Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo
Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo
Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo
Libro electrónico528 páginas6 horas

Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un apocalipsis de andar por casa.

 

En un futuro próximo, a cuatro o cinco desastrosos pontificados del presente, la Iglesia está agonizante, el Vaticano en bancarrota y el papado desprestigiado. Inesperadamente, un cura de pueblo español es elegido papa, con el nombre de León XIV, y pide a un pobre fraile portero que sea su secretario.

 

¿Cómo podrá guiar a los católicos si nadie le hace caso y todo lo que intenta fracasa? Los enemigos de la Iglesia, externos e internos, notan su debilidad y buscan destruirla. En cambio, los colaboradores del Papa son, como él, insignificantes: un cardenal aficionado a la buena mesa, una monja pendenciera, un puñado de muchachos idealistas que han acudido a defender al Vicario de Cristo, un secretario torpón, un gato callejero malhumorado…

 

Quizá la historia de la Iglesia deba consistir en una larga derrota. O puede que se estén acercando los últimos tiempos y las instrucciones que necesitan desesperadamente los católicos se encuentren en el Apocalipsis, el libro menos leído y entendido de toda la Biblia.

 

En estas páginas entrañables, divertidas y a ratos agridulces, se mezclan el buen humor, la esperanza cristiana y la desolación por el estado del catolicismo. Entre intentos de asesinato, presiones políticas y traiciones varias, el nuevo Papa León y su fraile secretario solo pueden hacer lo que siempre ha hecho la Iglesia: rezar, ser fieles a la doctrina recibida, anunciar a Jesucristo y, sobre todo, dejar hacer a Dios.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 abr 2023
ISBN9798223829874
Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo

Relacionado con Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo

Libros electrónicos relacionados

Ficción religiosa para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Yo fui secretario de León XIV. Memorias de un futuro próximo - Vita Brevis Editorial

    1. Santa obediencia

    Escribe, pues, lo que has visto: lo que ya es y lo que va a suceder más tarde (Ap 1,11)

    No soy hombre de letras ni de libros, solo un fraile franciscano más a gusto escoba en mano que delante del papel. Escribo estas páginas por santa obediencia, para la gloria de Dios y para que mi superior deje de darme la lata de una santa vez.

    En Roma, a 25 de febrero de...

    Dibujo en blanco y negro Descripción generada automáticamente con confianza media

    2. Un nuevo papa

    Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra (Ap 1,5)

    —¿Falta mucho? —me preguntó una mujeruca con impaciencia, como si yo tuviera que saber algo o, peor, fuera el causante de la tardanza.

    Fruncí el ceño y ella desvió la mirada y se alejó unos pasos, aunque no lo suficiente para mi gusto. La verdad es que estaba de un humor de perros, como siempre que llueve. El dolor en la rodilla no era nada nuevo, pero la humedad y el frío le habían dado alas, y la sensación de estar perdiendo miserablemente el tiempo tampoco ayudaba.

    No sé por qué me había tomado la molestia de ir a la plaza de San Pedro. Ningún otro fraile del convento me había acompañado y la gente sencilla tampoco se había molestado en acudir. Hacía demasiado tiempo que la Iglesia estaba de capa caída y los últimos tres papas habían pasado en un abrir y cerrar de ojos, con mucha más pena que gloria, así que incluso los católicos que quedaban se habían cansado de preocuparse por quién sería el nuevo pontífice. 

    Cuando yo era pequeño, una multitud se congregaba en la plaza, esperando a que saliera el nuevo papa a saludar y otros lo veían por televisión o escuchaban la noticia por la radio. Aquella tarde, apenas estábamos allí dos docenas de personas y, en una plaza tan grande, parecíamos cuatro gatos. O más bien cuatro gatos y un perro, porque un vagabundo envuelto en vapores alcohólicos había traído a su chucho callejero y de vez en cuando le pegaba distraídamente con un periódico viejo, mientras insultaba al mundo en general. Al menos la lluvia había empapado y reblandecido el periódico, de modo que sus golpes hacían poco más que salpicar al pobre animal. Como decía mi santa madre, que en gloria esté, todas las penas tienen algo de buenas.

    Al principio habíamos sido algunos más en la plaza, pero cuando empezó a llover la mayoría se fueron. Sin mucho interés, un periodista grababa de vez en cuando algo con su teléfono, que después guardaba en un bolsillo, resguardándolo de la lluvia. El mundo estaba pendiente de otras cosas. La gripe albanesa seguía haciendo estragos por el mundo, o eso decían, y la mitad de la gente a mi alrededor llevaba mascarillas, empapadas por la lluvia. Me parece recordar que un par de semanas antes había estallado otra guerra entre los restos de lo que antiguamente eran los Estados Unidos. Una de tantas, porque no se cansaban nunca de pelearse unos con otros, así que la mayoría de los italianos no nos habíamos molestado en aprendernos los nombres de las nuevas naciones y los llamábamos los paisillos desunidos. Claro que nosotros tampoco estábamos mejor. Europa se había ido despoblando desde que la crisis económica había secado el grifo de la inmigración y se moría de vieja, pero los europeos seguían más preocupados del animalismo, la pluralidad igualitaria y otras zarandajas por el estilo que cambiaban todos los años. Bueno, y de seguir abortando a sus hijos, que eso nunca faltaba. En el resto del mundo, el Califato, la Esfera de Coprosperidad Asiática y Rusia se disputaban una partida a tres bandas por el control de Oriente. Y revoluciones, terremotos, huracanes, guerras y políticos ladrones por todas partes. En fin, lo de siempre.

