Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Juan De Dios Vial Correa: Pasión por la universidad
Juan De Dios Vial Correa: Pasión por la universidad
Juan De Dios Vial Correa: Pasión por la universidad
Libro electrónico705 páginas17 horas

Juan De Dios Vial Correa: Pasión por la universidad

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La Pontificia Universidad Católica de Chile ha llegado a ser una de las más importantes en América Latina en las últimas décadas. Esto se debe al trabajo de mucha gente, entre otros, al de quien fuera su rector entre 1985 y el 2000: el médico Juan de Dios Vial Correa. El presente libro incluye una selección de artículos, discursos, entrevistas y cartas, tanto de su periodo en la rectoría como de los años previos y posteriores al ejercicio de ese cargo. A través de ellos aparecen temas de la mayor relevancia, como la reforma universitaria, la importancia de las universidades católicas para el país, el valor de la ciencia y la formación de jóvenes, aspectos del magisterio de la Iglesia Católica o los desafíos del sistema universitario chileno. En estas áreas Vial fue testigo y actor de una época crucial y de grandes cambios en Chile. Este libro permite conocer el pensamiento universitario y social del rector Vial, así como nos adentra en la evolución de la Universidad Católica en las últimas décadas del siglo XX. El trabajo cuenta con un estudio preliminar del historiador Alejandro San Francisco, quien también realizó la edición de la presente obra.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento9 jul 1905
ISBN9789561421936
Juan De Dios Vial Correa: Pasión por la universidad

Relacionado con Juan De Dios Vial Correa

Libros electrónicos relacionados

Ciencias sociales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Juan De Dios Vial Correa

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Juan De Dios Vial Correa - Alejandro San Francisco

    país.

    PRIMERA PARTE

    En la Facultad de Medicina

    CAPÍTULO 1

    Las ciencias y la universidad

    *79

    Hay un hecho paradójico en el estado actual de las ciencias en las universidades chilenas. En muy pocos años ha surgido en ellas una intensa actividad científica: se han creado multitud de laboratorios y se han destinado sumas nada despreciables a contratar docentes e investigadores y a cubrir los gastos de su trabajo. Los resultados de este esfuerzo están a la vista: investigaciones realizadas en el país llegan a publicarse en los más exigentes periódicos internacionales, las instituciones extranjeras vienen en ayuda de esta labor; y, por fin, hombres de ciencia chilenos que deciden ausentarse del país, hallan fuera de él situaciones que hablan a las claras del respeto y consideración que sus méritos les han granjeado. Sin embargo, y he aquí la paradoja, bajo esta superficie halagüeño aspecto, se esconde un mundo agitado por el desconcierto y la frustración y dominado por un desánimo que parece inexplicable después de la descripción que ha bosquejado. Los hombres de ciencia parecen a menudo estar convencidos de que no están entregados a su auténtica tarea y de que la mayor parte de sus esfuerzos son estériles. Expresión de este clima espiritual es una disposición a la protesta y a la crítica, un inconformismo no libre de injusticias. Esta actitud es perjudicial para la quieta concentración que demanda el cultivo de la ciencia y viene, por lo mismo, a transformarse en un factor que agrava todavía el problema.

    Se podría a decir que he cargado con exceso las tintas sombrías de este cuadro. Estoy seguro, sin embargo, de que hoy hallaría sin dificultad en Santiago un medio centenar de hombres de ciencia de reconocida calidad que coincidirían conmigo. Si se piensa cuán escasos son los que, en Chile, se dedican a la Ciencia, esta cifra se hace en verdad inquietante. Y si no podemos cerrar los ojos a un problema de tal magnitud, menos aún podríamos descalificar a los que así sienten, poniendo en duda su ecuanimidad o sus intenciones. Puede ser cómodo, pero es peligroso, achacar el estado de ánimo que he descrito a las inquietudes juveniles de quienes no son ya tan jóvenes, o a la ambición de hombres que profesan no pedir otra cosa que la oportunidad de trabajar mejor.

    Creo que la verdad es otra. Nuestras universidades no saben valorar a la ciencia. Esto no significa, por supuesto, que no hay en ellas muchos individuos que lo sepan; ni siquiera que no ocupen ellos cargos directivos de importancia. Por fortuna, contamos con muchos universitarios de buena voluntad que quisieron fomentar el desarrollo de la ciencia, y que consagran a este anhelo una dosis muy grande de talento y de paciencia. Pero, así y todo, es innegable que en las universidades chilenas la ciencia sigue siendo concebida como actividad subordinada a otros fines, los que aparecen más importantes y urgentes.

    Más claro resultará esto si echamos una ojeada a las circunstancias históricas en las que se ha desarrollado la ciencia entre nosotros. Si nos referimos a ella como empresa colectiva que se manifiesta en un esfuerzo continuado de investigación, y en la iniciación de generaciones jóvenes a la disciplina científica, nos encontraremos con que ella ha crecido solo en los últimos años, y siempre cobijada en las facultades profesionales. En esta forma han servido las Facultades de Medicina para las Ciencias Biológicas y las de Ingeniería para muchas ramas de la Física y de las Matemáticas. En menor grado, otras Facultades han creado y mantenido pequeños núcleos de trabajo científico.

