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"No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía"
"No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía"
"No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía"
Libro electrónico309 páginas7 horas

"No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía"

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El título de este libro es una de las afamadas e incómodas respuestas, mediante las cuales –según coinciden los cuatro evangelistas‒ el Apóstol San Pedro negó a Nuestro Señor, en el ocaso del día que lo apresaron. Está aplicado a Jorge Mario Bergoglio, devenido en Francisco cuando se iniciaba el año 2013.

Esta es la situación en la que aquí y ahora tenemos la impresión de estar inmersos. Ya no parece bastar el Iscariotismo para inteligir el mal que nos estremece. Ya no es sólo un beso taimado y treinta monedas tiznadas.

Hay más. Quien funge de Pedro reúne todos los indicios de que no conoce a Cristo. Quien conoce a Cristo no puede permanecer indiferente ante este extraño Pedro que merece cada día, tras una nueva trapisonda de su inagotable repertorio, el clamor del Hijo exigiéndole el irrevocable ¡Vade retro Satanás!

Aquí se centra nuestra acotada pretensión. En intentar reflexionar sobre este tránsito dramático que estamos padeciendo; y que, insistimos, aunque antecedentes tiene y no conviene nunca ocultarlos, hoy ha llegado a una cima que es sima. Esto es, hablando en paradojas, a lo más alto de lo más bajo.

IdiomaEspañol
EditorialDetente
Fecha de lanzamiento4 abr 2017
ISBN9789874235145
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    "No lo conozco. Del iscariotismo a la apostasía" - Antonio Caponnetto

    No puede calmarse con el simple nihilismo aquel que pretende la Verdad. ¡Cree en la Verdad, espera en la Verdad, ama la Verdad!, tal es la voz de la Verdad misma, que resuena sin cesar en el alma[...]. Si miramos el fondo de las cosas, la experiencia demuestra que la Fe siempre resulta victoriosa. (Gn. 15, 6). Había obedecido a la llamada misteriosa de la Verdad

    Pável Florenski

    La columna y el fundamento de la Verdad, Carta IV.

    ––––––––

    "Hasta mi amigo más íntimo, en quien yo me confiaba,

    el que comió mi pan, ha alzado contra mí su calcañar"

    Salmo 40, 10

    INTROITO

    Del Iscariotismo a la Apostasía

    Lo que pretende y lo que no pretende ser este libro

    Evitémosle rodeos, subterfugios e incógnitas al amable o ansioso lector. El título de este libro es una de las afamadas e incómodas respuestas, mediante las cuales –según coinciden los cuatro evangelistas- el Apóstol San Pedro negó a Nuestro Señor, en el ocaso del día que lo apresaron.

    Está aplicado a Jorge Mario Bergoglio, devenido en Francisco cuando se iniciaba el año 2013. Pero no es sólo él, ni siquiera primero él quien pudiera merecer semejante sentencia. Y sin evadir el hecho para nada menor, de que cada uno de nosotros ha pecado alguna vez de tamaño amilanamiento, haciéndose culpable destinatario de semejante negativa del Dios Vivo, la verdad es que la historia de la Iglesia –en sus diferentes miembros o estamentos- está jalonada de análogos antecedentes. No es materia de este libro analizar esos casos. Lo harán otros que estén en mejores condiciones para afrontar la tarea. O ya lo han hecho, si bien se mira; puesto que no le faltan a la Barca los cronistas de sus tempestades o de los causantes de sus diluvios.

    El sentido común, la lectura guiada de las Sagradas Escrituras, y esa misma crónica eclesiástica antes mentada, nos permiten deducir asimismo, que no se llega abruptamente a negar a Jesucristo. Suele haber una gradualidad en el desertor que planifica su fuga; o sencillamente alguna serie de pasos internos –que tal vez ni él mismo registre conscientemente- y que lo impulsan en algún momento fatídico a dar el paso más letal y terrible de todos. En el hombre tibio, por ejemplo, una de las características de su conducta es la incapacidad de ser fiel en lo poco. Hasta que la sumatoria de esas infidelidades, a veces imperceptibles, lo convierten al final en un traidor sin atenuantes. Ya no puede ser fiel en lo Mucho.

