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Traición a la media luna
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Libro electrónico286 páginas4 horas

Traición a la media luna

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Información de este libro electrónico

Es el año 1968. Albino Luciani, Don Lucio, sacerdote de la parroquia, recibe la visita de una joven misteriosa que resulta ser una monja, excomulgada por estar relacionada con la misteriosa Orden de Los Custodios de Fátima. La hermana Catalina, que ahora ejerce en el burdel del pueblo, está empeñada en que él debe ser el próximo Papa de la Iglesia Católica, y que deberá gobernar con el nombre de Juan Pablo I. Catástrofes, desgracias, muertes y plagas van corroborando lo que le habían vaticinado. La actitud del párroco va cambiando con el tiempo hasta replantearse seriamente regresar al Vaticano para evitar ésos y otros desastres. Pero el destino le depara un final inesperado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ene 2022
ISBN9788412208801
Traición a la media luna
Autor

Javier de Diego

Escritor y docente feliz, radiofónicamente hablando.

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    Traición a la media luna - Javier de Diego

    TRAICIÓN A LA MEDIA LUNA

    JAVIER DE DIEGO

    Copyright © 2019 Javier de Diego

    ISNI: 0000 0004 8497 4813

    www.javierdediego.es

    Copyright  de esta edición © 2021 Guiomar Ediciones

    ISBN: 978-84-122088-6-3

    Depósito Legal: M-24589-2021

    Primera edición: mayo 2021

    Imagen de portada: Dina Dee

    Los derechos de explotación de esta obra están amparados por la Ley de Propiedad Intelectual (Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril).

    A TI

    Quien quiera que seas querer ser. A ti, lector.

    PRIMER SELLO

    Vi cuando el Cordero abrió uno de los sellos, y oí a uno de los cuatro seres vivientes decir como con voz de trueno: Ven y mira. Y miré, y he aquí un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco; y le fue dada una corona, y salió venciendo para vencer.

    Apareció repentinamente y sin que tintinearan campanillas anunciadoras de alas celestiales. Se encontraba frente a la iglesia del pueblo. Inaugurada por otro gerifalte engreído que pensaba que Dios era masculino y María Magdalena una puta modelo de pinceles blasfemos. En la fachada, San Miguel Arcángel se fusionaba con el rústico graffiti del abuelo de Muelle. Los cuatro evangelistas habían sido fusilados por la metralla atea de los rojos. Santa Catalina, en la puerta del clero, publicitaba el guateque del sábado en la plaza mayor. Ambrosio, Gregorio, Agustín y Jerónimo, otros santos, temiendo que la Primavera de Praga se extendiera hasta el pueblo, sostenían entre sus manos a la Iglesia, la tiara papal, el libro de teología y la Vulgata. Ni siquiera el daltónico pintor holandés de una oreja habría trazado una estampa más psicodélica; los colores apagados y enmohecidos de siglos inquisitoriales pasados se fusionaban con los llamativos reflejos de un futuro pop de lentejuelas, crestas, petardas, acordes repetitivos y movidas estudiantiles.

    El viejo cura, Don Lucio, esperaba junto al enorme portón de madera. En cuanto intuyó su presencia se dispuso a reclamar la atención con un gesto entre autoritario y amistoso, ensayado una y mil veces. Se dirigió ante su presencia como Dios manda, como Dios mandó. Con una sonrisa se decidió por fin.

    —¿Así que eres tú? —mantuvo la pregunta junto a la cruz cristiana, sobre el retablo, buscando alguna protección, mientras descarado recorría la mirada por su cuerpo, tratando de encontrar respuesta—. ¿Catalina, la rebelde? —concluyó titubeando.

    Sus pezones se erizaron. Entonces Don Lucio se percató, y el Diablo se erizó bajo la sotana. Disimuló tratando de colocar la tela eucarística con la intención de ocultar el pecado cometido.

    —Ese es mi nombre. Y el apodo que usted me otorga ya no surte efecto en mi ni en mi fe —replicó, confirmando las sospechas—. Y usted es Lucio. ¿O debería llamarlo Albino Luciani?

    —¿Cómo sabes tú eso? ¿Acaso me conoces?

