La verdad silenciada: Cumbre antiabusos, febrero 2019
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Gatopardismo.
En una muy antigua carta (9 de marzo de 1078), el papa Gregorio VII recuerda al legado pontificio, Hugues de Die, lo siguiente: «La costumbre romana consiste en tolerar algunas cosas y en silenciar otras...». ¡Perfecto diagnóstico! Esto es lo que ha ocurrido mucho tiempo después en relación con la protección de los menores frente a conductas contra el sexto mandamiento, protagonizadas por una parte del clero llano e, incluso, por algunos altos miembros de la jerarquía católica. Esto es tolerancia y silencio.
Con esta cumbre episcopal -presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo- se abrió un proceso novedoso -ha tenido su continuidad en el Sínodo de la Amazonía-, que puede culminar en el establecimiento de un modo diferente de entender y ejercer el gobierno en la Iglesia del futuro. Todo dependerá, en el fondo, del rigor y la coherencia que toda la Iglesia sea capaz de poner en su logro.
La opinión pública internacional denunció, de modo inmisericorde, la hipócrita actitud de muchos líderes religiosos -obispos- y de muchos responsables de varios organismos de gobierno en el Vaticano. Yo mismo he levantado, desde hace mucho tiempo, mi voz crítica frente a este verdadero «culto sacrílego».
Si uno es objetivo, ha de expresar que no todo lo ocurrido en esta cumbre episcopal fue oro puro. Hubo mucha apariencia, mucho afán de crear una imagen no correspondiente con la realidad, demasiado «gatopardismo», poca escucha a las víctimas y a sus propuestas decepcionadas, no atreverse, ocultar de nuevo aspectos esenciales de la verdad de lo ocurrido, no haberla pensado ni organizado de forma tal que los presidentes fueran los verdaderos protagonistas de su quehacer, no haber abordado la aprobación de medida alguna, no normativo.
GREGORIO DELGADO DEL RÍO
Gregorio Delgado del Río es natural de Los Villares (Soria). Se doctoró en Derecho canónico y civil en la Universidad de Navarra. Ha sido profesor de la Universidad de Navarra y catedrático de las universidades de Extremadura, Valencia y Baleares. Abogado civil y rotal, es socio fundador del bufete Delgado&Asociados. Entre sus publicaciones, cabe destacar: Error y matrimonio canónico, El matrimonio en forma religiosa, ¿El divorcio católico? Un sitio a la verdad, El proceso de nulidad de matrimonio, Otro matrimonioes posible, Desde lo femeninamente in/correcto, La custodia de los hijos. La guarda compartida: opción preferente, La investigación previa. La respuesta de la Iglesia al delito de abuso sexual, La santidad fingida. La utopía de una sociedad diferente. Asimismo, ha colaborado en diferentes revistas nacionales e internacionales relacionadas con su especialidad y en la prensa diaria El Mundo, Última Hora y Religión digital.org.
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La verdad silenciada - GREGORIO DELGADO DEL RÍO
La verdad silenciada
La verdad silenciada
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418152450
ISBN e-book: 9788418152955
© del texto
Gregorio Delgado del Río
© de esta edición
CALIGRAMA, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
La verdad silenciada
Gregorio Delgado del Río
«La costumbre romana consiste en tolerar algunas cosas y en silenciar otras…».
(Gregorio VII, carta del 9 de marzo de 1078 a Hugues de Die, legado pontificio*)
* La referencia ha sido tomada del libro de Robert Ambelain, El hombre que creó a Jesucristo. La visa secreta de san Pablo, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1985, p. 9. Según este autor, la carta en cuestión la cita Pierre de Luz en Histoire des Papes, Imprimatur, Albin Michel, París, 1960, tomo I, p. 148.
Presentación
Cuando terminé estas reflexiones sobre la cumbre frente a los abusos sexuales del clero, celebrada en Roma los días 21-24 de febrero de 2019, finalizaba, también en Roma, el Sínodo para la Amazonia. Se ha abierto un proceso que puede culminar en el establecimiento de un modo diferente de entender y ejercer el gobierno en la Iglesia del futuro. Todo dependerá, en el fondo, del rigor y la coherencia que toda la Iglesia sea capaz de poner en su logro.