    Tampoco es propósito de este libro escudriñar la gradualidad de quien ha defeccionado, con el agravante de que estaba obligado a ser leal para no quebrar sus votos ni su consagración plena a Christus, de quien se supone es su alter e incluso su vicario. Mucho menos se encontrará el propósito -en tan sintéticas páginas- de que tamaño escudriñamiento abarque tiempos remotos o medianamente distantes del presente. Es el hic et nunc lo que nos tiene más sobresaltados y dolientes. Sabemos sí que hay un itinerario, un tránsito, un camino tortuoso, recorrido por muchos y desde hace ya largo tiempo. Lo hemos dado en llamar del Iscariotismo a la Apostasía.

    Primero se actúa como Judas, besando con falsía al Maestro para encubrir la infamia. El Maestro, que todo lo conoce, lo insta a quien así se comporta a apurar el amargo trance. Después llega el momento de actuar de un modo más dependiente aún de Satanás, pidiéndole al Señor que cumpla una misión que no vino a cumplir, una vocación extraña a la suya, una voluntad que no es la del Padre. El Señor que es omnisciente le grita que retroceda, que vuelva sobre su caminar poseso, que aleje su espíritu contaminado y recapacite. Por último, todo está preparado y tenebrosamente listo para negar a Jesús en la noche enteneblecida. Para afirmar que no se lo conoce, que no se lo ha visto antes, que ningún lazo con él se le puede imputar, que se confunden quienes lo toman por su discípulo o amigo.

    Esta es la situación en la que aquí y ahora tenemos la impresión de estar inmersos. Ya no parece bastar el Iscariotismo para inteligir el mal que nos estremece. Ya no es sólo un beso taimado y treinta monedas tiznadas. Hay más. Quien funge de Pedro reúne todos los indicios de que no conoce a Cristo. Quien conoce a Cristo no puede permanecer indiferente ante este extraño Pedro que merece cada día, tras una nueva trapisonda de su inagotable repertorio, el clamor del Hijo exigiéndole el irrevocable ¡Vade retro Satanás! Así de grave y de aflictivo: quien ejerce la mayor diaconía de Cristo en la tierra, no es sabedor de su oficio ni de su Rey; quienes están enterados de quién es sobrenaturalmente el Monarca, verían como natural y pertinente que a golpes de fustas y zurriagos lo expulsara del templo.

    Aquí se centra nuestra acotada y lastimera pretensión. En intentar reflexionar sobre este tránsito dramático que estamos padeciendo; y que, insistimos, aunque pródromos tiene y no conviene nunca ocultarlos, hoy ha llegado a una cima que es sima. Esto es, hablando en paradojas, a lo más alto de lo más bajo.

    Entiéndase entonces –nos interesa repetirlo- qué es lo que intentamos proponernos al fusionar estas páginas, y qué es lo que escapa a nuestro empeño o planificación. O más crudamente: a nuestras capacidades.

    Alguien podría decir –diría lo correcto y nosotros mismos adherimos- que este tránsito infausto no empieza con Francisco. Por supuesto que es así, y no nos han faltado ocasiones para discurrir públicamente sobre el tema. Testimonios de que esto es lo que pensamos aparecen en nuestros libros y escritos; los cuales –tengan el valor que tuvieren- están allí para descubrir que, según nuestro leal saber y entender, al menos al siglo XIV habría que remontarse para captar con alguna perspicacia la hondura de la crisis. Siempre habrá quien nos remita a la revuelta de Luzbel, y no nos sobresalta remontarnos a tal hito. Pero estamos presentando un recurso didáctico, y no escribiendo un tratado de teología de la historia.

    ¿Es esto incurrir en el qué largo me lo fiáis de Tirso de Molina? No; es incurrir en el anhelo de ser simples mas no simplistas, de no deificar el llamado preconciliarismo –por bondades que haya tenido- de no creer que el misterio de iniquidad arranca el 11 de junio de 1962, ni practicar ese criterio ajeno a los oportunos matices y a las legítimas sutilezas. Necesitamos un dibujo completo antes que un croquis; una cartografía puntillosa y no sólo un bosquejo del terreno. No se presuponga más en lo que decimos.

    En escritos como De la Cábala al Progresismo del Padre Julio Meinvielle, o Libre Examen y Comunismo, de Jordán Bruno Genta, nuestros maestros nos enseñaron a ver que el mal de una larga escalera mortíferamente defectuosa no está sólo en su descanso del entrepiso sino que arranca desde los primeros y torcidos peldaños. Lo significativo es que, desde el magisterio opuesto, autores como Antonio Gramsci o Ernst Bloch sostuvieron lo mismo, sólo que blasonando de lo bien que habían construido esos primeros y sucesivos peldaños del horror. Eso sí; tampoco quiere decir esto, para seguir con la metáfora, que algunas de esas gradas o estribos de la metafórica escalera, no hayan sido más letalmente sólidos e inconmovibles que otros. Al modo de esos mojones que una vez anclados en la tierra, la deforman para siempre.