    Llevaba esperando tres horas bajo aquel aguacero, con un paraguas que no servía de nada más que para que se me cansara el brazo, y entendía perfectamente a los que se habían marchado ya, hartos de aguardar a una nueva desilusión. ¿Para qué molestarse? No merecía la pena. Y, sin embargo, allí seguía yo, mojado y con un dolor de mil demonios en la rodilla.

    No sabría expresarlo bien, porque no soy de mucho pensar, pero de algún modo me parecía que tenía que estar en la plaza, que merecía pasar frío y que me doliera la pierna. Aunque me había confesado muchas veces, notaba que necesitaba aquella penitencia por mis pecados de desesperanza. Cansancio, desesperanza, desconfianza de que Dios pudiera hacer algo con una Iglesia que se derrumbaba a toda velocidad, impotencia ante lo bajo que habíamos caído... todo era lo mismo. ¿Pero cómo no me iba a sentir desesperanzado si hacía tanto tiempo que los propios responsables de la Iglesia parecían decididos a destruirla?

    El perro alzó la pata para hacer sus necesidades sobre el carrito de la compra del mendigo, que volvió a pegarle con el periódico sin mucho interés y mascullando locuras por lo bajo. La señora que me había preguntado los miró con desagrado y se alejó, salpicándome al pisar un charco junto a mí.

    —¡Señora! —grité, molesto, aunque era físicamente imposible que las salpicaduras pudieran mojarme más de lo que ya estaba.

    No me hizo ningún caso y me quedé mirándola enfadado hasta que salió de la plaza, sin volver la vista en ningún momento. La gente ya no tiene educación. Aunque hay que reconocer que mi aspecto no era mucho mejor que el del mendigo, con el hábito viejo empapado por la lluvia y cara de pocos amigos.

    Estaba a punto de marcharme también, cuando me pareció ver algo dentro de la habitación que daba al balcón. Primero luces y después las sombras de gentes que se movían de un lado a otro. Por fin, salió el nuevo papa. Solo le acompañaba un sacerdote, resguardándolo de la lluvia con un paraguas. El papa anterior, un año antes, había sido saludado con disparos, que no le alcanzaron a él, pero sí hirieron a un cardenal, y parece que sus eminencias no querían correr más riesgos.

    No tenían que haberse preocupado. Durante ese año nos habíamos hundido aún más en la insignificancia y ya no nos merecíamos disparos, únicamente desprecio. Tan solo el vagabundo que apestaba a alcohol gritó un par de insultos, pero luego agitó cansado la mano con un gesto de impaciencia y se marchó, arrastrando el carrito y seguido por el chucho, que movía la cola, contento quién sabe por qué.

    Volví otra vez la cabeza hacia el balcón. Después de salir, el nuevo papa se había quedado en silencio, como si dudara qué decir. En aquel momento no le reconocí. Solo noté desde lejos que era bajito y muy delgado, minúsculo en aquel gran balcón. El viento le arrebató el solideo en cuanto salió y recuerdo que pensé pobrecillo, aunque yo llevaba allí ya varias horas y estaba empapado hasta los huesos. La primera palabra que salió de sus labios, en una voz muy baja que apenas se oyó entre los chasquidos del viejo micrófono, fue:

    —¡Jesucristo!

    Será una tontería, pero no me lo esperaba y sentí latir más deprisa el corazón. O quizá fuera mi imaginación.

    El papa volvió a decir, con más fuerza:

    —¡Jesucristo!

    Los espectadores continuamos mirándolo en silencio. El viento soplaba, la lluvia seguía cayendo y él proclamó, por tercera vez, con voz potente, aunque algo cascada:

    —¡Jesucristo!

    Entonces me di cuenta de que algo había cambiado. No nos había tocado otro cardenal desorientado. De alguna manera, con esa única palabra que había pronunciado, supe que el nuevo papa era un hombre de fe.

    —Hijos míos—siguió, con más confianza—, no quiero, no debo y no puedo decir otra cosa que no sea esta: Jesucristo. No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos. A todos los católicos, os digo: ¡Jesucristo! Sed fieles a Cristo Rey, buscad su reino y todo lo demás se os dará por añadidura. Si la Iglesia, nuestra Madre, se encuentra hoy herida y desolada, si tantos católicos están perdidos y desanimados como ovejas sin pastor, es porque no tenemos nuestros ojos puestos en Él. La belleza de la Iglesia viene de mirar a Cristo, hasta que nos empapamos de Él y de su amor sobrenatural. Todo es basura en comparación con ese amor de caridad divina; con nuestra fe católica, que vale más que el oro, y con la esperanza firme de la resurrección de la carne, que es como un ancla firmemente sujeta en el Reino de los Cielos.

    Sentí una extraña alegría. Lo que el nuevo papa había dicho no era nada nuevo. Si me hubieran preguntado, habría respondido que lo sabía todo, pero hacía mucho tiempo que no escuchaba ese lenguaje, claro y lleno de verdad, en labios de la Iglesia.