    Este proceso ha obedecido a un imperativo de la formación profesional. La noción misma de profesional universitario implica la dedicación a un quehacer fundado en la ciencia; en ello se distinguirá su acción de la del práctico. El ejemplo de las naciones más adelantadas muestra a las claras que una formación científica sólida es la mejor garantía de un ejercicio profesional eficaz. Y el reconocimiento de este hecho ha llevado a las Facultades más pujantes y progresistas a otorgar una importancia cada vez mayor a la formación científica elemental de sus alumnos, lo que, en la jerga universitaria de hoy, se llaman los ramos básicos. De a poco se ha ido comprendiendo además que, para que este empeño no resulte frustrado, los alumnos han de tener acceso, más que a un acopio de información, a un hábito de pensamiento que es lo más propio de la actividad científica. Sin él, ninguna cantidad de datos es verdaderamente Ciencia, y el objetivo mismo del esfuerzo docente resulta frustrado. Pero para que pueda transmitirse este espíritu de la Ciencia a los alumnos, se requiere que el docente esté impregnado de él. La alternativa sería entregar la instrucción científica a repetidores mediocres de ideas ajenas, quienes podrán a lo sumo exhibir una caricatura de ciencia, una doctrina chata y banal, apenas redimida en ocasiones por una sistematización elegante u otros trucos pedagógicos.

    Así ha nacido, dentro de la Facultad profesional, un grupo de individuos dedicados a la ciencia. En torno a ellos ha crecido un aparato administrativo destinado a sustentar su labor; se han dotado centros de trabajo y se ha buscado para ellos las ayudas financieras necesarias. La justificación principal de esfuerzo ha sido, en cada caso, la necesidad de mantener la enseñanza elemental de los ramos científicos en un nivel adecuado.

    Este proceso ha traído adelantos que son dignos de todo elogio. Pero debemos comprender que él encierra desde sus planteamientos iniciales algunas contradicciones que se harán tanto más aparentes cuanto mayor sea el grado de éxito que alcance. El organismo científico que apareció en la Facultad profesional tiene sus leyes de desarrollo propias, sus necesidades peculiares a cuya satisfacción deberá tender. Tales tendencias son sin duda armonizables, pero no son de ninguna manera idénticas con las de la facultad profesional que le dio origen. Cuanto más nutrido y maduro sea el grupo de científicos, cuanto más definidas sean sus fisionomías espirituales, tanto más nítida será la conciencia de la disparidad que existe entre sus más fundamentales objetivos y los de sus colegas profesionales.

    En más de algún sitio se ha pasado ya del problema al conflicto. Es por esto que importa aclarar cuáles son los aspectos negativos de la situación actual, aún a riesgo de aparecer injusto al relegar a segundo plano lo mucho y muy valioso que en este campo se ha hecho. Al insistir sobre los defectos, no quiero otra cosa que señalar las fallas que cualquiera organización universitaria deberá procurar evitar en el futuro. No quiero cargar este artículo con ejemplos circunstanciados de cada uno de los problemas que paso a enumerar; pero estoy seguro de que cualquiera que se halle un poco adentrado en este asunto, reconocerá sin dificultad muchos casos tomados de nuestra vida universitaria.

    La actividad científica se halla dispersa en la universidad. Esta dispersión alcanzó al extremo de lo grotesco si se la compara con los escasos medios materiales y el cortísimo número de hombres bien entrenados de que se dispone. Centros dedicados a la misma disciplina trabajan sin conexiones entre sí, sin posibilidades reales de compartir equipos o intercambiar experiencias. Se frustra así el desarrollo de laboratorios que sean realmente bien dotados, provistos de los equipos, servicios técnicos y de biblioteca que puedan acomodarse al carácter de una investigación moderna. Grupos pequeños en número, aislados y mal provistos de material y de dinero, se debaten además en el espeso mar de una burocracia asfixiante, insertados en una organización que no fue nunca pensaba en función de la labor creadora de la ciencia. Se comprende entonces que estas unidades lleven muchas veces una existencia mortecina, muy por debajo de las posibilidades reales de sus integrantes.

    Compañero de esta dispersión es el carácter fragmentario e incompleto del desarrollo científico. El progreso de una disciplina exige el adelanto paralelo de otras. Hay un carácter orgánico en el desarrollo del saber y él debe ser respetado, si se quiere asegurar a la ciencia una vida plena y fecunda. Para el trabajo de un grupo de científicos puede ser indispensable el fomento y desarrollo de líneas de investigación que no tengan la menor relación con los objetivos de la Facultad profesional en la cual se hallan incluidos. Para citólogos, fisiológicos y bioquímicos puede llegar a ser necesaria la presencia madura de botánicos, biofísicos y fisicoquímicos o especialistas en diversas ramas de la química orgánica, pero es impensable que una Facultad de Medicina, por ejemplo, pudiera llegar a albergar a todas estas disciplinas; y sería igualmente absurdo pedirles a los hombres de ciencia que esperen pacientemente hasta que alguna otra Facultad profesional se decida a impulsar las ramas de la ciencia que ellos necesitan con urgencia para fecundar su propio trabajo.

    La necesidad ha llevado en más de una ocasión a Facultades profesionales a fomentar un desarrollo que dista mucho de inscribirse dentro de sus finalidades específicas. Han querido tomar así un rol de suplencia y paliar hasta donde les fuera posible las consecuencias deplorables de la excesiva fragmentación de la actividad científica. Por una especie de tendencia espontánea de desarrollo, procuran estas facultades transformarse en pequeñas universidades, mientras siguen reducidas a formar algunos contados tipos de profesionales. Esta es obviamente una solución dispendiosa que solo será posible en un número muy pequeño de Facultades dentro de cada universidad. Mientras más poderosas se haga las facultades que han tomado ventaja en esta carrera, mayor será su tendencia a crecer, y más bajo en proporción el nivel que puedan alcanzar las Facultades no favorecidas. Se crea por necesidad un desequilibrio, como fuente peligrosa de resentimiento y tensiones. Así, aunque este desarrollo inarmónico obedezca a intenciones muy respetables, no puede decirse que él sea una solución definitiva, pues no será posible aceptar el establecimiento oficial de áreas de subdesarrollo intelectual dentro de una Universidad.