    —Si crees saber quién soy, deberías suponer que apenas hay secretos para mí.

    —¿A qué has venido? —preguntó cortante el párroco.

    —Se supone que deberías salvarme. Tú serás mi confesor. Así me lo ordenaron —respondió flirteando en cada frase.

    La actitud de la muchacha era algo chulesca, impertinente. Nadie diría que esa jovencita de mirada desafiante había sido incluso candidata a Madre Superiora de su Orden.

    —¿A qué has venido? repitió el sacerdote algo irritado.

    —Tu destino es subir al trono de San Pedro, y así debe ser.

    —¡La mismísima Anticristo! —susurró al tiempo que la invitó a entrar en la casa de Dios. El párroco hizo la señal de la Santa Cruz adorando y suplicándole valor a Nuestro Señor Jesucristo. Ella hizo lo propio, a su manera. Había dicho la frase como el que pide pan en los ultramarinos, con la misma naturalidad que un infante afirma que los niños vienen de París.

    Ella se santiguó frente a un joven desnudo y con barba de milenios. Comentó que allí dentro olía a Infierno, a velas apuradas, a miedo, a hoguera, a viudas, a lágrimas arrepentidas, a vacío. Como uno de esos garitos modernos o postmodernos del New York más cosmopolita de los años cincuenta. Las vidrieras multicolores ambientaban la música del clavicordio en una continua Saturday Night Fever. Medio centenar de bancos vacíos con la huella plasmada de traseros aristócratas y burgueses rememoraban otros tiempos de bonanza económico-inquisitorial. Entre los gruesos muros de piedra, resaltaba la ausencia de las imágenes, sustraídas por unos bandoleros que adoraban a San Carlos, de quien tomaron el nombre de guerra. Y no había mucho más. A un lado del altar mayor, Dios pulía los candelabros de plata disfrazado de beata en zapatillas y delantal enlutado. Los espiaba. No se fía.

    —¡Me advirtieron que serías mucho peor que la mismísima Anticristo! —repitió, esta vez en voz alta. Ella ni se inmutó.

    Los recuerdos del clérigo lo trasladaron a los años del seminario, donde entre pergaminos celestiales y satánicos estudiaba profecías, latín, griego, cultivo de cereales y fermentación del vino. Según esos recuerdos ella era la gran ramera, la cual, sentada sobre muchas aguas, había fornicado con los reyes de la tierra, y los que moraban en la tierra se embriagaron con el vino de la fornicación. Esa mujer, lo habían adoctrinado, era la Iglesia del Anticristo, la Iglesia de Satanás.

    ¿Satanás es mujer, o el varón Satanás ha enviado a una ramera a cumplir la profecía? —pensó.

    La mujer antítesis de la mujer santa y pura de Isaías, Jeremías y Corintios. Al parecer, cuando una mujer y un hombre tienen relaciones sexuales sin haberse casado ante Dios, estas relaciones son ilícitas y es fornicación. La Iglesia de Satanás tiene relaciones político-religiosas con los reyes de la tierra que no son aprobadas por Dios, y a causa de estas relaciones entre iglesia y estado, los moradores de la tierra están cometiendo prácticas aborrecibles para Dios.

    Pues sí, si eso era así, sí. Era ella. Sin duda. La imaginó en sus días en el desierto, sobre la bestia bermeja de siete cabezas y diez cuernos, llena de nombres de blasfemia, vestida de púrpura y escarlata. Adornada de dorado, piedras preciosas y perlas, sosteniendo un cáliz de oro lleno de abominaciones y de la suciedad de la fornicación.

    Aquel momento sería el primero de los desastres que se sucederían sin piedad y que cambiarían el rumbo del relato y la vida del párroco. Ni siquiera su novísima condición de cura de pueblo o antiguo obispo lo salvaría de las redes del mal.

    La mirada de aquella mujer le hacía dudar, sobre todo al ver como su cuerpo intentaba desafiar sus votos de celibato y castidad. Era como una vulgar ramera con estudios de teología. Sus conocimientos sobre las Sagradas Escrituras eran desconcertantes. Disponía de un gran repertorio de contrarréplicas a cualquier cita de los libros protocanónicos y deuterocanónicos. Parecía haber ayudado e incluso redactado ella misma el Viejo y Nuevo Testamento.

