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Sin salida: Una cruda denuncia sobre la trata de niñas
Sin salida: Una cruda denuncia sobre la trata de niñas
Sin salida: Una cruda denuncia sobre la trata de niñas
Libro electrónico368 páginas5 horas

Sin salida: Una cruda denuncia sobre la trata de niñas

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Información de este libro electrónico

Hay viajes en la vida que no siempre llevan a la esperanza. Se hacen porque no hay otra salida y quedarse significa conformarse con la cuadrícula del mapa en la que la existencia nos coloca o repetir los errores de nuestros padres y madres. Puta no soy relata la dolorosa e injusta historia de los cerca de cinco millones de mujeres y niñas que, en busca de un futuro mejor, viven una pesadilla que nunca imaginaron: ser atrapadas por las mafias de tráfico de seres humanos con fines de explotación sexual.
Luna, la protagonista de esta historia basada en uno de los personajes reales del documental Chicas nuevas 24 horas de la directora Mabel Lozano, nos traslada a la selva del sureste peruano, a la región de Madre de Dios, donde un 20% de las víctimas de trata con fines de explotación sexual son niñas y adolescentes y nos relata cómo, engañada por su propia familia, es obligada a prostituirse con 15 años. De ahí solo hay un paso a ser violada y maltratada.
Al otro lado del Atlántico, Julia, bajo una apariencia de vida normal y de éxito como famosa presentadora de televisión, nos adentra en el segundo negocio ilegal más rentable del mundo (después del tráfico de armas) y nos conduce por los submundos de la prostitución en España, donde un 80% de las mujeres que venden su cuerpo lo hacen en condiciones de esclavitud.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento1 may 2015
ISBN9788483564905
Sin salida: Una cruda denuncia sobre la trata de niñas

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    Vista previa del libro

    Sin salida - Salud Hernández Mora

    Gallus

    novelasgallus.com

    La colección Gallus agrupa novelas hiperrealistas contemporáneas preferentemente situadas en acontecimientos mundiales posteriores a 1930. Como novela, ésta es una obra de ficción y cualquier parecido con personajes, situaciones o sucesos reales es una pura ilusión. La editorial no tiene responsabilidad alguna sobre el contenido de la obra que es fruto de la originalidad de sus autores.

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Reservados todos los derechos, incluido el derecho de venta, alquiler, préstamo o cualquier otra forma de cesión del uso del ejemplar.

    © Salud Hernández-Mora 2015

    © Casimiro García-Abadillo 2015, del prólogo

    © LID Editorial Empresarial 2015, de esta edición

    EAN-ISBN13: 9788483564905

    Editora de la colección: Laura Madrigal

    Editora: Maite Rodríguez Jáñez

    Realización ePub: produccioneditorial.com

    Diseño de la cubierta: Javier Perea Unceta

    Primera edición: febrero de 2015

    Para Alfonso. Ya completó

    el pilar que le faltaba.

    Y para mis padres.

    Índice

    Sin salida

    Portada

    Portada interior

    Créditos

    Dedicatoria

    Prólogo de Casimiro García-Abadillo

    Presentación

    Capítulo 01

    Capítulo 02

    Capítulo 03

    Capítulo 04

    Capítulo 05

    Capítulo 06

    Capítulo 07

    Capítulo 08

    Capítulo 09

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Notas

    Salud Hernández-Mora

    Contraportada

    Prólogo

    Sin salida no es una novela de ficción. Es un reportaje novelado escrito por una periodista acostumbrada a cubrir informaciones asumiendo altos riesgos.

    Desde que comenzó a colaborar con El Mundo, hace más de quince años, Salud Hernández-Mora ha contado con minuciosa objetividad lo que estaba ocurriendo en un país tan querido y, al mismo tiempo, tan desconocido para la mayoría de los españoles como es Colombia.

