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Católicos y perplejos: La Iglesia chilena en su hora más oscura
Católicos y perplejos: La Iglesia chilena en su hora más oscura
Católicos y perplejos: La Iglesia chilena en su hora más oscura
Libro electrónico205 páginas3 horas

Católicos y perplejos: La Iglesia chilena en su hora más oscura

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La visita del Papa Francisco a Chile impulsó un proceso de reflexión al interior de la Iglesia católica que continúa en pleno desarrollo. La crisis que terminó de destaparse el año 2018 sumió en el silencio y la perplejidad a gran parte de los católicos. Nadie sabe muy bien cómo enfrentar este escenario complejo y doloroso, que incluye reiterados casos de abusos sexuales y de conciencia, acusaciones de encubrimiento y la renuncia de la totalidad de los obispos del país. Frente a esta suerte de parálisis, 'Católicos y perplejos' surge como un intento de estimular la conversación de los católicos de a pie. No se trata de un libro sistemático ni de un listado de soluciones. Más bien recoge las inquietudes, preguntas e intuiciones -en forma de intercambio epistolar- de tres académicos que, en este contexto de crisis, han intentado iniciar un diálogo y compartirlo con sus lectores. "Tres católicos comparten su perplejidad ante la crisis de la Iglesia, recuperando el género epistolar en estos tiempos de la hipercomunicación soft. Un acierto."
Cristián Warnken "En los años que vienen, atendidos los estándares de transparencia que se han impuesto en la vida pública, lo que la Iglesia pueda conseguir tendrá que conseguirlo por abajo, desde la base social. Ya nunca más por arriba y mucho menos detrás de bambalinas."
Héctor Soto
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9789561423589
Católicos y perplejos: La Iglesia chilena en su hora más oscura

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    Católicos y perplejos - Claudio Alvarado R.

    CARTAS

    Un abrupto cambio de escenario

    Santiago, 7 de febrero de 2018

    Muy estimados Josefina y Claudio:

    Aprovecho la relativa calma de febrero para tratar de poner orden a tantas cosas que me han pasado por la mente en las últimas semanas. La visita del Papa nos ha mostrado desde una perspectiva distinta a la Iglesia, a Chile y también a nosotros mismos. Elijo el género epistolar, porque en febrero no será fácil sentarnos a conversar. Además, este estilo de comunicación me gusta y de esta forma ayudamos a mantenerlo vivo.

    En estas semanas, los católicos hemos experimentado ánimo y desánimo. Ya desde antes de la llegada de Francisco, sabíamos que esta visita iba a ser muy distinta de la que realizó Juan Pablo II en 1987. Habrán oído a sus padres, o a gente mayor que ustedes, que el problema entonces, para la gente joven, era conseguir entradas para el Estadio Nacional (un espacio para más de setenta mil personas antes de la remodelación). Las calles estaban repletas y no se hablaba de otra cosa. Con esto no pretendo ponerme retro, sino simplemente constatar un cambio. Por entonces, la jerarquía de la Iglesia tenía un enorme prestigio. Ciertamente, no faltaban las críticas, concretamente el reproche de que los curas se metían en política, como se decía entonces. Pero, con el tiempo, esa crítica perdió entidad, atendido que ese meterse en política había permitido salvar la vida de muchas personas.

    Ahora bien, la visita de Juan Pablo II no fue fácil. No me refiero solo al episodio de los disturbios en la misa del Parque O’Higgins. Ya el día anterior, en su discurso a los jóvenes en el Estadio Nacional, el Papa había experimentado un no de parte de un grupo de ellos, cuando preguntó si estaban dispuestos a abandonar diversos ídolos, incluido el del sexo, lo que causó su inmediata rebelión. Su reacción era comprensible, porque los jóvenes que, estratégicamente, se situaron a las espaldas del Papa no iban a oír el mensaje de un pastor; estaban allí, como al día siguiente en el Parque, por otra cosa. Quizás algunos de ellos no eran creyentes, pero estaban: sabían que en ese lugar y en ese momento la historia chilena se hallaba como concentrada, de modo que todo lo que hicieran iba a tener un impacto especial, aunque fuera confesar cuáles eran sus idolatrías más profundas. En cambio, mientras el papa Francisco se reunía con cuarenta mil jóvenes en Maipú, muchísimos de sus amigos, aunque fueran católicos, ni siquiera se plantearon la idea de asistir. Pensaban que la historia no pasaba por Maipú (un lugar simbólico, pues dos siglos antes allí se había definido la Independencia de Chile). Lo relevante para ellos quizá era la serie de Netflix que estaban viendo en ese momento. La Iglesia había dejado de ser importante para sus vidas, si es que alguna vez lo fue.