    Resultaba ser una de las nueve hermanas carmelitas expulsadas de su Orden por haber violado el voto de celibato con su propio confesor. La noticia apareció en todos los medios, a pesar de los intentos del propio Vaticano por ocultar la deshonra de la Iglesia. Las nueve hermanas habían quedado embarazadas, casi al tiempo, del mismo Cardenal. En otro momento, habrían sido expulsadas sin más o quemadas en la hoguera como brujas, pero ahora, tras divulgarse la noticia y contar con el apoyo de diversas organizaciones humanitarias y sociales, la Santa Sede tuvo que tomar otras medidas menos drásticas.

    Cinco de las monjas preñadas fueron enviadas a misiones imposibles en los confines de la tierra cristianizada del África Central. Dos más, obligadas a abortar a manos de clérigos médicos, expertos en interrumpir los embarazos que ellos mismos provocaban. Otra, se practicó el suicidio ritual por destripamiento en el séptimo mes de embrazo.

    Y ella, Catalina, la supuesta cabecilla de las pecadoras, fue trasladada a esa parroquia con el fin de que Don Lucio aplacara su ira y acallara sus reivindicaciones igualitarias sobre el cardenal violador, a quien enviaron de viaje de estudios a un lugar secreto.

    Era sabido que, en muchas de esas ocasiones, cuando alguna monja era expulsada de su Orden, con el fin de subsistir, estaban obligadas a contraer matrimonio de segundas o terceras nupcias con algún pobre incauto analfabeto incapaz de preparar el puchero y cuidar de sus retoños. Otras veces, las menos, por una simple cuestión de supervivencia y no de vicio, hacían la calle como prostitutas. A Don Lucio le advirtieron que ella se comportaría como tal, pero no habría imaginado que hasta el punto de insinuarse y de no mostrar ningún decoro en la casa de Dios.

    —Si te comportabas así con Monseñor, no me extraña nada lo sucedido —respondió el cura, besando el crucifijo que siempre pende de su cuello.

    —¡No eres más que otra marioneta! ¡Un cobarde! —gritó al tiempo que emitía una carcajada demoníaca y obscena—. ¿Y tú vas a ser mi confesor?

    ¡Igual que la mujer de Lutero! ¡Igual de zorra!, pensó.

    —Y con su mismo nombre. —Sus palabras provocaron ahora una leve sonrisa.

    Catalina de Bora fue una de las monjas que escaparon de su convento con la ayuda de Martín Lutero. Interesadas en el movimiento y en la reforma de la Iglesia, pretendían renegar del catolicismo y adoptar una fe que se llamaría Protestantismo. Huyeron en un carro de pescado como vulgares ladronas.

    Lutero ayudó a todas a contraer matrimonio con seguidores de sus ideas. Ella, Catalina, al final se casó con el protestante, con quien tuvo seis hijos protestantes.

    —¡No eres más que un cobarde! —volvió a gritar.

    —¿Cobarde? ¿Y tú te crees con capacidad de juzgarme?

    —Sí, te juzgo como otros muchos, los que creíamos y confiábamos en que todo podría cambiar. Te juzgo como lo hará con el tiempo la misma Historia. ¡Cobarde!

    —¡No admito ese tono en mi iglesia! Seguiremos más tarde.

    Tras lo que pareció una eternidad de cuarenta días en el desierto sobre un arca varado en las dunas, salió de la iglesia por la puerta de mendigos, tal y como llegó, con ese aire de omnipotencia, y con una muesca más a añadir a su tiara satánica.

    Catalina recorrió la calle principal del pueblo, donde las beatas blasfemaban en los mercadillos. Las curvas insinuantes de la muchacha desconcentraban el juego de naipes a su paso por la cantina del hogar del jubilado. Las jóvenes recogían su camisa a la cintura con un exótico nudo, como ella, a su imagen y semejanza; se quitaban las coletas y pellizcaban sus mejillas y pezones. Tras doblar la esquina, entró en la biblioteca.