    Utilizando una técnica narrativa propia del reporterismo, Hernán­dez-Mora reconstruye una historia en la que probablemente lo único ficticio sea el nombre de la protagonista, Isabel Velasco.

    Pero lo increíble es que lo que cuenta en este libro es un suceso real y, por desgracia, casi cotidiano hasta hace algunos años en ciertas zonas de Colombia, como es el caso del norte del Cauca, cerca de Cali.

    El esposo de Isabel fue asesinado. Las FARC secuestraron a su hijo y pidieron por él un elevadísimo rescate. Se trata de uno de los grupos guerrilleros más sanguinarios de Latinoamérica, que ahora negocia en La Habana un acuerdo con el Gobierno de Juan Manuel Santos.

    La narración se centra en los esfuerzos de Isabel por liberar a su hijo, en una negociación inverosímil con uno de los jefes de la guerrilla, cuyo alias es Gregorio.

    Isabel está sola. El gobierno apenas le presta ayuda. Lo más dramático del relato es justamente la lucha denodada de una madre no sólo por devolverle la libertad a su hijo, sino por vivir con dignidad en un ambiente donde la violencia y la falta de respeto a la ley se han convertido en norma.

    Leyendo Sin salida me han venido a la memoria las experiencias de algunas víctimas del terrorismo que vivieron durante los llamados «años de plomo» en el País Vasco. Me refiero a los casos casi inconcebibles de viudas o huérfanos que tuvieron que soportar vejaciones e insultos por parte de los amigos o compañeros de los asesinos de sus esposos o padres.

    Hernández-Mora, a través de la Fundación País Libre, ha tenido el valor y la caridad humana de acercarse a las víctimas para intentar aliviar en lo posible su dolor, su desesperación.

    Este libro es un homenaje a esos miles de personas que han sufrido en sus carnes el fanatismo de grupos que han puesto su causa por encima de cualquier otra consideración.

    Sin salida es un reconocimiento a los verdaderos héroes de nuestro tiempo. Aquellas personas que han sabido hacer frente a la barbarie con serenidad y que han padecido la terrible soledad que implica su lucha.

    Casimiro García-Abadillo

    Director de El Mundo

    Presentación

    Todo lo que narra este libro es real. Por desgracia, no es una novela de ficción. Sería menos doloroso.

    Empecé a interesarme por la historia hace tres años. Sostuve incontables conversaciones y fui testigo directo de situaciones que están reflejadas en estas páginas.

    Mi única intención al escribirlo es llegar al corazón de los lectores para que se identifiquen con personas como la protagonista de mi relato. Que no ignoren lo que ocurre alrededor de ellos. Ayer fue esa mujer, mañana puede ser cualquiera de nosotros.

    * * *

    Hay varias personas a las que tengo que agradecer su colaboración. La primera y principal es el personaje central. Este libro es de ella. Yo me limité a ser su pluma. Otras personas de su entorno también resultaron claves para conocer, desde las entrañas de cada uno, lo que sintieron en cada momento.

    En cuanto a las correcciones, mi hermana Elena siempre me ayuda, es mi gran editora, y mi amiga Diana Alcócer puso su grano de arena, al igual que Germán Hernández. A los demás que colaboraron en algún momento, desde aquí les doy las gracias.

    * * *

    Hay nombres y lugares que debí cambiar por seguridad. No sé si conoceré el día en que se puedan revelar las verdaderas identidades sin poner a nadie en riesgo.

    Salud Hernández-Mora

    01

    10 de agosto, 1991

    Al despertar piensa en su hijo y siente unas inmensas ganas de abrazarlo. Se levanta, va a la habitación del niño y, aunque está dormido, lo saca cuidadosamente de la cama, lo aprieta contra su pecho y lo besa. El pequeño entreabre los ojos y vuelve a cerrarlos. Pablo lo acuesta, lo cubre con la sábana y sale. Cuando se baña y se alista, se dirige al garaje.