    Pero los cambios no se agotan ahí. La cuestión de la Iglesia en Chile y su jerarquía como sujetos históricos relevantes, tan clara en 1987, hoy carece de toda importancia, salvo por los casos de abuso que están inundando las noticias. Esto causa inquietud en algunas personas pertenecientes, particularmente, al ámbito eclesiástico. Como están siempre muy preocupadas de que la Iglesia navegue en las grandes corrientes que determinan la historia, y les aterra la posibilidad de quedar desfasadas, ven con decepción que en las últimas décadas los obispos chilenos hayan dejado de ocupar la primera página de los diarios y solo aparezcan a propósito de la crisis de los abusos. Aún antes de los escándalos, esa pérdida de protagonismo episcopal los llevaba a diagnosticar que la Iglesia estaba en crisis, puesto que los obispos hoy no ejercen un liderazgo social semejante al de antaño. En efecto, ya no se discute acaloradamente sobre sus cartas pastorales; ni tampoco llevan a cabo iniciativas históricas, como la del cardenal Fresno con el Acuerdo Nacional para la transición, en 1985. Por su parte, los más conservadores también comparten ese tono lastimero. Ellos recuerdan los tiempos en que la gente dejaba pasar adelante al cura en las filas, o no se le cobraba el boleto en los viejos buses que componían nuestro transporte colectivo. Hoy, en cambio, incluso los insultan. En otra época, una agresión semejante habría despertado la ira de los clérigos ofendidos, así como una indignada solidaridad de la gente que se encontrara alrededor. En la actualidad ni siquiera les provoca eso: simplemente produce desánimo o indiferencia. Un cura contaba que, hace unos días, vio venir por la vereda a una viejita con aire muy simpático. Menos mal que todavía quedan esas viejitas, pensó. Pero, cuando pasó a su lado, la simpática viejita le dijo en voz baja: ¡Pedófilo!.

    Como pueden ver, el contraste entre el pasado y el presente resulta chocante. Cuando en marzo de 1990 el país retornó a la democracia, la Iglesia católica en Chile parecía vivir en el mejor de los mundos: era una de las instituciones de mayor prestigio en la sociedad; había contribuido a una transición pacífica a la normalidad política; estaba dotada de un inmenso reconocimiento por su defensa de los derechos humanos, y actuaba en una sociedad que en muchos sentidos tenía una clara impronta cristiana, incluso católica. Hoy, tres décadas después, el panorama se presenta muy diferente. La gratitud de la izquierda por la protección recibida ha sido sepultada por el tiempo (cuando no, olvidada); las generaciones han cambiado y no existe nadie en el espectro político nacional que piense que tiene algún tipo de deuda para con la Iglesia. Tanto es así, que en los últimos años hemos visto brotar manifestaciones no solo de indiferencia, sino incluso de antirreligiosidad antes impensables en Chile, como esa vez que un grupo interrumpió una misa en la Catedral de Santiago o cuando se han destruido imágenes religiosas. Esto no sucede todos los días, pero manifiesta el tipo de realidades que enfrentamos. El tono mismo de cierta prensa habría sido inconcebible hace unas décadas y habría escandalizado a los masones de la época de los Gobiernos radicales.