    Hace años que el antiguo colegio se había convertido en archivo municipal, ludoteca, biblioteca y cine de invierno. Por la entrada de los niños se accedía a las salas de juegos; por la puerta donde antaño se disponían en fila decreciente las chicas, se llegaba a los libros que ya habían pasado la censura.

    Detrás, en una pequeña estancia con contraseña metálica de entrada, se amontonaban los libros de Sartre, Voltaire, Copérnico, Berthold Brech, el Marqués de Sade, Zola, Alejandro Dumas, Manuel Caballero Bonald, y otros rojos ateos. Todos estos manuscritos formaban parte del Index Librorum Prohibitorum o Index Expurgatorius, el Índice de libros prohibidos; se trataba de una lista de todo tipo de publicaciones que los laicos de la Iglesia Católica catalogaron como libros perniciosos, cuyo objetivo era prevenir la lectura de textos inmorales para combatir el mal y prevenir la corrupción de los fieles. En 1966, tras el Concilio Vaticano II, Roma había suprimido el índice de libros prohibidos, pero esta medida, a pesar de haber transcurrido dos años ya, no pareció tener repercusiones inmediatas en la política española; no obstante, la Iglesia seguía considerando un pecado el hecho de leer libros injuriosos contra la fe y la moral. El Régimen en España quería controlar la producción cultural. Para este fin confiaron en los sacerdotes, al parecer los más sensatos para esta tarea, y a supuestos honestos y creyentes bibliotecarios como Joan.

    Rubio, atractivo, ojos azulados y mirada intelectualoide. Era el más listo y guapo del pueblo. El catalán era un hombre muy misterioso. Apenas hablaba, y cuando lo hacía, parecía uno de esos oradores griegos del ágora central, defendiéndose en un juicio constante con palabra y conocimientos. Sus espontáneos discursos siempre eran de protesta. Renegaba del Régimen con tal sutileza, que parecía que adoraba la oligarquía cuando en realidad proclamaba un anarquismo ultra liberal. Todos le escuchaban admirados, como quien ve por primera vez un cuerpo desnudo. Y como casi nadie entendía ni una palabra, su enfado aumentaba durante la oratoria hasta que concluía su alocución. ¡Necios! —repetía una y otra vez mientras se alejaba y la conversación del grupo volvía a la partida, al terreno de juego o al programa de televisión de la noche pasada. Joan era venerado por todo el pueblo. De haber vivido cincuenta años atrás sería incluso más importante que el médico. Habría sido alcalde. Muchos le pedían consejos sobre cuándo cambiar el cereal o la moda que había en la capital. Él siempre intentaba desviar sus orientaciones al terreno político. El resultado era el mismo. ¡Necios!

    Joan conocía el cruel castigo por incumplir las leyes anexas al Índice de libros prohibidos. Todos los textos que formaran parte de esa lista negra deberían ser quemados de inmediato sin excepción alguna. Él no temía el castigo. Lo que realmente le horrorizaba era que las páginas de libros como El contrato social, Justine y Juliette, Los miserables, Nuestra señora de Paris, Madame Bovary, o las Historias de amor de Stendhal, George Sand y Gabriele D´Annunzio, acabasen siendo cenizas de abono para el rosal del jardín de la biblioteca. Mimaba estos manuscritos con mayor esmero aun que los libros de texto de los estantes de la zona de lectura. A menudo trataba de limpiar el polvo de cada libro y airear las hojas para evitar los ácaros y el deterioro. Comenzaba por sus amados clásicos, pero en muchas ocasiones abandonaba el plumero para deleitarse con la prosa del Marqués. A veces incluso se masturbaba. El ritual era siempre el mismo. Primero dejaba el incunable en su lugar correspondiente, perfectamente alineado junto a sus coetáneos. Se recostaba sobre la puerta de la sala secreta para evitar ser sorprendido, y comenzaba la ceremonia recordando a esa joven virgen que se hizo alumna del propio Sade y de su amiga ninfómana.

    Una vez más, se manoseó la entrepierna con la intención de comprobar si con apenas un par de caricias su miembro respondía enérgico. Si así era, y los estímulos surtían efecto, significaba una señal inequívoca de que debería repetir el ritual por tercera vez en ese día.