    Su perro, una mezcla de razas indescifrable, se acerca batiendo el rabo:

    −Cuídemelo mucho –le pide a María, la empleada doméstica.

    Antes de subir al carro, se mete el revólver en la cintura del pantalón gris, de lino, y lo cubre con la guayabera blanca. Espera que su esposa se acomode en su asiento y arranca.

    El día es soleado, Isabel afronta una apacible jornada sabatina en la Universidad de Cali. Mientras ella asiste a sus clases de Administración Educativa, Pablo practicará equitación en el Club Campestre.

    Dejan atrás El Retorno, la finca que Pablo Corsi compró al abuelo de su esposa quince años atrás, y toman la vía principal que conduce a la capital del Valle del Cauca, a 45 minutos de distancia por una buena carretera. Aunque suele hablar en el trayecto, esa mañana permanece en silencio, pendiente del tráfico y de las motos. Desde que sufriera un atentado dos años atrás, no las pierde de vista cuando se aproximan al vehículo.

    En aquella ocasión, una motocicleta alcanzó su carro y, en cuanto se puso a la altura de la ventanilla, el parrillero disparó. Tres balas se incrustaron en su brazo izquierdo y una en el hombro. Isabel, que lo acompañaba como de costumbre, se tiró al suelo y esquivó las balas. Esa reacción los salvó de la muerte porque Pablo se echó sobre su esposa, pensando que la habían herido, y los sicarios, al ver cómo ambos caían, no los remataron y huyeron.

    También ella, ante aquel recuerdo, se sobresalta al paso de las motos. Pero esa mañana no va pendiente de nada, solo piensa en su curso mientras se recrea mirando las verdes llanuras tapizadas de cañaduzales, un paisaje que nunca se cansa de contemplar.

    Transcurren apenas diez minutos cuando suenan varios disparos. Isabel ve un Mazda 323 que pasa a toda velocidad y, asomado a la ventanilla, un hombre de cara ancha, pelo negro, de unos 40 años, con una pistola en la mano. Al cruzarse las miradas, el sicario sonríe satisfecho, le apunta a la cabeza y aprieta el gatillo.

    Isabel, que hasta ese instante no es consciente de lo que está ocurriendo, se agacha por instinto, el disparo revienta el parabrisas y le roza la mano derecha. Pablo cae sobre su espalda y la camioneta, que avanza sin control, se sale de la carretera. Ella se incorpora para intentar frenar poniendo el pie sobre el pedal, por encima del de su esposo, pero no puede presionar bien. Por suerte, ruedan despacio y quedan clavados en una zanja.

    Se gira hacia Pablo y ve horrorizada que está inconsciente, con una herida en la cabeza. Baja y corre hacia su puerta. La abre y empuja el cuerpo de su esposo para ponerse al timón y trasladarlo urgente a un hospital. Le cuesta correrlo, es un hombre corpulento, pero lo empuja lo necesario para sentarse. Prende el motor y acelera. El carro no se desplaza un milímetro. Insiste una y otra vez, cada vez más nerviosa. Las llantas solo dan vueltas sobre sí mismas.

    Unos ciclistas se acercan a auxiliarla y un Nissan, con una pareja a bordo, parquea a su lado creyendo que se trata de un accidente. El conductor desciende a toda prisa y al verificar que la camioneta no saldrá de la zanja, mete a Pablo en la parte trasera de su jeep, ayudado por los deportistas. Antes de subirse al carro, Isabel recoge el radioteléfono que su esposo siempre lleva en la camioneta. Luego se sienta junto a Pablo y salen a toda velocidad hacia Cali.

    Sostiene con cuidado la cabeza de su marido y saca del bolsillo de la guayabera un pañuelo blanco. Con una mano le limpia la sangre que le brota por la nariz y con la otra coge el radioteléfono para avisar, a través de la operadora, a una ambulancia y a sus hermanos. La voz le tiembla, dirige la vista a la carretera y le parece que no avanzan.