    Por otra parte, da la impresión de que la Iglesia en Chile estaba preparada para todo, menos para experimentar una crisis tan profunda como la que ha tenido lugar en estos años con el descubrimiento de los abusos sexuales. Se trata de una crisis que implica una traición esencial a su tarea y a su compromiso, y que lógicamente ha afectado la confianza misma en el sacerdocio. Con eso, ha removido el puente humano que llevaba a muchos hombres a la fe. Al contarles esto, se me viene a la memoria un episodio de la vida del gran actor sir Alec Guiness que marcó el inicio de su conversión al catolicismo. Estaba en Francia, filmando una de las historias de Chesterton acerca del Padre Brown, a quien debía interpretar. En una pausa de la filmación sale a pasear, vestido de sacerdote. En el camino se encuentra con un niño francés, que le habla en ese idioma (que él no entiende), le toma la mano y lo acompaña a su destino, con gran confianza. Años después diría: Reflexioné que una Iglesia que podría inspirar tanta confianza en un niño, haciendo a los sacerdotes tan fácilmente accesibles, incluso cuando eran desconocidos, no podía ser tan intrigante o tan espeluznante como tantas veces se la presentaba. Empecé a sacudirme los prejuicios que por tanto tiempo me habían enseñado y yo había absorbido. Para Guiness, la confianza en el sacerdote fue el camino al catolicismo. Hoy, muchas veces sucede lo contrario: frente a los casos de abuso, esta confianza básica en el sacerdocio parece haberse esfumado.

    El escenario, entonces, ha cambiado dramáticamente en pocos años. Frente a esta situación, presenciamos un cierto desconcierto, especialmente en el caso de los sacerdotes y obispos. Resulta entendible, pues han perdido, de un momento a otro, la base humana (sociológica) que servía de apoyo a su actuar. Pero es menos comprensible si se tiene en cuenta que, de acuerdo con la fe que profesan, su acción debería tener su fundamento en una roca mucho más sólida que el prestigio social del cual han gozado por largo tiempo.

    El pesimismo de muchos católicos ha crecido también por otras razones, particularmente como consecuencia de algunas derrotas culturales que han experimentado los cristianos; la más significativa de ellas es la reciente legalización del aborto. Además, por todas partes vemos el avance de la secularización: el abuelo era un católico muy comprometido, estaba integrado en su parroquia y buscaba una expresión social para su fe. Él vibraba al cantar con otros democratacristianos Brilla el sol de nuestra juventud, y soñaba con un país distinto gracias a la Revolución en libertad de Eduardo Frei Montalva. El nieto, en cambio, no cree ni en Marx, y vive en una mezcla de anarquismo y marihuana. De ahí que no pueda extrañarnos mucho cuando vemos a tantos católicos de cara larga. Recuerdan la vieja pregunta del Padre Hurtado: ¿Es Chile un país católico?.

    Ni siquiera parece quedar el recurso de los pobres, que entregaba mística y prestigio social a los católicos que se preocupaban por ellos. Se tiene la impresión de que con el progreso económico los pobres se han ido esfumando. Sucedió como con los derechos humanos: ya no constituyen un problema central, de modo que la Iglesia se volvió superflua para muchas personas. Muchos pobres dejaron de serlo y se olvidaron de la Iglesia, parecen pensar ciertos católicos con amargura. Los miran de manera semejante a esa izquierda que habla de fachos pobres para referirse a los que votaron por Piñera en la última elección presidencial.

    Capítulo aparte es la baja de vocaciones. Chile nunca tuvo sacerdotes en exceso, en parte porque nos habíamos acostumbrado a recibir clero y religiosos extranjeros. Este subsidio produjo un cierto aletargamiento, que hoy se paga caro.

    A todo lo anterior, hay que sumar la pérdida de confianza y apego a las instituciones, una nota propia de nuestra época. Sus causas son muy variadas. Van desde la crítica a la que fueron sometidas las instituciones por la filosofía de mayo 68, cuyos efectos aún perduran, hasta el triste espectáculo que dan muchos de sus representantes en una época como la actual, donde la gente valora muy especialmente la coherencia y rechaza que haya autoridades que parecen entender las instituciones como un instrumento para sus propios intereses. Este clima anti institucional nos afecta especialmente a los católicos porque, a diferencia de los protestantes, tenemos una estructura institucional muy marcada. Es verdad que puede haber cambios, como el proceso de descentralización que está impulsando el papa Francisco, pero nosotros creemos que Jesús hizo a su Iglesia jerárquica: los apóstoles tienen una función y reciben unos poderes de los que nosotros, los católicos de a pie, no participamos. Habrá que lidiar con este aire de los tiempos, y es lo que ha intentado Francisco en su lucha contra el clericalismo, que es una inadecuada comprensión del carácter institucional de la Iglesia. Pero no se puede cambiar aquello que es esencial sin traicionar el mandato de Jesús. La concepción jerárquica de la Iglesia nos ha ahorrado muchos dolores de cabeza, entre ellos la división que afecta a nuestros hermanos protestantes, pero no podemos negar que también va acompañada de problemas.