    El ruido de los tacones subiendo las desvencijadas escaleras lo alarmaron, pero prosiguió con sus caricias hasta que una sombra pasó sin llamar al aula de lectura. Jamás había estado tan excitado. La incertidumbre y el hecho de ser descubierto por una alumna en minifalda, corbata y medias uniformadas le impedían parar. La vio entrar y su cuerpo quedó paralizado. Aún seguía con la mano bajo el pantalón. El mostrador le tapaba hasta la cintura.

    Catalina, en completo silencio, se dirigió a la zona de hemeroteca, si en realidad se podía llamar así a la insignificante colección de periódicos, revistas, panfletos y recortes varios. Entre los nervios y la excitación no pudo distinguir lo que escogió la extraña joven, aunque más tarde comprobaría su significado y comprendería los motivos de la elección. Se dirigió hacia él, Joan, el catalán, el bibliotecario, el onanista. Apoyó en el mostrador un periódico, junto a sus pechos. Joan sabía que la joven no era del pueblo, no obstante preguntó.

    —No eres de aquí, ¿verdad? —intentó colocar su voz y su cuerpo emulando a James Mason conquistando a la lolita de Kubrick.

    —¿Y tú? —contestó ella mientras jugueteaba con el periódico, haciendo que los pechos realzaran su exuberancia cuando los apretaba con los antebrazos.

    —Catalán. —Aunque prefería haber dicho otra cosa, respondió mecánico, como hipnotizado.

    Ella sabía lo que hacía. Dejó la conversación pendiente y volvió hacia uno de los estantes del final. De esta forma Joan podría contemplar su silueta, que se mostraba casi nítida gracias a los rayos de sol filtrados a través el vestido. ¡Quién fuera sol! Se dijo, aunque de inmediato cerró los ojos al tiempo que se mordió un labio al comprobar la estupidez y simplicidad poética de sus pensamientos. La mujer llegó al final de la sala, cerró las ventanas y se volvió.

    —Vete, está cerrado —dijo la muchacha a un joven empollón recién llegado.

    El chaval miró a Joan. No eran más de las seis, y todos los días se quedaba a estudiar hasta las siete y media.

    —Sí —afirmó el catalán, sin apenas dudar, sin pensar siquiera—. Hoy tenemos…que hacer… Cosas. —No se le ocurrió nada más—. Vete a casa —ordenó con rotundidad.

    Antes de que el estudiante recogiera sus libros y carpetas, ya estaban solos, al menos en alma. Joan era incapaz de desviar sus pensamientos. Su mirada era impura. Le gustaba. Ella le correspondía. ¿Se harían realidad sus sueños? ¿Sería ella capaz de poner en práctica las páginas de La filosofía del tocador?

    Cuando llegó de nuevo al mostrador, Joan esperaba que volviese a colocar sus pechos junto al libro. No lo hizo.

    —Así que tú eres el más listo de por aquí.

    —Leo mucho —volvió un poco en sí, sin dejar de mirar su escote de reojo.

    —¿Y por qué no lees lo que te he dejado? —preguntó la muchacha—. Es para ti.

    Joan se sorprendió y trató de disculparse lanzándose a las páginas del diario.

    —Cuatro de abril de mil novecientos sesenta y ocho —leyó en voz alta.

    —Más abajo —le indicó.

    El joven bibliotecario vio la foto de la joven plasmada en el periódico del día. Ya lo había leído, así que le fue fácil vincular la fotografía con la noticia y la muchacha. Todos los días, a primera hora, devoraba las páginas de la prensa nacional. Trató de ocultar su asombro. Por una parte, no quería creer que aquella hermosa joven había sido monja, y mucho menos una religiosa ramera, como la nombraba a grandes titulares el cruel redactor del periódico fascista. Pero, por otro lado, pensaba que quizá por fin la suerte le sonreía. La deseaba.

    —Esa soy yo.

    —¿La monja de la noticia, eres tú?

    Joan sabía la respuesta. La había relacionado al momento, aunque decidió hacerse el despistado. Por alguna extraña razón no tenía la sensación de estar hablando con una religiosa. Aquel momento parecía más una escena de cortejo, de insinuaciones y picardías. Era una lucha excitante.