    −¡Mande una ambulancia, mande una ambulancia, que hirieron a mi esposo! ¡Vamos hacia Cali! –repite deses­perada, casi a gritos. Se le atropellan las palabras al intentar describir lo ocurrido, a la operadora le cuesta entenderla.

    Al pasar por un control ordinario de la policía, les hacen señas para que se orillen. Un agente se asoma a la parte trasera del vehículo para inspeccionarlo.

    −El señor está muerto –sentencia sin atisbo de duda.

    −¡No está muerto! ¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡No nos detenga! ¡Déjenos seguir! –grita Isabel.

    El policía se encoge de hombros y hace una seña para que continúen. Instantes después, se cruzan con la ambulancia. En lugar de detenerse, da la vuelta y adelanta al jeep para abrirle camino puesto que ya están llegando a Cali. El sonido de la sirena altera aún más a Isabel.

    −¿Por qué no van más rápido? –pregunta, temblando de ansiedad.

    Por fin aparece el edificio del Hospital Departamental. Se dirigen a Urgencias. Un médico abre la puerta y echa una rápida ojeada a Pablo. Tiene el cráneo destrozado. Luego sabrán que recibió siete disparos.

    −Está muerto. Llévenlo al anfiteatro –indica de manera brusca.

    −No, no lo muevo de acá hasta que llegue alguien de mi familia –responde Isabel, haciendo un esfuerzo para que le salga la voz.

    −Está bien –concede el galeno–. Vayan por detrás al parqueadero y esperen allá –le indica al conductor.

    Esta vez Isabel no protesta. «Está muerto», repite sin ser consciente de lo que dice. «Está muerto». Las dos palabras que marcarán el resto de su existencia le han sacudido como un ciclón.

    Parquean y se acercan dos empleados del hospital, sacan el cadáver del carro y lo tienden en una camilla que dejan en el suelo. Los dueños del jeep se quedan junto a Isabel:

    −Tranquila, señora, que la acompañamos hasta que lleguen sus hermanos –le asegura la mujer.

    No pueden evitar mirar de soslayo al desconocido que recogieron. Ven el rostro blanquecino de un hombre que debió ser atractivo, el pelo gris con entradas, la frente ancha, la nariz recta, las manos grandes.

    Como por encanto, aparecen tres representantes de funerarias a disputarse el cadáver.

    −Señora, nosotros arreglamos al fallecido y nos encargamos de todo –ofrece uno. Otro corre a proponer el mismo servicio a un precio inferior.

    −¡Respeten mi dolor! ¡Lárguense de aquí! –les grita Isabel, indignada. Pero en realidad no sabe por qué se enfada. Buitres o amables, brutales o consideradas, todas las personas le dan igual. Le acaban de arrancar la vida de cuajo, ni siquiera tiene ganas de llorar.

    Por fin aparece Liliana, su única hermana, con la que está muy unida, y sus tres hermanos varones. La abrazan pero ella no derrama una lágrima, mira el cuerpo de Pablo y la imagen le parece irreal.

    −Tenemos que esperar a la policía y a la comisión judicial, por tratarse de un crimen –indica Jorge, el mayor. Entretanto, Liliana despide a la pareja de samaritanos y les agradece lo que hicieron por su hermana.

    −Supe que mi cuñado había muerto en el acto al encontrar en su asiento restos de sesos y huesos del cráneo –informa Jorge al agente del CTI que acaba de llegar y empieza a hacer preguntas después de mostrar su carné de investigador de la Fiscalía.

    −Yo estaba en la finca que administro, que queda en Caloto, y fui a su encuentro en cuanto me llamó mi hermana, pero ya iban de camino a Cali. Cuando vi la camioneta en la zanja, bajé a mirar.