    Alguien podría decir también –y seguramente será el decir prudente y veraz de muchos lectores- que a Francisco no se llega de la nada, y que el Concilio Vaticano II está siempre esperándonos para descargar sobre él culpas y causalidades culposas que tuvo en abundancia: ¡vaya si las tuvo!. En el espíritu y en la letra, quede dicho. Pero también existen otras culpas que vinieron después, sin que se pueda aplicar necesariamente el principio post hoc ergo propter hoc; porque mucho sucedió tras el Concilio que no fue consecuencia del mismo. No al menos como una estricta correlación coincidente. Confundir la ocasión con la causa o el efecto con lo posterior, puede llevarnos a veces a creer que el sol se retira del firmamento porque bajamos las persianas.

    ¿Acaso es esto un intento de atemperar las fechorías del Vaticano II? Después de que el Cardenal Suenens dijo que era 1789 en la Iglesia, o que el Cardenal Ratzinger definiera a la Gaudium et Spes como el Anti Syllabus, queda muy poco margen para hacerse el distraído al respecto. Son tantos los regocijos que provocó y que sigue provocando el Concilio entre las filas de todos los peores enemigos de Cristo; son tantos incluso sus frutos tormentosos –como lo reconociera el mismo Paulo VI- que se torna un poco complicado ensayar la defensa de lo indefendible. Donde haya continuidad la celebramos. Donde haya ruptura la denunciaremos.

    Pero si estamos obligados aquí también a superar los márgenes del esquema, debemos otear el horizonte desde una atalaya, no sobre el taburete oficinesco. El historiador o el simple observador de la vida religiosa debe intentar escalar el Tabor, y no sólo el sicómoro de Zaqueo. Michael Davis, por poner un caso, ha sido un objetor durísimo del Vaticano II, en su conocida obra El Concilio del Papa Juan. No ha vacilado sin embargo en transcribir un valioso texto de Don Guéranger, del año 1840, protestando sobre las acechanzas de la herejía antilitúrgica, cuando todavía no promediaba el siglo XIX. Las balizas que demarcan tragedias eclesiales y periodizan sus vicisitudes, son más abundantes y más antiguas de lo que suele aceptarse. También, en ocasiones, poseen más entidad revolucionaria de lo que se cree. Los silencios de Dios -¡ay, mil vece ay!- no tuvieron que esperar al Concilio Vaticano II para hacerse oír; y para que la tierra entera crujiera por ese silencio, como una planicie pálida ante el estallido de un sismo.

    El Concilio habrá sido 1789 en la Iglesia, no lo negamos. Pero La Bastilla fue tomada muchas veces antes en los entresijos de la Santa Madre, y el Estado Llano tuvo rienda suelta para sus sucesivas devastaciones. Dicho quede no obstante que quien nos exija certificaciones de haber hablado de estas cuestiones antes del actual y descomunal desmadre, estará en condiciones de constatarlas, si tiene el buen talante de saber buscarlas. Y si tal buen talante no lo acompaña, será vano e improcedente cualquier diálogo.

    Se cuenta que el inglés Robert Conquest, autor de El Gran Terror, aparecido en 1968, cuatro años antes de Archipiélago Gulag, cuando su editor quiso reeditarle su obra, casi inadvertida por el gran público, le preguntó si quería modificarle el título. Conquest –algo molesto hasta donde se lo permitía su flema británica- respondió que sí, que le gustaría llamarla: ¡Os lo dije!, y agregó dos lindos exabruptos. Algún módico derecho a decir algo parecido, creemos que nos asiste. Lo cual tampoco nos da patente de profeta ni de augur o cosa parecida. Simplemente conocimos algunas causas y previmos algunos efectos. Aquí acaba y empieza todo cuanto hemos hecho. Y si de ser modestos sin simulaciones se trata, pues la verdad es que nuestro yo os lo dije es nada, absolutamente nada, comparado con el de ilustres y verdaderos visionarios, laicos y sacerdotes, que cuando todos iban con la corriente, señalaron que la tal corriente se parecía demasiado al Cocito, al Aquerón y al Caronte, aquellos ríos maléficos que, según el Dante, recorrían el Infierno. Créase que importa mucho rendir homenaje, nunca tardío, a estos verdaderos dueños del Yo os dije.