Mucho se ha escrito sobre esta gravísima lacra —verdadero «culto sacrílego»—, a todos los niveles. La opinión pública internacional ha denunciado, de modo inmisericorde, la hipócrita actitud de muchos líderes religiosos —obispos— y de muchos responsables de varios organismos de gobierno en el Vaticano. Yo mismo he dedicado al tema —a partir de mi conocimiento, competencia y prestigio— muchas horas de reflexión, trabajo y discernimiento. Además de las múltiples colaboraciones periodísticas en Última hora y en el portal de información religiosa Religióndigital.org, he publicado dos libros centrados exclusivamente en ciertos aspectos sustantivos y procesales que configuraban la respuesta de la Iglesia: La investigación previa, Ed. Civitas/Thomson Reuters, Pamplona, 2014, y La «santidad fingida», Ed. Me gusta escribir, Barcelona, 2016.
Por supuesto, en el marco de la condición de abogado en ejercicio (www.delgadoyasociados.es), he tenido la oportunidad de asistir a más de un sacerdote implicado en un procedimiento de investigación previa. Tal circunstancia me ha permitido conocer —y padecer— los modos eclesiásticos para tratar estas delicadas cuestiones. Aunque me duele reconocerlo, debo servir a la verdad que he experimentado: dichos métodos tienen muy poco que ver con la justicia y con la coherencia evangélica. Si algo he aprendido —y ha sido mucho—, se puede resumir diciendo que la Iglesia no puede presentarse ante el mundo, precisamente, como espejo de justicia. Urge reformar toda esta materia de modo integral.
Desde la perspectiva anterior, se puede entender el interés que despertó en mí el encuentro convocado en Roma para afrontar, de una vez por todas, una nueva respuesta de la Iglesia al abuso sexual del clero. El hecho de convocar al mismo a todos los presidentes de las diferentes conferencias episcopales del mundo auguraba, sin duda, un final exitoso y pleno de autoridad moral. Seguí con cierto detalle sus pasos y creo haber llegado a un diagnóstico claro sobre su desarrollo y sobre sus logros.
Finalizado el mismo —y siempre a partir de la dolorosa experiencia obtenida en el trabajo profesional—, no me he resistido a la tentación de una valoración crítica de algunos aspectos significativos de esta asamblea episcopal. Con ello —siempre en el marco de la objetividad y el rigor—, he buscado en todo momento servir al interés general.
Más allá de la respuesta al tema para el que se convocó —bastante decepcionante—, creo, por otra parte, que el camino que tenemos por delante hacia un modo diferente de entender y ejercer el gobierno en la Iglesia es apasionante y positivo. Pero exige a todos sin excepción coherencia, inteligencia, prudencia y coraje.
En ambas dimensiones, glosando a Gourmont, creo que debemos, en efecto, seguir esperando y confiando. ¡Ojalá no tengamos, como en tantas ocasiones, que desesperar!
C'an Rave, 12 de noviembre de 2019
I. LA VERDAD DE LO OCURRIDO
1.
No parece necesario tener que insistir en el contratestimonio que suponía la situación existente en la Iglesia —desde hacía más tiempo del que parece o del que se quiso reconocer en su momento— en relación con el abuso sexual contra menores por parte del clero. La situación era conocida en múltiples y distintos ámbitos de la Iglesia. Pero, sobre todo, era sabida por los obispos y por los responsables máximos del gobierno central de la Iglesia en Roma. La Congregación para el clero, primero, la todopoderosa Congregación para la doctrina de la fe, después, la Secretaría de Estado, finalmente, no podían, en modo alguno, alegar desconocimiento del problema. Otros, tampoco. Y, sin embargo, muchos callaron y miraron para otro lado, muchos alegaron desconocimiento total durante demasiado tiempo. Esta es la realidad. Cada palo ha de aguantar su vela.