    Una consecuencia inesperada de esta situación, ha solido ser el descuido de las ciencias propias de cada profesión. En más de una ocasión, y especialmente entre los alumnos, este descuido ha sido canonizado, habiéndosele incorporado a una concepción muy particular de la Universidad. Para este modo de ver, coexisten en ella, las Ciencias puras, y Tecnologías, o actividades ordenadas a la práctica. Así, la bioquímica sería una ciencia y la medicina una técnica. Para la primera, regirían las leyes de organización propias del hacer científico, y la labor de investigación le sería eminentemente necesaria. Para la segunda en cambio, se exige una orientación dictada por los requerimientos de la práctica. Hay muchas personas que, preguntadas por la actividad científica de una Facultad de Medicina, pensarán instintivamente en los ramos básicos, algunos de los cuales poco o nada tienen que ver con la medicina. Y, sin embargo, la ciencia propia y fundamental en este caso, no es la Fisiología Celular, sino la Medicina misma; y una Facultad que no impulse con sus mejores energías el progreso de la investigación en su propio campo perderá rápidamente su carácter universitario y su posibilidad de decir una palabra original y creadora en el desarrollo cultural del país. La universidad que así claudique llegará a ser sustituida en este aspecto por entidades extrañas a ella. Los proyectos de Servicio Nacional de Salud de la CORFO o del Ministerio de Educación serán determinantes absolutos de sus estudios de Medicina, Ingeniería o Pedagogía, y en vez de un diálogo fructífero con las otras instituciones nacionales, podrá solo servir de instrumento, a menudo ineficaz, de intenciones ajenas.

    Hay otro problema que surge de la organización actual de las Ciencias, y es el de la trivialización de la enseñanza científica. Por mucho que se hable de la importancia de los llamados ramos básicos en una Facultad profesional, no puede negarse que la enseñanza impartida en ellos es elemental, y que, para un docente medianamente experimentado, no significa un esfuerzo de verdadera y decisiva exigencia. La docencia avanzada está casi excluida en este sistema. Solo se les podrá impartir a aquellos contadísimos individuos que, una vez obteniendo su título profesional, optan por una carrera científica. De aquí proviene lo bajo de la tasa de crecimiento del grupo de hombres de ciencia en el país. En verdad, si las autoridades universitarias pesaran en toda su gravedad este problema, adoptarían medidas de emergencia para afrontarlo. El enorme aumento de la población estudiantil, por un lado, y el crecimiento y diferenciación en la vida nacional, por otro, exigen a las universidades un aumento de su capacidad, no solo en cuanto al número de estudiantes, sino, y muy esencialmente, en cuanto al número y variedad de las posibles carreras. Si no se quiere perpetrar un verdadero engaño a la nación, esta tarea demandará la presencia de un número muy crecido de docentes que hayan recibido una excelente formación científica. La formación de estos cuadros supone un esfuerzo concentrado y en gran escala. Si él no se emprende de una vez, nuestro sistema universitario entrará a corto plazo en una gravísima crisis.

    Una actividad científica reducida, dispersa y fragmentaria; una enseñanza científica que se detiene en un nivel casi elemental. ¿Es posible que sean esos los medios que utiliza la Universidad para proclamar públicamente el valor trascendental del saber? Ese testimonio es obligación irrenunciable de la Universidad. Si ella no lo da, ¿quién podrá hacerlo? ¿Qué sitio podrán ocupar en el alma colectiva de la nación los mejores valores del espíritu, si los encargados de programarlos los ignoran o callan? Es un hecho que en Chile ese testimonio falta y, como consecuencia, se está engendrando una repugnante chatedad espiritual. Y, si no creemos, preguntémosle a un muchacho que entró a la universidad cuál es el sitio que en ella ocupa la ciencia. No podrá sino verla como una actividad subordinada, justificada por fines extrínsecos a ella; y en la mayor parte de los casos, la idea de dedicarse al cultivo del saber le parecerá cosa poco mejor que una rareza.

    Creo que esta reflexión nos pone ante el corazón del problema. Se trata de una cuestión de valores. Nuestras universidades se han construido tratando a la Ciencia como una cosa accesoria, o sea, relegando a segundo término aquello que constituye su misión más propia y específica, casi su razón de existir. De tan destinada valoración solo pueden surgir los frutos más funestos. Y mucho más urgente que el planteamiento de cambios de estructura, es determinar la alteración radical en la escala de valores, que colocará a la ciencia en el sitio central que le corresponde. Consecuencia de este cambio será la organización que respete la unidad de la ciencia y que la articule adecuadamente con las actividades profesionales, tanto al nivel de los estudios básicos como al de la investigación científica.

    Por fortuna, se ven ya surgir, en muchas partes, intentos saludables de mejorar la situación. Ellos se traducen en la toma progresiva de conciencia que hace la Universidad del problema. Para que estos esfuerzos no se frustren por la incomprensión de unos o la inexperiencia de otros, será necesario aunar el trabajo de muchos hombres de distinta formación y procedencia: directivas de universidades, administradores, profesionales y hombres de ciencia. Parece lógico pedir que el rol principal de esta empresa corresponda a estos últimos: son ellos, al fin y al cabo, quienes mejor pueden comprender los problemas de su propio desarrollo.

