condiciones de los indios los llama asnos.

    Y no está mal que así sea —agrega— por lo que experimentamos de ellos: según Berchoreo, asno se dice y deriva de esta palabra: sinos, que quiere decir sin sentido, y los indios están sin él, según son de obedientes a la carga; pues son tan sumi-sos a todos los que se quieren servir de ellos, que parecen insensibles.

    Pero voy despabilado. Es preciso tornar a Santa Marta, que es a quien querría poner de ejemplo de ciudades en esto de la conquista de Tierra Firme, y en especial del Nuevo Reino de Granada. Santa Marta, con sus contornos, es crisol y hervidero de donde saldrán los llamados descubridores así de la Nueva Granada y Venezuela, como de Panamá y el Perú.

    Punto de partida de Núñez de Balboa, de Pedrarias y Pizarro. Es como Cuba, como Santo Domingo, lugar de cita de los aventureros. Sus costas —y esto ya es un presagio favorable— fueron divisadas en primer término por Juan de la Cosa, el gran cartógrafo, y por Amérigo Vezpuche, el gran chisgarabís, es decir: por quienes le dieron contornos y nombre al continente.

    De Santa Marta partieron sol-dados a la conquista del Perú. De Santa Marta salió don Pedro de Heredia, el desnarigado, a fundar a Cartagena. De Santa Marta, en fin, arranca Jiménez de Quesada para descubrir y poblar el Nuevo Reino de Granada.

    Aventureros y santos, frailes litigantes y cronistas insignes, mujeres de sangre ardiente y soldados licenciosos, todo se da ¡a mano en Santa Marta, y hay luchas del cura con el gobernador, del padre con el hijo, del capitán con el soldado, del hombre con la mujer, del padre con los amantes de sus hijas, todo condimentado de puñaladas, estocadas, excomuniones, arrebatos y traiciones, mientras los piratas europeos rondan por la costa y los indios, a la espalda, amenazan con guazabaras.

    Los gobernadores corren la suerte de semejantes alteraciones, y Santa Marta derroca y corona con las maneras más gentiles. Pocas cosas ilustran tanto como la vida del fundador, don Rodrigo Bastidas. A Bastidas le hacen daño dos cosas: en primer lugar, el ser letrado; en segundo lugar, el tener suave el carácter. No es, precisamente, un Quijote, ni el desinterés le empuja a ninguna parte.

    Por ser de Triana, dicen que es marinero, y el padre Las Casas añade: —Debía tener hacienda. Hallándose de escribano de Sevilla, en el arrabal de Triana, empieza a oír el cuento de los viajes de Colón, y concibe alguna empresa de mayor aliento.

    La América no tiene sino ocho años de vida, y de vida fantástica. Colón ha hecho tres viajes, pero de sus relaciones no se conocen sino las noticias que el murmullo popular hincha y deforma.

    Estamos en el año de 1500, y hace cinco que los reyes dieron licencia a los españoles para ir a descubrir y rescatar en Indias. Hace diez y ocho meses que llegó noticia de haberse descubierto la costa de Paria, y esto entusiasma a los aventureros.

    Ojeda, el primero, equipa cuatro bajeles: con él viaja Amérigo Vezpuche. Luego son los Pinzones, de tan sonada memoria. Y por último, Bastidas. Cuando Bastidas capitula para venir a América, ni Ojeda ni los Pinzones han regresado a la península, y esto aumenta para nosotros el valor de su aventura. A los cinco meses de acordar la empresa, Bastidas sale para Tierra Firme. Le acompaña Juan de la Cosa, el mejor piloto que por aquellos mares había.

    Las naves de Bastidas le van dibujando contornos más ambiciosos, le van dando forma al nuevo continente. Reconócense desde ellas las costas de Venezuela, de Santa Marta, de Cartagena, pasan al golfo de Urabá, y en cada punto adonde tocan toman los soldados oro y esclavos.

    Pero el mundo nuevo tiende celadas a los descubridores: los barcos empiezan a deshacerse comidos por la broma, y Bastidas tiene que regresar, de prisa, a Jamaica. Y de Jamaica, a la Española. Aquí comienzan sus padecimientos con la justicia. En la Española el comendador Bobadilla le pone la mano, le carga de prisiones, por haber rescatado oro con la gente de Xaraguá.

    En el fondo, es la codicia de los compañeros la que persigue al conquistador. Y el buen hombre debe regresar enjuiciado a Cádiz y enredarse en pleitos con los ministros del rey. Allí le allanan el camino ciertas perlas, y oro que entrega por valor de los quintos.

    Esto ablanda a la justicia de su señor y seduce a la corte. Bastidas queda libre, y aunque la recompensa

    del viaje hay que verla en primer término en las cadenas que le remachó Bobadilla en Santo Domingo, Bastidas tiene ya la fiebre del indiano entre las venas. El español que viene a América, volverá siempre. Es como el que una vez va a la selva, que no la olvida.

    Así le flechen los indios y le ataquen los compañeros, y le muerdan las fiebres y se le vaya el oro de entre las manos: el que pisa este infierno, a este infierno retorna. Es lo que llaman el embrujo. Bastidas, pues, vuelve a Santo Domingo. Y en Santo Domingo se da a rehacer su fortuna y la rehace. Ya tiene ganados y organiza partidas para cazar caribes, y vende esclavos y rescata perlas y oro, a trueque de vidriecillos. Como es de rigor, eso sí: tiene también acreedores.

    Pero es Santa Marta lo que tienta a Bastidas. Vino a tomalle afición, dice el cronista. Lo mismo que si Santa Marta fuera una mujer o un pecado. Santa Marta, hasta entonces, no ha sido sino el vago contorno de unas costas, la sospecha de grandes riquezas.

    Se han hecho esclavos, se ha tomado algún oro, pero nadie intenta la empresa de poblar. Se llama Castilla de Oro, y al renacer sobre las costas del Caribe el reino de Castilla, por la mano mágica de los conquistadores, ya no son aquellas llanuras morenas y secas espejo de austeridad, ni los campos de mendicantes que dejaron en la península, sino castillos de oro, tierras de especiería, olorosas a canela, doradas siempre por el sol tropical. El Nuevo Mundo no es todavía un mundo: es algo más misterioso y pequeño de lo que será mañana.

    Tiene el mar Pacífico apenas diez años de nacido, y la Tierra Firme se va desenvolviendo con pereza, con la voluptuosidad que alimenta el calor del trópico. Todo crece como en un sueño en torno al mar de los caribes.

    De la pequeñita isla de Santo Domingo —la Española—, se ensancha en círculos cada vez más vastos el rumor de la primera piedra que tiró Colón en las aguas dormidas del mar desconocido.

    Y, al menos las tierras que circundan el Caribe, les cantan de mañana y de tarde al oído de los conquistadores palabras de un reclamo persistente: —Da un paso más... Da un paso más, y tendrás todo el oro en tus manos...

    Hasta que pacta Bastidas con el rey la población y la conquista de Santa Marta en Castilla de Oro. Es la oportunidad que se le da para resarcirse de las per

    didas que tuvo como rematador de aduanas, es decir: en el monopolio del almojarifazgo. Y para que se borre de sus tobillos la huella de las prisiones que le remachó Bobadilla. Se le impone la condición de llevar cincuenta vecinos para que sean la semilla de la ciudad. A ser posible, que algunos vayan casados. Para Bastidas éste es el camino de su redención.

    La vía franca para hacerse a riquezas, para salir de las cuitas en que le tienen sus acreedores. Empieza, pues, él, la

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