    −¿Llevaban armas? –interroga el investigador, dirigiéndose a Isabel. Ella sigue en su nube, ha perdido la noción del tiempo, no es consciente de lo que hacen en ese lugar. Como una autó­mata, abre su bolso y saca el revólver de su esposo, envuelto en una pañoleta. Por alguna razón recordó que un ciclista lo vio sobre el asiento de Pablo y ella lo guardó.

    El agente vacía el cargador y comprueba que tiene todas las balas, nadie lo ha utilizado.

    −Jamás disparó mi esposo un solo tiro, no era de armas. Compró esa después del primer atentado creyendo que podría protegerse –aclara.

    No continúa porque en ese momento rememora las escenas de Pablo, llegando a casa con un revólver nuevo, confiado en que serviría de escudo y, después, con un empleado que hizo las veces de guardaespaldas, hasta que se aburrió de tener una sombra y lo despidió.

    −Por favor, señora, ¿nos puede contar qué pasó? –pregunta otro de los miembros del equipo del CTI. Isabel parece despertar de su letargo y lo increpa:

    −¿Ahora sí vienen ustedes a investigar? Con toda la ayuda que él pidió después del primer atentado y nunca se la dieron. ¿Para qué, si ya lo mataron?

    Aun así, relata lo ocurrido y contesta sin interés todos los interrogantes. La hacen sentir como una sospechosa más, pero ya no le importa nada, tiene la impresión de que se desliza hacia un abismo profundo y oscuro.

    Mira el reloj. Seis de la tarde. Han pasado diez horas desde el asesinato y comienza a embargarle una angustia insoportable. Se da cuenta de que ha perdido a Pablo para siempre, de que su hijo, de tan solo 15 meses, crecerá sin su papá y ella sin el hombre que ama.

    −No teníamos problemas, los dos somos independientes, caseros, amantes del campo, de los animales. Lo que a él le gustaba, a mí me gustaba, nos entendíamos muy bien, me ayudaba cantidades –le cuenta al investigador, resistiéndose a aceptar que ya todo es pasado, que el presente se esfumó.

    «¿Por qué no la mataron a ella también?», piensa. Hubiera querido irse con Pablo.

    Acaban los trámites con las autoridades y Liliana la conduce a la funeraria. El cadáver aún no ha llegado a la sala de velación. Su hermana le sugiere que se cambie.

    −Está toda ensangrentada. Le traje ropa de su casa.

    Se mira la falda y la blusa que lleva puestas y, por primera vez, nota la sangre pegada por todas partes y los zapatos embarrados.

    Junto a la sala que les han asignado, hay un dormitorio y un baño reservado para la familia del difunto. Se baña y se cambia. Sobre las nueve de la noche siente que la cabeza le estalla. Se mete al baño y vomita, aunque no ha comido nada en todo el día. Luego se acuesta sobre la cama.

    Duerme una hora y al despertar vuelve a la sala de velación, donde ya está el féretro. Pasa el resto de la noche viendo entrar y salir gentes que ese día le resultan indiferentes. Saluda y ni sabe a quién.

    Por la mañana, temprano, se deja llevar a casa de su hermana a vestirse de luto para el sepelio, programado para las diez. Sigue en su mundo de tinieblas, ajena a lo que ocurre a su alrededor. En el cementerio ve el cajón y le cuesta creer que dentro está Pablo. Echan tierra sobre el féretro, recibe abrazos y condolencias de personas que no logra distinguir y regresa a casa de Liliana. En un momento en que quedan a solas, Jorge la agarra de los brazos para que le preste atención.

    −Sé el dolor que estás sintiendo, pero mañana a las siete te estoy recogiendo para ir a la fábrica –le dice con la autoridad que le concede ser el mayor de los Velasco.

    Esa segunda noche le martilla una frase que Pablo solía decirle: «Mujer, cuídate, porque donde te pase algo yo me muero». Ella, sin embargo, nunca imaginó que pudiera ocurrirle algo a él, ni siquiera el día en que le suplicó, cuatro meses atrás, que saliera del país una temporada porque le alertaron de un plan para asesinarlo.