    Esto parece obvio, pero no lo es tanto. Por las mismas condiciones defectuosas que he venido analizando, resulta que nuestros grupos de científicos son por lo regular pequeños, compuestos en buena parte por gente joven y alejada del mundo de la influencia y el poder. Son a menudo poco hábiles en problemas administrativos y, sometidos, cómo se hallan, a condiciones precarias de trabajo, no pueden consagrarse al mismo tiempo a una labor de organización a gran escala. No sería difícil enumerar unos cuantos fracasos atribuidos a estos defectos; y no se puede condenar a quienes se muestran reacios a entregar esta tarea exclusivamente en manos de los hombres de ciencia.

    Este esteticismo es muy evidente en algunos grupos profesionales poderosos e influyentes, que estiman necesario tomar ellos mismos la tarea de dirigir y planear el desarrollo de la Ciencia durante lo que podría llamarse la minoría de edad de esta última. Hay, sin embargo, un peligro en sustituir sin más la jerarquía del saber por la de la eficacia inmediata. Hay una larga experiencia chilena en fracasos debidos a este error de confiar la dirección superior de actividades científicas a personas ajenas a la ciencia. El país está sembrado de los costosos e inútiles monumentos a tales iniciativas: grandes edificios, costosos equipos que han llegado a ser inservibles; planes y proyectos que despertaron ilusiones y que hoy duermen un sueño polvoriento en los archivos de alguna institución.

    Plantear este asunto como una cuestión de competencia de poderes sería empero confesar el fracaso antes de comenzar la lucha. Solo un ánimo generoso y una firme decisión, podrán dar cima esta tarea, uniendo la exigencia de una organización fuerte y eficaz con el delicado respecto al libre desarrollo del espíritu.

    CAPÍTULO 2

    Discurso en la entrega de títulos de la Universidad Católica

    *80

    Señor Rector, señores miembros del Consejo Superior, señores profesores, exalumnos y alumnas, señoras, señores:

    Nos hemos reunido para asistir a la entrega de diplomas de los egresados de varias Facultades de la Universidad. Ellos ponen así término oficial a sus vidas de estudiantes, y queremos despedirlos en el comienzo de su actividad profesional. Son ellos, en cierto modo, dueños de esta fiesta, y es a ellos a quienes quiero dirigirme especialmente.

    ¿Por qué damos la solemnidad a este acto? No debe ser solo una costumbre ya establecida: nuestra época no es propicia a la perpetuación de las formalidades vacías ¿Qué es lo que queremos significar esta

    tarde?

    Como toda obra humana, la Universidad está siendo juzgada constantemente. Debe acreditar su labor y mostrar su fecundidad ante sí misma y ante toda la comunidad. En un aspecto muy especial, la obra de la universidad son ustedes. Por eso, su partida implica hacer patente al fruto de nuestro esfuerzo, ofreciéndolo a la prueba; y esto es lo que hacemos hoy solemnemente, con angustia y esperanza.

    La universidad enfrenta un mundo difícil. Todas las realidades espirituales se nos dan hoy día en forma problemática. Ni las instituciones ni las ideas se entregan y reciben por confiada costumbre. No nos es lícito formularnos esquemas sobre el mundo en el que les toca actuar a ustedes y, menos aún, sobre el que estará configurado en los años en que, en la plenitud de su actividad profesional, lleguen ustedes ejercer una influencia decisiva en la sociedad.

    No entregamos hoy un producto acabado, que tenga listo un lugar dentro de un conjunto estático o tradicional. Ustedes son un germen, una semilla que se probará en su acción, en su vitalidad, en su fecundidad. No serán entonces sus conocimientos o capacidades de hoy los que permitan juzgar nuestra labor de estos años. Será, por el contrario, la manera en la que ustedes lleven una actitud intelectual creadora al mundo contradictorio y cambiante en el que les tocará vivir. Si son capaces de no cansarse nunca de buscar razón y fundamento para su acción; si logran mantenerse alerta sin adormecerse en el prejuicio o la rutina; y continúan por todas sus vidas el proceso de la formación intelectual, por un estudio permanente de los problemas que plantee su acción profesional, entonces habrán merecido el título de profesionales universitarios, y nuestra obra en ustedes no habrá sido vana. Esa tarea es difícil, pero no pueden sustraerse de ella. Es el servicio que, muchas veces sin saberlo, espera de ustedes la comunidad. No se hagan ilusiones de que podrán aportarle algo, si le niegan esto.

    La formación intelectual universitaria, crítica, rigurosa, comprometida a desentrañar la verdad en cada paso, exigente en cuanto a la fundamentación teórica de la actividad práctica, es un camino de liberación para el espíritu humano. Quienes han recibido esa vocación y le son fieles adquieren una posibilidad de pleno despliegue de su personalidad humana, y se hacen capaces del servicio a todos los hombres, no en un espíritu de rutina y cobardía, sino como un acto puro, libre, gratuito de amor. Si ustedes lo viven así, prolongarán la parte mejor de la universidad, en la que quisiéramos buscar la liberación del hombre, para que, libre, sirva.

    La libertad se conquista. Ella no es tanto un derecho nuestro cuanto un valor que estamos en el deber de alcanzar; y esto no puede hacerse sin renuncia, sin riesgo de soledad y de fracaso. Pero al acometer tan pesada empresa, tomen conciencia de que lo que hoy reciben es, ciertamente, un privilegio. Muchos que habrían sido capaces de alcanzarlo, se han visto privados de él. Por eso, esta tarde, junto con su título se les entrega formalmente una responsabilidad que ya no pueden rehuir y un honor que deben tratar de merecer.