    —¿Y qué has venido a hacer aquí, a este pueblo? ¿A redimir tus pecados? —El bibliotecario intentó restar importancia a los hechos. Bastante alarmantes parecían en la redacción de la noticia.

    —Algo así. El cura va a ser mi confesor. ¿Qué es lo que sabes de él? —preguntó Catalina, dirigiendo la conversación a donde ella quería.

    La pregunta sorprendió a Joan, aunque no quiso plantearse ninguna teoría conspiratoria. Sólo le interesaba el cuerpo de la joven.

    —¿El cura? —repitió la pregunta algo incrédulo—. ¿Seguro que Don Lucio? —suspiró, tratando de encontrar un doble significado a la pregunta.

    —Se llama Albino, no Lucio.

    —¿Ah, ¿sí? —El catalán se sorprendió. ¿Cómo lo sabía ella? Era de entender que el cura se lo había confesado a él y a nadie más, o casi nadie. Él era el único que conocía su verdadera historia, al menos en todo el pueblo y la comarca. Y ahora aparecía esa mujer misteriosa desvelando el secreto.

    —¿Conoces su historia? ¿Sabes por qué lo abandonó todo?

    Ella esperaba algo más del más listo del pueblo.

    Era una pregunta sencilla. Joan era capaz de comprender la duda cartesiana, pero incapaz de encontrar sentido a la frase. ¿Qué quería saber la joven? Se repitió un par de veces antes de contestar. No quería defraudarla. La joven esperó a que el bibliotecario pudiera razonar y extenderse en la respuesta. Joan la miró. Esperaba otra pregunta. Ella sonreía. Él trataba de borrar la mueca estúpida de su cara. Ella sólo sonreía. Era un duelo que Joan sabía que iba a perder, que deseaba perder.

    —Se lama Albino Luciani, es italiano —dijo por fin.

    Joan no quería mostrar todas sus cartas. Desconfiaba de la muchacha y desconocía hasta qué punto ella conocía el secreto del cura. No obstante, la joven parecía ejercer un poder oculto que aturdía al bibliotecario.

    —Yo conozco su historia —dijo Catalina al tiempo que volvía a insinuarse, o al menos eso creyó él—. La cuestión es saber si tú también la conoces. Y me consta que es así, pero quiero que me lo confirmes.

    Joan seguía bastante receloso. Desconfiaba de ella, aunque no podía imaginar si le trataba de sonsacar por alguna razón maquiavélica. Se había ganado la amistad del cura, y ni tan siquiera por aquella hermosa joven sería capaz de traicionarle. Intentó confirmar las palabras de la muchacha.

    —Si es así, y realmente conoces su historia, sabrás decirme a quién propuso él en 1963 como sucesor de Juan XXIII.

    —Al Arzobispo de Fortaleza.

    La rápida respuesta de la joven lo confirmó. El brasileño Cardenal Aloisio Lorsheider había sido la apuesta de, por aquel entonces, Obispo de Vittorio Veneto, Monseñor Albino Luciani. Parecía que conocía la historia.

    —Entonces, ¿qué sabes de él? ¿Te comentó por qué lo abandonó todo y se exilió en este pueblo? —Catalina, observando que el catalán había bajado la guardia, aprovechó para insistir en sus preguntas.

    —Se llama Albino Luciani —repitió una vez más—. Algunos llegaron a llamarlo «el papa cobarde».

    —El papa cobarde —repitió ella dejando en el aire la duda.

    —No quiero decir que lo sea. Bueno, sí es él, pero no quería llamarle cobarde —aclaró Joan, bastante nervioso.

    —Ya. —La muchacha lo tranquilizó con un monosílabo.

    —Desde hace décadas —prosiguió— había sido un firme candidato, pero sólo hasta hace tres años esa posibilidad no se había convertido en algo más real. La salud de Pablo VI al parecer está cada día más deteriorada, y desde hace tiempo se están barajando posibles candidatos a su sucesión. —Joan recordó con tristeza la confesión del cura—. Él era uno de

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