Es más, la situación real alcanzó tales dimensiones e implicaciones que, en el ambiente generalizado, se llegó a preguntar si la respuesta al abuso sexual no habría sido fruto del impulso explícito de los papas respectivos o, al menos, sabedores de lo que ocurría, consintieron de hecho en el tenor de la misma. La contestación a tan comprometida pregunta planteaba todavía más interrogantes. No basta con aparentar escandalizarse por su formulación y mantener lo contrario: ni la impulsaron ni eran sabedores de la misma. No era fácilmente creíble que, a lo largo de su acción pastoral —previa a dirigir la nave de Pedro—, nunca se hubiesen encontrado u oído algo sobre esta problemática. No era fácilmente creíble que, a lo largo del ejercicio de su función primacial, no hubiesen recibido noticia alguna de lo que estaba pasando. Es más, si se aceptaba como respuesta cierta la negación, entonces todo se complicaba aún más. En efecto, se debería, en tal caso, aceptar graves fallos y muy graves errores —negligencias— en el gobierno pastoral de la Iglesia universal —información—.
En este orden de reflexiones, se hacía muy cuesta arriba, en efecto, aceptar y dar por buena una interpretación según la cual lo que ocurría en la práctica era que, sistemáticamente, se ocultaba al papa respectivo asuntos de tanta trascendencia para la credibilidad misma de la propia Iglesia —su coherencia misma con el Evangelio—. ¿Se habría de admitir, en consecuencia, que no se informaba correctamente al papa —de acuerdo con la verdad de lo que ocurría— y se provocaba, por tanto, que este cometiese errores muy graves en su función de gobierno?, ¿era pensable que el papa de turno también ignorase todo lo relativo a la preparación —capacitación— del clero e, igualmente, ignorase cómo —criterios— se elegían los futuros obispos que se ponían al frente de las Iglesias locales y qué directrices se les impartían?, ¿era aceptable que los nuncios apostólicos tampoco supiesen absolutamente nada de lo que estaba ocurriendo o que no impartiesen instrucciones tendentes a lavar los trapos sucios en casa? En tal caso, ¡vaya desgobierno y vaya irresponsabilidad!
Como se advertirá, sin entrar en más detalles posibles —que los hay y se podrían enumerar—, la madeja se puede ir enredando cada vez más. Y, puestos a dudar de tantas cosas como se ventilaban en el trasfondo del gobierno universal de la Iglesia, algunos hasta manifestaron su extrañeza de que, sin embargo, estos presuntos fallos y errores —negligencias— en el gobierno pastoral no influyesen para nada en la vida personal de los papas respectivos —santificación personal—. ¡Madre mía, qué lío!
2.
En cualquier caso, una vez destapado mediáticamente este vergonzoso tapujo, la situación reclamaba, en el ámbito de la Iglesia católica, un giro de ciento ochenta grados. Las cosas en el interior de la Iglesia no podían seguir así de modo indefinido. Al mismo tiempo, la Iglesia, encarnada en países muy distintos, tenía —sigue teniéndolo— un deber claro de apoyar y ayudar en la realización de la justicia al respecto y en la protección de los menores. No podía manifestar desinterés en relación con la lucha por acabar de una vez por todas con tan grave marginación al testimoniar el Evangelio. Al contrario, venía —y viene— obligada a colaborar en todo lo que signifique prevención, búsqueda de la verdad, realización de la justicia —castigar conforme a derecho el abuso sexual— y ayudar en todos los aspectos posibles a las víctimas e imponer una efectiva rendición de cuentas por abuso de oficio.
A partir de aquí, la Iglesia no podía permanecer callada por más tiempo. Al contrario, debía ofrecer una urgente respuesta pública, muy diferente a la tradicional —lavar los trapos sucios en casa—, por muy dolorosa que esta fuese. Debía de partir de la verdad —la realidad— de lo que realmente había ocurrido: no podía seguir —por más tiempo— con la mirada hacia otro lado. Debía reconocer, entre otras cosas, el daño causado, avergonzarse por ello, averiguar las causas, asistir a las víctimas, tomar las medidas necesarias para proteger a los niños y jóvenes en el futuro, así como para asegurarse de la exigible idoneidad y madurez para el sacerdocio y/o la vida religiosa de los posibles candidatos, así como de la idoneidad para el episcopado —liderazgo—. Y, en relación con todo ello, venía obligada a modificar los procedimientos para hacer frente —con criterios de justicia y de respeto a los derechos de todos— a este lamentable problema eclesial y social —gestión del caso concreto—. Debía, en definitiva, hacer muchas cosas en colaboración con los padres y las familias, con las autoridades civiles, con los educadores, con los fieles, con los sacerdotes y religiosos/as, con la jerarquía. Todo un gran reto de futuro frente al que ahora —pasado el tiempo— podemos afirmar que no se supo reaccionar ni se estuvo, en casi nada, a la altura de lo esperable. Al menos, durante un tiempo bastante prolongado.