    Este compromiso de servicio en libertad, adquiere un carácter urgente y sagrado para esta Universidad por el hecho de llamarse católica. Insistir sobre esta denominación no es restringirse a la Universidad ni limitar su acción. La Iglesia es la prolongación del supremo acto de libre servicio hecho a los hombres: el signo vivo, permanente y eficaz de que Dios nos ha amado y hasta el último extremo. Por la misma fuerza de ese acto de servicio y amor, hemos sido llamados a una obra que trasciende de lejos nuestras perspectivas humanas: a colaborar con universitarios y profesionales en la transformación del mundo según el Espíritu que anima a la Revelación cristiana. A los ojos de la fe, el mundo que enfrentaremos no es terreno neutro ni hostil; nos aparece más bien como el llamado concreto del Señor a nosotros, porque nuestro Dios se revela a la historia. No debemos incurrir en el reproche evangélico de ser ciegos a los signos de los tiempos. Si amamos estos tiempos como la palabra del Señor dirigida a nosotros, nos hallaremos con la fuente trascendental del optimismo cristiano: porque si vivimos en ese espíritu sabremos que nuestra acción, así nos aparezca exitosa o fracasada, frustrada o fecunda, participa de la misma fuerza creadora que llamó al mundo de la nada, y lo encamina a su perfección final. En esta trayectoria estamos incorporados todos, aun los que no participan de nuestra fe y que no son por ello menos hijos de esta universidad, o menos colaboradores en la obra de amor de nuestro Padre común, y en la fe nos acompañan también aquellos cuya vida fue cortada antes de que los hombres pudieran ver fruto verdadero, y que están junto a nosotros en el recuerdo, la oración y la esperanza.

    En esa perspectiva serán juzgados ustedes; y en ustedes será juzgada nuestra obra. Ojalá que los años por venir, frente a sus vidas, al mirar su entusiasmo y su paciencia, sus trabajos y su paz, pueda esta obra de Iglesia que es la Universidad, repetir sobre ustedes la palabra del Apóstol: Ustedes son mi gozo y la corona mía.

    SEGUNDA PARTE

    La Reforma en la UC

    CAPÍTULO 3

    Carta del profesor Juan de Dios Vial al presidente de la FEUC Rafael Echeverría

    *81

    Santiago, 28 de junio de 1968.

    Señor Rafael Echeverría

    Presidente de la Federación de Estudiantes

    Universidad Católica

    Presente

    Estimado señor Presidente:

    Bajo el título de Hacer la Reforma, la Federación de Estudiantes que usted preside, se ha dirigido a los miembros de la Universidad, llamándolos a que escuchen la voz de la juventud y acepten su impulso de renovación, para hacer posible la Reforma y evitar un encuentro conflictivo y estéril.

    Hay algo en lo que ustedes dicen que abre de nuevo una esperanza. Quiero pasar por alto, por ahora, la vehemencia con la que siguen condenando a todos los que no coinciden íntegramente con ustedes, y hacerme eco tan solo de lo que veo como una inquietud sana y profunda: entre tantas votaciones y declaraciones, maniobras y contramaniobras, ¿dónde está quedando la Universidad? ¿Dónde están quedando las posibilidades de una Reforma verdadera? Sin otro título que el emanado de mi devoción a esta tarea de todos, quiero dar respuesta a su llamado.

    Detrás de muchas de nuestras polémicas de ahora, se esconde una incertidumbre: ¿Qué piensa cada cual sobre lo esencial en la misión y sentido de la Universidad? Tenemos que preguntarnos por el espíritu que pedimos para la institución universitaria, porque esta estará renovada solo cuando sea nuevo el espíritu que la anime: ese día sus frutos serán nuevos también. Pero no es posible confundir renovación y cambio. La muerte, el envilecimiento, la degradación, son también cambios, pero no son los que buscamos. Hacer las cosas de nuevo significa arraigarlas firmemente en una mirada original, que recupere y revele su sentido. Pienso que al plantear ustedes una perspectiva reformista, plantean la necesidad de esa mirada. Es en ese contexto en el que creen que cambiar la Universidad es ligarla al proceso de la revolución latinoamericana y a sus concretas manifestaciones en nuestra patria. No tendría objeto esta carta, si yo interpretara estas palabras como un llamado a amarrar la Universidad a formulaciones políticas, y menos a transformarla en un centro más de intereses y poder dentro de las luchas partidistas contingentes. Pienso, en cambio, que ustedes responden al hecho trascendental del despertar de América Latina a su sentido histórico y a su pérdida de unidad; que ustedes son conscientes de ese encuentro del hombre americano con su destino, como aparece ya prefigurado en la renovación de nuestra literatura y nuestras artes, y en el movimiento político-social que sacude a todo el continente. Del centro mismo de largas frustraciones y oscuros dolores surge una lucha de liberación y esperanza. Hay tal vez en ese siglo de la humanidad pospuesta, una misión propia que nos está reservada en la conquista de una auténtica libertad para el hombre. Creo entonces que se simplifican y deforman las cosas, si se quiere reducir toda esta realidad emergente a temáticas puramente político-sociales, y hablar de la revolución latinoamericana. Eso estará bien para quienes ejercen la acción política, pero ni ellos ni nadie, tiene derecho a ignorar que la revolución se desarrolla dentro de un contexto más vasto y más complejo. Ignorar esto es ciertamente promover el cambio, pero a costo de la renovación.