    No se busque en estas páginas, entonces, lo que estas páginas no ofrecen. Si una crónica detallada y minuciosa de las estafas doctrinales de Bergoglio que se suceden sin cesar, aquí no están. En muy buenos sitios se las podrá encontrar y los recomendamos. Los navegadores inteligentes de internet ya los conocen y frecuentan[1]. Si un tratado con abundante aparato crítico y bibliografía erudita acerca de la crisis de la Iglesia, tampoco es esta obra. Si el dedo índice justificador de un agorero desoído, no ha lugar. Son todas cosas que no sabemos hacer y que rebalsan nuestras competencias. Acaso le viniera bien al presente libro el término ensayo, que según Alfonso Reyes es el género que cumple una función ancilar de un saber superior y al que comparó con un centauro. Más amable, Eugenio Dórs lo definió como la poetización del saber, algo así como la frontera entre la didáctica y la poética. Dios lo oiga.

    Y aunque no somos fenomenólogos, dada la delicadeza del tema aquí abordado, más preferimos acercarnos a ellos en esta ocasión que a los distintos tipos de oradores ex cathedra o videntes privados. Más preferimos describir los hechos con fatiga y esperanza, con veracidad sufriente y confianza en Dios, que creernos autorizados o habilitados para determinar cuestiones tan relevantes como la instalación del Anticristo, la Abominación de la Desolación o la proximidad del Fin de los Tiempos. No descartamos ninguna de estas hipótesis y otras colindantes o consecuentes; y amigos y maestros eminentes tenemos a nuestro alrededor, que han comunicado sus fundamentos al respecto. Los escuchamos con atención.

    De cara a Dios, ante el Sagrario, no creemos ser justos con nosotros mismos si nos acusáramos de evasivos o de apocados. Creemos ser sencillamente prudentes si no definimos más de lo que nos consideramos calificados para definir. Y lo que nos consideramos calificados a definir es lo que brota de estas páginas: que se está recorriendo, a la vista del que quiera ver, un horrendo camino que lleva del Iscariotismo a la Apostasía. Y que a la cabeza de ese trayecto atroz y abominable marcha quien debiera enarbolar el estandarte de Jesucristo, como su representante en el suelo y en la historia. Lo secundan –con gloriosas y admirables excepciones- una reata indigna de miembros de la Jerarquía y una yeguada salvaje de laicos, impúdicamente engalanados de los más negros atributos que definen al perfecto renegado, y al relapso imbécil y pertinaz.

    Si así serán indefectiblemente las cosas en el porvenir inmediato, no lo sabemos y deseamos que no. Pero que así son ahora, cuando escribimos estas páginas, es una certeza que no podemos callar. Si no habrá lugar para arrepentimientos, rectificaciones, cambios de rumbo, pedidos de perdones auténticos y otras buenas obras, tampoco sabríamos predeterminarlo ni rechazarlo de cuajo. Nunca viene mal un optimismo, que los católicos llamamos, por mejor nombre, virtud teologal de la esperanza. Pero menos mal viene conocer que, precisamente por la esperanza teologal sabemos, que lo peor para quienes creemos no es negar la hecatombe final, sino creer que el Final es sólo la hecatombe.

    Pertenece a San Dionisio Areopagita la bella expresión e idea precedente de que la Iglesia es un organismo sacramental, y de que, por lo tanto, la jerarquía eclesiástica queda así organizada, ordenada real y místicamente, por la contemplación de los misterios divinos, escondidos detrás de las ceremonias sacramentales. Ergo, el que dice jerarca, quiere mostrar al varón inspirado por Dios, que tiene la ciencia de todos los misterios sagrados, recibidos de Cristo por tradición apostólica[2]. Esto es ser Jerarca Eclesiástico y esto define al Orden de la Esposa. No hay irreverencia entonces si con el debido respeto, y aún con nuestra simpatía por lo que hacen, nos decidimos a afirmar si no sería ésta la primera, capital y suprema duda que habrían de plantearle los cardenales y los bautizados todos a Jorge Mario Bergoglio: ¿Conoce a Cristo o es su negador? ¿Es la cabeza de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, o el cabecilla de La Iglesia Traicionada?

    Una explicación necesaria

    Desde el punto de vista práctico –y en orden a circunscribirnos a los propósitos señalados y de no extender el ánimo fuera de nuestras metas- consiste este libro en la ensambladura de una serie de breves escritos, elaborados entre los comienzos del 2009 y los de este año 2017. En su mayoría circularon por las redes habituales que hoy permite internet; algunos fueron impresos y los menos son redondamente inéditos, pues se elaboraron a la espera de alguna ocasión de hacerlos públicos.

    Es muy escaso, como ya lo dijimos, el aparato crítico, pues aunque diversas lecturas sustentan estas reflexiones, las mismas no se proponen adquirir el carácter o el tono de una investigación científica. El paso del tiempo y la decisión de agruparlas hicieron menester algunas aclaraciones, contextualizaciones y aún ligeras modificaciones o retoques de los respectivos originales. Pero en su casi totalidad y en un alto porcentaje, lo que aquí se presenta es lo que oportunamente fuimos glosando. Ello explica también que algunos conceptos o giros verbales se repitan, con el consiguiente pedido de disculpas.

    Es probable que sea necesario –sobre todo a los lectores más jóvenes o menos memoriosos- explicar en dos trazos porqué esta antología comienza por el artículo El otro negacionismo del año 2009.

    Dos años atrás de esa fecha, el Papa Benedicto XVI, había promulgado la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio Summorum Pontificum, la cual –más allá de los análisis o comentarios especializados que legítimamente se puedan hacer- era recibida por el mundo como una reivindicación y rehabilitación del Vetus Ordo. El mensaje que se le daba a la Iglesia y aún a sus enemigos, era que aquel rito, odiado por los modernistas de toda laya y despreciado por la progresía en bloque, tenía ahora plena carta de ciudadanía. Es más, que nunca la había perdido ni podría perderla, y que se solicitaba proporcionarle una amable atención y acogida al mismo. La reacción fue adversa, casi de modo unánime –con detalles que harían indignar al más manso- pero todo parecía indicar que Benedicto iba a aguantar a pie firme la embestida. Tanto lo parecía, y tan bien intencionada semejaba ser esta resistencia y esta conservación de las tradiciones, que llegado el significativo año 2009, la Santa Sede decide levantar el castigo de la excomunión que pesaba sobre los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Otra vez los especialistas podían hacer sus sesudas reflexiones; pero otra vez el mundo tomaba nota de que la herejía modernista y sus múltiples secuaces corrían el riesgo de estar perdiendo una batalla decisiva.

    Cuando todo anunciaba que había lugar para una pequeña tregua de las desavenencias y por ende para un recoleto festejo, ese mismo mundo –muy especialmente el que se metió en la Iglesia por la puerta grande que le abrió el Concilio- construyó el espectáculo grotesco del Expediente Williamson, por el nombre de uno de aquellos cuatro obispos indultados por Benedicto XVI. Se sacó de la maldita galera de la magia revolucionaria, la palabra tabú por antonomasia en la guerra semántica; esto es, la del nazismo; y acusado que fuera Monseñor Williamson del único delito imperdonable e imprescriptible de la modernidad, la ofensiva contra el levantamiento de la excomunión alcanzó los ribetes de una cruzada luciferina. Necesitaríamos la pluma de Vladimir Volkoff, para que nos describiera el horrendo Montaje que se armó y se desplegó para escarmentar la osadía de haber reparado el honor sacerdotal de un nazi. Las vestales del más sagrado pasaje de lo políticamente correcto, salieron de sus puestos de vigías inmóviles de la estulticia, y se movieron como lebreles para cazar a los díscolos.

    Pero esta vez no hubo resistencia a pie firme. Al contrario; se fue cediendo a las presiones, que tenían un desborde enloquecedor, hasta que echada la suerte en contra de Monseñor Williamson, se ratificó oficialmente desde la mismísima Santa Sede, el neodogma herético y sacrílego, según el cual, el que niega la Shoá niega a Jesucristo. Benedicto XVI, en un gesto de debilidad que ya le conocíamos antes y que le conoceríamos después, se hacía acreedor a la conocida sentencia ovidiana: Video meliora proboque, deteriora sequor. Nadie suponga que lo decimos con regocijo o faltando al debido respeto. Nadie suponga tampoco que cruzamos espadas por algún internismo o personalismo del llamado conservadorismo eclesiástico.