    −Dile a Pablo que lo van a matar, que se vaya de Caloto –advirtió un conocido con contactos en la policía. Al mediodía, en cuanto se encontraron en su casa para almorzar, se lo contó.

    −Si Dios me perdonó la vida una vez, el día que salga de aquí será con los pies para adelante, pero yo no tengo que huir como un delincuente. Ya estoy muy viejo para empezar la vida en otro país –le respondió su esposo.

    Ella no se dio por vencida y entre lágrimas le rogó que se fuera.

    −Amor, vete, andá a Alemania y aprovecha que te estás comprando un caballo allá. O vámonos juntos, acordate que tenemos un hijo. Sal del país que te van a matar. Hazlo por Daniel, así no lo hagas por mí.

    Pero él insistía en que no tenía por qué huir y no quería dejarlo todo botado.

    −Yo trabajo en lo que sea y salimos adelante, amor –volvió a implorarle.

    Pablo se mantuvo en su posición y ella terminó por ignorar la advertencia y el miedo, tal vez porque le resultaba imposible imaginar su existencia sin él.

    Eran tan felices juntos. Al repasar la vida que le acaban de arrebatar, rompe a llorar.

    02

    Se levanta abrumada por la incertidumbre. Inicia un nuevo camino desconocido, cargado de dolor y tristeza. Su hermano Jorge la recoge temprano para estar en la fábrica a las siete y media.

    En cuanto entra, siente una punzada en el estómago. La envuelve la presencia de Pablo y tiene que hacer un esfuerzo para sobreponerse. Le sorprende encontrar a su cuñado, Aldo. Pablo mantenía una buena relación con su único hermano varón, aunque se veían muy poco. Adoraba a sus dos sobrinos e, incluso, les pagaba el colegio porque Aldo no ganaba lo suficiente.

    Isabel lo saluda con frialdad. Se ha enterado que en el funeral comentó a los empleados que sería el nuevo gerente de la empresa. Se inventó que ella se iría a vivir a Bogotá con el niño.

    Pide a Jorge que convoque al personal y, cuando están reunidos, improvisa las palabras que supone que Pablo esperaría que pronunciara en ese momento.

    −La empresa va a continuar, necesito el apoyo de todos ustedes, no podemos dejar acabarla. Yo me pondré al frente, como quiso mi esposo que hiciera si le ocurría algo –dice con un nudo en la garganta, luchando por que le salgan las palabras. Pasea la vista por los rostros afligidos de los trabajadores y le resultan desconocidos porque nunca se había interesado por la planta de prefabricados. Solo se ocupaba de sacar adelante el colegio que tomó a su cargo cuando apenas tenía 18 años.

    −Tranquila, nosotros estamos con usted y la ayudamos –responde el encargado.

    Al escucharlo, Isabel no puede contener las lágrimas. Hubiera querido tragárselas, aparecer fuerte, segura, le cuesta aceptar que ahora ella ocupa el lugar de Pablo, que ya no lo tendrá jamás a su lado. Y le retumba la recomendación que le repitió hasta el cansancio: «Mujer, anda y aprende, porque el día que yo me muera dejas caer las cosas».

    Consciente de que no tiene nada que hacer ahí, que los trabajadores lo ignoran y están con la viuda, Aldo deja en la puerta del despacho de su hermano un pesado costal y desaparece sin despedirse. Nunca volverían a verse.

    Tras la breve reunión, Isabel se dirige a la oficina de su esposo. Al encontrar el costal en el piso, lo empuja con el pie hacia adentro, lo abre y encuentra los trofeos de equitación que había acumulado Pablo desde su niñez y que guardaba en la casa materna.