3.
Pues bien, ahora ya han transcurrido unos veinte años —se podría retroceder aún mucho más— en el intento, una vez descubierto mediáticamente, de acabar con este cáncer. La valoración general nos lleva a sostener que las cosas podían y debían haber ido mucho mejor. Se han escuchado muchas palabras, muchos mantras al uso, muchísimos tópicos. Pero se han contemplado muy pocos hechos en positivo. Eso sí, ha brillado con luz propia la hipocresía clerical y episcopal y el contratestimonio evangélico —marginación—. Se ha fallado, se ha fracasado en lo esencial: la coherencia con el Evangelio. Han salido a la luz las grandes y vergonzosas resistencias —complicidades— a la orientación doctrinal de Francisco.¹ Se ha hecho evidente el fracaso para proteger a los menores y la existencia de una estructura —sistema— de protección de los que abusaban —ocultación—. Basta con pronunciar algunos nombres: Irlanda, Bélgica, Alemania, Australia, Chile, Pensilvania, EE. UU. La lista sería interminable. Las cosas han llegado a un punto de difícil retorno. Hay que reconocerlo. ¡Deberían haber saltado todas las alarmas!
Hay que reconocer también que, con la no renovación² del cardenal Müller al frente de la CDF, se suscitó una cierta esperanza de que las cosas podrían experimentar un cambio sustancial. Se había derribado, presuntamente, un centro muy importante de las resistencias al papa en tema de abusos. Sin embargo, con el nuevo prefecto, cardenal Ladaria —que no puede alegar desconocimiento alguno de la situación, pues era secretario de la CDF desde 2008—, las cosas han seguido, hasta cierto punto, prácticamente igual. Es más, se ha visto implicado en el caso del cardenal Barbarin, envuelto en encubrimiento en su Iglesia. Lo cual quiere decir que, al no avanzarse ostensiblemente en la nueva dirección, se ha retrocedido, se ha hecho más grande el problema. En estos temas tan trascendentales, todo estancamiento es siempre un verdadero retroceso, un auténtico agravamiento de la situación. Es más, su situación personal —asunto cardenal Barbarin—, tan comprometida, no facilita el desarrollo de actividades creíbles de impulso de la nueva respuesta en tema de abuso sexual del clero.³
El Informe Pensilvania causó un verdadero impacto en el mundo entero. Roma contestó con «dolor y vergüenza» por las «atrocidades» de los abusos sexuales.⁴ El secretario de Estado, cardenal Parolin, habló de «impacto devastador» de los abusos en la Iglesia.⁵ El propio papa Francisco se vio obligado a dirigir una Carta al pueblo de Dios, el 20 de agosto de 2018,⁶ sobre cuyo contenido todos los católicos deberíamos reflexionar a fondo, cambiar la mentalidad, arrimar el hombro y renovar nuestro compromiso personal como cristianos. Pero —además de estas reflexiones— era evidente la urgencia de adoptar medidas firmes, aunque justas. ¿Tan difícil es cambiar el rumbo de la Iglesia en esta materia que afecta directamente a su credibilidad y coherencia con el Evangelio?
4.
La verdadera cuestión de fondo, que nunca se ha querido abordar, radica, a mi entender, en que no se quiso —¿o no se pudo?— reconocer, en su momento, la realidad: lo que había ocurrido hasta entonces —ocultación— se había llevado a cabo con múltiples complicidades en la jerarquía católica y en las más altas instancias vaticanas. Esto se debió reconocer y expresar sin ambigüedad alguna. Debió ser el punto de partida de la nueva respuesta, que, desde un punto de vista doctrinal, estaba configurando con verdadero acierto el papa Francisco.
A partir de este explícito reconocimiento —la realidad de lo ocurrido con todas las