    Nadie que crea en el porvenir y vitalidad de la institución universitaria, podría discrepar de esa exigencia de situar a la Universidad en consonancia con el proceso histórico del que debe formar parte. Esa es la tradición universitaria de Occidente. Las grandes épocas de la vida universitaria son aquellas en las que estas instituciones se han hallado más profundamente comprometidas en la gestación de la historia de sus pueblos. La universidad medieval revolucionó la teología, la filosofía y el derecho; sin su obra, no se entienden ni la emergencia del Estado moderno ni la irrupción de la ciencia ni la propia Reforma protestante. El solo nombre de Hegel puede servir para cifrar el rol trascendental que, en el devenir histórico de Europa y el mundo, ha tenido la Universidad alemana del siglo XIX. Y el papel asumido por los Estados Unidos en lo que va de este siglo se debe en forma determinante al impacto de la universidad norteamericana, que rompió los límites de un provincialismo estrecho, y buscó un camino en consonancia con la apertura de un destino universal para su pueblo.

    Todo esto es muy sabido y debe disculparme si lo recuerdo ahora. Lo hago para insistir en que estas universidades alcanzaron tal significación, en la medida en que fueron fieles al acto originario del espíritu que creó la Universidad. El problema de una reforma universitaria radica precisamente en una pregunta por la naturaleza de ese acto. Porque tenga presente que hay muchos países donde se ha reivindicado para las universidades un rol político-social, que a la postre ha quedado reducido al de una montonera política más, desprovista de sentido y trascendencia. La fuerza transformadora de una Universidad no reside en la vehemencia irreflexiva de algunos jóvenes; ni en las barricadas que puedan levantarse en ellas; ni en las asonadas que puedan gestarse en su seno. Dígalo, si no, la Universidad latinoamericana, espectadora por lo general agitada, pero inútil en todos los profundos cambios de sus pueblos.

    Como ocurre con todas las grandes empresas humanas, hay, en el origen de la Universidad, un verdadero acto de fe. En este caso, es un acto de fe en el valor del saber recibido en comunidad. Esta afirmación del espíritu, se ha hallado siempre en la base de la Universidad. Ya se trate de ir en las huellas de la lex aeterna en la Universidad medieval, ya en el desenvolvimiento de la idea en el pensamiento de W. von Humboldt, ya en la validez y eficacia de la ciencia positiva, la Universidad se ha estructurado siempre en el supuesto de que el saber cambia las dimensiones de la existencia humana, corroe el mundo complaciente de la cotidianidad, deja al hombre al descubierto, destruye los ídolos y le revela sus dioses. Ese acto de saber ha sido concebido siempre en la Universidad como un acto esencialmente, constitutivamente, comunitario. Su concreción es el lenguaje, que funda el mundo que nos es común, desde que, si somos hombres, es porque podemos oír los unos de los otros, porque somos capaces del diálogo, esto es, de actuar a través de la palabra.

    Estoy convencido de que este acto de fe originario tiene que encontrar un sitio en la sociedad humana. Si la institución universitaria se lo niega, tendrá que buscar en otra parte y sus frutos se verán probablemente deformados y empobrecidos; pero la Universidad que lo haya rechazado, quedará reducida a ser la más necia y trivial de las empresas.

    La tarea de la Reforma Universitaria es precisamente la de explicar este acto fundamental del espíritu humano en el contexto de la sociedad de nuestro tiempo ¿Cómo se puede lograr una auténtica Universidad hoy día? Una Universidad que sea, a la vez, crítica y sensible frente a las urgencias; que sea eficaz sin perderse en la técnica; que sea independiente y solidaria; que dé formación sin hacer proselitismo; a la que no la seduzcan los cambios, sino la renovación; una Universidad, en suma, que haga patentes en sus determinaciones concretas, todo el valor y la pureza del acto original del que nació.

    En la medida en que la Universidad escoja ser fiel a su destino, ella se transformará en una palanca de cambios más radicales y decisivos que los que hoy día se puede soñar. Y si ustedes quieren hacerla fiel, nos encontrarán a muchos a su lado, sin que importen las diferencias que han de producirse en muchísimos aspectos; y en ese sentido puedo decirle que apoyo sin reservas la Reforma Universitaria.

    Creo sí que hay un peligro real de que el movimiento estudiantil llegue a traicionar el espíritu de la Universidad. Esta traición puede producirse por causa de dos tentaciones, íntimamente enlazadas: la del totalitarismo, y la de la mediocridad.

    La primera aflora en muchos aspectos negativos de nuestras polémicas de hoy: el uso indiscriminado de slogans y simplificaciones que caricaturizan los términos reales del problema; la tentativa de descalificar a los adversarios por denominaciones como la de antirreformista, que carecen de sentido real; la amenaza repetida, aunque velada, del recurso a la fuerza, etc. Todo esto podría ser tenido por consecuencia de pasiones momentáneas, si no estuviéramos viendo que se manifiesta ya en hechos degradantes: la persecución de que están siendo objeto los profesores disidentes en alguna Escuela empieza a recordar los días de la Universidad peronista.

    Esta tentación es explicable. La Ciencia y la Técnica son hoy elementos decisivos en el ejercicio del poder. Es lógico entonces que el político pretenda adueñarse de sus fuentes para usar esa herramienta a su servicio. Por otra parte, las universidades son, por su irradiación a la comunidad y por la fuerza de su juventud, áreas estratégicas de la mayor importancia. Eso era lo que intuía Napoleón al enunciar que su propósito al fundar la Universidad era crear un instrumento para dirigir las opiniones morales y políticas de la Nación. En esa línea, han ido muchos Estados modernos, que han llegado hasta la destrucción de sus universidades. A pesar de tan funestos resultados, habrá siempre quienes se sientan atraídos a seguirla, llevados tal vez por esa fascinación abominable que el totalitarismo ha ejercido siempre sobre los espíritus débiles.

