La Iglesia se enciende
En sus inicios, la Iglesia no había sido radical en la persecución de las herejías. El papa León el Magno había establecido en el siglo V el principio de que el derramamiento de sangre repugna a la Iglesia, aunque dejó abierta la puerta a acciones de castigo: “La Iglesia es ayudada por las constituciones de los príncipes católicos, de suerte que a menudo buscan los hombres remedio cuando temen les sobrevenga un suplicio corporal”.
Las ejecuciones de herejes –ocasionales– eran ordenadas por el poder civil de los reyes y no gustaban a la Iglesia. En muchos casos hubo encendidas polémicas, como con la muerte del hereje hispano Prisciliano, que fue ordenada por el gobernante romano Magno Clemente Máximo, autoproclamado emperador. Aunque algunos obispos le habían urgido a acabar con el hereje, otros prelados lo rechazaron sonoramente, algunos de tanta importancia como san Martín de Tours. Incluso el propio papa de la época, san Siricio, criticó con dureza el proceso al que se sometió a Prisciliano.
Italia y Francia se mueven
Pero estos reparos frente al “todo vale contra la herejía” empezaron a tambalearse a finales del siglo XII. Las confesiones alternativas, ajenas a la jerarquía eclesiástica, no hacían sino proliferar. El norte de Italia y Francia fueron los territorios más afectos a las herejías. En el primero creció el movimiento de los arnaldistas, que predicaban contra el poder temporal de los papas y los abusos del clero, y dieron origen al movimiento de los Pobres de Lombardía. En Francia, inicialmente la principal herejía fue la de los valdenses, un movimiento de predicación laica
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