    Por esas jugarretas del azar; o si se prefiere una mirada más sobrenaturalizante, por esos designios de la Divina Providencia, el escenario principal sobre el cual transcurría el acto más significativo de esta trama, era nuestro país, La Argentina. Con su Cardenal Primado ya entonces bien conocido, Jorge Mario Bergoglio. El hombre, como era previsible, nada dijo ni hizo en defensa de ese obispo, que estaba viviendo aquí, entre nosotros, y al que no se quería escuchar, ni calibrar coincidencias y discrepancias con él; sino sólo vilipendiarlo del modo más procaz posible, y desde todos los medios.

    Era el Papa quien había decidido levantarle la sanción canónica, no importa ahora si con o sin justicia aplicada. Era el Papa quien había decidido dar un paso público para ponerle fin a una situación tensa y crispante entre Roma y la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Pero el mundo no quería que ese punto vital fuera el centro de las reflexiones. No se quería ni pensar siquiera en la posibilidad de tener que hallar razones y justificaciones para aceptar la Tradición. Y aunque desde la misma silla petrina, afloraban las reticencias y las fragilidades de conducta, por un elemental ejercicio de la declamada misericordia, algo debió intentar el Cardenal Primado para proteger de la jauría al obispo acorralado, que vivía en estos pagos suyos; nuestros. Ya no era un cismático el agredido, sino alguien formalmente en regla dentro de la Iglesia, por voluntad del Papa, con el cual, se suponía, se debería estar en concordancia. Lo que se hiciera, incluso, podía haber dejado a salvo que no se trataba de coincidir con todas las opiniones o las perspectivas de Monseñor Williamson, sino simplemente de evitar su linchamiento mediático. Nada hizo el Cardenal, sino sumarse por acción u omisión a quienes lo persiguieron, hasta echarlo literalmente a empellones y destratado en el aeropuerto local que lo llevaría al exilio.

    Bergoglio fue coherente al respecto, y a nadie sorprendió su conducta en aquel año 2009. Si algo le venía como anillo al dedo a su condición de amigo, socio y cómplice de la Sinagoga, era el poder entregarles el trofeo de un supuesto antisemita yéndose del país del modo más peyorativo posible; y de consuno con las autoridades políticas entonces dominantes, claramente alineadas con los persecutores ideológicos de la doctrina católica. Autoridades políticas, dicho sea de paso, con las que no trepidó en mostrarse efusivamente afín y solidario una vez que lo nombraron Papa. De donde vinieron a saber quiénes no lo sabían, que Jorge Mario Bergoglio era, políticamente hablando, un cuadro del peronismo. Esto es, del más pluriforme, informe, polimorfo y deforme de cuantos movimientos ideológicos engendró nuestra desdichada vida partidocrática.

    Ya en el 2007 –y esto nos consta de un modo personal y directo- colocó cuanta traba pudo, y cuanta no pudo también, para que los principios y las resoluciones establecidas en el Motu Proprio Summorum Pontificum no pudieran aplicarse. Fuimos testigos de las gestiones que un haz de laicos abnegados pusieron en marcha para poder celebrar libremente el rito tridentino en la Ciudad de Buenos Aires; más aún para intentar la multiplicación de los sacerdotes y de los sitios donde aquella venerada liturgia pudiera reverdecer. Las negativas fueron tan cerriles cuanto arbitrarias; tan contra todo derecho como contra toda caridad. Y si algo quedó tipificado en aquellas jornadas de fatigosos ires y venires, mendigando un Ordo Missae que jamás había sido abolido, pero cuya práctica era ahora solicitada y recomendada por el Pontífice reinante, fue, por un lado, el abuso de la autoridad hasta incurrir en el más craso despotismo clerical. Y por otro, la manifestación sin tapujos de un odio impenitente a la Tradición. Porque a la par que el Vetus Ordo era obstaculizado de mil modos, se alentaba la propagación de casi todas las irregularidades litúrgicas, expresamente prohibidas en la Instrucción Redemptionis Sacramentum, promulgada en el año 2004, tiempos de Juan Pablo II.

    La razón por la que he nacido –Nuestro Señor le dice a Pilatos- es qué:¿para salvar al mundo?, ¿para sanar a los enfermos y devolverle la vista a los ciegos?, ¿para consolar a los afligidos?. No; para decir la Verdad, para dar testimonio de la Verdad. Se trata de la primera necesidad del hombre. Y constituye el primer deber del hombre. Se los he dicho muchas veces, pero voy a decirlo de nuevo, la Verdad importa[3].

    Estas certerísimas palabras de Ronald Knox cifran la comprensión de lo que sucedió otrora y ahora. La Verdad es la gran divisoria de ideas, de

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