    Por eso, me inquietan algunas de las expresiones que oigo usar. Si se pide, por ejemplo, la progresiva vinculación de la Universidad a un proceso histórico del que es dueño el pueblo que camina, o si se dice que la misión trascendental de la Universidad es estar al servicio del cambio, puede ser que se esté solo recurriendo a una mala manera de decir una verdad. Pero también puede ser que se esté introduciendo una monstruosa deformación de criterios. Puede ser que se apunte a una necesidad permanente e ineludible de reforma, por la cual la comunidad universitaria se hace parte de su pueblo, buscando depurarse para que ningún interés espurio, ni egoísmo de clase, ni presión foránea, la hagan traicionar su vocación indagadora. Pero, para otros, esas mismas palabras significan transformarla en un instrumento para cambios cuyos sentido y estrategia están ya definidos. La Universidad deja de ser el centro vivo y pasa a ser un instrumento de decisiones adoptadas por grupos de presión ajenos a ella.

    Hay afirmaciones ligeras que corren entre nosotros como fuego, y que, repetidas y deformadas por el uso, van creando un ambiente propicio al dominio sin contrapeso de algunos. Se condena por ahí a velas apagadas, la enajenación cultural, las mistificaciones ideológicas, en las que estarían sumidos los hombres de ciencia de la Universidad, servidores inconscientes de intereses foráneos y representantes de la tecnocracia del lucro. Es significativo que no se establezca aquí distinción entre lo que puede ser un proceso de enajenación cultural y lo que es solo participación en el movimiento mundial de las ideas. Cuando nosotros publicamos en el extranjero algún trabajo, hecho entre nosotros, difundido en nuestro propio ambiente científico chileno (parte, al fin y al cabo, de la realidad nacional), nos estamos alineando a nuestro pueblo. Cuando ellos nos llueven encima con Marcuse, Althusser y otros autores de raigambre no muy criolla, entonces siguen ellos siendo los defensores de lo autóctono. Ignoro cuál sea el carisma que han recibido, y que transforma su enajenación en realidad. Todo esto podría no ser grave, si no fuera que esas tesis, repetidas por personas inexpertas pero apasionadas, se van transformando en un llamado repugnante al chauvinismo: desconfiar y huir de lo extranjero es un signo de debilidad cultural que se repite a lo largo de la historia, asomando siempre en boca de quienes temen que una definición de los destinos de su pueblo en términos de colectividad universal barra con la estrechez pueril en que se refugian. ¡He conocido tanto mal investigador, tanto profesor mediocre y artista ramplón que trataba de ocultarse en esta defensa de lo autóctono! Pero, para quitarle importancia a esto, habría que olvidarse del papel que el chauvinismo ha jugado en los totalitarismos de este siglo.

    La segunda tentación es la de mediocridad. Se halla íntimamente conectada con la anterior, porque una Universidad mediocre tiende espontáneamente a formas de tiranía ideológica, y una Universidad totalitaria es necesariamente mediocre. Por eso, muchas de las características que paso a señalar, podrían haber quedado incluidas en párrafos precedentes.

    Mire usted, por ejemplo, la desaprensión con que se habla de la Ciencia en nuestros ambientes reformistas. La Ciencia –se nos dice– debe orientarse hacia la realidad nacional, como si esta realidad fuera un algo predefinido e independiente del espíritu del científico que se busca. Yo me pregunto si las personas que esto dicen han pensado alguna vez en qué cosa sea la Ciencia y la realidad hacia la cual ella se dirige. Si lo hubieran hecho, creo que no podrían venirnos con esta sabiduría de almanaque. Lo más propio del movimiento creador del espíritu, es dibujar el entorno de la realidad hacia la cual deberá moverse; y hoy se pretende que esa realidad sea definida desde fuera de la Ciencia, y se le deja a esta la función de indagar datos y establecer correlaciones en esa realidad predeterminada. A esa Ciencia comprometida, tal como el Arte comprometido, se le niega su tarea específica, su misión irrenunciable: fundar un mundo, convocar una realidad. Se le entrega, en cambio, una tarea subalterna y se la despoja así radicalmente de su capacidad de crear un mundo nuevo, destruyendo los supuestos del actual. ¿No cree usted en verdad que es lastimoso?

    Para no alargarme, no hago la exégesis del resto de los lugares comunes con que nos atosigan hoy día: el saber por el saber, y el saber para el hombre; la Ciencia pura y la Ciencia aplicada; la primacía de lo científico o de lo social, etc. En su mayor parte, no son sino juegos de palabras sin ingenio; pero tienen invadido y sofocado nuestro ambiente, y, lo que es muy grave, tienen intoxicada a buena parte de nuestra juventud.

    Si se suprime una perspectiva exigente de superación espiritual, la idea misma de comunidad universitaria se derrumba, y pasa a representar solo una chata forma de convivencia para personas condenadas a estar juntas. Somos una comunidad en virtud de una gran tarea que tenemos en común; es el despliegue de esa gran tarea lo que da sentido al bien común universitario y es capaz de sustentar normas válidas de derecho que nos rijan. Pero si las luchas por el poder nos distraen de nuestra auténtica misión en el orden del espíritu, y si tenemos que transar con cualquier cosa para mantenernos encumbrados, entonces haremos solo una obra miserable; y lo que pomposamente llamemos la comunidad universitaria no será más que una asociación lugareña, sin responsabilidad, tarea ni destino.

    Es cierto que han hecho confianza a su movimiento personas cuya calidad universitaria está fuera de discusión. Pero me sorprende, tal como debe de sorprenderlos a ustedes, el ver bailando al son de la Reforma a muchos que nunca se inquietaron por ella. Cuando los oigo hablar del rol que se le ha de asignar a una Ciencia a la que no conocen ni siquiera de saludo; cuando exigen un compromiso con una Universidad a cuyas luchas y esfuerzos se han mantenido ajenos, entonces me pregunto: ¿Cómo pudo acontecer esta cosa increíble, que un movimiento limpio, profundamente exigente y bien intencionado, le hayan salido tales compañeros de ruta, que deforman su rostro y lo tornan en la caricatura de lo que pudo haber sido?

    Si no entro en pormenores, es porque quiero mantenerme en el plano de lo que podría llamarse el espíritu de la Reforma, o una perspectiva reformista. Pero las ideas que expongo afloraron muchas veces en las cosas que tratábamos con los estudiantes en el tiempo en que seguíamos los mismos caminos. Aquel compromiso con la verdad del que se hablaba no podía ser con la verdad hallada, sino con la verdad buscada: y es hondamente cierto que ese compromiso es el nexo radical de la Universidad con el espíritu. En una carta dirigida hace años a Manuel Antonio Garretón le expresaba yo mi convicción de que no era tanto un cambio de estructuras, como un cambio en su escala de valores lo que la Universidad precisaba. Cuando ustedes se quejaban, y con razón, de la deformación profesionalizante de la Universidad, no hacían más que apuntar a una de las perversiones del espíritu universitario, por el cual el fruto útil se sustituye a la planta que da vida, los sarmientos a la vid. Cuando pedíamos que se extendieran a Facultades postergadas los beneficios de una enseñanza científica moderna, estábamos diciendo que hay cosas esenciales que la Universidad no puede negarle a ninguno de los suyos. Cuando advertíamos el peligro del subdesarrollo de la Filosofía y las Humanidades, expresábamos la angustia de ver a la Universidad infiel a su misión. Cuando pedíamos que fueran los universitarios los que dirigieran la Universidad, no íbamos tras un privilegio mezquino, sino que buscábamos poner nuestra tarea en mano de quienes le estuvieran consagrados. Frente a muchas distorsiones del espíritu universitario, reaccionábamos juntos, y creo honradamente que lo que nos movía era el deseo de ofrecerle a esta generación el fruto magnífico de una Universidad verdadera.

    Hoy estamos dolorosamente separados. Sería una obcecada presunción de mi parte sostener que no tengo culpa alguna; y estaré siempre dispuesto a volver sobre un error. Pero sería desleal si no dijera ahora lo que pienso sobre un aspecto importante del movimiento estudiantil. Hace unos tres años que ese movimiento optó por dejar en segundo plano las ideas sobre una reforma universitaria y concentrarse en la lucha por el poder universitario. Tal vez creyeron sus dirigentes que una opción como esa podía hacerse impunemente y que ya habría ocasión, después del triunfo, de retomar el hilo de la auténtica reforma; pero la verdad es que, en las cosas del espíritu, los medios condicionan el fin. Desde el punto de vista estratégico, tenían ciertamente razón: es más fácil mover con ideas-fuerza, simples en su contenido y cargadas de afectividad, que con los secos y laboriosos trabajos que la Reforma requería. Desde aquel tiempo, los planteamientos se hicieron cada vez más simples, más categóricos, menos pragmáticos; hasta que con el slogan nuevos hombres para la Nueva Universidad se allegó la fuerza suficiente para conquistar el poder. Todo esto solo pudo hacerse a costa de la marginación del profesorado, a costa de la postergación de los problemas esenciales y de la transformación de un movimiento estudiantil en una fría y eficiente máquina para el dominio. Creo que fue esta historia previa la que condicionó la política seguida ulteriormente por FEUC de ignorar a los profesores, de rehuir contactos con ellos y de ir creando la sensación de que la Universidad, área estratégica, había pasado a ser tierra conquistada. En el curso de estas maniobras, el contenido ideológico de la Reforma se disgregó cada vez más y se hizo cada día más impreciso y acomodaticio; y a los reformadores les fue imposible evitar que se sumaran a sus huestes algunos grupos vacíos de contenido universitario. Junto a ellos, pueden prosperar a sus anchas, en un conglomerado de esa índole, grupos de fanáticos dispuestos a usarlos sin contemplación alguna en la lucha por sus estrechos y esterilizantes ideales. Y así se encuentran hoy, con gran suma de poder en las manos con las más peligrosas e incongruentes distorsiones ideológicas en su seno, con un contingente de aliados bastante original y con un bagaje pobrísimo de ideas. Hasta eso ha podido llevar la ambición desorbitada, a un movimiento en el que llegó a latir uno de los anhelos más puros de nuestra juventud.

    No puedo ocultarle que vacilé antes de responder a su manifiesto. Es posible que yo esté catalogado entre los reaccionarios de ayer y oportunistas de hoy, que obstruyen sutil o descaradamente el camino de la Reforma. Pero pensé que, aunque así fuera, debía yo hacer todo lo posible para romper el entredicho en que nos encontramos. Obró en mí el recuerdo de otros tiempos, en los que tratábamos de forjar juntos una Universidad verdadera. Me urgió la convicción de que para evitarle a la revolución latinoamericana de nuestro tiempo la triste surte de sus congéneres de los últimos ciento cincuenta años, es necesario desarrollar un proceso de crítica radical y continuada de nuestros supuestos culturales. Pensé que, más allá de traiciones y renuncias, hay entre nuestros estudiantes, una voluntad casi poética de fundar el mundo nuevo de mañana. Y pensé que ese gran sobresalto, que no obedece a planes, es capaz de hacer brechas en muros reputados impasibles, y de abrir más amplios y alegres

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1