    —A los miembros de otras religiones, a los agnósticos y ateos, a los alegres y a los tristes, a los que estáis solos, a los ricos y a los pobres, a los que nos miráis con simpatía o con indiferencia y a los que nos odiáis os anuncio lo mismo: a Jesucristo, Hijo de Dios vivo hecho carne por nosotros. No hay otra salvación ni otro camino ni otro amor ni otra riqueza ni otra verdad ni otra esperanza. Sin Cristo nada merece la pena; con Él todo tiene sentido. Solo Cristo tiene las llaves de la muerte y de la vida. Solo Él puede daros la vida eterna, la vida verdadera que siempre habéis deseado y que no se agota nunca. Es la hora. Dejad ya la oscuridad y venid a la luz maravillosa de la fe católica. Recibid gratis el vino y la leche de la salvación.

    —¿Pero qué está diciendo? —exclamó, con una voz rebosante de veneno, un hombre con aspecto de cura, aunque vestido de traje y corbata bajo el paraguas y el abrigo de marca—. ¡Es una falta de respeto para los miembros de otras religiones!

    Los que estaban cerca de él asintieron, torciendo el rostro ante aquellas palabras, tan diferentes a las que estábamos acostumbrados a escuchar. No había hablado de tolerancia, diálogo, ecología o pluralismo ni de ningún otro de los temas de moda. ¡Había dicho cosas concretas y llenas de fe, en lugar de palabras bonitas políticamente correctas y sin significado! Sonaba a una voz venida de otro siglo o de otro mundo.

    Vi por el rabillo del ojo que el periodista estaba algo más animado, se había puesto de nuevo a grabar con el teléfono y, de vez en cuando, lo tiraba al aire para que volara de un lado a otro y captara tomas desde ángulos más elevados, como un pájaro de mal agüero. Le oí decir por lo bajo algo así como fundamentalista y, en los canales que dieron la noticia al día siguiente, esa fue la interpretación unánime: el nuevo papa era un fundamentalista, un fanático, un resto de épocas felizmente extinguidas.

    La reacción del hombre con pinta de cura, del periodista y, al día siguiente, de los canales de holovisión me molestó mucho. ¡No le conocían! ¿Por qué le rechazaban, sin darle tiempo a mostrar quién era? Con el pasar de los meses, me daría cuenta de que no había nada de extraño en ello. Aunque no le conocían, de algún modo intuían que era el enemigo de lo que ellos defendían. Ya lo dijo el Señor: los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz.

    Otro cardenal salió al balcón y le dijo algo al oído al hombrecito de blanco, haciéndole señas de que terminara y entrara de nuevo.

    —A todos, os lo repito: Jesucristo, ayer, hoy y siempre —siguió él—. La representación de este mundo se termina. El mundo se muere y Cristo es el único médico, la única medicina para nuestro mal. No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos. Venid, apresuraos, corred al arca de la Iglesia, que surca las aguas del diluvio, a la casa construida sobre la Roca, que no teme a los vientos ni al mar. Venid a la casa de bendición, donde hallaréis descanso para vuestras almas.

    Levantó la mano derecha e hizo sobre los cuatro gatos que quedábamos allí, por tres veces, muy despacio, el signo de la cruz. Sin pensarlo siquiera, me arrodillé (en pleno charco, maldita suerte) para recibir la bendición.

    —El Señor os bendiga y os guarde; ilumine su rostro sobre vosotros y tenga misericordia de vosotros. Vuelva sobre vosotros su rostro y os conceda la paz. La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros, transforme vuestros corazones y os acompañe siempre.

    Aun antes de que terminara la bendición y volviera a entrar, la gente ya se estaba marchando. Yo me quedé un rato sin moverme, arrodillado en el suelo y repasando en mi cabeza todo lo que había visto y oído. No sabía lo que pasaría en los tres años siguientes, ni cuánto me iba afectar a mí personalmente, pero estaba seguro de que algo importante había cambiado. Ya nada sería igual.

    Mientras me encaminaba de vuelta al convento, cojeando bajo la lluvia y reflexionando sobre todo lo que había escuchado, pensé en que la bendición que había usado el nuevo papa era la que San Francisco escribió para el hermano León y sonreí de nuevo, lleno de alegría, o al menos se me quitó la cara de pocos amigos: ya sabía quién era. Si no hubiera sido por lo que me dolía la rodilla, me habría puesto a saltar de contento.

    No muy lejos de la plaza de San Pedro, vi al mendigo del carrito, que seguía vagando sin rumbo bajo la lluvia. Me sentía tan contento que, después de dudarlo unos instantes, le di mi paraguas y una estampa de nuestra Señora. No es que yo esperase ningún agradecimiento a cambio, pero confieso que me sentó muy mal que me respondiera con una sarta de insultos y tirara el paraguas al suelo, mientras el chucho me gruñía.

    No me atreví a acercarme para recuperar el paraguas, así que tuve que marcharme desparaguado, calado hasta los tuétanos y con la rodilla doliéndome cada vez más. Pero daba igual. ¿Qué me importaban a mí mendigos desagradecidos, lluvias molestas o rodillas doloridas? Tenía una alegría que nadie me podía quitar, porque, después de tanto tiempo de que fuéramos de mal en peor, Dios no se había olvidado de nosotros. ¡No nos había abandonado!