    Le indigna que su cuñado los hubiera metido de mala manera en una bolsa de concentrado, saca algunos y vuelve a guardarlos por no agitar su tristeza. Se sienta en el escritorio, abre un cajón y encuentra una foto de los tres tomada dos semanas antes de su muerte, en la finca. Pablo, con sombrero, sostiene en brazos a su hijo y mira a la cámara con un gesto de íntima satisfacción. Ella sonríe junto a los dos seres que más ama en la vida. Se le aguan los ojos pero se contiene para enfrascarse en repasar la contabilidad, los pedidos en marcha y después sale con Jorge para entrevistarse con los bancos.

    Su hermano la acompaña el primer mes. Ha pedido licencia en la finca que administra en Caloto para no dejarla sola y ayudarla a conocer el negocio. Desde niño aprendió las labores del campo en la finca de su abuelo y, en lugar de seguir estudiando al terminar el colegio, prefirió dejar los libros y dedicarse de lleno a la ganadería en su pueblo.

    A las ocho semanas, sumergida en la fábrica desde primera hora de la mañana hasta la noche, sin detenerse ni a comer, Isabel ya entiende a grandes rasgos su funcionamiento, aunque debe resolver problemas pendientes. «¿Por qué me dejaste sola con tantos enredos?», reprende a Pablo cuando las dificultades la abruman.

    Los fines de semana viaja a la finca que su abuelo bautizó El Retorno, nombre que Pablo no cambió cuando la adquirió, para supervisar el ganado de leche y ceba. Ha emprendido una loca carrera para cumplirle a él, para no decepcionarlo. Algunas noches sueña que le entrega las cuentas y le presenta informes de lo que hace, y otras se encierra en su habitación a llorar durante horas hasta que el cansancio la vence.

    Sin Pablo, ya no tiene vida, la realidad es insufrible, le cuesta amarrarse al mundo de los vivos. Ni siquiera se consuela con su hijo, al que ve solo a ratos. La abuela, también viuda, se fue a vivir con ellos para acompañarla y cuidar al nieto.

    Lo que no puede es continuar con la dirección del colegio puesto que sus hermanos la obligan a dejar Caloto y residir en Cali, temerosos de que los asesinos de Pablo pretendan matarla. Buscó una casa en un conjunto cerrado, cercana a la de su hermana, para tener al menos un patio con flores que contemplar. Nunca le gustó la ciudad, Cali le parece una mole de cemento fea, tórrida y caótica, pero se adapta resignada y le ayudan a soportarlo las idas semanales a la finca.

    Aunque copa las horas del día con la vorágine del trabajo, absorbida por completo por las obligaciones que se ha impuesto, no logra disipar la desgana por la vida. Es como una máquina que prendieran por la mañana. Anda porque tiene que andar, come porque le ponen delante la comida, trabaja para llenar las horas y no pensar a cada instante en la ausencia de Pablo. Nunca conversa con nadie que no sea por cuestiones laborales. Todo lo hace por obligación, no porque le interese seguir entre los vivos. Solo su hijo ahuyenta las ganas de cometer una locura.

    «Isabel, tienes que salir adelante por Daniel, no puedes dejarte ir», le animan sus hermanos y su madre a cada instante. Ella sabe que tienen razón, que se está marchitando. Debe luchar para seguir porque su hijo aún la necesita, y hace lo imposible porque ese único aliciente la sostenga.

    Mientras intenta en vano evadir la tristeza, no sabe que dos investigadores de la Fiscalía, enviados especialmente desde Bogotá, siguen sus pasos. La consideran a ella y a sus hermanos los principales sospechosos del crimen. Su familia política ha convencido a un fiscal de que la muerte fue obra de los Velasco para apropiarse de los bienes de Pablo.

    Una mañana recibe una llamada en su casa.

    −¿La señora Isabel Velasco?

    −Sí, a la orden.

    −Necesitamos hablar con usted, somos del CTI de Bogotá. Estamos investigando el asesinato de su marido. Mañana a las

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