    Ahora bien, pese a todo lo que les digo, una cosa que me llama la atención de los nostálgicos que añoran el pasado es su idealización del mismo. Chile y la Iglesia han cambiado mucho, pero no todo ha sido para peor. Creo que la visita de Francisco, bien miradas las cosas, también permite reparar en esto. Pero ya me he alargado mucho, y por eso prefiero dejarlo para otra ocasión.

    Los saluda,

    Joaquín

    La visita de Francisco

    Santiago, 9 de febrero de 2017

    Queridos JGH y Jo:

    Aunque no comparto su aparente crítica a Netflix, me alegra recibir esta carta de JGH. No solo porque me permite introducirme en el género epistolar, tan infrecuente en mi generación, sino sobre todo por lo oportuna que resulta. Es indudable que la visita del papa Francisco dejó en muchas personas –en varios amigos, en nosotros mismos– una sensación ambivalente, que exige una reflexión. Después de todo, nada de lo ocurrido es trivial, comenzando por el solo hecho de la visita. A veces se nos olvida que muy ocasionalmente viene un Obispo de Roma por estos lados (de hecho, Francisco aún no visita su tierra natal, ¿se les ocurre por qué habrá preferido Chile antes que Argentina?). Pero si además le agregamos las particulares circunstancias y reacciones que generó su paso por nuestro país, es claro que urge un serio esfuerzo de comprensión. Y creo no exagerar al decir que esa tarea debiera importar no solo a quienes somos católicos, sino también a todos los que aprecian el legado histórico y cultural del cristianismo. Tal como reconoce Manfred Svensson –no sin pesar– en su reciente intercambio epistolar con Joaquín¹, el Papa es, al menos de facto, la voz más visible del cristianismo a nivel mundial. En ese sentido, comparto la apuesta de JGH: debemos comenzar preguntándonos cómo estábamos los chilenos a la hora de recibir al Papa. Como decían los medievales, el modo en que está dispuesto un continente es crucial al momento de recibir un determinado contenido. Y en este caso, el continente éramos nosotros, los chilenos del siglo XXI, del Chile postransición, como se le ha denominado. Esta clave de lectura se ha utilizado para otro tipo de hechos, estrictamente políticos, pero también resulta relevante para todo lo que ha venido sucediendo en el país durante las últimas décadas. Sobran diagnósticos sobre la situación actual: Ernesto Ottone habla de un nuevo ciclo político, Carlos Ruiz de la vuelta de la sociedad y la precarización laboral de los chilenos bajo el neoliberalismo, Daniel Mansuy de la ruptura de los consensos y la agonía de la transición, Carlos Peña de una nueva cuestión social surgida al alero de la acelerada modernización capitalista, etc. Y todos ellos, pese a sus diferencias, coinciden en poner sobre la mesa los enormes cambios que ha sufrido Chile desde 1990 a la fecha, cualquiera sea el índice o parámetro que utilicemos, ya sea en materia política, económica o social.

    A veces me llama la atención que se pierda de vista esta realidad. Por ejemplo, cuando hablo de política con amigos no demasiado mayores, ellos siguen pensando las cosas principalmente en función de Pinochet/Allende o la lógica del y el No. Obviamente esos hechos seguirán repercutiendo por muchos años: como decía Octavio Paz en El laberinto de la soledad, las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aún las más antiguas, manan sangre todavía. Pero de ahí a pensar que los clivajes o criterios de análisis decisivos continúan siendo los mismos que hace veinte o treinta años, hay una distancia importante. Lo ejemplifico así: en mi caso, el interés por la política se desarrolló entre lo que podríamos llamar dos revoluciones, pero no aquellas comprendidas por las planificaciones globales descritas por Mario Góngora, sino entre la revolución pingüina del 2006 y el movimiento estudiantil del 2011. Quizás pareciera que me estoy yendo por las ramas, pero creo que esta variable tiene mucho que ver con el modo en que se desarrolló la reciente visita del Papa. Todo lo que pasó guarda directa relación no solo con la situación actual de la Iglesia, sino también con las luces y sombras del Chile de

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