    Imagen en blanco y negro Descripción generada automáticamente con confianza media

    3. Cómo le conocí

    Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré a su casa, y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20)

    El padre Fulgenzio, mi superior, me ha pedido que cuente cómo conocí a su santidad antes de que fuera su santidad. No sé si me explico. Quiero decir cuando aún no era más que un simple cura, la noche antes de que le eligieran. El padre Fulgenzio cree que es importante que lo explique, porque así sabrá el mundo el papel que tuvo nuestro convento en aquel momento histórico. Un papel bastante pobre, si me preguntan mi opinión, pero como nunca nadie me pregunta mi opinión, lo mismo da que da lo mismo.

    Hacía varias horas que nos habíamos ido a dormir cuando el superior (el de entonces, el padre Serafino, no el de ahora) llegó a mi celda, me despertó y me pidió que me levantara. Había llegado un huésped y tenía que cocinarle algo porque venía sin cenar. Era nuestro deber ser hospitalarios, me dijo. Además, venía recomendado por el Vaticano.

    No me hizo ninguna gracia, como es lógico. Como yo digo siempre, fraile que duerme bastante, va con la sonrisa delante. Aquella noche no me había dado tiempo a dormir casi nada y recibí al huésped con una mirada muy poco amistosa.

    —Lo siento, hermanito —me dijo el recién llegado, que era un sacerdote—. Llego a hora inoportuna y molestando.

    —Mejor que disculparse es hacer por no culparse —le respondí frunciendo el ceño, pero ya algo menos enfadado, porque la disculpa había ayudado un poco y también porque el pobre estaba empapado por la lluvia y daba bastante pena. Además, me hizo gracia que me llamara hermanito a pesar de que era bajito como un tapón de corcho y yo le sacaba dos cabezas de altura, por lo menos.

    Le di una toalla para que se secara y le indiqué que se sentase en la mesa de la cocina. El superior se había ido a dormir, muy satisfecho de haberme cargado a mí con la responsabilidad de la hospitalidad franciscana (delegar, lo llama él), así que el sacerdote y yo estuvimos en silencio un rato, mientras le preparaba una tortilla y unas salchichas. No le pregunté si le gustaba el menú: si quería comer bien, que hubiera llegado a una hora decente.

    —¿Está de visita en Roma, padre? ¿Turismo religioso? —le pregunté con algo de retintín, al tiempo que le servía la cena y un vaso de agua en la misma mesa de la cocina.

    —La verdad es que no lo sé —respondió, entre bocado y bocado.

    ¡Estupendo, pensé, me ha tocado un chiflado, justo lo que un fraile tranquilo necesita de madrugada!

    —Entonces, ¿no sabe por qué está aquí?

    —No. Mi obispo me mandó que viniera urgentemente desde España. Parece que los cardenales necesitan algo de mí. Supongo que querrán preguntarme por alguien a quien conozca.

    Eso tenía más sentido. La obediencia está muy bien y es santa obediencia y todo eso, pero los que mandan a veces mandan unas tonterías tremendas, como obligar a alguien a venir de otro país solo para hacerle una pregunta a pesar de que podrían perfectamente hacérsela por teléfono.

    Al hablar de los cardenales se refería a los del cónclave, claro, que llevaban reunidos dos meses y todavía no habían conseguido elegir a un nuevo papa. Daba la impresión de que nadie quería el puesto y no me extrañaba nada: la Iglesia llevaba años hecha un desastre y aquello no había quién lo arreglara. Al trabajo fácil pronto le salen amigos, pero para encontrar a alguien dispuesto a fracasar hay que buscar debajo de las piedras, decía siempre mi santa madre.

    —No les arriendo la ganancia —dije—. Yo no sé mucho de estas cosas, pero me parece que les ha tocado la papeleta de solucionar algo que no tiene solución. Cuando la Iglesia va cuesta abajo y sin frenos, encontrar a alguien que detenga la carrera no es nada fácil. Especialmente después de los últimos cónclaves.

    El propio sacerdote no pudo evitar un estremecimiento al pensar en los papas más recientes. Tres habíamos tenido en cinco años. ¡Tres y a cuál más desastroso! El último ni siquiera había durado un año antes de renunciar. Bueno, si se puede llamar renunciar a marcharse una mañana diciendo que no iba a volver porque tenía que encontrarse a sí mismo y vivir otras experiencias, según le contaron a uno de mis hermanos frailes. ¡Qué bajo habíamos caído!

    —Dios todo lo puede, aunque es verdad que nos esforzamos por ponérselo difícil —respondió por fin.

    Asentí y casi sonreí un poco. El curilla era sensato y además hablaba bien el italiano, aunque con ese acento seco y duro que tienen los españoles. Se levantó para fregar el plato, pero se lo quité de las manos. Un huésped es un huésped, aunque llegue de madrugada, cuando todo el mundo decente está durmiendo.

    No había terminado de secar el plato, cuando el sacerdote, que estaba paseando por la cocina en penumbra de un lado a otro mientras esperaba, gritó y saltó hasta casi tocar el techo, a pesar de lo bajito que era. Por un momento volví a sospechar que no estaba bien de la cabeza, hasta que me di cuenta de lo que había pasado.

    —Tranquilo, solo es el Hermano León, que viene a buscar algo de comer —le dije—. Pero no se acerque mucho, que araña.

    Sin escucharme, intentó acariciarle el lomo y se llevó un buen arañazo como premio. ¡Bien empleado le estaba por no hacerme caso! Eché un poco de leche en un plato y el Hermano León se puso a lamerla.

    —Es un gato callejero que recogí hace tiempo del callejón de detrás del convento.

    —¿Y ese nombre tan franciscano, el Hermano León?

    —Al principio, pensé ponerle de nombre Justo, como mi padre...

    El sacerdote se puso a toser. Como descubrí después, le pasaba a veces cuando estábamos hablando y no tenía importancia, pero aquella vez me preocupó, pensando que quizá se había puesto malo por el frío y la lluvia , así que le preparé a él también un tazón de leche caliente.

    —Al final lo llamé Hermano León —seguí contándole, mientras calentaba la leche—. Había llegado al callejón muerto de hambre y delgado como un palo. No sé por qué vino aquí. Era el territorio de otros gatos callejeros, que no miraban con buenos ojos a los intrusos. Aquella noche, escuché maullidos y peleas hasta la madrugada. Al día siguiente, los demás gatos habían desaparecido y solo estaba ya en el callejón el Hermano León, todavía más hecho un asco que antes y con una oreja colgando, pero triunfante. Es un verdadero león, pensé, así que le puse ese nombre, le di de comer y se quedó aquí.

    —Gracias a Dios por la hospitalidad franciscana, que acoge igual a un gato pendenciero que a un cura español empapado. Y tú, hermanito, ¿cómo te hiciste franciscano?

    —Soy de un pueblecito muy chico, Ponteratto Vecchio. Nadie ha oído hablar de él, pero es mi pueblo. A las afueras están las ruinas de un antiguo convento franciscano y los muchachos íbamos allí a jugar, a coger pájaros o a tirarnos piedras. Aunque yo era una mala bestia de niño, siempre supe que iba a ser franciscano, como si aquellas piedras me llamaran. Mi madre decía que quizá alguno de los frailes antiguos rezó por mí hace siglos, no sé.

    —¡La comunión de los santos, más allá del tiempo y el espacio! Solo en el cielo sabremos cuántos milagros debemos a buenas gentes desconocidas que rezaron por nosotros.

    —Bueno, los frailes eran del pueblo, así que no eran desconocidos, aunque no los conociera. No sé si me explico. Cuando entre en la orden, me habría gustado quedarme más cerca de mi pueblo, pero me mandaron a Roma y aquí estoy. Me ocupo de la portería y de los trabajos que hay que hacer por el convento. Quisieron que estudiara, pero soy duro de mollera. Y me alegro de serlo, porque no sé lo que les contarían, pero la mitad de los novicios que estudiaron salieron herejes o se marcharon del convento.

    El sacerdote se rio con ganas. Mientras tanto, el gato maulló para pedir más leche, pero, al ver que no iba a conseguirla, me mordió sin mucho interés en el tobillo y se marchó desdeñosamente.

    —Desde luego, es todo un león —dijo el cura español, riéndose de nuevo—. De los que no están domesticados. ¡Menuda fiera!

    —La verdad es que no se parece en nada al Hermano León original, que era sacerdote y muy pacífico—le expliqué, porque me gustaba hablar de las cosas de los primeros franciscanos—. Dicen que San Francisco le tenía mucho cariño y le llamaba ovejilla. Fue a él a quien el santo le dio un papel con su bendición y también le dejó su hábito cuando murió.

    —¡El hábito de San Francisco! Eso sí que es un regalo... Por cierto, he visto que ni siquiera el superior lleva hábito, pero tú sí. ¿Puedo preguntarte por qué?

    Pasé la mano por la manga del hábito. La tela es basta y rugosa, pero me gusta sentirla, porque es muy franciscana. No sé cómo explicarlo, pero a veces hay una gran felicidad en la pobreza.

    —Bueno, aunque este no sea el hábito de San Francisco, es igual que el suyo —le respondí, encogiéndome de hombros—. Digo yo que algo se me pegará llevándolo, ¿no?

    El sacerdote asintió despacio con la cabeza, como si le hubiera dicho algo muy sabio, y después se levantó.

    —Creo que lo mejor es que me vaya a rezar, para que Dios me ilumine y mañana pueda dar las mejores respuestas posibles a los cardenales. ¿Querrías rezar un rato tú también conmigo, hermanito, para que Dios nos dé el papa que necesita nuestra pobre Iglesia?

    Casi podía oír a mi cama llamándome. Irme a rezar a mitad de la noche me apetecía más o menos lo mismo que recibir una patada en el estómago, pero ¿cómo iba a decir que no a una petición como esa? Le llevé hasta la capilla. Después de hacer la genuflexión, me senté en la última fila de bancos y él se arrodilló en otro, más cerca del altar. Rezaba echado hacia delante sobre el reclinatorio y parecía que quisiera comerse el sagrario con los ojos.

    Yo, en cambio, no hice más que refunfuñar en mis pensamientos contra huéspedes nocturnos, superiores comodones, cardenales desorientados y otras molestias, pero al cabo de un rato la calma de la capilla terminó por hacer su efecto en mí y comencé a hacer actos de fe, esperanza y caridad. Olvidándome de los cardenales del cónclave, que seguramente estarían bien dormidos en sus camas, oré por el bien de la Iglesia.

    —Ayúdanos —recuerdo que le dije al Señor—. Mira que nos hundimos. La Iglesia está muy mal y en buena parte es culpa mía, porque no soy santo, pero tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Salva a tu pueblo, Señor. Y cuida del pobre cura español este, que no le mareen mucho.

    No recuerdo más, porque me quedé dormido sentado en el banco. Cuando me desperté, con la espalda hecha un ocho por la postura, ya era de día y el sacerdote se había marchado al Vaticano.

    Un dibujo de una persona Descripción generada automáticamente con confianza baja

    4. Un secretario y un gato

    Cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos, oí a uno de los cuatro seres vivientes que decía con voz de trueno: «Ven» (Ap 6,1)

    El Vaticano ya no era lo que había sido, pero, aun así, a los frailes del convento les sorprendió que llamaran por su nombre a un hermano en particular para que acudiera, sobre todo a uno desconocido, como yo.

    Había pasado una semana desde la elección del papa y todos sabían que el nuevo Pontífice era el sacerdote que había pasado la noche en nuestro convento. Cuando se enteraron de que me había llamado, los otros frailes me rodearon para preguntarme qué sabía de él, si le conocía de antes y si era verdad lo que decían de que había sobornado a los cardenales para que le eligieran.

    Tardé bien poco en quitarles esas ideas de la cabeza. Les conté que era un cura normal y que no sabía que le iban a elegir. Cuando les expliqué que creía que le habían llamado a Roma para preguntarle por otra persona, se rieron mucho y me dijeron que era un ingenuo y que no entendía de política eclesial. ¡Tonterías! Me alegro mucho de no entender de esas cosas, que nunca hacen bien y sí mucho mal.

    Me fui al Vaticano caminando. Hacía un día espléndido y no me dolía la pierna, así que casi no me molestó tener que ir. Pensé que el cura español, mejor dicho, el papa español querría darme las gracias por la cena del otro día. Era un buen detalle que se acordara, a pesar de todo el lío que debía de tener encima en aquellos momentos. Supuse que me daría un rosario y también su bendición. Rosario ya tenía el mío, pero la bendición de un papa recién estrenado tenía que valer algo. 

    Un guardia de seguridad me dejó pasar por una pequeña puerta lateral del Vaticano, después de comprobar mi nombre en una lista de visitas que tenía preparada y de que le diera el dinero acostumbrado, como me había ordenado el superior.

    —Ya puede pasar, eminencia —me dijo, burlonamente, después de darme indicaciones de a dónde tenía que ir.

    Le respondí con un gruñido y entré en un Vaticano casi desierto. La mayoría de las lámparas estaban apagadas y me perdí un par de veces en la penumbra de los interminables corredores, salas y escaleras que tuve que recorrer. Además, como descubrí más tarde, el condenado guardia había considerado que el dinero no era suficiente y, para vengarse, me había hecho dar una vuelta enorme. Mientras repetía mentalmente las direcciones que me había dado, iba mirándolo todo a mi alrededor. La falta de luz lo escondía un poco, pero, si uno se fijaba, podía ver polvo acumulado en los rincones y telarañas en las lámparas. ¡Muy mal tenían que estar si no podían permitirse mantener medianamente limpio el Vaticano!

    Me crucé con un monseñor, que me confirmó que iba en dirección contraria y, con impaciencia, me dio nuevas instrucciones.

    —Gracias, monseñor, ha sido muy amable —le dije, aliviado, mientras él se marchaba deprisa y sin responderme. Nunca volví a verlo. Creo que lo que tenía era prisa por marcharse de allí.

    Por fin llegué al despacho del papa y me detuve ante unas puertas imponentes de madera, con el escudo del Vaticano grabado y dorado, aunque algo polvorientas. No había nadie que me dijera que podía pasar, así que me quedé allí de pie, esperando y convencido de que todo había sido algún tipo de broma o una equivocación. ¿Qué pintaba yo en el Vaticano? Estaba tan fuera de lugar como un burro en una sacristía.

    Al cabo de una media hora sin que viniera nadie, cansado de esperar con la pierna dolorida, me armé de valor y llamé suavemente a la puerta.

    —¡Adelante! —dijo una voz desde dentro, así que abrí la puerta y entré.

    El nuevo papa estaba allí, solo en el enorme despacho, como una ovejita blanca perdida en medio de una era. Estaba sentado en una mesa de trabajo, junto a una pequeña estufa, que me recordó el frío que hacía en los pasillos.

    Permanecí junto a la puerta, sin saber qué hacer. Era un despacho para recibir a presidentes y cardenales, no a mí, y me sentí fuera de lugar, como un intruso. Al menos hasta que León XIV se levantó y se acercó a mí con una gran sonrisa.

    —¡Hermanito, dichosos los ojos!

    —Santidad —dije, acercándome a él, sin saber si debía besarle el anillo o no, porque todo el mundo sabía que a los dos o tres papas anteriores no les gustaba el gesto.

    Por suerte, el nuevo papa solucionó mis dudas, ofreciéndome el anillo para besarlo. Después, nos sentamos en unos sillones que había allí para las visitas.

    —Y ahora, dime: ¿cómo está el Hermano León? ¿Y tú? ¿Te sorprendió verme salir al balcón de la plaza de San Pedro?

    ¡Me había visto en la plaza! Tenía que haberlo sospechado, porque éramos cuatro gatos y yo era el único que llevaba hábito religioso. ¿Cómo decirle que no me había dado cuenta de quién era hasta más tarde?

    —Er... El Hermano León sigue tan arisco como siempre, santidad —dije, para ganar tiempo.

    —Muy bien. No esperaba menos de él. ¿Y tú? Al menos sin visitas molestas a medianoche habrás podido dormir bien estos días.

    —¡No fue una visita molesta, santidad! Bueno, quizá un poco sí lo fue —corregí, al recordar que no debía mentir y menos a un papa—, pero ahora me alegro de que viniera. Al menos así no han elegido a otro de esos cardenales que quieren convertir a la Iglesia en un partido político de tercera categoría. ¡Uy! Lo siento, santo padre. No debí haber dicho eso.

    —Está bien, hermanito. No hace falta que te disculpes. Tienes razón en que varios cardenales están algo... desorientados. Otra cosa es que yo lo vaya a hacer mejor que ellos, pero con la gracia de Dios todo es posible.

    —¡Claro que lo hará mejor! Aunque, la verdad, eso no sería muy difícil, porque los últimos papas han dejado la Iglesia como un huerto después de una granizada.

    El papa bajó la mirada, entristecido, y guardó silencio. ¡Ahora sí que había metido la pata! ¿A quién se le ocurría criticar a los papas hablando con uno de ellos? Algunas veces soy más torpe que una vaca con zancos.

    —Dime, hermanito —dijo por fin, mirándome a los ojos—, ¿crees que haces falta en el convento?

    Me levanté inmediatamente. Puede que no haya estudiado mucho, pero sé captar una indirecta.

    —Perdone, santidad, ya me voy. No quiero molestar. Perdón por haberle hecho perder el tiempo y por las tonterías que he dicho. Solo he venido por el rosario y la bendición.

    —¿El rosario y la bendición? —frunció el ceño, extrañado, y luego se echó a reír, tomándome del brazo para que me sentara de nuevo—. Ah, ya lo entiendo. No, hermanito. No te he llamado para darte nada, sino para pedirte algo. Me gustaría que fueras mi secretario.

    Me quedé mudo. Igual podía haberme dicho que quería que fuera astronauta o profesor de hebreo antiguo.

    —¿Cómo... cómo voy a ser yo secretario del papa? —le pregunté por fin—. Solo soy un pobre hermano lego franciscano, que no sabe nada de teología, ni de política, ni de nada en realidad.

    —¡Estupendo! Si necesito una opinión teológica, ya preguntaré a los teólogos y, si se trata de política, no faltarán políticos católicos que me den malos consejos.

    —Pero... pero... no he sido nunca secretario de nadie. Ni siquiera sé muy bien qué demonios hace un secretario. Perdone mi lenguaje, santidad, pero es que no lo entiendo. ¿Qué dem...? ¿Qué diantres tendría que hacer?

    —Un poco de todo, lo que haga falta en cada momento. Lo más importante será que estés a mi lado, para que siempre tenga junto a mí a alguien en quien pueda confiar. Te prevengo que el Vaticano ya no es lo que era —me explicó, mientras ordenaba los papeles y los libros que tenía sobre su mesa—. No tenemos dinero, la curia solo es un puñadito de personas, no hay nadie que se ocupe de nada y todo está hecho un desastre. Si te quedas, tendrás que hacer de todo, desde llevar cartas hasta cocinar, hacer recados, barrer y cualquiera sabe qué más cosas.

    —¡Eso puedo hacerlo! Se parece a lo que hago ahora. Además, tengo buena memoria y no me asusta trabajar duro. Y no creo que en el convento me echen mucho de menos, la verdad. A la mitad de los monjes no les caigo bien. Dicen que no soy lo bastante moderno. Y usted es el papa. Si me lo manda...

    —¿El papa? Sí, es verdad, pero todavía no me lo creo. Toda una vida vestido de negro y aquí estoy, blanco por fuera e igual de torpe por dentro. Si te quedas, verás que soy muy despistado hermanito, que es por lo que necesito un secretario, para que evite que meta la pata.

    —Entonces, santidad, ¿me manda que sea su secretario?

    —No, hermanito. No quiero obligarte a que aceptes. Me gustaría que te quedaras, pero eres libre de aceptar o no. Yo tengo que estar aquí, pero tú puedes hacer lo que quieras. Ya sé que trabajar en el Vaticano en estos momentos no es precisamente un puesto apetecible, pero...

    —No, si a mí parece muy bien ser su secretario, aunque... El caso es que... hay una cosa...

    —Dime, con toda libertad.

    —¿...y el Hermano León? No creo que permitan tener mascotas en el Vaticano y no me gustaría dejarlo solo. A los otros frailes no les cae bien y estoy seguro de que lo echarían a la calle en cuanto me fuera.

    León XIV soltó una carcajada. Me estaba gustando aquel papa, que sabía reírse de las cosas, sin tomarse demasiado en serio.

    —Bueno, quizá eso se pueda arreglar. Después de todo, soy el papa, ¿no? Creo que tendré autoridad suficiente como para poder buscarle un hueco a mi tocayo. Además, le daremos un puesto. Por lo que he visto hasta ahora, no nos vendría mal que se ocupara de los ratones. Lo nombraremos ilustre desratonizador pontificio, con sueldo vitalicio de un plato de leche diario y un lugar reservado junto a la mejor estufa vaticana.

    Así fue cómo el gato y yo nos mudamos al Vaticano y cómo me convertí en el secretario de León XIV.  El Hermano León pronto tuvo oportunidad de demostrar que era el mejor cazador de ratones de la cristiandad. No sé qué habríamos hecho sin él. Yo, en cambio... Bueno, digamos que no lo hice tan bien. ¡secretario del papa! ¿Quién lo iba a decir? Si mi madre me hubiera visto, no se lo habría creído. O sí. Quizá ella fuera la única que imaginó alguna vez que el tarugo de su hijo podía llegar a ser secretario del papa.

    5. Un cónclave y un nombre

    Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol, la luna bajo de sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas (Ap 12,1)

    Mis hermanos frailes me han preguntado muchas veces si sabía qué había pasado en el cónclave, porque fue una sorpresa para todos. Algún periódico, sin mucho interés, había hablado los días anteriores sobre los candidatos más probables, los papables: casi todos eran cardenales europeos, uno canadiense, otro africano y otro asiático para no parecer racistas, pero todos muy parecidos y ninguno que pudiera sacar a la Iglesia del hoy en que estaba metida. Más de lo mismo en el camino hacia el abismo, que diría mi madre. Nadie esperaba que fuera elegido un simple sacerdote y menos uno completamente desconocido.

    Poco puedo decir sobre este tema. Ya he contado lo que había pasado antes y, en cuanto al propio cónclave, el santo padre nunca quiso hablar de ello, aunque corrían rumores disparatados por el Vaticano y por toda Roma, como siempre pasa con las cosas de la Iglesia. Cuando alguien me pregunta por qué los curas no se casan, siempre respondo que es porque prefieren cotillear ellos mismos en vez de que lo hagan sus esposas.

    Unos insinuaban que ningún cardenal había querido hacerse cargo de la barca de Pedro, que hacía décadas que se estaba hundiendo, y habían tenido que buscar a un pobre sacerdote. Otros, más prácticos, respondían que no faltaban cardenales ambiciosos a los que no les habría importado que la barca se hundiera con tal de que ellos estuvieran al timón. Después estaban los que hablaban de conspiraciones y sobornos, como mis hermanos del convento. Pero nadie sabía a ciencia cierta lo que había pasado, más que los cardenales y el propio papa.

    Poco después de su elección, le pregunté directamente a León XIV y me dijo que no iba a hablar sobre lo que había ocurrido, porque las normas del cónclave no lo permitían.

    —Pero, santidad, usted puede saltarse las normas, si quiere. Como hizo con el hermano León.

    —Puedo —me dijo sonriendo por el recuerdo y contemplando al gato, que en ese momento se paseaba por su mesa—, pero poder no es lo mismo que deber y, normalmente, no debo hacerlo. ¿Qué ejemplo estaría dando si me saltara las normas por capricho? El primero que tiene que obedecer es el papa.

    —Yo creí que lo bueno de ser papa era poder mandar y que nunca le dijeran lo que tiene que hacer. Además, ¿a quién obedece el papa? Si no tiene nadie que le pueda mandar...

    —Obedezco a la Iglesia, como hacemos todos, gracias a Dios. En cualquier caso, no todo en esta vida es para contarlo: secretum meum mihi[1].

    —¿Eh? ¿Ya me sale otra vez con los latines? ¿Qué significa eso? —pregunté con un punto de impaciencia.

    —El pudor, hermanito, el pudor. Tanto corporal como espiritual. Otra virtud que el mundo ha olvidado, sin darse cuenta de lo que ha perdido. No todo es para contarlo y exhibirlo. Algunas cosas hay que guardarlas en el corazón.

    Después de decirme eso, se quedó pensando, abstraído en sus cosas, como le sucedía a veces, así que me retiré en silencio, pero, mientras cerraba la puerta, oí que susurraba, muy bajito:

    —Fue Ella. Ella me metió en este lío. Y cuando quiere algo, no importan los planes de los cardenales, por muy eminencias que sean, ni tampoco los de un pobre cura. La Señora habló y eso fue todo.

    Después soltó otro latinajo, que no entendí, y terminé de cerrar la puerta. Siempre que hablaba de Ella se refería a nuestra Señora la Virgen, pero yo aún no lo sabía y en aquel momento no comprendí lo que quería decir. ¿Cómo intervino Ella en el cónclave? No lo sé, pero de alguna forma muy especial tuvo que hacerlo para que los cardenales eligieran a un sacerdote desconocido como papa y para que él, que no quería ser papa, aceptara el nombramiento. Especialmente teniendo en cuenta que esos mismos cardenales eran los mismos que nos habían dado al desastre de papa anterior, con perdón, y a dos sus predecesores, así que no se podía esperar mucho de ellos. En fin, supongo que seguirá siendo un misterio y que no conoceremos la respuesta hasta el cielo, si Dios quiere.

    En cambio, el nombre que escogió el papa, León XIV, no es ningún misterio. Tenía gran admiración por León XIII, porque, según decía, había escrito no sé qué encíclica contra los americanos o los americanistas o algo así. Yo no la he

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1