El inútil intento de suprimir el deseo humano
Asomarse a la vida sexual de los europeos de la Edad Media supone vislumbrar un mundo donde el placer del sexo, como tal, está prohibido y en el que la procreación se erige en el único fin que puede justificar unos actos considerados execrables en sí mismos. En teoría, la máxima preocupación del ser humano, en tanto que animal sexual, debía ser conseguir reproducirse sin caer en el pecado, es decir, evitando a toda costa cualquier atisbo de deleite. La necesaria labor de vigilancia la realizaba la Iglesia, que desde el principio había hecho de la represión de la sexualidad humana una de sus señas de identidad y una forma de diferenciación en relación al mundo pagano, tanto el de la Antigüedad clásica como el germánico, cuyas actitudes en materia de sexo eran muy distintas.
Lo que hacía una pareja en la cama (o donde fuera) estaba entonces determinado por la opinión de los miembros de la Iglesia –esto es, varones supuestamente célibes–, que dictaban con rigor extremo lo que era lícito y lo que no, siempre por supuesto dentro del matrimonio. Un elemento fundamental de esa idiosincrasia era que la concepción de los hijos debía producirse sin placer, puesto que el placer viciaba desde el inicio el propósito reproductivo. En el siglo XIII, por ejemplo, Tomás de Aquino decía que
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos